Francisco García Pavón

"El rapto de las sabinas"


Con el caso del vizcaíno fingido y de las suecas lesbianas, felizmente esclarecido por el mejor policía de España, Manuel González, alias "Plinio", Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso(Ciudad Real).

A Julián Ayesta Prendes y José María Jové Arechandieta, amigos de tantos días y razones.

1. Rapto de la primera Sabina:

Sabina Rodrigo

Manuel González, alias Plinio, Jefe de la G. M. T., y su amigo y cooperito don Lotario, el que las bestias curaba(y lo digo en pretérito, porque desde la rebelión de los tractores su profesión de veterinario se quedó hueca), luego de haber tomado café, copa, faria y consumido todos los turnos imaginables de conversación con amigos y allegados, salieron del Casino de San Fernando para estirar un poco las piernas. Uno junto al otro, con las manos al riñón y en silencio total, empezaron a pasear por la Glorieta de la Plaza con muy poca ilusión, ésa es la pura verdad. Los pantalones de ambos, por tan luenga sentada, mostraban por la parte trasera mil estrellas y dobleces.

Desde el famoso caso de Witiza, iba ya para un año, no tenían crimen ni robo sabroso con que distraer la vocación. Y sabido es que en los pueblos, e incluso en las capitales importantes, si no hay faena, los pantalones se arrugan que es un dolor. Cuando en los casinos se está mucho tiempo, todas las energías del cuerpo se van en bostezar, hacer aguas, echar pitos y castigar las entrepiernas de los zaragüelles. En los casinos de los pueblos se ven muchos bordes de braguetas amarillentos por el pis, y otras tantas bocas abiertas expeliendo esos suspiros de goma con olor a especias que son los bostezos. Hay bostezantes muy machos que se quedan con la boca abierta mucho rato y la lengua abatida entre las ringlas de muelas pajizas, como si quisieran tragarse la tarde de una puñetera vez.

A los treinta o cuarenta pasos la pareja de sabuesos quedó quieta en

medio de la Glorieta, jorobados de aburrimiento y sin saber por dónde rebanar las horas que faltaban para cenar.

Sin consultárselo, ambos amigos habían repasado mentalmente las posibilidades existentes de visitas y alternes, sin atinar dónde ir aquella tarde de casi vendimia, porque de verdad pensaban que ya tenían muy sobadas todas las barajas de evasión que el pueblo ofrecía. Así estaban de lacios, arrugados y descontentos los dos justicias del pueblo, cuando atinó a pasar junto a ellos Natalio Torres, alias Copérnico, procedente del otro Casino, con tan pocos proyectos como ellos, parejas arrugas en las perneras y el mismo semblante de no saber qué hacer con aquella tarde sin remedios ni conclusión.

Al verlos varados en el cemento con aquel aire de prendas a secar, les echó un cabo de plática.

- ¿Qué os hacéis, pareja?

- Pues ya ves, Natalio.

- ¿Y tú?

- Pues ya veis... Es que las tardes siguen siendo muy largas.

- Coño largas - exclamó Plinio - , son catrales.

En éstas estaban cuando las campanas de la iglesia, bajo cuya torre se hallaban, comenzaron a tocar con tal ímpetu y pasión, que los tres parlantes tuvieron que callarse. Don Lotario, que era el más menudo de los tres, bajo el cañoneo de las campanas siempre sentía una especie de vibraciones en el estómago que lo dejaban palidísimo.

Plinio lo miró de reojo porque de antiguo conocía el fenómeno y vio, entre guasón y compasivo, cómo el pobre veterinario aguantaba con los ojos cerrados y la mano delicadamente puesta a la altura del píloro. Así, Plinio mirando a don Lotario, éste con los ojos cerrados y la mano donde se dijo, y Natalio sin caer en la cuenta de todo aquello, aguardaron unos segundos hasta que el campaneo dio remate a su primer toque, y el aire sin badajazos se tornó sedeño y calmo.

- ¿Y dónde vas tú? - le preguntó don Lotario apenas pudo hablar.

- Pues a mi casa. Me he cansado de estar en aquel Casino y me he dicho: "Pues voy a ver cómo se acuestan los gorriones".

- ¿Es que en tu casa tienes buen aparejo para verlos?

