Bécquer for children

"Relatos fantásticos"

El caudillo de las manos rojas

Tradición india

Canto primero

I

Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.

II

El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.

III

Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondasbesa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.

IV

La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?

V

Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?

VI

Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué aguarda?

VII

¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.

VIII

Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. - ¡Pulo! ¡Siannah! - exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, yel Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.

IX

Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.

Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.

X

¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su hermano.

Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba desterrado de Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su Dios.

XI

Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro como dos leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.

XII

El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo a los ecos de estesolemne cántico?

XIII

Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas; en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento de terrible desesperación: - ¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre nuestras cabezas.

;¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su hermano y antecesor...

Canto segundo

I

- ¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!..., ¡Oh! ¡Esto es espantoso!

II

Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que golpea su frente con dolor al escucharlo.

III

Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de záfiro y entre nubes de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles que refrescan con sus alas

los cansados párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en el sueño del criminal.

Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son los fantasmas que engendra su mente durante las horas del reposo.

IV

Por eso el magnífico señor deOsira puede gustar la copa del beleño con que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la frente de su amada, sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad que domina la cumbre del Jabwi.

V

Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba en sábanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas y las flores para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.

VI

Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del amarillo chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no comprende?

VII

No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.

¿Viene a buscar la soledad? Imposible.

La soledad es el imperio de la conciencia.

VIII

El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente; sobre su cabeza está la gruta en que duermeel manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.

IX

El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas de un brahmín.

X

¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación para conocer el término de las empresas arriesgadas;

una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.

XI

Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre, suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece.

- Elegido del Grande Espíritu - exclama al verle el caudillo, inclinando la frente - , que el enojo deSchiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de los montes.

- Hijo de mortales - replica el anciano sin responder a la salutación - , ¿qué me quieres?

XII

- Consultarte.

- Habla.

- Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han sido inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen?

- Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido - exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.

XIII

¿Me conoces? - prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor.

- No te conozco, pero sé quién eres,

- ¿Quién soy?

- El matador de Tippot-Dheli.

El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue de este modo:

- En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra tan pesada como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.

XIV

- Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.

El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue:

- ¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá borrar esta sangre?

- Lo ignoro: es muy corta tu vida para expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada.

- Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada.

- ¿Hasayunado las tres lunas?

- Sí.

- ¿Has huido del lecho nupcial por siete noches?

- Sí.

- ¿Has dejado de cazar durante nueve días?

- También.

- Entonces, sígueme.

Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.

XV

Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea

confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre se helaba al escucharlos.

XVI

Las palabras del dios se guardan y son éstas:

- Asesino marcado por Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.

XVII

¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.

Canto tercero

I

Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.

II

También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dheli,concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del Océano.

III

Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.

IV

Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre sus espaldas.

V

El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.

VI

Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan

diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y esmeraldas.

VII

Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas y de las hojasque se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.

VIII

El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?

IX

Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.

La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin

límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.

Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.

X

Pulo es el primero que interrumpe el silencio.

- ¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!

¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte loque el murmullo de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?

XI

Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en un lago.

- Pulo - exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos instantes de la tierra - , ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la muerte?

- Es cierto - responde el príncipe -; el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.

XII

- Pulo - exclama a los pocos instantes la hermosa - ¿es verdad que existe un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el

amor?

- Sí.

- ¿Lo conoces? - Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña? No sé... la sombra de este bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada.

- ¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y la luz comience a palidecer.

- Esperemos - murmura Siannah -; pero entretanto aparta tus ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.

XIII

- Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea... Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.

La beldad de las trenzas de ébano canta:

I

"¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con sangre".

"Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellasque brillan entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros enemigos".

"Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea".

"¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas se templa con sangre".

II

"Allá van semejantes en..."

Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto.

- ¿Por qué - exclama el príncipe - no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para que los recite una hermosa?

XIV

- Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los

címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras.

- Pulo...

- Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.

Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente como una ola que se hincha coronada de espuma.

LA VUELTA DEL COMBATE

I

"El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia de su adorada".

LA VIRGEN. - "Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el polvo de la gloria".

EL CAUDILLO. - "Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte en una copa de rubí".

II

LA VIRGEN. - "¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama".

EL CAUDILLO. - "¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona de laurel del caudillo".

III

LA VIRGEN. - "Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?"

EL CAUDILLO. - "Virgen, es el amor que pasa".

XV

El cantode Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un beso.

¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.

Canto cuarto

I

- Hijo mío - dice Schiven al Sueño - , baja a la tierra y sé el mensajero de mis iras.

El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. - ¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?

II

Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen:

- Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.

III

De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.

IV

He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor delsepulcro, un sueño de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el corazón como una montaña de plomo.

V

El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes.

El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.

VI

La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso de ópalo.

VII

Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica, profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la conserva, la visión del caudillo.

VIII

La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la tormenta, el prolongado lamento del

vendaval y el temeroso murmullo de las hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.

IX

Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.

X

De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría elvalor necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan terrible.

XI

Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso.

- ¿Oyes - dice al príncipe - , oyes esa voz que resuena en la espesura?

- Es el viento que azota los palmares - responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que bordan las lindes del sendero.

XII

Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez más terrible.

- ¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? - interrumpe de nuevo la hermosa.

- Es la lluvia que agita las lianas - añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo.

- ¿Oyes? - vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro.

- Échate en tierra - grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.

XIII

Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.

La flecha del príncipe parte.

A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.

XIV

La lucha se traba.

Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.

XV

La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos deuna horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el mundo.

XVI

El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y

poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible transformación, las de una serpiente.

- Ya no me queda ningún género de duda - exclama - Schiven desea mi muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.

XVII

El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por segunda vez su puñal.

XVIII

La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del Jawkior.

Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.

XIX

Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.

La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.

El caudillo, recobrado de suestupor, puede entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.

Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro,

está a su lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del Océano.

XX

- Caudillo - exclama el antagonista de Schiven con acento airado - , ¿para qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:

- Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.

XXI

- Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? - exclama el príncipe.

- Levántate - prosigue el dios - , toma tu arco, descálzate las sandalias, y abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.

XXII

Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.

El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de suesposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.

Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.

XXIII

En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.

El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.

XXIV

- Siannah - dice el caudillo con voz ahogada por el llanto - . Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve, vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin lágrimas.

XXV

Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.

XXVI

- Insensato - dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la boca de donde parte -: ¿que vas a hacer?

El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:

- Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá

para siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.

Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira; los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos del pasado.

La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que sele había aparecido en sueños.

Canto quinto

I

El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.

II

La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.

III

Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido entre su esposa y su conciencia.

- Ya se aproxima - dice - la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano que los dirige.

IV

El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las hirvientes olas del Océano.

V

Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre del promontorio.

En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz fantástica.

VI

- Ave de los dioses - prorrumpe Pulocayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza blanca -; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas del rocío de la noche.

VII

El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:

- Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.

VIII

El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.

Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y altísimos.

IX

Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.

La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.

- Ave inmortal - exclama Pulo deteniéndose en su camino - , he aquí que la noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi vista.

El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defendermede sus traidores ataques.

Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.

X

- No temas - responde el cuervo -; el dios que nos envía cuidará de nosotros desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los predilectos de Vichenú.

XI

Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.

¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.

XII

Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con la sonrisa en los labios:

- ¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca hasta los más remotos confines del mundo.

Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz terrible:

XIII

- ¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de acostumbrarse a huir.

XIV

- Valientes - prosigue dirigiéndose a los que le acompañan - dadme el arco y elescudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.

Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:

- ¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!

XV

En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano

llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás de sus instrumentos de bronce.

XVI

Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.

XVII

- ¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi dueño! - exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.

XVIII

Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.

XIX

Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.

Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveresinsepultos.

Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.

XX

Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento combate en que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó abrasadora sobre su mejilla.

XXI

El cuervo prosigue así: - ¿Ves allá, entre los espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro formado de piedras toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?

XXII

Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te protege sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.

XXIII

Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama roja, que lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.

El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.

De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.

El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su peregrinación.

Canto sexto

I

- Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudosy sonoros golpes del martillo.

II

Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros, flotantes moradas de los genios.

Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.

Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino.

III

Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!

Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos.

IV

El peregrino ha desaparecido.

En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo.

La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible.

V

No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese

rostro en cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.

Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.

La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.

VI

Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: - Brahmines - exclama en alta voz - , despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el clamor delas plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con él mi vida.

VII

Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que solemnizan su victoria.

VIII

El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras está de rodillas ante el ara.

Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los

genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.

IX

- ¡Sacerdotes, caudillos, siervos! - prorrumpe al fin el señor de Osira - , la cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer de la tierra.

La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.

X

- Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la contemple un instante por la postrera vez;que su boca reciba el frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la tumba.

XI

La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un grito de horror.

Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio.

En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven.

- ¡Siannah! - murmura el príncipe reconociéndola -: Siannah, al fin te veo antes de morir. - Y expira.

XII

Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los

juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero vuelve.

Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.

El maestro Herold

La Época:

14 de septiembre, 1859

Esto sucedió en París y en el año de 1830.

El último rayo de sol, replegándose de altura en altura y enrojeciendo las dentelladas crestas de los edificios de la gran ciudad, acababa de perderse tremolando su enseña de fuego sobre las torres de Nuestra Señora, cuando la tenue luz del crepúsculo, penetrando a través de los vidrios y las blancas colgaduras de sus balcones, bañó en una claridad azulada y triste el gabinete de estudio de un artista.

Éste repasaba en aquel momento la delicada y ligera sinfonía de una de sus obras. L'ilusion: he aquí el título de la partitura puesta sobre el atril del piano.

A medida que la luz de la tarde se perdía gradualmente, tal vez por un capricho del músico que modificaba en aquel instante su inspiración, las notas del instrumento se fueron haciendo más vagas, más débiles, casi imperceptibles: ya no se oía más que un rumor, tan confuso como ese último eco de una música militar que aún creemos percibir en los suspiros de la brisa después que se ha desvanecido, borrada por la distancia, cuando de repente su mano se detuvo, y cayendo con la pesadez del abandono sobre las teclas, éstas exhalaron unquejido sordo y lastimero. La luz acababa de desaparecer. Sin embargo, la dilatada pupila del músico permanecía fija en la partitura de su obra. Entre los pliegues de la oscuridad sus miradas buscaban el título de ella: La ilusión. Poco a poco las letras de esta palabra comenzaron a destacarse y a brillar entre las sombras, como esas manchas de colores guarnecidas de fuego que flotan en el vacío delante de los ojos después que se cierran deslumbrados por el sol. La palabra hirió al sentimiento; a su

conmoción se levantó una idea, y aquella idea, despertando a sus hermanas que dormían en el fondo de la memoria, comenzó a desarrollarse y a tomar formas perceptibles a la mente. Las muertas ilusiones de su juventud comenzaron entonces a incorporarse y a cruzar por su imaginación, semejantes a esas legiones de fantasmas que, rompiendo el mármol de sus tumbas y envueltas en sus blancos sudarios, hienden silenciosas las tinieblas de la noche evocadas por un conjuro.

¿Quién podría reproducir con las palabras, impotentes para expresar ciertas ideas, las rápidas evoluciones de la imaginación que, franqueando el abismo que las divide, salta de uno en otro pensamiento, y atando los recuerdos más incoherentes con un hilo de luz sólo a ella visible, desarrolla esos gigantes panoramas del pasado, poemas de extraña forma en que se sintetiza la vida?

Para que nuestros lectores puedan formarse una idea, aunque pálida, de su ardiente visión, les diremos el nombre de aquel músico y apuntaremos de pasada algunas fechas, las principales de su historia.

Se llamaba Herold, y había nacido en París el año de 1791. La ola de la Revolución francesa, que arrulló el primer sueño de tantos otros genios, meció su cuna al nacer. Huérfano desde muy joven, se dedicó al estudio de la música. Sus primeros pasos en la carrera del arte fueron rápidos. Adivinaba en lugar de aprender.

En 1812 marchó pensionado a Italia. Roma imprimió en su alma el sello de grandeza de sus ruinas.

En Nápoles bajó por primera vez al palenque escénico. La Gioventú di Eurico Quinto, ópera suya, ejecutada en 1814 en el teatro lírico de esta ciudad, obtuvo un éxito tan lisonjero como inesperado. Cuando el público italiano miraba con marcada prevención todo lo que provenía de la escuela francesa, arrancarle una hoja de laurel para la corona de sus intérpretes era un verdadero triunfo.

Vuelto ya a su patria, uno de los más célebres compositores lo asocio a sus tareas. La ópera titulada Charles de France fue escrita en su colaboración por Boilldieu.

Rosieres: he aquí el primer trabajo importante con que se dio a conocer al públicode París. La parte literaria de esta ópera cómica vale muy poco: su colorido carece de vigor, su ideas son triviales, su argumento vulgar. No obstante, se escuchó con agrado y fue aplaudida

en algunos pasajes gracias a la música, pero muy pronto cayó en el olvido.

La Clochette, Le Premier venu, Les Troqueurs y algunas otras de más escaso interés, fueron las obras que en el intervalo de dos o tres años siguieron a Rosieres. Aunque concienzudamente escritas y sembradas de algunos toques felices, fueron acogidas con frialdad o disgusto. Herold se encontraba estrecho en el reducido círculo de acción de aquellos libros, esencialmente cómicos en sus tendencias, y las más veces absurdos y disparatados en su trama.

Las empresas comenzaron a dudar de su talento; los escritores le hacían responsable del mal éxito de sus obras, y Herold, reducido a la desesperación y a la impotencia, no pudiéndose revelar, falto de un poeta que lo comprendiera, se encerró en el más absoluto silencio por espacio de algunos años.

Durante ese tiempo obtuvo la plaza de maestro de coros en el teatro de la ópera italiana.

El astro de la gloria de Rossini brillaba entonces en todo su majestuoso esplendor.

Deslumbrado por él, resolvió lanzarse de nuevo a la palestra. El poco o ningún éxito de Marie, opereta escrita completamente a imitación del estilo italiano, le convenció, por último, de que tampoco era aquél su terreno.

Tres años se pasaron antes que viniese a su poder un nuevo libro cuya idea despertase un eco en su alma de artista. La lectura de L'ilusion le hizo concebir el deseo de tornar nuevamente al rudo combate que había emprendido con la indiferencia del público.

En efecto la partitura de L'ilusion, obra ligera, pero de formas originales y delicadas, obtuvo un éxito brillante. Mas este triunfo, aunque lisonjero, no satisfacía a su conciencia musical. Herold no ignoraba que su genio estaba llamado a desenvolverse en un campo más elevado, más digno. ¿Pero cuándo? He aquí lo que se preguntaba en el instante en que lo hemos dado a conocer a nuestros lectores; he aquí lo que llenaba su alma de tristeza y melancolía; porque, como a todos los que perecen arrebatados por una muerte prematura, un presentimiento vago e instintivo le decía incesantemente que su hora suprema no estaba lejos. ¡Y morir desconocido! ¡Morir sin gloria...! Esto era horrible.

De repente el eco de una voz amiga sacó al músico de su doloroso éxtasis. La noche había cerrado oscura y nebulosa. "¿Quién va...?", preguntó sobresaltado, oyendo el áspero chirrido de la puerta de su gabinete que gemía al abrirse. "Soy yo - respondió el interpelado- , no quien va, sino quien viene a hablarte de un asunto formal, superlativamente formal, formalísimo". Herold, con su habitual sonrisa, suave expresión de bondad y tristeza, le señaló un asiento al nuevo personaje, el cual, después que un criado hubo traído luces, comenzó de este modo:

- Yo he escrito una ópera: he formado un cuerpo inanimado aún, pero capaz de contener un alma grande. Falta que el genio de la armonía le infunda la vida con su soplo misterioso. ¿Cuál es el carácter de este libro?, ¿qué género de música le conviene?, preguntas son éstas a que yo no puedo responder sino con una imagen.

"Figúrate que al borde de un camino hallas una piedra vestida de verdura y esmaltada de azules campanillas, en derredor de cuyos cálices zumba una nube de bulliciosos y trasparentes insectos con alas de oro y de luz; figúrate que los ojos de la mujer que adoras y que camina dulcemente apoyada en tu brazo, se fija en una de aquellas flores que te apresuras a coger, pero al separar las verdes hojas con tus manos, hallas debajo del riente velo de esmeraldas la losa de un sepulcro. Esto es mi obra. ¿Sabrás tú comprenderla? ¿Tú que has vivido en Italia, tú que has visto a Nápoles, donde su acción se desenvuelve palpitante, encendida como la atmósfera de fuego de aquel país?"

¡Italia! ¡Nápoles!; al oír estas dos palabras, la mirada del músico se iluminó con un suave reflejo de felicidad, la inspiración resplandecía a través de sus facciones, como la luz en una lámpara de alabastro.

- ¡Que si la comprenderé! Escucha... - respondió animándose a medida que hablaba - , de esto hace bastante tiempo, pero el recuerdo de aquella tarde es la fuente de mis inspiraciones aún no reveladas, y existirá cuanto yo exista, presente en mi memoria. Vivía en Nápoles, contaba apenas veintiún años, cuando comenzó a anunciarse por las sencillas gentes de los pueblos vecinos al Vesubio que se preparaba una espantosa erupción del terrible volcán.

- ¿En qué conoce - le pregunté a una aldeana - , que el fuego hierve oculto en el seno de la tierra, próximo a estallar en raudales de lava y humo?

- Miradlo - respondió -; en que los lirios de mi jardín se mecen sin que

suspire la brisa del golfo.

- Has comprendido mi pensamiento - exclamó Mélesville, pues no era otro el entusiasta amigo de Herold - , ése es mi sueño: fundir en una sola concepción la esperanza y la duda, la alegría y el llanto, la luz ylas tinieblas, la chispeante copa de oro del festín y el helado féretro de plomo del funeral; idea gigante a que sólo Shakespeare pudo encontrar la fórmula en sus terribles creaciones. Toma, lee, estudia tú mi libro, pues sólo tú sabrás darle la verdadera interpretación - y diciendo esto el poeta, arrojó sobre el piano el manuscrito original de Zampa. La ilusión del músico acababa de realizarse por completo.

Un año después de esta célebre noche se puso en escena la obra. Cuál fue su éxito, todo el mundo lo sabe.

Herold pudo al fin ceñir el laurel a su frente, abrasada por la calentura; pero el terrible presentimiento de morir sin ser comprendido, clavado en su alma como una saeta, dejó en ella al desprenderse una ancha herida, y tres años más tarde, cuando acababa de obtener un nuevo triunfo con la brillante partitura De Pré aux Clercs, bajó al sepulcro devorado por la tisis.

La cruz del diablo

Que lo crea o no, me importa bien poco.

Mi abuelo se lo narró a mi padre;

mi padre me lo ha referido a mí,

y yo te lo cuento ahora,

siquiera no sea más que por pasar el rato.

I

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.

Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.

A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.

La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirvede dosel.

Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos.

Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu.

Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse.

Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con violencia por los hombros.

Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.

Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis manos.

Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una

interrogación enérgica, aunque muda.

El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de verdad que me sobrecogió: - ¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!

Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él prosiguió con igual vehemencia:

- Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.

Yo no puedo menos de sonreírme.

- ¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra iglesia?...

- ¿Quién lo duda?

- Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios, está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruzdel diablo.

- ¡La cruz del diablo! - repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar -; ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me expliques este monstruoso absurdo.

Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver.

II

Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del

grueso tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de este modo:

Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.

Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:

- Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.

Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a este pueblo.

No sé si por ventura o desgraciaquiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.

Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter, lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.

En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz.

Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su seguimiento.

Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres, desapareció de la noche a la mañana.

La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.

Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor.

Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad desus antiguos vasallos.

Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.

Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.

Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina.

Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.

Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la noche.

Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.

Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo.

Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.

Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.

Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media noche.

Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas salvaronde un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.

Todos perecieron.

Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban aún los calcinados escombros de las desplomadas

torres; y a través de sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros.