- Hombre, colosal. Desde una ventana que da a los trascorrales. Allí, sabes tú, las tardes cansinas me coloco y no me aparto hasta que los dejo a todos acostaícos. Son muy vivos. ¡Qué tíos! Yo me los conozco muy requetebién.

- Sí, debe de estar bien eso - dijo don Lotario tirándole una indirectilla - . Yo nunca los he visto con detención.

- Hombre, pues veniros y pasamos el ratillo. Además, que tengo un queso en aceite de los de la Inocencia que está cañón - respondió, animado, el buen Natalio.

- ¿Vamos, Manuel? - preguntó don Lotario al Jefe.

- De acuerdo, pero voy a decir a la tropa dónde estoy por si hay algo.

- No creo.

- Nunca se sabe.

Y metiéndose los dos índices entre los dientes, con cierto disimulo, dio un silbido breve. Matojos, el guardia de puertas, que como siempre estaba mirándose las botas lustrosas, entendió el reclamo y despegó en carrerilla hacia Plinio.

- ¿Diga, Jefe?

- No creo.

- ¿Cómo que no lo crees?

- Que no creo que haya nada.

- Cuando menos se espera, ya sabes.

- De acuerdo, Jefe.

- Vamos, que ésta es la hora en que empieza la recogida - les animó Natalio con cierta diligencia.

El segundo toque de campanas ya los tomó de espaldas. El proyecto de ver aparear los gorriones había traído un remedio de esperanza y casi de alegría a don Lotario en aquella tarde sin parcillas. Tan es así, que andando delante, como iba, del guardia y de Natalio, luego de mirar si había alguien más por la calle, dio un leve brinco y a más de media voz echó aquella seguidilla que tanto le gustaba.

Cuando voy por tu calle

doy un saltete,

pa que diga tu madre:

¡qué movidete!

- Lotario es el único veterinario del pueblo que se alegró con el remate de las mulas - dijo Natalio.

- Me llegó en el momento de la jubilación.

- Sí, y porque tiene más perras que un banco - explicó Plinio - , que si no, no andaría tan alujero.

- Natural, porque sus colegas están con la cara entre sobras.

- Cada época tiene sus aqueles y a los que nos ha tocado entre dos tiempos debemos tomar las cosas como vienen. A ver qué vida.

En estas pláticas cronológicas andaban, cuando llegaron ante la puerta de Natalio Torres. Abrió el hombre con la llave que pendía del cabo de una cadeneta, tan tasada, que para hacer funcionar la cerradura tuvo que tomar una posición de figura muy comprometida.

- Corta se te quedó la cadena, hombre - saltó el veterinario.

- Es verdad. Y siempre digo que la voy a llevar a que le añadan, pero nunca me determino.

- Pues determínate, porque te arrimas tanto a la puerta y con la barriga tan sacada que parece te estás haciendo aguas en tu propia casa.

- Don Lotario está esta tarde muy ocurrente - comentó Plinio.

- No puede uno ni estar contento.

- Claro que puede. Y debe - dijo Natalio brindándoles la entrada.

Pasaron la umbría del portal y del patio de azulejos, dejaron atrás el primer piso y llegaron hasta un camaranchón muy relimpio con cofres antiguos, sillas de montar cubiertas de lonas, aparejos lujosos de mulas con clavos dorados y banderillas; perolas, un altar desarmado de maderas chillonas y un san Antón con un gorrino descomunal, que le llegaba a media cintura. El san Antón tenía cara de feroche y un barbón que se le enrollaba al cuello como tapabocas.

Natalio abrió con tiento las puertas de un ventanuco apaisado. Entró un remedio de sol color viejo y se dibujó un recuadro de cielo tiernísimo. Chistó a sus huéspedes para que guardaran silencio y les ofreció sillas frente al miradero. Desde éste se veía haldear un tejadillo, otro tejado lateral muy próximo y otro frontal más lejano al que servían de puente unos cables de la luz. En la pared del oeste, una parra de uvas de gallo, vieja y retorcida, casi crispada sobre las cales amalvadas por la tarde.

Natalio, sin dejar de otear por el miradero, sacó del cajón de la mesa un mendrugo de pan y con un cuchillo de cocina viejo empezó a migarlo.