El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.

Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.

A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como decirse suele, de tripas corazón.

Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.

Desde este momento las fábulas,que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más probables.

En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño fenómeno.

Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a

aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.

Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios, pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.

Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos del castillo.

Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.

Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas.

El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los bandidos del peñón.

Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.

Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.

¿Qué cosa máscorriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las

abandonadas armas del señor del Segre?

Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:

Yo - dijo - pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis designios.

Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.

Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.

Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.

Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez, habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros, determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el

cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenasmanejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:

- Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del Segre, que tome esa espada, signo del poder.

Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir a través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.

No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.

Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.

Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el mismo diablo en persona.

El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas.

Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y

desesperados, no acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste.

Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña ermita dedicada aSan Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables consejos y acertadas predicciones.

Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.

Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre.

De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como se refería.

Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus improvisados jueces.

Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos

malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.

Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya losanimados diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.

Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso.

Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita.

Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables confusiones.

El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.

Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo

semejante o parecida contestación.

- ¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! - comenzaron a gritar los vecinos de la villa presentes al acto - . ¡Que se descubra! ¡Veremos si se atreve entonces a insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!

- Descubríos - repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.

El guerrero permaneció impasible.

- Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.

La misma contestación.

- En el de los condes soberanos.

Ni por esas.

Laindignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.

La cosa no era para menos.

El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.

Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido sordo y extraño.

La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.

La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.

Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.

Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al

arzobispo, los que no tardaron muchos días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse, era breve y compendillosa.

- Cuélguese - les dijeron - la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.

Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso requería.

Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:

- ¡Perdón, señores, perdón!

- ¡Perdón! ¿Para quién? - dijeron algunos -; ¿para el diablo que habita dentro de la armadura del señor del Segre?

- Para mí - prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las prisiones - , para mí... porque las armas... han desaparecido.

Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban enel pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.

- Perdonadme, señores - decía el pobre alcaide - , y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en contra mía.

Todos guardaron silencio y él prosiguió así:

- Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.

En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si misterio en ellas había, me

levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.

En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un día y otro descompuestas e inmóviles.

Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera - tanta era mi fe en que todo no pasaba de un cuento - de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían y chocaban al unirse entre las sombras.

Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta perderse.

Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal conciertode lamentaciones, gritos y amenazas.

Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad, pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.

Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.

Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy difícil.

Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos. En

cuanto las desunidas armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.

Aquello era el cuento de nunca acabar.

En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.

El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase una cruz.

La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.

En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de aquel tormento.

Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma para tomar la de una cruz.

Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los golpes.

Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en unaconvulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un relámpago.

El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.

Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el

diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.

Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

La ajorca de oro

I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.

Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.

Ella se llamaba María Antúnez.

Él, Pedro Alfonso de Orellana.

Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra

de mi cosecha para caracterizarlos mejor.

II

Él la encontró un día llorando y le preguntó:

- ¿Porqué lloras?

Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar lacorriente del río, y tornó a decirle:

- ¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó:

- No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

- Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.

Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen

no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...

Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté paradormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. - ¿La ves? - parecía decirme, mostrándome la joya - . ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:

- ¿Qué Virgen tiene esa presea?

- ¡La del Sagrario! - murmuró María.

- ¡La del Sagrario! - repitió el joven con acento de terror -: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una idea.

¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? - prosiguió con acento enérgico y apasionado -; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del

Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

- ¡Nunca! - murmuró María con voz casi imperceptible -; ¡nunca!

Y siguió llorando.

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.

III

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan yconfunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.

La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de tapices.

Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre

estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra unaidea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.

No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.

- ¡Adelante! - murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.

¡Adelante! - volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un movimiento convulsivoy le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.

La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes,

cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:

- ¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.

La creación

Poema indio

I

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.

Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

El amor es un caos de luz yde tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.

II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.

No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates sobre disparates acerca de su origen.

Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con los índices levantados hacia el firmamento.

III

Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni tendrá fin.

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.

Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo, y todo era él.

La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.

Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.

IV

Brahma deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la copa de los árboles.

Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a entonar himnos de gloria a su criador.

Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó el Edén. El Edén

con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la cúspide.

V

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantescocisne, que como un corcel de nieve lo paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al fondo de su santuario.

Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma, buscando una distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose a la alquimia.

VI

Los sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras preciosas, los metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de esta ciencia transformaciones increíbles. El carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro, descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.

Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.

VII

De un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes. Agni, que es el espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán; Varuna, que se levuelve en los abismos del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas subterráneas de los mundos, y vive en el seno de la creación.

Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo de muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.

VIII

La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor.

- ¿Dónde estará? - exclamaban los unos.

¿Qué hará? - decían entre sí los otros -; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaba volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda luminosa y magnífica.

IX

La imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella los microscópicos cantores, comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculosdel ciclo, y de uno en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto, dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus especulaciones científicas.

Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de sorprenderles.

X

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo, mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones perfectas.

XI

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis manos para tapar y destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas,

tomaba algunas veces un gran canuto, a manera de cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.

XII

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una mirada satisfecha, y aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación, que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa y solemne.

Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.

XIII

Cansose Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio, no sin haberle echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron alarga distancia con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.

XIV

Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.

Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se subían

por las osamentas de los gigantescos animales, cuyas formas no habían agradado al Señor. Y arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y se coloraron los compases entre las piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.

Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.

XV

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre aquél un elixir misterioso que contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente que arrojaban en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.

XVI

Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo destinados a mundos hechos de maner a que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores, y los del calor compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango, confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte.

Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita.

XVII

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas con los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre elabismo sin fondo, y sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El

principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de vida con conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro mundo, en fin.

Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del Edén.

XVIII

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó el cielo y amedrantó a la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme creación para destruirla; ya el solo amago había producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de los gandharvas, el más travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos:

- ¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!

XIX

Brahma es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír estas palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó:

- Id, turba desalmada e incorregible, marchaos donde no os vea más, con vuestra deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder vuestro no durará mucho.

Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo, para asombro de los otros mundos y desesperación de sus habitantes.

Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más temible que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no puede durar mucho.

Maese Pérez el Organista

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que

comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés,ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:

- ¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

- ¡Toma! - me contestó la vieja - , en que ese no es el suyo.

- ¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

- Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

- ¿Y el alma del organista?

- No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

I

- ¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la

gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced a su influjo con los magnatesde Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. - Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven... los ministriles, a quienes en - estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.

Para los pobres...

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus

familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes quese ponga de bote en bote... que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho a Maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una: y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. - ¿Esperanzas de ver? - Sí, y muy pronto - añade sonriéndose como un ángel -; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...

¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las

llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... lasvoces de su órgano son voces de ángeles...

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...

Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza

sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon susfamiliares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

- Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la Misa de media noche.

Ésta fue la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

- Maese Pérez está enfermo - dijo -; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

- ¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en

sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.

- No - había dicho -; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza aelevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de

armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo,un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

- ¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? - se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

- ¿Qué ha sido eso? - preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

- ¿Qué hay?

- Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente,

mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

III

- Buenas noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; perdulariote, quemás parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos

semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio a la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesiase oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

- Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas - decían los unos.

- Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez - decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de

incienso, y sonó el órgano.

Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón,que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

- Ya veis - le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

- El año que viene - respondió el organista - , prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.

- ¿Y por qué? - interrumpió el prelado.

- Porque... - añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro - porque es viejo y malo, y no

puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

- ¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? - decía la una - , yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced, y creame con todas veras... yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblabanla esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

- Ya lo veis - decía la superiora - , vuestro temor es sobremanera

pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

- Tengo... miedo - exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

- ¡Miedo! ¿De qué?

- No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oíahasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado..., digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y

marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez.

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.

¡Miradle! ¡Miradle! - decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

- ¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... - Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, elalma de maese Pérez.

El Monte de las Ánimas

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo

algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

- Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

- ¡Tan pronto!

- A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

- ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

- No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

- Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte,donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus

enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el

principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejoscon un tañido monótono y triste.

- Hermosa prima - exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban -; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

- Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido - se apresuró a añadir el joven - . De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

- No sé en el tuyo - contestó la hermosa - , pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

- Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

- Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? - dijo él clavando una mirada en la de su prima,

que brilló como un relámpago, iluminada por unpensamiento diabólico.

- ¿Por qué no? - exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

- ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

- Sí.

- Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

- ¡Se ha perdido!, ¿y dónde? - preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

- No sé... en el monte acaso.

- ¡En el Monte de las Ánimas - murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial -; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

- Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

- ¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargóde un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

- Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

- ¡Alonso! ¡Alonso! - dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

- ¡Habrá tenido miedo! - exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

- Será el viento - dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las

puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos quevan y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

- ¡Bah! - exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho -; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito deAlcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las

gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

- Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡Por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres,caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

- ¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! - gritó Íñígo entonces -; estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

- ¿Qué haces? - exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos - . ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

- Señor - murmuró Íñigo entre dientes - , es imposible pasar de este

punto.

- ¡Imposible! ¿Y por qué?

- Porque esa trocha - prosiguió el montero - conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

- ¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!, ¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo yjinete partieron como un huracán.

Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al final:

- Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

- Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la

noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

- ¡Una mujer! - exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

- Sí - dijo el joven -; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que noapartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas prosiguió así:

- Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con

suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojoscomo aquellos.

En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos...

- ¡Verdes! - exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.

Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

- ¿La conoces?

- ¡Oh no! - dijo el montero - . ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

- ¡Por lo que más amo!... - murmuró el joven con una triste sonrisa.

- Sí - prosiguió el anciano -; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer.

- ¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: - ¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III

- ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe unavez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de

sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

- ¡No me respondes! - exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza -; ¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

- O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:

- Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

- Fernando - dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música -: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortalsuperior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

- ¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus voces

incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven... ven...

La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...

Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

Cartas literarias a una mujer

I

En una ocasión me preguntaste: - ¿Qué es la poesía?

¿Te acuerdas? No sé á qué propósito había yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.

¿Qué es la poesía? me dijiste; y yo, que no soy muy fuerte en esto de las definiciones, te respondí titubeando: la poesía es... es... y sin concluir la frase buscaba inútilmente en mi memoria un término de comparación, que no acertaba á encontrar.

Tú habías adelantado un poco la cabeza para escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien sabes dejar á su antojo, sombrear tu frente con un abandono tan artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tumejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas, húmedas y azules como el cielo de la noche, brillaba un punto deluz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.

Mis ojos, que, á efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron instintivamente hacia los tuyos, y exclamé al fin: ¡la poesía... la poesía

eres tú!

¿Te acuerdas?

Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste: ¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer?. Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir lo que tú sientes, penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde á veces se refugia tu alma, y cuyo dintel no puede traspasar la mía.

Cuando llegaba á este punto se interrumpió nuestro diálogo. Ya sabes por qué. Algunos días han trascurrido. Ni tú ni yo lo hemos vuelto á renovar, y sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él. Tú sientes, sin duda, que la frase con que contesté á tu extraña interrogación equivalía á una evasiva galante.

¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel momento dí aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un disparate.

Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo. La poesía eres tú. ¿Te sonríes? Tanto peor para los dos. Tu incredulidad nos va á costar, á tí el trabajo de leer un libro, y á mí el de componerlo.

¡Un libro! exclamas palideciendo y dejando escapar de tus manos esta carta. No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro mío no puede ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez; mas para tí, escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para tí lo escribo.

Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta; pero en cambio, hay bastante papel borrado por muchos que no lo son.

El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estadio del saber y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan, y creen haberla comprendido, cuando han hecho su análisis.

La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?

No obstante, sobre la poesía se han dado reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las Universidades, se discute en los círculos literarios, y se explica en los Ateneos.

No te extrañes. Un sabio alemán ha tenidola humorada de reducir á

notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que voy á hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.

Solo te diré, para tranquilizarte, que no te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.

Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé, nada he estudiado, he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré á decir si bien ó mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.

Herejías históricas, filosóficas y literarias presiento que voy á decir muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar á nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se declare de texto.

Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo; quiero decirte lo que sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que si nos equivocamos, nos equivocamos los dos, lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale á acertar.

La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.

La poesía eres tú, porque esa vaga aspiración á lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia en el hombre, en tí pudiera decirse que es un instinto.

La poesía eres tú, porque el sentimiento que en nosotros es un fenómeno accidental, y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan íntimamente unido á tu organización especial, que constituye una parte de tí misma.

Últimamente, la poesía eres tú, porque tú eres el foco de donde parten sus rayos.

El genio verdadero tiene algunos atributos extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que efectivamente lo son.

En la escala de la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen á la de la mujer, y éstas son las que expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo no sé por qué los poetas y las mujeres no se entienden mejor entre sí. Su manera de sentir tiene tantos puntos de contacto... Quizá por eso... Pero dejemos digresiones y volvamos al asunto.

Decíamos... ¡ah! sí, hablábamos de la poesía.

La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darla una forma. Por esola escribe.

En la mujer, por el contrario, la poesía está como encarnada en su ser, su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y su destino son poesía: vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella, como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.

Sin embargo, á la mujer se la acusa vulgarmente de prosaismo. No es extraño: en la mujer es poesía casi todo lo que piensa; pero muy poco de lo que habla. La razón yo la adivino, y tú la sabes.

Quizá cuanto te he dicho lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe maravillarte.

La poesía es al saber de la humanidad lo que el amor á las otras pasiones.

El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos á cual más inexplicables; todo en él es ilógico; todo en él es vaguedad y absurdo.

La ambición, la envidia, la avaricia, todas las demás pasiones tienen su explicación y aún su objeto, menos la que fecundiza el sentimiento y lo alimenta.

Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo por medio de una revelación intensa, confusa é inexplicable.

Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo exterior que te rodea, vuélvelos á tu alma, presta atención á los confusos rumores que se elevan de ella, y acaso lo comprenderás como yo.

II

En mi anterior te dije que la poesía eras tú, porque tú eres la más bella personificación del sentimiento, y el verdadero espíritu de la poesía no es otro.

A propósito de esto, la palabra amor se deslizó de mi pluma en uno de los párrafos de mi carta.

De aquel párrafo hice el último. Nada más natural.

Voy á decirte por qué.

Existe una preocupación bastante generalizada, aun entre las petsonas que se dedican á dar formas á lo que piensan, que, á mi modo

de ver, es, sin parecerlo, una de las mayores.

Si hemos de dar crédito á los que de ella participan, es una verdad tan innegable, que se puede elevar á la categoría de axioma, el que nunca se vierte la idea con tanta vida y precisión, como en el momento en que ésta se levanta, semejante á un gas desprendido, y enardece la fantasía y hace vibrar todas las fibras sensibles, cual si las tocase alguna chispa eléctrica.

Yo no niego que suceda así. Yo no niego nada, pero por lo que á mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, si, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijasde la sensación, duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria, hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno, y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas trasparentes que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez á mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.

Entonces no siento ya con los nervios que se agitan, con el pecho que se oprime, con la parte orgánica y material que se conmueve al rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión y los afectos; siento, sí, pero de una manera que puede llamarse artificial; escribo como el que copia de una página ya escrita; dibujo, como el pintor que reproduce el paisaje que se dilata ante sus ojos y se pierde entre la bruma de los horizontes.

Todo el mundo siente.

Sólo á algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido.

Yo creo que estos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son.

Efectivamente, es más grande, más hermoso, figurarse al genio ebrio de sensaciones y de inspiraciones, trazando, á grandes rasgos, temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas ó profundamente conmovido por la piedad, esas tiradas de poesía que más tarde son la admiración del mundo; pero, ¿qué quieres? No siempre la verdad es lo más sublime.

¿Te acuerdas? No hace mucho que te lo dije á propósito de una cuestión parecida.

Cuando un poeta te pinta en magníficos versos su amor, duda.

Cuando te lo dé á conocer en prosa, y mala, cree.

Hay una parte mecánica, pequeña y material en todas las obras del hombre, que la primitiva, la verdadera inspiración desdeña en sus ardientes momentos de arrebato.

Sin saber cómo, me he distraído del asunto.

Como quiera que lo he hecho por darte una satisfacción, espero que tu amor propio sabrá disculparme.

¿Qué mejor intermediario que éste para con una mujer?

No te enojes. Es uno de los muchos puntos de contacto que tenéis con los poetas, ó que éstos tienen con vosotras.

Sé, porque lo sé, aun cuando tú no me lo has dicho, que te quejas de mí, porque al hablar del amor detuve mi pluma, y terminé mi primera carta como enojado de la tarea.

Sin duda ¿á qué negarlo? pensaste que esta fecunda idea se esterilizó en mi mente por falta de sentimiento.

Ya te he demostrado tu error.

Al estamparla, un mundo de ideas confusas y sin nombre se elevaron en tropel en mi cerebro, y pasaron volteando alrededor de mi frente como una fantásticaronda de visiones quiméricas.

Un vértigo nubló mis ojos.

¡Escribir! ¡Oh! Si yo pudiera haber escrito entonces, no me cambiaría por el primer poeta del mundo.

Mas... entonces lo pensé, y ahora lo digo. Si yo siento lo que siento para hacer lo que hago, ¿qué gigante océano de luz y de inspiración no se agitaría en la mente de esos hombres que han escrito lo que á todos nos admira?

Si tú supieras cómo las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro de la palabra; si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que flotan en la imaginación, al envolver esas misteriosas figuras que crea, y de las que sólo acertamos á reproducir el descarnado esqueleto; si tú supieras cuan imperceptible es el hilo de luz que ata entre sí los pensamientos más absurdos que nadan en su caos: si tú supieras... pero, ¿qué digo? Tú lo sabes, tú debes saberlo.

¿No has soñado nunca?

Al despertar, ¿te ha sido alguna vez posible referir, con toda su

inexplicable vaguedad y poesía, lo que has soñado?

El espíritu tiene una manera de sentir y comprender, especial, misteriosa, porque él es un arcano: inmensa, porque él es infinito; divina, porque su esencia es santa.

¿Cómo la palabra, cómo un idioma grosero y mezquino, insuficiente á veces para expresar las necesidades de la materia, podrá servir de digno intérprete entre dos almas?

Imposible.

Sin embargo, yo procuraré apuntar, como de pasada, algunas de las mil ideas que me agitaron durante aquel sueño magnífico, en que ví al amor envolviendo la humanidad como en un fluido de fuego, pasar de un siglo en otro, sosteniendo la incomprensible atracción de los espíritus, atracción semejante á la de los astros, y revelándose al mundo exterior por medio de la poesía, único idioma que acierta á balbucear algunas de las frases de su inmenso poema.

Pero ¿lo ves? Ya quizá ni tú me entiendes ni yo sé lo que me digo.

Hablemos como se habla. Procedamos con orden, ¡El orden! ¡Lo detesto, y sin embargo, es tan preciso para todo!...

La poesía es el sentimiento, pero el sentimiento no es más que un efecto, y todos los efectos proceden de una causa más ó menos conocida.

¿Cuál lo será? ¿Cuál podrá serlo de este divino arranque de entusiasmo, de esta vaga y melancólica aspiración del alma, que se traduce al lenguaje de los hombres por medio de sus más suaves armonías, sino el amor?

Sí; el amor es el manantial perenne de toda poesía, el origen fecundo de todo lo grande, el principio eterno de todo lo bello; y digoel amor, porque la religión, nuestra religión, sobre todo, es un amor también, es el amor más puro, más hermoso, el único infinito que se conoce, y sólo á estos dos astros de la inteligencia puede volverse el hombre, cuando desea luz que alumbre su camino, inspiración que fecundice su vena estéril y fatigada.

El amor es la causa de sentimiento; pero... ¿qué es el amor?

Ya lo ves, el espacio me falta, el asunto es grande, y... ¿te sonríes?... ¿Crees que voy á darte una excusa fútil para interrumpir mi carta en este sitio?