- Están al llegar - dijo - . Cuando la sombra remonte el emparrado, es su hora. No marran. Son aves organizadas, que reciben la hora exacta del cuadrante del sol. No sé con qué rayo les pincha en los ojos o en su corazoncillo de maíz que, estén donde estén, vuelen por donde vuelen, siempre viran con el tiempo preciso para anidar a su hora. Los gorriones son peones solitarios. Trabajan por su cuenta toda la jornada sin hembra ni compañón. Y sólo vuelven al amor de la familieja al hundirse la tarde.

Lo bueno es verlos fornicar. Yo los alcancé varias veces. Nunca vi bichos más duros. Cual si tuvieran mecanismo. Echan veinte y hasta veinticinco casquetes, sin descabalgarse ni perder el compás. Como tarabillas.

Y al hablar de estas bajezas, Natalio, pillín, sonreía.

- Y que van a lo suyo - continuó - , sin más cascaras. Nada de arrumacos y amoríos, como los palomos, que son propiamente don Juan Tenorio junto al sofá. Los gorriones son expeditos, presos escapados, tacatá, tacatá. Y las hembras aguantan sin aparentar lujuria mayor, como si dijéramos por deber... Así les pasa a los pobres gorriones, igualico que a los hombres, que si tienen abundancia de hembras que llevarse a la entrepatilla, la espichan rápido. Duran poquísimo. Y no mueren por el pico, como los peces, sino por el abuso feroz de la minina. Son machos resecos y sin encanto en el trance. Coleando cual ventiladores. Y además, que ésta es otra, son celosísimos. Si a dos les gusta la misma gorriona, riñen como jabatos. Cierta vez vi a uno pegarle tal picotazo en la cabeza al contrario, que lo dejó seco. Cayó a plomo desde aquella canal frontera con las patillas estiradas y un cavernón en los ojos.

Natalio, con las gafas a mitad de nariz, hablaba con tal pausa y seriedad que no cuadraban muy bien con la materia de la charla. Por fin quedó en silencio. Los tres amigos miraban por la ventana. A lo lejos se veía, alta y gorda, la chimenea de la fábrica de alcohol de Domecq, la que pintó Antoñito López García, con el sol a la cintura. La tarde estaba tan serena y translúcida que no parecía remate de un día, sino algo exprofesamente creado, insólito, sin conexión con el resto del tiempo. Era una tarde para morirse junto a aquella ventana. Para morirse dulcemente, sin dolores, llantos ni curas; para morirse suave, abrazado por el cielo.

- Gorri, gorri, gorri - se oyó gritar.

- Puñeto - saltó Natalio Torres, alias el Copérnico, asomándose mucho a la ventana y mirando hacia arriba - , han entrado primero los del oeste.

- Gorri, gorri, gorri.

- Al contao vendrán por toda la cortina del cielo - siguió sin dejar de otear - . Suelen hacer unos nidos bastante farfulleros. Ponen pajas, plumas, hilos y todo lo que pillan. Y sabes que tardan. Si se les malogra por cualquier accidente, en un amén te componen otro... Mira, mira, ya llegan tres.

En efecto. Uno de ellos atejizó en una canal muy próxima a la ventana

que caía a la izquierda de los tres mirones. Quedó parado sobre las patillas zopas y miraba hacia la parte por donde sin duda esperaba a los demás. Daba dos o tres saltitos y tornaba a mirar. Era robusto, duro, con sus alas cortas y la cola geométrica.

- Éste es macho - comentó Natalio en voz muy baja - . Tiene en la garganta una mancha negra. Son de la raza moruna, que campan por España hasta la llegada del invierno y se apartan durante la época fría al norte de África.

- ¿Por qué sabes tú que son morunos? - preguntó Plinio.

- ¿Que por qué? Porque tienen el casquete de color castaño encendido. Mirados de cerca, los morunos y todos, tienen la raya negra debajo de los ojos, como las mujeres que se pintan... Eh... ya vienen, ya vienen.

Acudían desde distintas direcciones e iban posándose escaqueados.

- Mira ése, dándole una paja a su mujer.

El gorrión asomaba la cabeza bajo la teja con una pajita en el pico. De cómo se la quitó la hembra no pudieron verlo los tres hombres. Tan sutil fue la operación. El gorrión, descargado, dio un vuelo corto hasta encaramarse en un cable de la luz donde formaban ringla otros compañeros.