No; ya no recurriré á los fenómenos del mío para disculparme de no hablar del amor. Te lo confesaré ingenuamente; tengo miedo.

Algunos días, sólo algunos, y te lo juro, te hablaré del amor á riesgo de escribir un millón de disparates.

¿Por qué tiemblas? dirás sin duda. ¿No hablan de él á cada paso las gentes que ni aun lo conocen?

¿Por qué no has de hablar tú, tú que dices que lo sientes?

¡Ay! acaso por lo mismo que ignoran lo que es, se atreven á definirlo...

¿Vuelves á sonreirte?

Créeme; la vida está llena de estos absurdos.

III

¿Qué es el amor?

A pesar del tiempo trascurrido, creo que debes acordarte de lo que te voy á referir. La fecha en que aconteció, aunque no la consigne la historia, será siempre una fecha memorable para nosotros.

Nuestro conocimiento sólo databa de algunos meses; era verano y nos hallábamos en Cádiz. El rigor de la estación no nos permitía pasear sino al amanecer ó durante la noche. Un día... digo mal, no era día aún, la dudosa claridad del crepúsculo de la mañana teñía de un vago azul el cielo, la luna se desvanecía en el ocaso, envuelta en una bruma violada, y lejos, muy lejos, en la distante lontananza del mar, las nubes se coloraban de amarillo y rojo cuando la brisa precursora de la luz, levantándose del Oceano fresca é impregnada en el marino perfume de las olas, acarició, al pasar, nuestras frentes.

La naturaleza comenzaba entonces á salir de su letargo con un sordo murmullo.

Todo á nuestro alrededor estaba en suspenso y como aguardando una señal misteriosa para prorumpir en el gigante himno de alegría de la creación que despierta.

Nosotros, desde lo alto de la fortísima muralla que ciñe y defiende la ciudad, y á cuyos pies se rompen las olas con un gemido, contemplábamos con avidez el solemne espectáculo que se ofrecía á nuestros ojos.

Los dos guardábamos un silencio profundo, y no obstante, los dos pensábamos una misma cosa.

Tú formulaste mi pensamiento al decirme:

¿Qué es el sol?

En aquel momento el astrocuyo disco comenzaba á chispear en el límite del horizonte, rompió el seno de los mares. Sus rayos se extendieron rapidísimos sobre su inmensa llanura; el cielo, las aguas y la tierra se inundaron de claridad, y todoresplandeció, como si un oceano de luz se hubiese volcado sobre el mundo.

En las crestas de las olas, en los ribetes de las nubes, en los muros de la ciudad, en el vapor de la mañana, sobre nuestras cabezas, á nuestros pies, en todas partes ardía la pura lumbre del astro, y flotaba una atmósfera luminosa y trasparente, en la que nadaban encendidos los átomos del aire.

Tus palabras resonaban aún en mi oído. - ¿Qué es el sol? me habías preguntado - . Eso, respondí señalándote su disco que volteaba oscuro y franjado de fuego en mitad de aquella diáfana atmósfera de oro; y tu pupila y tu alma se llenaron de luz, y en la indescriptible expresión de tu rostro conocí que lo habías comprendido.

Yo ignoraba la definición científica con que pude responder á tu pregunta; pero de todos modos, en aquel instante solemne estoy seguro de que no te hubiera satisfecho.

¡Definiciones! Sobre nada se han dado tantas, como sobre las cosas indefinibles. La razón es muy sencilla. Ninguna de ellas satisface, ninguna es exacta, por lo que cada cual se cree con derecho para formular la suya.

¿Qué es el amor? Con esta frase concluí mi carta de ayer, y con ella he comenzado la de hoy. Nada me sería más fácil que resolver, con el apoyo de una autoridad, esta cuestión que yo mismo me propuse al decirte que es la fuente del sentimiento. Llenos están los libros de definiciones sobre este punto. Las hay en griego y en árabe, en chino y en latín, en copto y en ruso, ¿qué se yo? en todas las lenguas muertas ó vivas, sabias ó ignorantes que se conocen. Yo he leído algunas, y me he hecho traducir otras. Después de conocerlas casi todas, he puesto la mano sobre mi corazón, he consultado mis sentimientos y no he podido menos de repetir con Hamlet: ¡palabras, palabras, palabras!.

Por eso he creído más oportuno recordarte una escena pasada que tiene alguna analogía con nuestra situación presente, y decirte ahora como entonces: - ¿Quieres saber lo que es el amor? Recógete dentro de tí misma, y si es verdad que lo abrigas en tu alma, siéntelo y lo

comprenderás, pero no me lo preguntes.

Yo sólo te podré decir qne él es la suprema ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde el átomoinanimado hasta la criatura racional; que de él parten y á él convergen como á un centro de irresistible atracción todas nuestras ideas y acciones, que está, aunque oculto, en el fondo de toda cosa, y, efecto de una primera causa, Dios es á su vez origen de esos mil pensamientos desconocidos, que todos ellos son poesía, poesía verdadera y espontánea que la mujer no sabe formular; pero que siente y comprende mejor que nosotros.

Sí. Que poesía es, y no otra cosa, esa aspiración melancólica y vaga que agita tu espíritu con el deseo de una perfección imposible.

Poesía, esas lágrimas involuntarias que tiemblan un instante en tus párpados, se desprenden en silencio, ruedan y se evaporan como un perfume.

Poesía, el gozo improviso que ilumina tus facciones con una sonrisa suave, y cuya oculta causa ignoras donde está.

Poesía son, por último, todos esos fenómenos inexplicables que modifican el alma de la mujer cuando despierta al sentimiento y la pasión.

¡Dulces palabras que brotáis del corazón, asomáis al labio y morís sin resonar apenas, mientras que el rubor enciende las mejillas! ¡Murmullos extraños de la noche, que imitáis los pasos del amante que se espera! ¡Gemidos del viento, que fingís una voz querida que nos llama entre las sombras! ¡Imágenes confusas, que pasáis cantando una canción sin ritmo ni palabras, que sólo percibe y entiende el espíritu! ¡Febriles exaltaciones de la pasión, que dais colores y forma á las ideas más abstractas! ¡Presentimientos incomprensibles, que ilumináis como un relámpago nuestro porvenir! ¡Espacios sin límites, que os abrís ante los ojos del alma, ávida de inmensidad y la arrastráis á vuestro seno, y la saciáis de infinito! ¡Sonrisas, lágrimas, suspiros y deseos, que formáis el misterioso cortejo del amor! ¡Vosotros sois la poesía, la verdadera poesía que puede encontrar un eco, producir una sensación, ó despertar una idea!

Y todo este tesoro inagotable de sentimiento, todo este animado poema de esperanza y de abnegaciones, de sueños y de tristezas, de alegrías y de lágrimas, donde cada sensación es una estrofa y cada pasión un canto, todo está contenido en vuestro corazón de mujer.

Un escritor francés ha dicho, juzgando á un músico ya célebre, el autor del Tannhauser:

"Es un hombre de talento que hace todo lo posible por disimularlo, pero que á veces no lo puede conseguir, y - á su pesar - lo demuestra".

Respecto á la poesía de vuestras almas puede decirse lo mismo.

Pero, ¿qué? ¿frunces el ceño y arrojas la carta?... ¡Bah! No te incomodes... Sabe de una vez y para siempre, que tal como os manifestáis, yo creo, y conmigo lo creen todos, que las mujeresson la poesía del mundo.

IV

El amor es poesía; la religión es amor. Dos cosas semejantes á una tercera son iguales entre sí.

He aquí el axioma que debía ahorrarme el trabajo de escribir una nueva carta. Sin embargo, yo mismo conozco que esta conclusión matemática, que en efecto lo parece, así puede ser una verdad como un sofisma.

La lógica sabe fraguar razonamientos inatacables, que á pesar de todo, no convencen. ¡Con tanta facilidad se sacan deducciones precisas de una base falsa!

En cambio, la convicción íntima suele persuadir aunque en el método del raciocinio reine el mayor desorden. ¡Tan irresistible es el acento de la fe!

La religión es amor, y, porque es amor, es poesía.

He aquí el tema que me he propuesto desenvolver hoy.

Al tratar un asunto tan grande en tan corto espacio y con tan escasa ciencia, como la de que yo dispongo, sólo me anima una esperanza. Si para persuadir basta creer, yo siento lo que escribo.

Hace ya mucho tiempo, yo no te conocía, y con esto excuso el decir que aún no había amado, sentí en mi interior un fenómeno inexplicable. Sentí, no diré un vacío, porque sobre ser vulgar, no es esta la frase propia; sentí en mi alma y en todo mi ser como una plenitud de vida, como un desbordamiento de actividad moral, que no encontrando objeto en que emplearse, se elevaba en forma de ensueños y fantasías; ensueños y fantasías en los cuales buscaba en vano la expansión, estando como estaban dentro de sí mismo.

Tapa y coloca al fuego un vaso con un líquido cualquiera. El vapor, con

un ronco hervidero, se desprende del fondo, y sube, y pugna por salir, y vuelve á caer deshecho en menudas gotas, y torna á elevarse, y torna á deshacerse, hasta que al cabo estalla comprimido y quiebra la cárcel que lo detiene. Este es el secreto de la muerte prematura y misteriosa de algunas mujeres y de algunos poetas, arpas que se rompen sin que nadie haya arrancado una melodía de sus cuerdas de oro.

Esta era la verdad de la situación de mi espíritu, cuando aconteció lo que voy á referirte.

Estaba en Toledo; en Toledo, la ciudad sombría y melancólica por excelencia. Allí, cada lugar recuerda una historia, cada piedra un siglo, cada monumento una civilización; historias, siglos y civilizaciones que han pasado, y cuyos actores tal vez son ahora el polvo oscuro que arrastra el viento en remolinos, al silbar en sus estrechas y tortuosas calles. Sin embargo, por un contraste maravilloso, allí donde todo parece muerto, donde no se ven más que ruinas, donde sólo se tropiezacon rotas columnas y destrozados capiteles, mudos sarcasmos de la loca aspiración del hombre á perpetuarse, diríase que el alma, sobrecogida de terror y sedienta de inmortalidad, busca algo eterno en donde refugiarse, y como el náufrago que se ase de una tabla, se tranquiliza al recordar su origen.

Un día entré en el antiguo convento de San Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro, y me puse á dibujar. El cuadro que se ofrecía á mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas, como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de hiedra, que suben por entre las labores, como afrentando á las naturales; ligeras creaciones del cincel, que parece han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños, que flotan como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipógrifos, dragones y reptiles sin número, que ya asoman por cima de un capitel, ya corren por las cornisas, se enroscan en las columnas, ó trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y las calladas naves, y por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra, de los miradores, á través de los calados de un rosetón.

En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción pálida, imperfecta,

ligerísima de aquel lugar, pero que no obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré pues, describírtela con palabras, inútiles tantas veces.

Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras, trabajé en él toda la mañana, torné á emprender mi tarea á la tarde, y permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó á faltar la luz. Entonces, dejando á mi lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias galerías y me abandoné á mis pensamientos.

El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto silencio de aquellas ruinas, el monótono rumor del agua de aquella fuente, el trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros, y el temeroso y confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.

Mis deseos comenzaron á hervir y á levantarse en vapor de fantasías. Busqué á mi lado una mujer, una persona á quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad, que había leído en no sequé autor: La soledad es muy hermosa... cuando se tiene junto alguien á quien decírselo.

No había aún concluido de repetir esta frase célebre, cuando me pareció ver levantarse á mi lado y de entre las sombras, una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura que arrancada de un pedestal y arrimada al muro en que me había recostado, yacía allí cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto á la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. Más allá, á lo lejos, y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos, monges con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa é inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables.

- He aquí, exclamé, un mundo de piedra; fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó á las épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas, mártires esforzados, que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un

cadáver en su sepulcro. Volví á fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví á examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: ¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor, que como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios ni límites se abrieron á los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al sentimiento?... La noche había cerrado poco á poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado los pilares de la desierta galería.

Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdíanen el infinito buscando á Dios.

A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al que se vuelve con los ojos, como á un polo de amor, el sentimiento del alma.

¡Es raro!

Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en algunas de sus escenas.

Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.

Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.

De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su

aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el grupo de las personas más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.

I

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez; sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: - ¡Ya pasó aquello!

Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que no.

Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho menos. Andrés era, como suele decirse, de los que se levantanla mayor parte de los días con veinticuatro horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda idealismo, toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el pan nuestro cotidiano.

No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:

- ¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro siquiera!

Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que satisfacer su hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos muebles que le servían hasta a la patrona, que era su genio del mal.

No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que las madres se comieron a sus hijos.

Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una especie de lamentos, como lloros de una criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando exclamó deteniéndose:

- Diantre, ¿qué es esto?

Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.

- La Providencia lo ha puesto en mi camino - dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.

- ¡Cómo es eso! - refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo - . No nos faltaba más que ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde lo encontró, o mañana busca donde acomodarse con él.

Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros mil que es imposible detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el cariño del perro; con el cual se distraía como con una persona en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos descansaban y juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino de los Carabancheles.

Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros, estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda la efusión de sualma y como correspondiendo a las caricias del suyo:

- ¡Animalito! no le falta más que hablar.

II

Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose con algún dinero, dijo:

- ¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la cara... Si

pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo! No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro y yo con los dos!

Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.

No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.

Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la muerte con una agonía horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!

- Si piensan algo - decía Andrés - , ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible.

De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener alguna enfermedad de muerte.

Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho;pero ¿y mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.

Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.

Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.

- Mucha leña en él - le dijo un inteligente.

- Poco de comer - le aconsejó un mariscal.

El caballo seguía en sus trece. - ¡Bah! - exclamó al fin su dueño -: démosle de comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: - Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido como un huracán.

Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada, que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle. Andrés se creía el más feliz de los hombres.

III

Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.

Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su sombra.

Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad una atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del aire como armonías lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes de no se qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos rodean y nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.

- Yo quiero mucho a estos dos seres - exclamó Andrés después de sentarse, mientras acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba asu caballo un puñado de yerbas - , mucho; pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente

necesito una mujer.

En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.

Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente uno de los más patriarcales episodios de la Biblia.

- ¿Cómo te llamas? - le preguntó así que hubo bebido.

- Plácida.

- ¿Y en qué te ocupas?

- Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma y yo tengo que hacerlo todo.

- ¿Y cómo no te has casado?

- No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.

La muchacha se alejó después de despedirse.

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:

- Esa mujer me conviene.

Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es una de las mayores felicidades de este mundo.

Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país, fue obra de algunos días.

Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre Andrés.

IV

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche creyó observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la cerradura de una

puerta del jardín.

- Ladrones tenemos - dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano, donde había una pareja de guardias civiles.

- ¿Adónde vas? - le preguntó su mujer.

- Al pueblo.

- ¿A qué?

- A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.

Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:

- Me marcho a pie,porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.

Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra, vio a su caballo, y acariciándolo le dijo:

- ¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás, que ayer te di un mate como para ti solo.

El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle alejarse.

Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.

- No, no vienes conmigo - exclamó hablándole como si lo entendiese -: cuando vas al pueblo, ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del año te van a dar tal golpe, que no te quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta que yo me marche - prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.

Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos del perro.

Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba..., ¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! - ¡Qué diantres será esto! - exclama con inquietud, y se dirige al caserío.

Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha

defendido y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.

Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que lo acaricia y muere.

- Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? - exclama entonces con voz sorda y ahogada por la emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba a él.

Sale de allí como un loco: llama a su mujer, nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale de nuevo al camino, ve las señales del casco de su caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de su animal favorito.

- Todo lo comprendo - dice como iluminado por una idea repentina-; los ladrones se han aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se llevan a mi mujer para exigirme por su rescate una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! - exclama volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la dirección de las pisadas.

Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.

- ¿Habéis visto - preguntaba a todo el mundo - a un hombre a caballo con una mujer a la grupa?

- Sí - le respondían.

- ¿Por dónde van?

- Por allí.

Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.

La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba el punto en que se dividía en dos el camino, vio un grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que contemplaban con curiosidad una cosa que él no podía distinguir.

Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:

- Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la conducía, que cayó aquí reventado de correr.

Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto su caballo, su querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprevecharse de la piel. No pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida, volvió a asaltarle la idea de su esposa.

- Y decidme - exclamó precipitadamente - , ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?

- Vaya si se la prestamos - dijo otro de los del corro -; como que yo les he vendido otra caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer les importa.

- Pero - interrumpió Andrés - esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que, sin hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no se adónde.

Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de compasión.

- ¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? - prosiguió con sorna su interlocutor - . ¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: "Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para siempre".

Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como uncadáver.

Estaba loco; a los pocos días, muerto.

Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!

- ¿Y efectivamente murió de eso? - exclamó el joven, que proseguía jugando con los dijes de su reloj, al concluir mi historia.

Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire de profundidad: - ¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las últimas carreras, tropezó mi Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna; la desgracia de aquel animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente, no tanto..., no tanto.

Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.

- ¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi Medoro - dijo dándole

un beso en el hocico al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente -: pero si se muriese o me lo mataran, no creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.

Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o no querían comprenderme.

Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser algo más razonable.

- Y a usted, ¿qué le parece? - le pregunté.

- Le diré a usted - me respondió -: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que por su publicidad exigía una reparación por mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar café algunas noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar... Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi vida. ¡Qué le he de decir a usted de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece raro, muy raro!

Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos, él mismo servía con una fruición deliciosa la tercera taza de té.

Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho "¡es raro!" exclamé yo para mí mismo..., "¡es natural!"

Creed en Dios

Cantiga provenzal

"Yo fui elverdadero Teobaldo de Montagut,

barón de Fortcastell. Noble o villano,

señor o pechero, tú, cualquiera que seas,

cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí".

I

Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del

casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.

II

Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.

IV

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.

I

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la

menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.

- ¡Allí está!, ¡allí está! - gritaba la condesaen su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.

Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó a las nubes.

La serpiente había desaparecido.

II

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.

Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.

III

Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.

- ¡Déjeme en paz, viejo loco! - exclamó Teobaldo al oírle -; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.

IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: - Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos, borrará mis

culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.

- ¡Un Dios que castiga y perdona! - prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada - . Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.

V

Ya, después de dudar un instante y auna nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de - ¡Al jabalí! - ¡Por las breñas! - ¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.

VI

- ¿Por dónde va el jabalí? - preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta - . Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas - le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.

Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.

VII

Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos

matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.

Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.

VIII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. - ¡Muerto está! - exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo -; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca sucamino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.

Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.

IX

Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. - Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme - exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.

- El cielo me lo envía - dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.

X

El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un escape tan rápido que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.

Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.

XI

Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otrosmás y más desconocidos. Valles angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.

I

Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.

Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.

II

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.

El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.

III

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como unformidable ejército sobre las alas de la tempestad.

Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.

IV

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.

Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador

himnos de alegría.

Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.

V

Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.

Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.

VI

Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.

VII

Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga deaire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.

VIII

Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.

Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.

IX

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.

Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.

- ¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! - decían aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.

X

Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies.

Él quiso mirarlo.

Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.

I

La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizabaun suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.

Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.

- Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.

II

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche. - Mi castillo está lejos y estoy cansado - murmuró -; esperaré el día en un lugar cercano - y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta - . ¿Quién sois? - le preguntaron - . El barón de Fortcastell - respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra - . ¿Quién sois y qué queréis? - tornaron a preguntarle - . Vuestro señor - insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen -; Teobaldo de Montagut. - ¡Teobaldo de Montagut! - dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja; - ¡Teobaldo de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.

III

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y

magnífico.

- ¡Y éste es mi castillo, no hay duda! - decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba - . ¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle deMontagut! Estas tierras que domino, el señorío de Fortcastell...

En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su dintel un religioso.

IV

- ¿Quién sois y qué hacéis aquí? - preguntó Teobaldo al monje.

- Yo soy - contestó éste - un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio del Montagut.

- Pero... - interrumpió el barón, Montagut ¿no es un señorío?

- Lo fue... - prosiguió el monje - hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?

- Yo... - balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio -; yo soy... un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.

El Cristo de la calavera

I

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apellidado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la del Cambrón, o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas, anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y

concluir de ordenar las huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada al fin la víspera del día señalado de antemano por S. A. para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, quienes, éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo encoro el refrán de un romance de guerra, que entonaba un juglar acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.

Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía a su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos formando un intrincado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado, con mil colores diversas escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sin número de lámparas y candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse en

distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención, por su belleza incomparable, una mujer aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por emblema los caballeros más valientes; cuyos encantos eran asunto de las copiasde los trovadores más versados en la ciencia del gay saber; a la que se volvían con asombro todas las miradas; por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de contínuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste, animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos que al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que

germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales en existencia en sus acciones y discursos.

En los torneos del Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, la habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos sin duda por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo de palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que, ora salían de los labios de sus adoradores comouna ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.

Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos, imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra. Al verle caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerle, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de

inclinarse, una imperceptible sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies, ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse cada cual le tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada, y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey podría calificarse de un horrible desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso, que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidosde una repentina fiebre.

Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de la escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando donde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores, y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.

Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca, y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña, parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:

- Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra ocasión donde al devolvérsele, os lo devuelva manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.

Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.

Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío a muerte.

II

Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe que aguardaban con impaciencia este momento, formando grupos y corrillos en las avenidas del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los miradores y el Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptible. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas,y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud, que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún

curioso que se retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos lados como buscando a alguien que debía esperarle, descendió lentamente hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz; no obstante, allá a lo leios, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el busto de un hombre: era, sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.

El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse al Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que saliendo de entre las sombras de los arcos que rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido, cambiaron algunas frases en voz baja.

- Presumí que me aguardabas - dijo el uno.

- Esperaba que lo presumirías - contestó el otro.

- Y ¿adónde iremos?

- A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de lasestrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en seno de las sombras.

Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos

sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendían de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de Cristo, quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros y antes que ninguno de los combatientes hubiesen podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar - exclamó Carrillo volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.

- En verdad que esto es extraño - murmuró Lope mirando al farolillo,

que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.

- ¡Bah! - dijo Alonso - . Será que la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz, próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía. Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla, ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.

¡Ah! - exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil - ; Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fratricida; porque un combate entre nosotros ofende al cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.

III

Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:

- Lope, yo sé queamas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca; que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su

decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.

- Pues tú lo quieres, sea - contestó Lope.

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.

Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto, un ruido particular llamó su atención y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre las sombras de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.

Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión que la de costumbre.Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo

teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras, y envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.

El Miserere

Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.

Era un Miserere.

Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen

los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie delúltimo versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.

- ¿Sabéis qué es esto? - pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

I

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.

- Yo soy músico - respondió el interpelado - , he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

- Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma

musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendráde su pobre criatura.

El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.

- Después - continuó - de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.

- ¿Todos? - dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes - . ¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?

- ¡El Miserere de la Montaña! - exclamó el músico con aire de extrañeza - . ¿Qué Miserere es ése?

- ¿No dije? - murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa - . Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.

Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de

perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a losprofundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.

- Pero - interrumpió impaciente el músico - ¿y el Miserere?

- Aguardaos - continuó con gran sorna el rabadán - , que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:

- Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:

- ¿Y decís que ese portento se repite aún?

- Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

- ¿A qué distancia se encuentra el monasterio?

- A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! - exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.

- ¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.

Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas sedescubría.

Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:

- ¡Está loco!

- ¡Está loco! - repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del

campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

- ¡Si me habrá engañado! - pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.

En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, laúltima campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse

elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en él, fuerona arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar hasta la médula de los huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium etlœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

- ¿Oísteis al cabo el Miserere? - le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.

- Sí - respondió el músico.

- ¿Y qué tal os ha parecido?

- Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa - prosiguió dirigiéndose al abad -; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: - ¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea

Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, susllaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe sí no serán una locura?

El rayo de luna

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad,

una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

I

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

- ¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? - preguntaba algunas veces su madre.

- No sabemos - respondían sus servidores -: acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosaronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel

junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: - Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

II

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos

arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos añoslas plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

- ¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco - exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

III

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

- ¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! - dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendopor entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! - ¡Ah!, por aquí, por aquí va - exclamó entonces - . Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; - y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía - . Pero siguen sonando sus pisadas - murmuró otra vez -; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. - Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto - exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo

contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Sedescolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

IV

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se

reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

- No cabe duda; aquí vive mi desconocida - murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica -; aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelvede sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

- ¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. - Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

- Pero ¿y su hija? - interrumpió el joven impaciente -; ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?

- No tiene ninguna mujer consigo.

- ¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

- ¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

V

- Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Quédijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!

¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el

complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre lasruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

VI

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por

entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.

- Tú eres joven, tú eres hermoso - le decía aquélla -; ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

- ¡El amor!... El amor es un rayo de luna - murmuraba el joven.

- ¿Por qué no despertáis deese letargo? - le decía uno de sus escuderos -; os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

- ¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

- ¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

- ¡No! ¡No! - exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial -; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

La venta de los gatos

I

En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno que, por el lugar en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.

Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta

de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombras el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez o una claraboya, se ven, de trecho en trecho, algunas estacas y anillas de hierro que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderas que la sostiene, vistiéndose de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de enea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas. Por uno de los costados de la casa sube una madreselva agarrándose a las grietas de las paredes hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otrocorre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín, que parece una canastilla de juncos rebosando flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo obscuro sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir, que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual asoma por encima de los espesos olivares que lo rodean y dibuja por obscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul transparente.

Imaginaos este paisaje animado por una multitud de figuras, de hombres, mujeres, chiquillos y animales formando grupos a cuál más pintoresco y característico: aquí, el ventero, rechoncho y colorarote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con su pañuelo de espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y

platos de aceitunas, y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas, y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que,guiado por su farsa, fui a visitar aquel célebre ventorrillo.

De esto ya hace muchos años: diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural: comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Pareciome que las gentes, al pasar, volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.

No queriendo llamar la atención ni que mi presenciase hiciese objeto de burlas más o menos embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí, y cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición saqué un papel de la cartera de dibujo que llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarlo y conservarlo como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.

Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros y un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo un grupo de hombres, entre los cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaban a coro cantares alusivos a las prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros.

La muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo llevaba la voz entre las mujeres y componía las coplas y las decía, acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y sus desenfadado ingenio.

Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas.

Cuando terminé mi obra comenzaba a hacerse de noche. Y en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas y sus luces parecías los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y obscuro del cielo. Las muchachasse alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco en el oído y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.

Luego que hubieron desaparecido las últimas personas doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a alejarme cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Yo no había reparado que, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba con el objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer por quien él parecía interesarse.

- Señorito - me dijo con un acento que él procuró suavizar todo lo posible - , voy a pedirle a usted un favor.

- ¡Un favor! - exclamé yo, sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones - . Diga usted; que si está en mi mano es cosa hecha.

- ¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?

Al oír sus últimas palabras no pude menos de quedarme un rato

perplejo; extrañaba, por una parte, la petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por otra, el tono, que no podía decirse a punto fijo si era de amenaza o de súplica. El hubo de comprender mi duda y se apresuró en el momento a añadir:

- Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere a alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.

No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi, hubiera preferido que viniese en son de quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer que tanto me había impresionado; pero sea por sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir que no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra.

Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en lafaja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró encontró forma de contarme de pe a pa toda la historia de sus amores.

La venta donde se había celebrado la función era de su padre, quien le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la muchacha objeto de su cariño, que me describió con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad me dio un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me sentí alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo.

El siguió cantando a más no poder; uno de sus cantares decía así:

Compañerillo del alma

mira qué bonita era:

se parecía a la Virgen

de Consolación de Utrera.

Cuando su voz comenzaba a perderse oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, que lo aguardaba impaciente.

Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se me borró nunca de la memoria.

II

Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente.

Cuando el azar me condujo de nuevo a la gran ciudad que con tanta razón es llamada reina de Andalucía una de las cosas que más llamaron mi atención fue el notable cambio verificado durante mi ausencia. Edificios, manzanas de casas y barrios enteros habían surgidoal contacto mágico de la industria y el capital: por todas partes fábricas, jardines, posesiones de recreo, frondosas alamedas; pero, por desgracia, muchas venerables antiguallas habían desaparecido.

Visité nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y artísticos; torné a vagar y a perderme entre las mil y mil revueltas del curioso barrio de Santa Cruz; extrañé en el curso de mis paseos muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido no sé por qué y, por último, me dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla, el lugar predilecto de mis excursiones.

Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil detalles, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.

Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso en que la rica vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas torres; por otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos; las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos, y, por último, San Jerónimo... Al llegar aquí con la imaginación se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que aun conservaba de la famosa venta, y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación y alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices, a todas las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años, sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarro de papel, sin más variaciónque tener blanca como la nieve la cabeza, que antes era gris.

Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con esas ideas durante algunos minutos me sacudió al fin del brazo; preguntándome:

- ¿En qué piensas?

- Pensaba - le contesté - en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una historia que dejé empezada allí y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos - proseguí, dirigiéndome a mi amigo - , ¿cuándo nos vamos allí una tarde a merendar y a tener un rato de jarana?

- ¡Un rato de jarana! - exclamó mi interlocutor, con una expresión de asombro que yo no acertaba a explicarme entonces -; ¡un rato de jarana! Pues digo que el sitio es aparente para el caso.

- ¿Y por qué no? - le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.

- La razón es muy sencilla - me dijo, por último -: porque a cien pasos

de la venta han hecho el nuevo cementerio.

Entonces fui yo el que lo miré con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra.

Volvimos a la ciudad y pasó aquel día y pasaron algunos otros más sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirla, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.

Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados paseos y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.

Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me recordaba la completa soledad como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé por cruzar las huertas para abreviar la distancia y entré en el camino deSan Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.

Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono, las figuras negras y aisladas.

Por aquí un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquidos de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con su hábito talar y oscuro, o un grupo de ancianos mal vestidos o de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en la tierra. Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo

puede compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son a la vez, y los sitios en que creemos hallarnos se transforman, en parte, de una manera estrambótica e imposible.

Por último, llegué al ventorrillo; lo recordé más por el rótulo, que aun conservaba escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por nada; pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hacia él, envolviéndolo en una oscura proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años; y lo conocí por no sé qué, pues en este tiempo había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi no representaba apenas cincuenta años, y rebosaba salud, satisfacción y vida.

Senteme en una de las desiertas mesas; pedí algo de beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta, vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores, cuyo último capítulo ignoraba todavía, a pesar de haber intentado adivinarlo varias veces.

- Todo - me dijo el pobre viejo - , todo parece quese ha conjurado contra nosotros desde la época que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos, se había criado aquí desde que nació, casi era la alegría de la casa; nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la quería como un padre; mi hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un hermano, después con un cariño más grande todavía. Ya estaba en vísperas de casarse; yo les había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.

Un día llegaron aquí en un carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo, a la cual saqué yo cuando pequeña de la

casa de expósitos; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la justicia para arrancárnosla, y trabajó tanto, que logró conseguirlo. No quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena; mi hijo quería hacer una locura; yo estaba como atontado, sin comprender lo que me sucedía... ¡Se fue! Es decir, no se fue, porque nos quería mucho para irse; pero se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo; yo no sé decir qué me pasó; creí que se me había acabado el mundo.

Mientras esto sucedía, comenzose a levantar el cementerio; la gente huyó de estos contornos, se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas.

Y Amparo no era más feliz que nosotros: criada aquí al aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarle un momento. Todo fue inútil; su familia no quería. Al cabo lavio, pero la vio muerta. Por aquí paso el entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía a voces

- Esa es joven como Amparo; como ella, sería también hermosa; ¿quién sabe si será la misma? Y era; mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la caja, dio un grito, cayó sin sentido en tierra, y así me lo trajeron. Después se volvió loco, y loco está.

Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores, de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago "a la salud de los muertos", como dijo uno de ellos, acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano, y fue a servirles.

La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el campo lo mismo. De los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire; me pareció la cuerda de una horca, oscilando todavía después de haber descolgado a un reo. Sólo llegaban a mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y

agudo como un lamento; las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrílego... No sé; en mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación, que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares

En el carro de los muertos

ha pasado por aquí;

llevaba una mano fuera,

por ella la conocí.

Era el pobre muchacho, que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su amante sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.

Tres fechas

En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunasnoches de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.

Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de que se cierren del todo mis párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo

de oro de sus alas.

Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.

I

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

"En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica".

Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual crece la hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de pluma.

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible,se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las

extravagancias de un período del arte.

Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construida en muchos siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o losojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.

Una tarde sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en

medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.

La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con unmurmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas

ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.

II

Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestasempinadas e impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido,

no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar: donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que, reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas, y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y digno de estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus

guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con unaanilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.

- ¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! - exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas enforma de herradura; sus muros engalanados con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas

vidriadas, verdes y amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre ungabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las marañas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías: entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano

invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años y bañan con una veladura de un mediocolor oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contraste, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de confinente altivo y andar

majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas, no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por losojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.

III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.

No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye,

se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas porlos barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado,

que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puertadel templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

- ¿Qué hay aquí?

- Una toma de hábito - me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto deconcluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el

ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda cima de una montaña, un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

Elrostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...

La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos largos y

temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.

El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo, puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desdeel fondo del coro con voces plañideras y dolientes.

¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron a repicar; volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.

- Tal vez era sola en el mundo - dije; y no pude contener una lágrima.

- ¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! - exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.

- ¿La conoce usted? -le pregunté.

- ¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

- ¿Y por qué profesa?

- Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor Deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿que había de hacer?

- ¿Y quién era ella?

- Hija del administrador del conde de C... al cual serví yo hasta su muerte.

- ¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que

brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo...

Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:

- Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico; la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

El aderezo de esmeraldas

El Contemporáneo

23 de marzo, 1862

Estábamos parados en la carrera de San Jerónimo frente a la casa de Durán y leíamos el título de un libro de Méry. Como me llamase la atención aquel título extraño y se lo dijese así al amigo que me acompañaba, éste, apoyándose ligeramente en mi brazo, exclamó:

- El día está hermoso a más no poder; vamos a dar una vuelta por la Fuente Castellana; mientras dura el paseo, te contaré una historia en la que yo soy el héroe principal. Verás cómo, después de oírla, no sólo lo comprendes sino que te lo explicas de la manera más fácil del mundo.

Yo tenía bastante que hacer; pero como siempre estoy deseando un pretexto para no hacer nada, acepté la proposición, y mi amigo comenzó deesta manera su historia:

- Hace algún tiempo, una noche en que salí a dar vueltas por las calles sin más objeto que el de dar vueltas, después de haber examinado todas la colecciones de estampas y fotografías de los establecimientos, de

haber escogido con la imaginación delante de la tienda de los Saboyanos los bronces con que yo adornaría mi casa, si la tuviese, de haber pasado, en fin, una revista minuciosa a todos los objetos de artes y de lujo expuestos al público detrás de los iluminados cristales de las anaquelerías, me detuve un momento en la de Samper.

"No sé cuánto tiempo haría que estaba allí regalándole con la imaginación a todas las mujeres guapas que conozco; a ésta, un collar de perlas; a aquélla, una cruz de brillantes; a la otra, unos pendientes de amatistas y oro. Dudaba en aquel punto a quién ofrecería, que lo mereciese, un magnífico aderezo de esmeraldas, tan rico como elegante, que entre todas las otras joyas llamaba la atención por la hermosura y claridad de sus piedras, cuando oí a mi lado una voz suave y dulcísima exclamar con un acento que no pudo menos de arrancarme de mis imaginaciones

- ¡Qué hermosas esmeraldas!

"Volví la cabeza en la dirección en que había oído resonar aquella voz de mujer, porque sólo así podía tener un eco semejante, y encontré en efecto que lo era, y de una mujer hermosísima. No pude contemplarla más que un momento y, sin embargo, su belleza me hizo una impresión profunda.

"A la puerta de la joyería de donde había salido estaba un carruaje. La acompañaba una señora de cierta edad, muy joven para ser madre, demasiado vieja para ser su amiga. Cuando ambas hubieron subido a la carretela, que por lo visto era suya, partieron los caballos, y yo me quedé hecho un tonto, mirándola ir hasta perderla de vista.

""¡Qué hermosas esmeraldas!"", había dicho. En efecto, las esmeraldas eran bellísimas; aquel collar rodeado a su garganta de nieve hubiera parecido una guirnalda de tempranas hojas de almendro salpicadas de rocío; aquel alfiler sobre su seno, una flor de loto cuando se mece sobre su movible onda coronada de espuma. ¡Qué hermosas esmeraldas! ¿Las deseará acaso? Y si las desea, ¿por qué no las posee? Ella debe ser rica y pertenecer a una clase elevada; tiene un carruaje elegante y en la portezuela de ese carruaje he creído ver un noble blasón. Indudablemente hay en la existencia de esa mujer algún misterio.

"Éstos fueron los pensamientos que me agitaron después que la perdí de vista, cuando ya ni el rumor desu carruaje llegaba a mis oídos. Y en efecto, en su vida, al parecer tan apacible y envidiable, había un

misterio horrible. No te diré cómo; pero yo llegué a penetrarlo.

"Casada desde muy niña con un libertino que, después de disipar una fortuna propia, había buscado en un ventajoso enlace el mejor expediente para gastar otra ajena, modelo de esposas y de madres, aquella mujer había renunciado a satisfacer el menor de sus caprichos para conservar a su hija alguna parte de su patrimonio, para mantener en el exterior el nombre de su casa a la altura que en la sociedad había tenido siempre.

"Se habla de los grandes sacrificios de algunas mujeres. Yo creo que no hay ninguno comparable, dada su organización especial, con el sacrificio de un deseo ardiente, en el que se interesan la vanidad y la coquetería.

"Desde el punto en que penetré el misterio de su existencia, por una de esas extravagancias de mi carácter, todas mis aspiraciones se redujeron a una sola: poseer aquel aderezo maravilloso y regalárselo de una manera que no lo pudiese rechazar, de un modo que no supiese ni aun de qué mano podría venir.

"Entre otras muchas dificultades que desde luego encontré a la realización de mi idea, no era seguramente la menor el que, ni poco ni mucho, tenía dinero para comprar la joya.

"No desesperé, sin embargo, de mi propósito. "¿Cómo buscar dinero?", decía yo para mí, y me acordaba de los prodigios de Las mil y una noches, de aquellas palabras cabalísticas a cuyo eco se abría la tierra y se mostraban los tesoros escondidos, de aquellas varas de virtud tan grande que tocando con ellas en una roca, brotaba de sus hendiduras un manantial, no de agua, que era pequeña maravilla, sino de rubíes, topacios, perlas y diamantes.

"Ignorando las unas y no sabiendo dónde encontrar la otra, decidí por último escribir un libro y venderlo. Sacar dinero de la roca de un editor no deja de ser milagro; pero lo realicé.

"Escribí un libro original, que gustó poco, porque sólo una persona podía comprenderlo; para las demás sólo era una colección de frases. Al libro lo titulé El aderezo de esmeraldas, y lo firme con mis iniciales solas.

"Como yo no soy Víctor Hugo, ni mucho menos, excuso el decirte que por mi novela no me dieron lo que por la última que ha escrito el autor de Nuestra Señora; pero, con todo y con eso, reuní lo suficiente para comenzar mi plan de campaña.