- Faltan todavía más de veinte por llegar. Tengo contados veintiocho estos días, aunque deben de estar al nacer muchos gorrioncetes porque sí hará quince días que salió la última hornada.

Algunos entraban en el nido directamente. Natalio seguía contando:

- Y dos, doce, y aquél, trece, y ese otro, catorce. Así que estén todos les echamos el pan.

- ¡Leñe! - gritó don Lotario - , aquél debe de tener mucho apuro porque ha entrado en el nido como centella.

- A ése siempre le pasa igual. Debe de ser muy celoso o tiene miedo.

- ¿Por qué ha de tenerlo?

- Ah, no sé, pero estos bichos se parecen mucho a los hombres. Como viven con nosotros y de lo nuestro comen, tienen muchas levas y se las saben todas. Ahora veréis, cuando les eche el pan, cómo operan... Yo me digo que ése que entró en el nido tan raudo, y que yo le llamo Periquito el Rápido, tiene miedo, se la deben de tener sentenciada por alguna fechoría que ha hecho... Y observándolos bien, cada uno muestra su carácter. Luego veréis a Pepito el Confiado, que presume más que un señorito... Tienen colores de camuflaje(digo yo). Fijaros en el casquete castaño, el plumaje negro y rojizo. Andan a saltos. Los lados del cuello,

gris... Los machos más bien lo tienen negro. No le dan paz a la cabeza... Y dos, dieciocho... y tres, veintiuno... Bueno, no esperamos a Pepito el Confiado. Voy a echarles el pan. Ya veréis.

Y tomando lo que tenía migado sobre la mesa, en dos puñados lo echó por la ventana. Asustados por el movimiento, los más próximos del tejado de la izquierda levantaron un vuelo corto.

- Fijaros. Todos están viendo el pan, pero ninguno se mueve. No se fían ni de su padre... Mira, mira... ya viene el espía.

Uno de los gorriones, luego de un vuelo corto hacia la mancha blanca del pan, se aproximó a saltitos y con los ojos alzados. Ya pisaba lo migado. Por fin, rápido, tomó una miga con el pico. La engulló. Esperó. Miró. Tomó otra con igual rapidez. Vuelta a la vigilancia.

- Éstos se comen lo que sea. Deben de tener el estómago tan duro como el clavillo fornicativo - dijo Natalio, sonriéndose otra vez con inocencia - . Ya se empiezan a animar los otros.

De pronto acudieron casi todos a la vez. Y los que llegaban en aquel momento de su viaje, al ver a los otros picotear, ya sin titubeo, se flechaban hacia el condumio.

- ... Veintiséis... y veintisiete... Ya sólo falta Pepito el Confiado.

Las tejas habían quedado limpias de migas.

- Veréis cómo ahora - siguió Natalio - cada uno se va a dormir al sitio que le parece más seguro. No tengáis cargo de que se van a poner al alcance de gato ni hombre... Ves aquél, hale, a los cables de la luz... Ese otro a los sarmientos de la parra más alejados del tronco. Y los que tienen nido, adentro.

Cada gorrión iba hacia su sitio con vuelo preciso y sin titubeo.

- Las hembras ahora se ven poco. Casi siempre están incubando o al menos eso creo yo. Tal vez todos los que se cuelan en el nido son hembras. En lo que no se parecen a los hombres es en lo respectivo a la propiedad ajena. No tengas cargo que ninguno de ellos va a ir al nido del otro. Cuánto más justos son que nosotros... Muchas veces pienso, y Dios me perdone, si el hombre será un fallo de la Naturaleza. Los animales viven por vivir nada más. Nosotros vivimos que sé yo pa qué... Mira, ya llega Pepito. Fíjate qué tranquilo.

En efecto, llegó un gorrión solitario que, tal vez sugestionados por la caracterización de Natalio, les pareció reposado y hasta displicente. Se posó sobre una canal bien visible desde la ventana. Miró con seguridad hacia uno y otro lado. Natalio le echó unas migas. Pepito el Confiado quedó inmóvil, mirando hacia el sitio de las migas. Por fin se decidió.

Bajó. Picó unas cuantas, no todas, que así era el hombre de elegante, y volvió a su canal. Se esponjó un poco, dio dos saltitos, y de pronto, en vuelo cortado, se metió en su nido.

- Éste es capaz de tener un nido para él solo. Como un piso de soltero... Todo el gorrionaje a dormir. Se acabó la función - dijo Natalio dando una palmada.