"El aderezo en cuestión vendría a valer como cosa de unos catorce a quince mil duros, y para comprarlocontaba yo con la respetable cantidad de tres mil reales; necesitaba, pues, jugar.

"Jugué, y jugué con tanta decisión y fortuna que en una sola noche gané lo que necesitaba.

"A propósito del juego, he hecho una observación en la que cada día me confirmo más y más. Como se apunte con la completa seguridad de que se ha de ganar, se gana. Al tapete verde no hay más que acercarse con la vacilación del que va a probar su suerte, sino con el aplomo del que llega por algo suyo. De mí sé decirte que aquella noche me hubiera sorprendido tanto el perder como si una casa respetable me hubiese negado dinero con la firma de Rothschild.

"Al otro día me dirigí a casa de Samper. ¿Creerás que al arrojar sobre el despacho del joyero aquel puñado de billetes de todos colores, aquellos billetes que representaban para mí, cuando menos, un año de placer, muchas mujeres hermosas, un viaje a Italia y champagne y vegueros a discreción, vacilé un momento? Pues no lo creas; los arrojé con la misma tranquilidad, ¡qué digo tranquilidad!, con la misma satisfacción con que Buckingham, rompiendo el hilo que las sujetaba, sembró de perlas la alfombra del palacio de su amante. Y eso que Buckingham era poderoso como un rey.

"Compré las joyas y las llevé a mi casa. No puedes figurarte nada más hermoso que aquel aderezo. No extraño que las mujeres suspiren alguna vez al pasar delante de esas tiendas que ofrecen a sus ojos tan brillantes tentaciones. No extraño que Mefistófeles escogiese un collar de piedras preciosas como el objeto más a propósito para seducir a Margarita. Yo, con ser hombre y todo, hubiera querido por un instante vivir en el Oriente y ser uno de aquellos fabulosos monarcas que se ciñen las sienes con un círculo de oro y pedrería para poder adornarme con aquellas magníficas hojas de esmeraldas con flores de brillantes.

"Un gnomo para comprar un beso de una silfa no hubiera logrado encontrar entre los inmensos tesoros que guarda el avaro seno de la tierra, y que sólo ellos conocen, una esmeralda más grande, más clara, más hermosa que la que brillaba, sujetando un lazo de rubíes, en mitad de la diadema.

"Dueño ya del aderezo, comencé a imaginar el modo de hacerlo llegar a la mujer a quien le destinaba. Al cabo de algunos días, y merced al dinero que me quedó, conseguí que una de sus doncellas me prometiese

colocarlo en su guardajoyas sin ser vista, y a fin de asegurarme de que por su conducto no había de saberse el origen del regalo,la di cuanto me restaba, algunos miles de reales, a condición de que apenas hubiese puesto el aderezo en el lugar convenido, abandonaría la corte para trasladarse a Barcelona. En efecto lo hizo así.

"Juzga tú cuál no sería la sorpresa de su señora cuando, después de notar su inesperada desaparición y sospechando que tal vez había huido de la casa llevándose alguna cosa de ella, encontró en su secrétaire el magnífico aderezo de esmeraldas. ¿Quién había adivinado su pensamiento? ¿Quién había podido sospechar que aún recordaba de cuando en cuando aquellas joyas con un suspiro?

"Pasó tiempo y tiempo. Yo sabía que conservaba mi regalo, sabía que se habían hecho grandes diligencias por saber cuál era su origen, y, sin embargo, nunca la vi adornada con él. ¿Desdeñará la ofrenda? ¡Ah! - decía yo - , si supiese todo el mérito que tiene ese regalo, ¡si supiese que apenas le supera el de aquel amante que empeñó en invierno la capa para comprar un ramo de flores! Creerá tal vez que viene de mano de algún poderoso que algún día se presentará, si lo admiten, a reclamar su precio. ¡Cómo se engaña!

"Una noche de baile me situé a la puerta de palacio y, confundido entre la multitud, esperé su carruaje para verla. Cuando llegó éste y, abriendo el lacayo la portezuela, apareció radiante de hermosura, se elevó un murmullo de admiración de entre la apiñada muchedumbre. Las mujeres la miraban con envidia; los hombres, con deseos. A mí se me escapó un grito sordo e involuntario. Llevaba el aderezo de esmeraldas.

"Aquella noche me acosté sin cenar; no me acuerdo si porque la emoción me había quitado las ganas o porque no tenía qué. De todos modos era feliz. Durante mi sueño creía percibir la música del baile y verla cruzar ante mis ojos lanzando chispas de fuego de mil colores, y hasta me parece que bailé con ella.

"La aventura de las esmeraldas se había traslucido, siendo objeto, cuando apareció en su secrétaire, de las conversaciones de algunas damas elegantes.

"Después de haberse visto el aderezo, ya no quedó lugar a dudas y los ociosos comenzaron a comentar el hecho. Ella gozaba de una reputación intachable. A pesar de los extravíos y del abandono en que su marido la tenía, la calumnia no pudo jamás elevarse hasta el alto lugar en que la

habían colocado sus virtudes. Sin embargo, en esta ocasión comenzó a levantarse el venticello por donde comienza, según don Basilio.

"Un día me hallaba en un círculo de jóvenes, se hablaba de las famosas esmeraldas, y un fatuo dijo al fin, como terminando la cuestión:- No hay que darle vueltas; esas joyas tienen un origen tan vulgar como todas las que se regalan en este mundo. Pasó ya el tiempo en que los genios invisibles ponían maravillosos presentes debajo de la almohada de las hermosas, y un regalo de ese valor no me cabe duda que el que lo hace es con la esperanza de la recompensa... Y esa recompensa, ¡quién sabe si se cobraría adelantada...!

"Las palabras de aquel necio me sublevaron, y me sublevaron sobre todo porque encontraron eco en los que las oían. No obstante, me contuve. ¿Qué derecho tenía yo para salir a la defensa de aquella mujer?

"No había pasado un cuarto de hora, cuando se me ofreció la ocasión de contradecir al que la había injuriado. No sé a propósito de qué le contradije. Lo que te puedo asegurar es que lo hice con tanta aspereza, por no decir grosería, que, de contestación en contestación, sobrevino un lance. Era lo que yo deseaba.

"Mis amigos, conociendo mi carácter, se admiraban, no sólo de que hubiese buscado un desafío por una causa tan fútil, sino de mi empeño en no dar ni admitir explicaciones de ningún género.

"Me batí, no sé decirte si con fortuna o sin ella, pues aunque al hacer fuego vi vacilar un instante a mi contrario y caer redondo a tierra, un instante después sentí que me zumbaban los oídos y que se oscurecían mis ojos. También estaba herido, y herido de gravedad en el pecho.

"Me llevaron a mi pobre habitación, presa de una espantosa fiebre... Allí... no sé los días que permanecí, llamando a voces no sé a quien..., a ella, sin duda. Hubiera tenido valor para sufrir en silencio toda la vida a trueque de obtener al borde del sepulcro una mirada de gratitud; pero, ¡morir sin dejarle siquiera un recuerdo!

"Estas ideas atormentaban mi imaginación en una noche de insomnio y de calentura, cuando vi que se separaron las cortinas de mi alcoba, y en el dintel de la puerta apareció una mujer. Yo creí que soñaba; pero no. Aquella mujer se acercó a mi lecho, a aquel pobre y ardiente lecho en que me revolcaba de dolor; y levantándose el velo que cubría su rostro, vi brillar una lágrima suspendida de sus largas y oscuras pestañas. ¡Era ella!

"Yo me incorporé con los ojos espantados, me incorporé y... en aquel punto llegaba frente a casa de Durán..."

- ¡Cómo! - exclamé yo, interrumpiéndole, al oír aquella salida de tono de mi amigo - . ¿Pues no estabas herido y en la cama?

- ¡En la cama...! ¡Ah,qué diantre...! Se me había olvidado advertirte que todo esto lo vine yo pensando desde casa de Samper, donde en efecto vi el aderezo de esmeraldas y oí la exclamación que te he dicho en boca de una mujer hermosa, hasta la carrera de San Jerónimo, donde un codazo de un mozo de cuerda me sacó de mi abstracción frente a casa de Durán, en cuyo escaparate reparé en un libro de Méry con este título: Histoire de ce qui n'est pas arrivé, "Historia de lo que no ha sucedido". ¿Lo comprendes ahora?

Al escuchar este desenlace no pude contener una carcajada. En efecto, yo no sé de qué tratará el libro de Méry; pero ahora comprendo que con ese título podrían escribirse un millón de historias a cuál mejores.

El carnaval

Asegúrase que con la cara tapada se descubre más fácilmente el corazón y que a favor de la careta es lícito en estos días decir todo género de claridades.

Si como es verdad lo primero, lo fuera también lo segundo, con qué gusto nos envolveríamos en un portier, nos pondríamos aunque no fuese más que la mano por delante de los ojos, y fingiendo la voz para que el señor Bugallal no nos conociese, le daríamos una broma a alguno de los hombres que ocupan el poder.

Pero la condición de los escritores es peor que la de los esclavos.

A ellos, en la antigua Roma, les era permitido en esta época desquitarse del silencio y las humillaciones de un año en un día de libertad sin límites.

Durante ese día arrojaban impunemente al rostro de sus dueños toda clase de acusaciones; se mofaban de sus ridiculeces y, reprochándoles sus vicios y haciéndoles oír una vez al menos el áspero lenguaje de la verdad, acaso les enseñaban la única senda que debieron seguir y de la que, ciegos con el humo de las lisonjas, se habían extraviado.

A nosotros ni aun este sueño de libertad se nos permite; y es lástima, porque un día, un solo día de máscaras para la prensa, y el gobierno oiría muchas verdades que acaso le fuesen útiles, y el país muchas cosas que sin duda le sirvieran de una gran lección.

Ya que no es así, ya que nosotros no podemos disfrazarnos vamos a abrir los balcones de nuestra redacción para ver a los que se disfrazan; tal vez el espectáculo de tanta alegre locura nos sugiera el pensamiento para un artículo sobre el carnaval, que es lo que por ahora nos hace falta en primer término.

Desde los balcones se ve el Prado, y en verdad que la decoración que se descubrea través de sus cristales es bien poco adecuada al espectáculo que se va a representar a nuestros ojos.

Si como son el acaso, la naturaleza y la estación los maquinistas que disponen la escena, fuese el último tramoyista del teatro más de mala muerte, aún no le perdonaríamos la impropiedad. Un cielo gris, tristísimo y opaco sobre el que flotan algunos sueltos jirones de nubes oscuras. Un tapiz de lodo, interrumpido a cortas distancias por sucios charcales en cuyas cenagosas aguas caen las anchas gotas que preludian un aguacero terrible, produciendo al caer un ruido monótono, igual y extraño, que crispa los nervios; algunos árboles descarnados, cuyas desnudas ramas se agitan al soplo glacial del aire y parece que tiritan de frío, y en el fondo, rodeado de altos cipreses negros y melancólicos, como todo el panorama que descubre la vista, una tumba: el Dos de Mayo.

He aquí el aparato escénico de la gran comedia que va a representarse. ¿Y es posible que en este punto se hayan dado cita la locura y el carnaval para renovar su eterno pacto de alianza?

¿Es posible que en este punto deban aguardarles, ya en carretelas lujosas o en alquilones desvencijados, ya en potros voladores o en rocines moribundos, ya caracoleando jinetes en el palo de un escobón, o a pie y empujándose como las olas del mar, las mil y mil figuras grotescas que le sirven de séquito?

Las descompuestas voces de la embriaguez, las estridentes carcajadas de la locura, los breves monosílabos de las promesas, las cortesanas frases de los galanteos, las rápidas palabras de las citas, los discordantes ecos de las músicas, el incesante son de las chanzonetas, el hervidero confuso de la multitud oscura y apretada, entre la cual surcan, por aquí una figura grotesca, por allá un mamarracho imposible,

por acullá una Comparsa que culebreando entre el gentío parece una serpiente monstruosa de abigarrados colores, ¿van a resonar en esta atmósfera nebulosa y fría? ¿Van a confundirse con esos tristes gemidos del viento que azota los cristales de nuestro balcón y parece como que se queja y llora alrededor de aquella tumba, agitando sus oscuros y altos cipreses? No. Hemos debido equivocarnos; nuestros balcones dan al Prado, en efecto, pero ése no es el mismo Prado de siempre.

Aún nos acordamos de otros carnavales, cuando lo cruzábamos sobre una yegua más ligera que el viento. El sol hería la nube de polvo que levantaban las ruedas de los carruajes y el casco de los caballos, fingiendo a nuestros ojos como una gasa de oro, a través de la cual veíamos agitarse, rico de colores yde luz, un océano de cabezas alegres, de trajes brillantes y de máscaras bulliciosas e inquietas. Todo saltaba y reía a nuestro alrededor. Las carretelas, llenas de hermosas y rebosando sedas y encajes, parecían ambulantes bouquets de mujeres que, como las flores llaman a las mariposas, provocándolas a posarse en sus corolas de fuego impregnadas de perfumes, nos llamaban a sí con sus miradas y sus sonrisas. Mil veces cruzamos entonces el anchuroso paseo y nunca reparamos en ese sombrío monumento, o si nuestros extraviados ojos se fijaron un instante en él, nos pareció un jardín, un parterre, cualquier cosa menos un sepulcro. ¿Por qué lo hemos visto hoy...?

El aire sigue silbando entre las desnudas ramas de los árboles; las nubes, oscuras y tempestuosas, se amontonan en el cielo, y la lluvia cae menuda y helada como un rocío de nieve.

Inútilmente buscamos la multitud que a estas horas debía llenar el ámbito del salón. Todo está desierto. ¡Pobre carnaval! Hasta el cielo se conjura contra ti. En vano corres de un punto a otro, agitando tu cetro de cascabeles. Al oír tu voz aguda y chillona, el hombre de negocios levanta la cabeza, te ve pasar y sigue haciendo números en su cartera. La juventud, grave ya y filosófica antes de sazón, se encoge de hombros al verte dar saltos y hacer piruetas inútiles, y se sonríe y te compadece. ¡Pobre carnaval!

En vano has llamado a las puertas de Roma, la ciudad clásica para tus fiestas; el pueblo se ha reunido en el Foro, pero no alegre, bullicioso y llamado por el repiqueteo de tus sonajas, sino grave como sus ruinas, silencioso como sus sepulcros y convocado por incógnitos agitadores de una revolución terrible; y has tenido que huir. ¿A dónde? ¿A Venecia? ¿Al

seno de la desolada reina del Adriático, donde antes tenías mil palacios por trono y todo un pueblo, ebrio de placeres y goces, por vasallo? No; no vayas allí. Las góndolas, vacías, se balancean amarradas a los postes de Rialto, con cadenas de hierro que al moverlas el agua parece que gimen. Ni una antorcha refleja en el mar su larga cabellera de chispas; ni se oye una voz, ni el acento lejano de una música. ¡Pobre carnaval! ¡Pobre Venecia...!

Pero la noche se va acercando; la lluvia no azota ya los cristales de nuestros balcones; allá, a lo lejos, se ven moverse entre la azulada niebla algunos bultos negros que van y vienen en direcciones distintas: son carruajes, una larga hilera de carruajes cerrados que semejan el fúnebre acompañamiento de un duelo. Algunos jinetes cruzan y vuelven a cruzar, al parecerenvueltos en blancos sudarios que flotan con el viento en su rápida carrera. Unos y otros diríase que buscan algo que no hallan; diríase que parodian el movimiento, la animación y la alegría, queriendo engañarse y hacerse la ilusión de que se divierten, sin conseguirlo. En balde suben y bajan, vienen y van; en balde dan el espectáculo; no hay espectadores. El salón está vacío. El curioso vulgo que asiste a pie y forma una muralla humana alrededor de los actores de la gran farsa, ni aun teniéndolas gratis ha querido ocupar sus localidades.

¿Y es éste el carnaval? No: el carnaval ha muerto. ¿No conocéis la tradición de las wills, esas jóvenes, amantes locas de la danza, que muertas en el día de sus bodas, se levantan aún en el silencio de la noche para seguir bailando alrededor de sus sepulcros a la luz de la luna?

El carnaval ha muerto; pero, como ellas, se levanta aún de su tumba para bailar en un baile mudo, de una mímica grotesca y horrible a un tiempo, en el que sólo se oye el crujido de sus choquezuelas descarnadas... Ya es de noche; todo es sombras, nieblas y silencio profundo; parece que los fantasmas se han vuelto a hundir en la tierra de donde se levantaron por un instante. A lo lejos se ven correr algunas luces rodeadas de un círculo de niebla luminosa; son las de los carruajes que huyen en opuestas direcciones. Parecen fuegos fatuos que vagan sobre un campo de muerte...

Pero, cierra el balcón, echa un par de troncos en la chimenea: esta noche hay bailes, pero nosotros no queremos bailar ni nadie tampoco. ¡Bailar! Bastante hemos bailado ya en este mundo; hora es de dejar a

otros el puesto en la cuadrilla.

¡Qué hermosa está la lumbre! No traigas luz: queremos ver bailar nuestra sombra y las sombras de los muebles sobre los muros, donde se proyectan vacilando, a compás que vacila la roja llama de los troncos que saltan y crujen al encenderse.

Esta noche cenamos tempranito y nos metemos en la cama como unos bienaventurados.

El no ser calavera, ¡qué triste, pero qué cómodo es!

POST SCRIPTUM:

El cielo está azul, el sol derrama un mar de lumbre sobre la coronada villa, cien murgas rasgan el aire puro y diáfano con sus ruidosos acordes, un zumbido semejante al de un enjambre de abejas llega hasta nosotros, el carnaval pasa por delante de nuestra puerta agitando su cetro de cascabeles y llamándonos con su voz de clarinete destemplado. El carnaval no ha muerto... ¡Viva el carnaval!

Está visto que cuando se oscurece el cielo se oscurecenuestra alma, y cuando se entristece nuestro corazón hasta los que se ríen se nos figuran que se quejan.

Pedro, trae un miriñaque, un miriñaque espantoso, una falda de seda y una capota. Vamos a vestirnos de mujer, y al diablo las filosofías. "Máscara, ¿me conoces?".

Un drama

(Hojas arrancadas de un libro de memorias)

El mayor mónstruo los celos.

CALDERÓN.

ESCENA PRIMERA

El mar. Venecia en el fondo. Jacobo y Rafael en una góndola.

Jacobo. ¿Te incomoda la herida?

Rafael. No... no es nada... un rasguño: al caer me tiró un último golpe, pero ya sin fuerza... ¿y él?

Jacobo. Sus padrinos lo llevan en una góndola; no sé adonde, tal vez á su casa.

Rafael. ¿Se quejaba al trasportarle á la góndola?

Jacobo. No.

Rafael. Habrá muerto.

Jacobo. O estaría desmayado.

Rafael. Si ha muerto, la venganza de su padre será terrible.

Jacobo. De todos modos, es preciso que salgas de Venecia antes que llegue el día, y de Italia en cuanto encuentres ocasión.

Rafael. ¡Antes que llegue el día!... El día clareará dentro de una hora.

Jacobo. Por eso creo una locura lo que haces...

Rafael. ¡Una locura! Por ella he matado á un hombre, al que solo por ella odiaba... por ella he puesto en peligro la existencia de nuestros hermanos, los afiliados para la grande obra... por ella dejo á mi madre anciana y sola, expuesta á la ira de mis enemigos, y pierdo acaso para siempre mi hogar y mi patria, ¿y quieres que la abandone sin decirle adiós?

Jacobo. Como no hay nada más inútil que los consejos que no han de aprovecharse, no te respondo nada para combatir tu idea; pero yo la sigo creyendo una locura ó una temeridad, que viene á ser la misma cosa.

Rafael. Levanta los remos... ya hemos llegado.(Rafael salta á tierra) ¿Me esperarás aquí?

Jacobo. Aquí te espero... ¡Ah!... escucha... un instante... cuando veas que apunta el día, acuérdate que si nos sorprende el sol en este sitio, no te costará á tí solo la cabeza, sino á mí también...(Rafael se aleja).

Es la única manera de que abandone á esa mujer que le vuelve loco, antes de que ya sea imposible el salvarle.(Recostándose en el fondo de la góndola). ¡El amor, el amor! Si no existieran los celos, sería un paraíso sin serpiente.

ESCENA II

LOS MISMOS.

Rafael entra en la góndola. El día comienza á clarear.

Jacobo. ¡Aún no brilla el horizonte del mar con la primera luz, y ya estás de vuelta! Has cumplido tu palabra.

Rafael. Me he acordado de tí.

Jacobo. Ya lo sabía yo.

Rafael. ¿Y qué hacemos ahora?

Jacobo. Cálate la capucha... pon mano al remo, y á volar en dirección de la rada. Pero¡calle! parece que tienes fiebre... á ver, á ver esa herida...; ¿y dijiste que no era nada, que no la sentías apenas?...

Rafael. Ahora me incomoda un poco.

Jacobo. ¡Ahora!... Suelta ese remo, échate en el fondo de la góndola y descansa.

Rafael. No... estoy bien así...

Jacobo. ¡Que estás bien!... ¡ah! vamos... ya lo comprendo, ves aún el pabellón donde habita...

Rafael. ¡La quiero tanto!!!

Jacobo. ¿Y ella?

Rafael. Ella... me ha jurado aguardarme... hasta que pueda volver.

Jacobo. ¿Y si no volvieras en algunos años?

Rafael. Me aguardaría hasta la muerte. Lo ha prometido.

Jacobo. ¿Y lo cumplirá?

Rafael. ¿Se puede mentir llorando?

Jacobo. Se miente de todas maneras.

Rafael. ¿Se puede jurar una cosa por la memoria de un padre, y no hacerla?

Jacobo. Se jura en vano hasta en nombre de Dios.

Rafael. ¡Bah! Tú no crees en nada.

Jacobo. Al revés: yo creo en todo.

ESCENA III

El sótano de una taberna. Jacobo y algunos otros jóvenes disfrazados con trajes caprichosos, beben alrededor de una mesa, sobre la que se ve un cuchillo desnudo. - En un extremo un hombre enmascarado también bebiendo solo.

Jacobo. ¿Somos todos de la hermandad?(Dirigiendo una mirada de inquietud hacia el enmascarado).

Máscara 1.ª Todos... el tabernero no deja pasar á la cueva sino á los que dicen las palabras convenidas, y esas palabras sólo las saben los

hermanos.

Jacobo. Escoger al que ha de dar muerte á un enemigo.

Máscara 3.ª ¿Por qué causa debe morir?

Jacobo. Debe morir... porque ha faltado á su palabra empeñada solemnemente, antes de batirse, á uno de nuestros hermanos... porque ha hecho perseguir á su madre, que acaso habrá espirado ya en una prisión... porque va á unirse á una italiana, y es un tudesco.

Máscara 3.ª ¿Y ella?

Jacobo. Ella vivirá... porque el único que tiene derecho á su vida no está aquí.

(El enmascarado se levanta de la mesa donde bebe solo, coge el cuchillo que se ve en la otra, y se quita la careta).

Rafael. Ella morirá.

Todos. ¡Rafael!

Rafael. Esta noche hay un baile en el palacio Doria: descubriéndose uno de los que la componen, puede penetrar en el salón una comparsa cualquiera... ¿Cuál de vosotros se descubrirá?

Jacobo. Pero...

Rafael. ¿Cuál de vosotros se descubrirá?

Jacobo. Yo.

Rafael. ¿No sospecharán de tí?

Jacobo. Menos que de ninguno... pero... ¿qué vamos á hacer en el baile de máscaras?

Rafael. He sabido que ella asiste y cuál será su traje.

Jacobo. ¿Lo has pensado bien?

Rafael. Cuando tú dudaste de la verdad de algunos juramentos, yo hice uno... lo hice sólo con la mente... y sin embargo, el tiempo te dirá si lo cumplo... Vamos al palacio Doria.

Jacobo. Al palacio Doria.

ESCENA IV

Una calle en Venecia. Bautista dormita recostadoen su góndola, que se balancea amarrada al muelle. Julia, cubierta con un manto oscuro.

Julia. Bautista.

Bautista. Señora...

Julia. Tú sabes dónde está Rafael.

Bautista. Rafael... está en París.

Julia. No está; ya le he escrito, y no me ha contestado.

Bautista. Entonces...

Julia. Tú sabes donde se halla.

Bautista. ¿Y por qué he de saberlo?

Julia. Tú perteneces á la hermandad de los libertadores de Venecia.

Bautista. ¡Yo!

Julia. ¡Crees que voy á denunciarte!... Los hermanos saben unos de otros por correspondencias misteriosas; tú puedes hacer que esta carta llegue á manos de Rafael mejor que ningún otro... ten presente que le importa mucho... mucho... acaso la vida... No te ofrezco nada; porque sé que entonces no has de hacerlo.(Julia desaparece).

Bautista.(Después de un momento de pausa, dándole vueltas á la carta entre las manos). No hay duda esa mujer me conoce... ¡Rafael! ¡Rafael! Si he de decir la verdad, lo mismo sé yo que ella en este asunto... pero... ¡bah! ya me lo dirán los hermanos.

ESCENA V

Un salón en el palacio Doria. Julia y su madre sentadas á un lado entre otras damas. - Rafael, Jacobo y sus compañeros disfrazados y encubiertos - . Parejas de ambos sexos que se disponen á bailar. La orquesta preludia un vals.

Rafael.(Acercándose á Julia). Máscara... ¿Quieres bailar conmigo?

Julia.(Sorprendida). Esa voz parece... pero no, es imposible.

Rafael. Máscara, el preludio termina; el vals comienza... ¿Cómo debo interpretar tu silencio?

Julia.(¡Dios mío! ¿si será él?) Tomad.(Deja el ramillete y el abanico en la falda de su madre). Una sola vuelta; una sola.(Se alejan bailando y se confunden entre la multitud. La madre se inclina al oído de una de las señoras que tiene á su lado).

La Madre. Lo que son las muchachas; hoy hubiera dicho cualquiera que iba á morir de sentimiento; tanto ha llorado y gemido antes de decidirse á aceptar el esposo que se le destina... ¡Ya está bailando!... Si

se hubiera de hacer caso de las lágrimas de las chiquillas...(Rafael y Julia pasan bailando).

Rafael. ¿Es verdad que te casas?

Julia. Es verdad.(Se alejan hacia el fondo y vuelven á perderse).

La Madre. Y dijo que una sola vuelta... En tratándose de bailar, todas son lo mismo. Verdad que yo de sus años tampoco era más juiciosa... ¿más?... ni tanto... ¡Ay! ¡si yo hubiera hecho caso de los consejos de mi madre como ella lo hace hoy de los míos!(Rafael y Julia tornan de nuevo á pasar).

Rafael. ¿Dices que es imposible?

Julia. ¡Imposible!(Tornan á alejarse).

La Madre. ¿Otra vuelta? ¡Jesús! ¡Jesús!... Si ha de ser extremosa en todo... Gracias á Dios que aún no ha llegado su prometido... si no, estoy segura de que tendríamos escena... No, puesahora cuando pase, voy á hacerle una seña; tanto bailar puede fatigarla. ¿Lo hará por aturdirse?...(Rafael y Julia aparecen de nuevo y se detienen un instante).

Rafael. ¿Y no tienes una sola palabra para disculparte?

Julia.(Después de dudar un momento y con voz sorda). Ninguna...

Rafael. Dios tenga más misericordia de tí que de mí ha tenido.(Deja caer un pañuelo blanco).

Jacobo.(A los otros jóvenes). Ha dejado caer el pañuelo... rodeadlos...(La comparsa de enmascarados forma un corro alrededor de los amantes, y, dando voces y bailando á su compás, se alejan hacia el fondo).

La Madre. ¡Qué algazara... qué gritos! Van á aturdiría... No; de esta vuelta no pasa sin dejar el baile...(Se pone de pie). ¿Donde va?... No la veo... ni cómo la he de ver si esa comparsa de locos ha formado á su alrededor un círculo impenetrable... ¡Un grito!... Y esa música no callará... nada; cada vez parece que lleva el compás más rápido... va á marearse... ¡Ah! ya la veo: ¿no lo dije? se ha mareado... no se puede sostener...(La comparsa vuelve con una algarabía espantosa de voces, gritos extraños y carcajadas que casi ensordecen la música. Rafael, cubierto aún, trae en sus brazos á Julia, al parecer desmayada).

La Madre. ¡Aquí, aquí! Dejadla sobre esta otomana...(Rafael la coloca sentada; vacila un momento antes de apartarse de aquel sitio, de donde lo arranca Jacobo). ¡Dios mío, está pálida como un cadáver!... ¡Julia,

Julia!...(Tocándole la frente y las manos). ¿Qué es esto? ¡Sangre, sangre! ¡La han asesinado!...

ESCENA ÚLTIMA.

El sótano en la taberna. Rafael, inmóvil, sentado en el fondo junto á una mesa. - Jacobo, Bautista y algunos otros jóvenes en primer término.

Bautista. Tengo una carta para el hermano Rafael; ¿á dónde debo dirigirla?

Jacobo. Dásela en su mano.

Bautista. ¿Está en Venecia?

Jacobo. Míralo allí... ¡Rafael! ¡Rafael!

Rafael.(Como saliendo de un letargo profundo). ¿Quién me llama?...

Bautista. Una carta tengo para tí; me la ha dado una mujer encubierta, y me ha dicho que te importaba mucho su contenido. Toma.

Rafael. ¡Es su letra!... ¡No ha muerto!... ¿Cuándo te han dado esta carta?

Bautista. Esta noche pasada.

Rafael. ¿A qué hora?

Bautista. A las once.

Rafael.(Rompe precipitadamente la nema y lee)

"Rafael: Tu madre, que todos creen muerta, vive aún; pero vive aherrojada en el fondo de un calabozo... El precio de su vida y su libertad es, no mi amor, porque ese ha sido y será siempre tuyo, sino mi mano.

Cuando recibas esta carta ya perteneceré á otro hombre.

Todo lo tengo preparado para huir de él una vez cumplida mi palabra. No te he dicho nada antes, porque no quiero que ni tú ni yo vacilemos un momento en sacrificar nuestra felicidad porla vida de la que padece por nuestra culpa.

Adiós... Te juré esperarte... Ya que no pueda ser en la tierra, te esperaré en el cielo.

Adiós, adiós. - Julia".

El beso

I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

- Con verdad - decía el jinete a su acompañante - , que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.

- ¿Y qué queréis, mi capitán? - contestole el guía, que efectivamente era un sargento aposentador -; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.

- En fin - exclamóel oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba -

, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.

- He aquí vuestro alojamiento - exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.

A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos

habitantes del ruinoso edificio.

A cualquiera otro menos molido que el oficial dedragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.

Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.

II

En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.

Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los

Césares.

En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una columnavolante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.

Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.

Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.

Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a

acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

- Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?

- Ha habido de todo - contestó el interpelado -; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece lapena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.

- ¡Una mujer! - repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.

- Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo - añadió otro de los del grupo.

- ¡Oh!, no - dijo entonces el capitán -; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.

- ¡Contadla!, ¡contadla! - exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:

- Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.

Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e

incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:

- No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosasfacciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!

Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.

- Pero... - exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato - ¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?

- No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.

- ¿Era sorda?

- ¿Era ciega?

- ¿Era muda? - exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.

- Lo era todo a la vez - exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa - , porque era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había

en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:

- ¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.

- ¡Oh!, no... - continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros -: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis demístico amor.

- De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.

- Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.

- Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.

- Celoso - se apresuró a decir el capitán - , celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

- Nada, nada; es preciso que la veamos - decían los unos.

- Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión - añadían los otros.

- ¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? - exclamaron los demás.

- Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis - respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos - . A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.

- ¡Bravo!, ¡bravo! - exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.

- ¡Se beberá vino del país!

- ¡Y cantaremos una canción de Ronsard!

- Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.

- Conque... ¡hasta la noche!

¡Hasta la noche!

III

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el caminoque conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.

Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

- ¡Por quién soy! - exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista - , que el local es de los menos a propósito del mundo

para una fiesta.

- Efectivamente - dijo otro -; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.

- Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia - añadió un tercero arrebujándose en el capote.

- Calma, señores, calma - interrumpió el anfitrión -; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! - prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes -: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.

A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.

El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:

Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, yse encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.

- Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.

En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella,

que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

- En verdad que es un ángel - exclamó uno de ellos.

- ¡Lástima que sea de mármol! - añadió otro.

- No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.

- ¿Y no sabéis quién es ella? - preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.

- Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba - contestó el interpelado -; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.

A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputabanentre sí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.

Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.

Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:

- ¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:

- ¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.

- No... - prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez - , no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!

Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

- ¡Capitán! - exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba - cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieroncon grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:

- ¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra

hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.

- ¡Magnífico! - exclamaron sus camaradas - , bebe y prosigue.

El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:

- ¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...

- ¡Oh!, sí, seguramente - dijo uno de los que le escuchaban -; quisiéramos que fuese de carne y hueso.

- ¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... - exclamó el capitán - . Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.

- ¡Capitán! - exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros - , ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabrasde sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios

ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

El gnomo

I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:

- No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.

- ¡Un consejo! - exclamaron las muchachas conaire visible de mal humor - . ¡Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.

- Es - prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona - que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

- ¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?... - dijo una de ellas - . ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?

- De todo hay - contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras - . Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:

- ¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?

- Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos quedurante la noche bajan por sus vertientes como un

enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? - prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo - , ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.

Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras preciosas detodos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan

hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.

El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejostan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le

había parecido.

Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:

- Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?

- Nada - contestó el tío Gregorio.

- ¡Qué tonto! - exclamaron en coro las muchachas.

- El cielo le ayudó en el trance - prosiguió el anciano - , pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.

Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.

Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.

Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, queles tornó a

aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:

- ¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?

- ¡Yo no! - dijo una.

- ¡Yo tampoco! - exclamó otra.

- ¡Ni yo! ¡Ni yo! - repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.

El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.

De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena: - ¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... - Yo - contestó Magdalena con sencillez - , yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? - ¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta -; yo también creo en todo, en todo lo que deseo creer.

II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre

Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.

Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de susafectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.

Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.

La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.

A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.

Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.

La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el

secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.

Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referíanuna historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.

Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita: - Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.

- Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño - respondió la pastorcita - . No cuidarás sino de mis fronteras - replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.

La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.

La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que los había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que

amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.

Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana: - ¿Vamos a la fuente? - Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: - ¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta - . Marta exclamó al fin con unacento breve y áspero: - Yo no quiero ir hoy - . Ni yo tampoco - añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.

III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.

Marta y Magdalena deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.

Marta y Magdalena se prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y

dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una especie de vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como losde un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.

Y hablaban así:

EL AGUA. - ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis murmullos son palabras.

EL VIENTO. - ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.

MARTA. - ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas!

Habla misteriosa corriente.

MAGDALENA. - Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.

EL AGUA. - Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.

Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.

EL VIENTO. - Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.

MARTA. - Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con

ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.

MAGDALENA. - Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.

El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

EL AGUA. - Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sin número de zafiros y amatistas, arrastrandoen vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO. - Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños venturosos.

Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.

Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: - Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.

En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: - Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.

El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a hablar; y dijeron:

EL AGUA. - Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una

vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.

EL VIENTO. - Elagua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento!

Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.

Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.

El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.

Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.

- ¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y

Magdalena, paso a paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.

Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.

IV

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo nosé qué crédito dar a esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.

La corza blanca

I

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las

peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

- A propósito de aventuras extraordinarias - exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor -: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

- ¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? - exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

-¡Friolera! - añadió el montero en tono de zumba -: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

- ¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?

- Se refiere - prosiguió el montero - a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

Mientras esto decía el montero, Constanza, que - así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la

extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.

Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.

Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se habíareferido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera.

- Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.

Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra

curiosidad, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.

- Pero, vamos - exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca - , déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

- A él voy - contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:

- Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.

Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

- Pues, hombre, no sé el quéconsista en que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

- ¿Y hacia qué sitio segura el rastro? - pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.

- Hacia la cañada de los cantuesos - me contestaron.

No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguirla ninguno.

No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos

hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano sin ponderación alguna.

Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:

- ¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.

- Pues no paró aquí la cosa - continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido - , no que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas semovían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.

Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir... dijo... claro y distintamente estas propias palabras:

¡Por aquí, por aquí, compañeras,

que está ahí el bruto de Esteban!

Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.

El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.

- ¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? - le preguntó unos de los monteros notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.

- Me sucede una cosa muy extraña - exclamó Esteban - . Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nievesalió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.

- ¡Bah!... ¡bah!... Esteban - exclamó don Dionís con aire burlón - , sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Pater noster y garrotazo.

El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la

honda para reunir a pedradas los corderos.

Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

II

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.

Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.

Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadasde oro.

Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.

La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.

Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había preguntado.

El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señoraera algo especial y no se parecía a las demás mujeres.

Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.

- No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo mentecato - decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta - . Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? - prosiguió pensando el mancebo - . Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien

puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!

Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.

La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose con su hija a la mesa.

- Y Garcés ¿dónde está? - preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.

- No sabemos - se apresuraron a contestar los otros servidores - ; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.

En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.

- Perdonadme, señora - exclamó, dirigiéndose a Constanza - , perdonadme si he faltado un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba el serviros.

- ¿En servirme? - repitió Constanza -: no comprendo lo que quieres decir.

- Sí, señora,en serviros - repitió el joven - , pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.

- ¡Bah!... ¡Bah!. - exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes -; déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.

- Señora - interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en

lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros - , yo no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.

Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:

- ¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?

- ¡Oh! - exclamó Garcés -: en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.

En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligenciay su mal encubierto gozo.

Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad del joven montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría completamente de la empresa.

- ¡Qué diantre! - exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba -: mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!

Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la

poterna del castillo para tomar la vereda del monte.

Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.

A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.

Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verduraque derramaban en torno de su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.

Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.

Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.

Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las

caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.

Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.

En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.

Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.

- Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal - exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornóa oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:

CORO

"El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.

Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.

El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.

Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.

Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.

Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.

Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus".

Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.

Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.

Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.

A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido particular que

produce el aguaque se bate a golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.

Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.

La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.

Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.

En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico Garcés.

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.

Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida

de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecíanrecostadas aún al borde del agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.

La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.

Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.

No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos

de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.

En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodia dulcísima.

CORO

"Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirónde niebla plateada.

Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.

Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.

Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!

Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.

Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.

Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.

Venid, que los que os aman os esperan impacientes".

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.

- ¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo - exclamó entonces el montero - pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la

mejor presa.

Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:

- Garcés, ¿qué haces? - El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.

- ¡Ah! condenado engendro de Satanás - dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible -; pronto hascantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.

- ¡Dios mío! - exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos - . ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarge al tronco de un árbol para no caer a tierra.

Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

La cueva de la mora

I

Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que

valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.

De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demásinfructuosas.

Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.

Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé

conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.

Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.

Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.

- ¡Penetrar en la cueva de la mora! - me dijo como asombrado al oír mi pregunta - . ¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?

- ¡Un ánima! - exclamé yo sonriéndome - . ¿El ánima de quién?

- El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.

Por la explicación de aquelbuen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.

II

Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.

Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.

Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los

que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su extraña melancolía.

Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.

Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.

Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudilloel afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.

El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.

Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero

pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.

Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En estepunto la mora se inclinó sobre su amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.

III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: - ¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso! - Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas palabras angustiosa: - ¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!

La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por

donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.

Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora: - ¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.

Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagarpor estos contornos.