- El que sabe cosas de pájaros es Antoñete López Torres, el pintor - comentó Plinio.

- Ese sabe más que Adán, el del Paraíso. Especialmente de jilgueros. Un día tenemos que convocarlo - dijo Natalio.

- Como es pintor de cosas pequeñas, de aire y de sombras, sabe mirar a los pájaros como nadie, con esos ojos que ya le nacieron a propósito para ver plumillas y suspiros - comentó don Lotario.

- Ése, mirando un canario se pasa las horas muertas. Él y Canuto el barbero son el no va más en tocante a pajarería. Y ahora - se cortó Natalio - vamos abajo a tomar queso y vino que nos lo tenemos ganado.

- Y que lo digas, qué caray, que esto es vivir y no el estar tomando autobuses y metros en Madrid - saltó don Lotario.

- ¡Si no se aburriera uno tantos ratos! - suspiró Plinio.

- Tú, Manuel, es que cuando no tienes casos te desazonas mucho - le comentó Torres.

- No es eso, es que hay poca amenidad. Todo muy igual.

- La paz es así. Quienes buscan cambios son los bélicos, que cuando se hastían arman una zapatiesta. Yo no creo que las guerras vienen sólo por apetencia de cuartos y negocios, sino porque los hombres se cansan del bienestar y empiezan a meterse con el vecino para buscar variación. Cuando el hombre está mucho tiempo quedo, piensa en lo que es, en su miseria y vecindad de la muerte, y enloquece - sentenció Natalio Torres, Copérnico.

- Hombre, yo no soy de ésos.

- No eres, pero te gusta el vaivén. Andad, vamos abajo.

En el comedor de Natalio el ágape, servido por su hija, no se redujo a queso manchego y vino como prometía: se amplió al lomo extremeño, salchichón catalán, hojuelas, rosquillas de anís y unas natillas con muchas soletillas.

Merendaban los tres amigos en amor y compañía, con muy buenas hambres después de la ruda faena gorrionera, cuando se abrió la puerta del comedor y sin más aviso entró el cabo Maleza con la barba de tres

días y una punta de cigarro color algarroba en un rincón de los labios.

- Así da gusto vivir - dijo a manera de saludo clavando los ojos en los masticables.

- Anda, siéntate y pica - le invitó Natalio.

- Con esas barbas ni hablar - le respondió Plinio.

- Si se hubiera usted chupado dos guardias seguidas como yo, seguro que no estaba con la cureña tan rasa.

- ¿Qué pasa?

- Primero me permitirá usted que tome un trago, que para eso invita aquí el amigo Natalio.

- Sí, anda, Maleza, come y bebe lo que gustes, que tiempo habrá de dar recados.

El cabo, sin más explicaciones, arrimó una silla a la mesa camilla, y después de regarse la plaza con un vaso de vino tinto, comenzó a menudear lo mismo en lo dulce que en lo salado, con tal asura, que los cuatro que allí estaban, contando a la hija de Natalio, lo miraban sin pestañear Y la operación tomó unas proporciones tan desmedidas, que Plinio empezó a retirarle con mucha indignación los platos que estaban a su alcance.

- Pero déjelo usted que coma, Manuel - dijo la hija.

- Que se vaya a la cuadra. Pues vaya unos modales. Que lleva treinta años conmigo en el cuerpo y todavía no he conseguido que sea digno del uniforme.

Maleza, sin responder palabra, cesó su conversación con los comestibles, se envasó otro cristal de vino y empezó a liar un cigarro sin ofrecer.

- Desde luego - comentó al fin - , señores, es que todo lo que hay sobre la mesa está regular en su clase... Con cosas de este quilataje cómo no va a perder uno la compostura, Jefe.

- Mal educado es lo que tú eres.

Y como antes de que hubiese encendido su cigarro, don Lotario sacó el "caldo", Maleza se trasladó el pito propio a la oreja y se dejó querer por el tabaco del veterinario.

Cuando todos, menos Natalio, que no fumaba, habían encendido y los chorros del humo empezaban a mirrar el comedor, Plinio, poniéndose ambas manos sobre las tablas de los pantalones, dijo:

- Bueno, señor cabo Maleza, ¿puedo saber por fin a qué se debe tan diplomática visita?