Apólogo

La Gaceta Literaria

28 de febrero, 1863

Brahma se mecía satisfecho sobre el cáliz de una gigantesca flor de loto que flotaba sobre el haz de las aguas sin nombre.

La Maija fecunda y luminosa envolvía sus cuatro cabezas como con un velo dorado.

El éter encendido palpitaba en torno a las magníficas creaciones, misterioso producto del consorcio de las dos potencias místicas.

Brahma había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo del caos con sus siete círculos y semejante a una espiral inmensa.

Había deseado mundos que girasen en torno a su frente, y los mundos comenzaron a voltear en el vacío como una ronda de llamas.

Había deseado espíritus que le glorificasen, y los espíritus, como una savia divina y vivificadora, comenzaron a circular en el seno de los principios elementales.

Unos chispearon con el fuego, otros giraron con el aire, exhalaron suspiros en el agua o estremecieron la tierra, internándose en sus profundas simas.

Visnú, la potencia conservadora dilatándose alrededor de todo lo creado, lo envolvió en su ser como si lo cubriese con un inmenso fanal.

Siva, el genio destructor, se mordía los codos de rabia. El lance no era para menos.

Había visto los elefantes que sostienen los ocho círculos del cielo, y al intentar meterles el diente, se encontró con que eran de diamante; lo que dice sobrado cuán duros estaban de roer.

Probó descomponer el principio de los elementos y los halló con una fuerza reproductora tan activa y espontánea que juzgó más fácil encontrar el último punto de la línea de circunferencia.

De los espíritus no hay para qué decir que, en su calidad de esencia pura, burlaron completamente sus esfuerzos destructores.

En tal punto la creación y en esta actitud los genios que la presiden, Brahma, satisfecho de su obra, pidió de beber a grandes voces.

Diéronle lo que había pedido, bebió, y no debió de ser agua, porque los vapores, subiéndosele a la cabeza, le trastornaron por completo.

En este estado de embriaguez deseó alguna cosa muy extravagante, muy ridícula, muy pequeña; algo que formara contraste con todo lo magnífico y lo grandioso que había creado: y fue la humanidad.

Siva se restregó las manos de gusto al contemplarla.

Visnú frunció el ceño al ver encomendada a su custodia una cosa tan frágil.

Los hombres, en tanto, andaban mustios y sombríos por el mundo, ocultándose avergonzados los unos de los otros, cerrando los ojos para no ver a su alrededor tanto grande y eterno, y no compararlo involuntariamente con su pequeñez y su miseria.

Porque los hombres tenían la conciencia exacta de sí mismos.

¿Queréis acabar de una vez con vuestros males? -les dijo Siva - . ¿Queréis morir?

- ¡Sí, sí! - exclamaron en tumulto - . ¿Para qué queremos este soplo de existencia?

- Yo soy un estúpido, lo sé, y me avergüenzo de mi barbarie - decía uno.

- Yo soy deforme - añadía el otro - , y me entristece el espectáculo de mi ridiculez.

- Y tenemos estas y estas fallas y aquellas y las otras miserias - proseguían diciendo los demás, enumerando el cúmulo de males y defectos de que entonces, como ahora, se hallaban plagados los hombres.

- Es cosa hecha - dijo Siva, viendo la decisión de la humanidad entera.

Y levantó la mano para destruirla; pero en aquel instante se interpuso Visnú. - Esperad un día - exclamó, dirigiéndose a los hombres - , un día no más. Voy a daros de beber un elixir misterioso. Si mañana después de haberlo bebido queréis morir, que vuestra voluntad se cumpla.

Los hombres aceptaron, y Siva dejó su presa refunfuñando entre dientes, porque conocía el ingenio y la travesura de su competidor. Visnú que efectivamente era hombre, digo mal, era dios de grandes recursos en las ocasiones críticas, se las compuso de manera que a las pocas horas tenía ya hecho y embotellado su elixir en tal cantidad que tocó a frasco por barba.

Pasó la noche, durante la cual los hombres no hicieron otra cosa que sorber por la nariz aquella especie de éter mágico; y cuando tornó a brillar la luz, vino Siva de nuevo a renovar sus proposiciones de muerte.

Los hombres, al oírle, comenzaron por maravillarse y acabaron por reírsele en las barbas.

- ¡Morir nosotros - exclamaron - , cuando un porvenir inmenso se abre ante nuestra vista!

Yo - decía el uno - voy a conmover el mundo con la fuerza de mi brazo.

- Yo voy a hacer mi nombre inmortal en la tierra.

- Yo, a avasallar los corazones con el encanto de mi hermosura.

- Y así, todos iban repitiendo;

- ¡Morir yo, que siento arder en mi frente la llama del genio; yo, que soy fuerte; yo, que soy hermoso, yo, que seré inmortal!

Siva no daba crédito a sus ojos, y unas veces le daban ganas de rabiar y otras de reír a carcajada tendida ante el espectáculo de tan ridícula transformación. En aquel momento pasaba Visnú a su lado, y el genio destructor no pudo menos de dirigirle estas palabras:

- ¿Qué diantre les has dado a estos imbéciles, que ayer estaban todos mustios, cabizbajos y llenos de la conciencia de su pequeñez, y hoy andancon la frente erguida, burlándose los unos de los otros, creyéndose cada uno cual un dios?

Visnú, con mucha sorna, y dándole un golpecito en un hombro, se inclinó al oído de Siva y le dijo en voz muy baja:

- Les he dado el amor propio.

La promesa

I

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra hacia la que había doblado su frente.

Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla, y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.

Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.

Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

- ¡Es imposible... imposible!

Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:

- Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: - ¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa -: El escudero del conde no es más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.

Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de suamante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.

Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:

- No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro...

El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.

Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

- ¡Pedro! - exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme - . Ve, ve a mantener tu honra; - y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última vez en brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido -: Ve a mantener tu honra pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.

Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se

confundió entre la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.

- Ponte tus vestidos de gala - le dijo uno de ellos al entrar - , que mañana vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se marcha a Andalucía.

- A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver - respondió Margarita con un suspiro.

- Sin embargo - insistió el otro hermano - , has de venir con nosotros y has de venir compuesta y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.

II

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.

Unos sentados al bordede los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.

Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.

A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.

Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.

Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.

Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.

Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes deseda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.

Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.

III

El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.

El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que

parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.

A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera. - ¿Qué tenéis, señor? - le decía - . ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.

El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:

- He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede.

Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.

¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con losmoros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.

Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.

En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía,

nadie le había visto.

- Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas - me dijeron - , ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete.

- Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche... ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.

Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.

El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:

- Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallopalabras de consuelo.

IV

El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.

La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de

aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.

Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados que hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestres de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero,atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.

Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad

romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.

Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolín o guzla árabe con que se acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:

I

La niña tiene un amante

que escuderose decía;

el escudero le anuncia

que a la guerra se partía.

- Te vas y acaso no tornes.

- Tornaré por vida mía.

Mientras el amante jura,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

II

El conde con la mesnada

de su castillo salía:

ella, que le ha conocido,

con gran aflicción gemía:

- ¡Ay de mí, que se va el conde

y se lleva la honra mía!

Mientras la cuitada llora,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

III

Su hermano, que estaba allí,

éstas palabras oía:

- Nos has deshonrado, dice.

- Me juró que tornaría.

- No te encontrará, si torna,

donde encontrarte solía.

Mientras la infelice muere,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

IV

Muerta la llevan al soto,

la han enterrado en la umbría;

por más tierra que la echaban,

la mano no se cubría:

la mano donde un anillo

que le dio el conde tenía.

De noche, sobre la tumba,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

- ¿De qué tierra eres?

- De tierra de Soria - le respondió éste sin alterarse.

- ¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? - volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.

- Señor - dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable - , esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.

V

En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara, he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.

Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.

Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al llegar la primaverase cubre espontáneamente de flores.

La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.

Las perlas

¿Quién no ha pensado alguna vez, mirando los granizos saltar en el alféizar de la ventana y oyendo el repiqueteo de sus golpes en los cristales: "¡Si estos granizos fueran monedas de cinco duros!"? Y ¿quién no ha añadido, completando la frase y después de reflexionar un instante sobre los inconvenientes que traería a la sociedad esta riqueza

repentina que, al fin y al cabo, daría por resultado una pobreza general: "Y sólo cayeran en el patio de mi casa"? Porque, en efecto, nada más inútil que el oro el día en que se hiciese tan común como el estaño. Todo lo que se prodiga es vulgar; nadie aprecia lo que no ha de causar envidia, y es seguro que hasta la salud se miraría como cosa despreciable si no hubiese enfermos.

¿Qué piedras preciosas, qué objetos de lujo y de suprema elegancia habrá comparables a las flores, tan diversas en brillante color, caprichosas formas y suaves perfumes? ¿Qué hay, a pesar de esto, más vulgar que las flores? Es verdad que han tenido también su día de reinado; es verdad que su escasez, si no su belleza, las han hecho objeto de lujo en épocas determinadas; pero, alternativamente, se han destronado unas a otras para dejarle el puesto a la última y desconocida producción vegetal de un clima remoto.

Un hecho que ha tenido lugar últimamente en la famosa feria de Leipzig, a la cual acuden para hacer sus compras los más reputados joyeros alemanes, nos ha inspirado las ya vulgares reflexiones que dejamos hechas acerca de las causas de depreciación de ciertos objetos.

Parece que un comerciante de Ceilán, hasta ahora desconocido en la plaza, se ha presentado este año con una colección de perlas tan gruesas y tan nunca vistas por sus condiciones de oriente, igualdad y transparencia, que con justicia han sido colocadas en primer término y pagadas mejor que todas las otras perlas, de que el mercado estuvo muy abundante.

Hasta aquí, el suceso no tiene nada de particular; pero es el caso que a última hora comenzó a correr de boca en boca por todo Leipzig una historia maravillosa, un verdadero cuento de hadas.

Decíase que aquel traficante, desconocido de los que andan en este comercio, era un antiguo buzo, el cual había descubierto un banco tan extraordinario que todas las conchas que lo formaban contenían una perla más o menos grande. La historia pareció absurda al principio; mas luego, teniendo en cuenta la imposibilidad de que a no ser así dispusiese un particular de un número tanconsiderable de perlas no cogidas en las pesquerías del gobierno, hubo una verdadera alarma entre los compradores.

Sabido es que las pesquerías de Ceilán son propiedad del Estado que posee estas islas y que los que arriendan al gobierno las pesquerías lo hacen en una cantidad alzada, de modo que sólo ellos, que disponen de

grandes medios, pueden emprender un negocio costosísimo, en el cual se emplean millones de hombres para obtener algún resultado. ¿Cómo un solo individuo ha podido, trabajando aislada y furtivamente, reunir un número considerable de perlas de tal magnitud que suponen una inmensa cantidad desechada y operarios y buzos sin cuento?

Las pesquisas oficialmente hechas no han dado por resultado una seguridad de la existencia del maravilloso banco de que se hablaba en Leipzig; pero todo induce a creer que, en efecto, existe, y una vez descubierto, inundará el mercado de perlas, hasta el punto de hacer vulgarísima una materia objeto hoy de lujo, buscada y pagada a precios exorbitantes.

¡El reinado de las perlas toca a su fin! Este grito de angustia, lanzado por los traficantes y joyeros de Alemania, ha encontrado un eco en los más elegantes boudoirs de las damas de Europa.

Se teme, y con razón, que se repita uno de esos cuentos orientales en que las piedras preciosas, regaladas por los malos genios a los muchachos en cambio de una indiscreción se transformaban al otro día en carbones.

Mientras el diamante espera temblando la hora en que un químico lo derribe del trono que ocupa al cristalizar el carbón puro, mientras las materias más preciosas, merced a la conquista de la ciencia, aguardan de un día a otro una depreciación inevitable, la perla, esa "gota de rocío cuajada", como la llaman los poetas indios, esa "lágrima de la aurora perdida en el fondo del mar", como ha dicho un célebre orientalista la perla, ajena a todo miedo, merced a las dificultades de su adquisición, se ostentaba llena de orgullo en los hombros de nuestras hermosas, en sus cabellos negros como la noche o en sus brazos torneados y blancos como la nieve.

No obstante, le ha llegado también su hora. En vano se procura disimular la crisis comercial hasta tanto que los joyeros de Alemania y los comerciantes holandeses hayan realizado sus existencias. A un mismo tiempo, un periódico inglés y dos revistas de intereses materiales de Bélgica han dado la voz de alarma.

Las perlas van a desaparecer del catálogo de los objetos preciosos. Ya las mujeres no las verán con un suspiro de envidia detrás de la iluminada anaquelería de un joyero; ya no jugarán un primer papel en las anécdotasgalantes; sin embargo, su historia es tan brillante como antigua. Mucho se ha discutido acerca de la época de la primera

exportación de esta materia preciosa, objeto siempre de un gran comercio entre la India y las naciones occidentales. Homero no habla de las perlas, y con este dato niegan algunos que se conociesen antes de emplearlas los romanos. En el Libro de Job y en el de los Proverbios se mencionan, y ateniéndose a esta cita, parece indudable que al menos del pueblo judío fueron conocidas desde los tiempos muy remotos.

La primera perla célebre de que habla la historia, perla que por otra parte merecía con razón ser mencionada, es la que Julio César dio a Servilia, hermana de Catón de Utica. Hoy no es posible formarse una idea exacta de sus condiciones y tamaño, por ignorarse el precio que tenían y la tasación aproximada; pero es seguro que no debió ser, como vulgarmente se dice, grano de anís, cuando al galante César le costó la friolera de seis mil grandes sestercios, próximamente unos cinco millones de reales. De esta calidad debió ser sin duda la que dio origen a un proverbio romano, el cual da hoy por seguro que "una hermosa perla colocada en el seno de una mujer hacía las veces de lictor, separando a la multitud y atrayendo sobre su dueña la consideración y el respeto de las turbas". En el día han variado mucho las condiciones sociales; pero aún puede decirse que hace las veces de Cupido. ¿A cuántos que no fascinarían los más hermosos ojos del mundo no ha flechado el aderezo de perlas de una mujer rica, especie de arco iris de la tempestad, vaga promesa de una dote respetable? Pero volvamos a Roma. Las romanas, antes que todo, y por más que algunos historiadores se empeñen en probarnos lo contrario, eran mujeres y, como tales mujeres, amigas del lujo y la ostentación, caprichosas y antojadizas. Sentados estos precedentes, no hay para qué decir que, una vez conocidos, el gusto por las perlas, entonces la última novedad, se desarrolló espontáneamente entre el sexo hermoso. Se usaron perlas entre los cabellos, en las orejas, en el pecho y en los brazos. Se bordaron las túnicas, los velos, los mantos y hasta los coturnos; se incrustaron en las vajillas, en las ánforas, en los muebles y hasta en los muros. Y en pos de las mujeres vinieron los hombres. Comenzó Pompeyo, entrando triunfante en Roma con treinta coronas de perlas a sus pies, y una vez conquistada Alejandría y hecho más general su comercio, acabaron Calígula y Nerón cuajandode ellas los arreos de sus caballos, después de prodigarlas con una profusión espantosa en sus vestiduras. A los que se espantan hoy del lujo de nuestras mujeres y lo llaman escandaloso e inmoral quisiéramos poderlos trasladar, después de una de nuestras reuniones más brillantes, a una de aquellas soirées o tes dansants romanos, en

donde se descolgaban prójimas que, como Julia Paulina, llevaban a cuestas diariamente y así como para andar por casa de trapillo, valor de treinta millones en perlas, piedras preciosas y otras zarandajas del mismo jaez.

Llegada a este punto la exageración del uso de las perlas, parece como que no habría medios de seguir adelante; mas no fue así: los que no sabían ya qué hacer para mostrarse más pródigos que sus antecesores imaginaron machacarlas y servirlas en los banquetes rociadas en polvo aljofarado sobre los manjares. Machacarían perlas de poco valor, pequeñas y deformes, dirán algunos. Todo es posible; en Roma, como en Madrid, debió haber muchos de los que quieren y no pueden; pero la vanidad que, aunque no lo parezca, es muy ingeniosa, había establecido un ceremonial para evitar supercherías.

Era costumbre que, al mediar el festín, el anfitrión o anfitriona se quitase del cuello la perla, una perla mayúscula, y la triturase en presencia de los convidados que la habían de consumir.

Ignoramos hasta qué punto serán digestivas las perlas; mas lo que podemos asegurar es que, sólo al acordarnos de estos convites en que jugaban tan principal papel, se nos crispan los nervios pensando en cómo rechinarían sus partículas entre los dientes.

Después de estas épocas de esplendor, las perlas han seguido estando a la moda en el mundo elegante de todos los siglos y todas las civilizaciones. Desde la célebre que Cleopatra ofreció a Marco Antonio disuelta en vinagre hasta los históricos hilos de Buckingham, sueltos en presencia del elevado objeto de su amor, en la corte de Luis XIII, las perlas han intervenido como protagonistas en mil y mil lances de amor históricos.

De estas cien anécdotas sólo queremos referir una. Aquellas de nuestras lectoras que, después de leer los renglones que llevamos escritos, se acuerden con un suspiro de sentimiento de las perlas que guardan en las afiligranadas boites de su tocador, que acaso mañana no tendrán más mérito que las cuentas de vidrio que regalaban a sus naturales los descubridores del Nuevo Mundo, deben consolarse con la pérdida de sus adornos impregnándose en su espíritu.

He aquí la historia, porque historia es y no cuento:

La princesa de J es sin duda alguna la más hermosa de las damas de la corte de Viena. Las miradas deenvidia de sus rivales se lo habían dicho

cien veces, y otras cien el círculo más florido de los pollos comm'il faut de Viena, que también en Viena hay pollos. Unos alababan la majestad de su apostura; otros, el fuego de sus ojos; éstos, las manos; aquéllos, el talle; los de más allá, los pies, o la boca, o la nariz, o la oreja pequeña, rosada y transparente. Todo era a su alrededor un concierto de alabanzas. Sus oídos se habían acostumbrado a los elogios como a una música conocida y deliciosa.

Una noche, el príncipe de J entró en el boudoir de su mujer a tiempo que ésta se vestía para un baile y le ofreció como recuerdo del aniversario de sus bodas una perla: una perla monstruosa, magnífica, con toda la suave opacidad, los cambiantes de mil colores y las condiciones de forma que pueden hacer única una perla entre las cien mil perlas cogidas de un siglo en la isla cuyo mar las produce.

La princesa, ufana con ella, se la colocó en la cabeza en el punto donde su cabello negro se partía sobre la frente como en dos alas oscuras, y se marchó al baile.

"¡Qué hermosa perla!" "¡Qué magnífica perla!" "¡Vale un tesoro!" "¡No tiene igual!" He aquí las exclamaciones que la saludaron a la entrada en el círculo cortesano. ¡Qué hermosa perla! ¡Qué magnífica perla! Ni una palabra para sus ojos, ni una frase galante a su sonrisa, a la gracia de su fisonomía, a la esbeltez de su talle.

Cuando la princesa volvió a su casa es fama que dijo, arrojando al suelo la famosa perla y pisoteándola: "¡Necia de mí! ¿Quién me ha mandado llevar al baile esta perla, la sola que podía ser mi rival, porque, como yo, con furia, es única en Viena?".

Consuélense, pues, las mujeres si el acaso las priva de uno de sus adornos favoritos.

Poco más o menos, la historia de la perla que acabamos de referir es la historia de todas las perlas del mundo.

Las hermosas parecen tanto más hermosas cuanto más sencillas, y las feas, si es verdad que hay alguna mujer fea en España, ésas están tanto peor cuanto más se adornan.

En cuanto a la pérdida del valor material, eso no es tanto cuestión de nuestras suscriptoras como de Samper y Pizzala.

Pensamientos

Vosotros los que esperáis con ansia la hora de una cita; los que contáis impacientes los golpes del reloj lejano, sin ver llegar á la mujer amada; vosotros que confundís los rumores del viento con el leve crujido de la falda de seda, y sentíspalpitar apresurado el corazón, primero de gozo y luego de rabia, al escuchar el eco distante de los pasos del transeunte nocturno, que se acerca poco á poco, y al fin aparece tras la esquina, y cruza la calle, y sigue indiferente su camino; vosotros que habéis calculado mil veces la distancia que media entre la casa y el sitio en que la aguardáis, y el tiempo que tardará, si ya ha salido, ó si va á salir, ó si aún se está prendiendo el último adorno para pareceres más hermosa; vosotros que habéis sentido las angustias, las esperanzas y las decepciones de esas crisis nerviosas, cuyas horas no pueden contarse como parte de la vida; vosotros solos comprenderéis la febril excitación en que vivo yo, que he pasado los días más hermosos de mi existencia, aguardando una mujer que no llega nunca... ¿Dónde me ha dado esa cita misteriosa? No lo sé. Acaso en el cielo, en otra vida anterior á la que sólo me liga ese confuso recuerdo.

Pero yo la he esperado y la espero aún, trémulo de emoción y de impaciencia. Mil mujeres pasan al lado mío: pasan unas altas y pálidas, otras morenas y ardientes; aquéllas con un suspiro, éstas con una carcajada alegre; y todas con promesas de ternura y melancolía infinitas, de placeres y de pasión sin límites. Este es su talle, aquéllos son sus ojos, y aquél el eco de su voz, semejante á una música. Pero mi alma, que es la que guarda de ella una remota memoria, se acerca á su alma... ¡y no la conoce!...

Así pasan los años, y me encuentran y me dejan sentado al borde del camino de la vida... ¡siempre esperando!...

Tal vez, viejo á la orilla del sepulcro, veré, con turbios ojos, cruzar aquella mujer tan deseada, para morir como he vivido... ¡esperando y desesperado!...

¿Qué viento la trajo hasta allí? No lo sé. Pero yo ví la flor de la semilla, que germinó en verde guirnalda de hojas, al pie del alto ciprés, que se levanta, como la última columna de un templo arruinado en medio de la llanura escueta y solitaria.

Yo ví aquella flor azul, del color de los cielos y roja como la sangre, y me acordé de nuestro imposible amor.

Un breve estío duraron los ligeros festones de verdura en derredor del viejo tronco; un breve estío duraron las campanillas azules, y las abejas de oro, y las mariposas blancas, sus amigas.

Y llegó el invierno helado, y el ciprés volvió á quedar solo, moviendo melancólicamente la cabeza, y sacudiendo los copos de nieve, alto, delgado y oscuroen medio de la blanca llanura...

¿Cuántas horas durarán tus risas y tus palabras sin sentido, tus melancolías sin causa y tus alegrías sin objeto? ¿Cuánto tiempo, en fin, durará tu amor de niña? Una breve mañana; y volverá á hacerse la noche en torno, y permaneceré solitario y triste, envuelto en las tinieblas de la vida.

Yo no envidio á los que rien: es posible vivir sin reirse... ¡pero sin llorar alguna vez!...

Asómate á mi alma, y creerás que te asomas á un lago cristalino, al ver temblar tu imagen en el fondo.

Entre las oscuras ruínas, al pie de las torres cubiertas de musgo, á la sombra de los arcos y las columnas rotas crece oculta la flor del recuerdo.

Plegadas las hojas, permanece muda un día y otro á las caricias de un furtivo rayo del sol que le anuncia la mañana de las otras flores.

"Mi sol, dice, no es el sol de la alondra, el alba que espero para romper mi broche ha de clarear en el cielo de unos ojos".

Flor misteriosa y escondida, guarda tu pureza y tu perfume al abrigo de los ruinosos monumentos. Larga es la noche; pero ya las lágrimas, semejantes á gotas de rocío, anuncian la llegada del día entre las tinieblas del espíritu.

Hay un lugar en el Infierno de Dante para los grandes genios: en él coloca á los hombres célebres, que conquistaron en el mundo mayor gloria.

La justicia humana no puede hacer otra cosa, y juzga tan sólo por lo que realmente conoce.

Pero la divina lleva, sin duda, á ese mismo lugar á las inteligencias, que sin dejar rastro de sí sobre la tierra, llegan en silencio á la misma

altura que aquéllos.

La justicia divina lleva también allí á los genios desconocidos.

Cartas desde mi celda.

Carta segunda

Queridos amigos: Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el papel delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince cuartillas, tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea costumbre, de morderme las uñas es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado e irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal modo mis ideas, que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es necesario despojarla de su extraña manera deser, vestirla un poco al uso para que esté presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito, para el paladar de los lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí la gran dificultad.

Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han engendrado la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por último, vencidos los primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien: lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino de intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que se llama la Corte?

Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la austera soledad de estos claustros, por la que a su vez me producen las que ahí hierven y de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado soplo. Al periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un amigo de confianza que

viene a charlar un rato, mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de que si saboreamos un veguero, mientras él nos refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hasta cierto punto la historia de nuestros cálculos, de nuestras simpatías o de nuestros intereses; de modo que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a nuestro corazón y a nuestro bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarle acorde con nuestro modo de ver; otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra inteligencia para proseguir pensando. Tan íntimamente está enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a medida que se alejan del puntode donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de otro modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia con su intenso

perfume; y, por último, también cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.

Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se levantan al pie de una eminenciasembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas; después..., ¡qué sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que inventaré algún día; personajes fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y palabras que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.

La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y después de cambiar algunas palabras o un saludo,

desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.

Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y apasionada, El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera impresión que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una letra querida, o como cuando en un país extranjero se estrecha la mano de un compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor especialísimo que por un momento viene a sustituir el perfume de las flores que aquí serespira por todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida; de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de escribir y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de redacción, cuando la noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo una noticia última sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol: se apaga o se enciende la luz, y es por la única cosa que lo advertimos.

Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones hasta que gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases del diario, me juzgo transportado a otros sitios y a otros días. Paréceme asistir de nuevo a la Cámara, oír los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias de los ministerios en donde se hace la política oficial; las redacciones donde hierven las ideas que han de caer al día siguiente como la piedra en el lago, y los círculos de la

opinión pública que comienzan en el casino, siguen en las mesas de los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. "El Diario Español, El Pensamiento o La Iberia, hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más allá", dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos paracogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me encontrara sentado a le mesa de la redacción.

Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las primeras columnas del periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momento antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan a la carrera y se extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible continuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los huecos de las ramas chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra una claridad violada y fría. Poco a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a una armonía confusa, el ruido de las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a cuyo compás vago y suave vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último se aguzan unas tras otras como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces, ligera y diáfana; se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos, éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en las puntas de las rocas colgados como el nido de una águila, y otros medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde

y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el primer suspiro de la noche que nace.

Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe enalgo más grande, en un destino futuro y desconocido, más allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea los espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.

Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dantellada silueta se destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de un castillo feudal; atravieso el patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la torre que da paso al interior; una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros fortísimos, más parece que deberían guardar soldados que monjes.

Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de extrañas esculturas, por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se descubre el molino medio agazapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.

Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza a influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasosdespierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro; donde ya reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor, pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra donde bien con la mano en el montante o revestidas de la cogulla, se ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido con sus dones.

Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros imponentes penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir su lectura, paréceme que está escrito en un idioma que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una comedía, un libro nuevo, un cantante extraordinario, una comida en la embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte de un personaje, los clownes, los banquetes políticos, la música, todo revuelto: una obra de caridad con un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.

A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que yo conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo le dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un funeral, todos deprisa, todos cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no alcanzan

nunca, hasta que corriendo den en uno de esos lazos silenciosos que nos va tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por epitafio.

Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme comoustedes y entrar a compás de la danza. No oigo la música que lleva a todos envueltos como en un torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira un baile desde lejos; una pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras.

Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto de introducción y preludio: quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante; y los que no, tendrán en cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota desacorde la armonía de un periódico político.

Cartas desde mi celda.

Carta sexta

La senda de la bruja

Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus convecinos acusaban de bruja. Últimamente, y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan despreocupado como el nuestro.

Ya estaba para acabar el día. El cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso, comenzaba a oscurecerse a medida que el Sol, que antes transparentaba su luz a través de las nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo como término y remate de mi artística expedición, dejé a Litago para

encaminarme a Trasmoz, pueblo del que me separa una distancia de tres cuartos de hora por el camino más corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto los parajes más ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y más largo, y lo perdí en efecto, a pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertreché a la salida del lugar.

Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería por entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de tarde, hasta que, por último, en el fondo deuna cortadura tropecé con un pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo que, después de deslizarse sobre un cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce allí con un ruido particular que se oye a gran distancia, en medio del profundo silencio de la Naturaleza que en aquel punto y a aquella hora parece muda o dormida.

Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual, según mis cuentas, no debía de distar mucho del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo, y ya me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y manos y tirando de la caballería como Dios me daba a entender, por entre unos pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca, si quería llegar sano y salvo a la cumbre. La verdad era que el camino, que equivocadamente había tomado, se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas, que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra el ruido vertiginoso del agua que corría profunda a mis pies, y de la que comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul, que se extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores, parecían contribuir a turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha que se dirigía al pueblo, adonde también iba a pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos de preguntarle con alguna insistencia

por qué, aparte de las dificultades que ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre por la senda que llamó de la tía Casca.

- Porque antes de terminar la senda - me dijo con el tono más natural del mundo - tendríais que costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido para suya.

- ¡Hola! - exclamé entonces como sorprendido, aunque, a decir verdad, ya me esperaba una contestación de esta o parecida clase - . Y ¿en qué diantres se entretiene el almade esa pobre vieja por estos andurriales?

- En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte del monte, ya haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura, o acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del precipicio, desde donde llama con su mano amarilla y seca a los que van por el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho, y cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja! - exclamó después de un momento el pastor tendiendo el puño crispado hacia las rocas, como amenazándola -; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste en vida y ni aun muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero no hay cuidado, que a ti y a tu endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una, como a víboras.

- Por lo que veo - insistí, después que hubo concluido su extravagante imprecación - , está usted muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban todavía por el mundo.

Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo un poco, y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó con un acento de buena fe pasmosa: - ¡Que no le parezco a usted de edad bastante para haberla conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún tres años cabales que con estos mismos ojos, que se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido o de carne, hasta que llegó al fondo, donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del pie?

- Entonces - respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre - daré crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque a mí se me había figurado - añadí recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían - que todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.

- Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no lesmolestan; y, fundados en que todo es puro cuento, echaron a presidio a algunos infelices que nos hicieron un bien de caridad a la gente del Somontano, despeñando a esa mala mujer.

- ¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar que quieras que no? ¡A ver, a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe de ser curioso - añadí, mostrando toda la credulidad y el asombro suficiente, para que el buen hombre no maliciase que sólo quería distraerme un rato oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta que no me refirió los pormenores del suceso no hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los periódicos de provincia una cosa semejante. El pastor, convencido, por las muestras de interés con que me disponía a escuchar su relato, de que yo no era uno de esos señores de la ciudad, dispuesto a tratar de majaderías su historia, levantó la mano en dirección a uno de los picachos de la cumbre, y comenzó así, señalándome una de las rocas que se destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris del cielo, que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía de algunos cambiantes rojizos.

- ¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino atrás de donde nos encontramos en este momento: próximamente sería la misma hora, cuando creí escuchar unos alaridos distantes, y llantos e imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas, que ya se oían por un lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un lobo por entre los zarzales. El Sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a un esqueleto que se escapa de su fosa, envuelto aún en los jirones del sudario, a una vieja horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que se

destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte, para reconocer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio, se detuvo un instante sin saber qué partido tomar. Las voces de los que parecían perseguirla sonaban cada vez más cerca, yde cuando en cuando se la veía hacer una contorsión, encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos que la arrojaban. Sin duda, no traía el bote de sus endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!... Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los unos, abrazándose a las rodillas de los otros, implorando en su ayuda a la Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca como una blasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de sus lamentos como yo de la lluvia cuando estoy bajo techado. - Yo soy una pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo hijos ni parientes que me vengan a amparar: ¡perdonadme, tened compasión de mí! - aullaba la bruja; y uno de los mozos, que con la una mano la había asido de las greñas, mientras tenía en la otra la navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos! - Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces no quiso probar bocado, ¡y murió de hambre dejándome en la miseria! - decía uno. - ¡Tú has hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches! - añadía el otro; y cada cual exclamaba por su lado: - ¡Tú has echado una suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a mi novia! ¡Tú has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al pueblo entero!

Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal, y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha.

La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el tumulto de todas las otras voces que se reunían para acusarla, dándole en el rostro con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo a Dios y a los santos patronos del lugar por testigos de su

inocencia.

Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como última merced que la dejasen un instante implorar del Cielo, antes demorir, el perdón de sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo no podía oír por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado lograron entender. Unos aseguraban que hablaba en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.

En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada, y prosiguió así:

- ¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegué a tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terrible conjuros que sacan a los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen a la superficie de la tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto inmóviles, cual si estuviesen encadenados por un sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando y envolviendo las peñas, en derredor de las cuales fingían mil figuras extrañas, como de monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños blancos, y listas largas de vapor que, heridas por la última luz del crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de colores.

Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubes que parecía correr al asalto de la peña sobre cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando por instantes cuándo se abrían sus senos para abortar a la

diabólica multitud de espíritus malignos, comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí para hacer justicia en la bruja y los demonios que, en pago de susmuchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel amargo trance.

- Y, por fin - exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor e impaciente ya por conocer el desenlace - , ¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que, por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en las nubes y en cuanto le rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos cada cual en su agujero sin mezclarse para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?

- Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula o, lo que yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún las vísperas; durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no concluían nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase, y levantando en alto el cuchillo, se dispuso a herirla. La vieja entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera. - ¡Oh!, no; ¡no quiero morir, no quiero morir - decía -; dejadme u os morderé las manos con que me sujetáis!... Pero aún no había pronunciado estas palabras, abalanzándose a sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados de sangre y la hedionda boca entre abierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse, por dos o tres veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente, y, por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero. Uno de los mozos a quien la bruja hechizó a una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte en el momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos. Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro a quien se le resbalase un pie no pararía hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo le quitó el golpe o porque los harapos de las sayas la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose y retorciéndose allí como un reptil colgado por

lacola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan horribles salían de su boca! Se estremecían las carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de oírla... Los mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones, esperando el instante en que se desgarraría el último jirón de la saya a que estaba sujeta, y rodaría dando tumbos de pico en pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas de maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales; sus dedos largos, huesosos y sangrientos, se agarraban como tenazas a las hendiduras de las rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y de las manos, quizás hubiese conseguido subir hasta el borde, si algunos de los que la contemplaban y que llegaron a temerlo así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón en escalón por entre aquellas puntas calcáreas, afiladas como cuchillos, hasta dar por último, en ese arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el fango del arroyo que corría enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a volver en sí y a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos, que de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo algún tiempo removiéndose y queriendo inúltimente sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta; muerta del todo, pues los que la habíamos visto caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca no apartamos de ella los ojos hasta que, completamente entrada la noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en todo ese tiempo no movió pie ni mano; de modo que si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguas tantas veces había embrujado en vida para hacer morir nuestras reses. - ¡Quien en mal anda, en mal acaba! - exclamamos después de mirar una última vez al fondo oscuro del despeñadero; y santiguándonos santamente y pidiendo a Dios nos ayudase en todas las ocasiones, como en aquella, contra eldiablo y los suyos, emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada torre las campanas llamaban a la oración a los vecinos devotos.

Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente a la

cumbre más cercana al pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo oscuro e imponente con su alta torre del homenaje, de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras, que transparentaban la luz y parecían los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra negra de que está formado el monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obras de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos conciliábulos.

La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La Luna se dejaba ver a intervalos por entre los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible historia que me acababan de referir.

Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas impresiones extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas supersticiones tengan todavía tan hondas raíces entre las gentes de las aldeas, que den lugar a sucesos semejantes; pero, ¿por qué no he de confesarlo?, sonándome aún las últimas palabras de aquella temerosa relación, teniendo junto a mí a aquel hombre que de tan buena fe imploraba la protección divina para llevar a cabo crímenes espantosos, viendo a mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolvía el agua entre las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas oscuras, que parecían fantasmas asomadas a los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente, y la razón, dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto, y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.

Postdata. - Al terminar esta carta y cuando ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que me sirve y que ha concluido en este instante de arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto a mi mesa a esperar, como tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le entregue la carta que ella a su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazonaal romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato a Trasmoz y que en este último pueblo tiene gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle si conoció a la tía Casca y si sabe

alguna particularidad de sus hechizos, famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor, procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda, antes de responderme. Después de practicada esta operación, y con voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación, me ha preguntado a su vez:

- ¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?

- No, chica - le respondí -; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?

- Porque si es viernes, no puedo despegar los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria de que nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer mal a nadie; pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del mundo.

- Tranquilízate por ese lado, pues a lo que yo puedo colegir de la proximidad del último domingo, todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.

- No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor, al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.

- ¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?

- En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del Credo.

- ¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura tal vez?

- ¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado a un cedazo.

- Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un cedazo? Porque eso debe de ser curioso.

- Verá usted...: después de las doce de la noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces con la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del Credo, da vueltas por sí sólo, y si no, se está quietico, quietico, como la hoja en elárbol cuando no se mueve una paja de aire.

- Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?

- Lo que es por mí, completamente; pero sin embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre de hacer antes de dormir una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la chimenea, y tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta con el palo en el suelo.

- ¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentro algunas mañanas a la puerta de mi habitación con las palmas hacia arriba y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron a la bruja y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisión divina anda penando, ¿contra quien tomas esas precauciones?

- ¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son una familia entera y verdadera, que desde hace un siglo o dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que acabarán también, le sucederá su hija, que aún es moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.

- Según lo que veo, ¿esa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente por la línea femenina desde los tiempos más remotos?

- Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en el pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las noches de invierno.

- Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco a los niños en mis aficiones.

- Es que esto no es cuento.

- O historia, como tú quieras - añadí por último, para tranquilizarla respecto a la entera fe con que sería acogida la relación por mi parte.

La muchacha, después de colgar el candil en un clavo, y de pie a una respetuosa distancia de la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las brujas de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros, pero tranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba, he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la guardia, más tieso yformal que un alabardero en día de ceremonia.

Cartas desde mi celda.

Carta septima

Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi última carta referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece a la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde a las edades mitológicas y fabulosas de la Historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz; y viendo con maravilla un punto como aquél, donde gracias a la altura, las rápidas pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la Naturaleza, hacer un lugar fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose a los que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en dirección de la cumbre:

- De buena gana tendría allí un castillo.

Oyole un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro pasaba a la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y a riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

- Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al

suelo, a manera de limosna, contestole el soberano con aire de zumba:

- Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con elacicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.

- ¿Luego me confirmáis en la alcaidía? - añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaban los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

- Seguramente - díjole el rey desde lejos y cuando ya iba a doblar una de las vueltas del monte -; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a Tarazona a entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad; y, después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Componían entonces este lugar quince o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentose a comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó a despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el Sol comenzaba a trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida esta operación, comenzó a lavarse las manos y el rostro murmurando sus rezos de la tarde. Tras

éste vinieron otros cuantos, hasta cinco o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:

- Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias quea sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano, alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando a quienes se les da en ambas partes, y de estos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje, y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como no comprendiendo adónde iría a parar aquella introducción si no era a pedir una limosna; pero, con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su discurso:

- He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto uno tras otros venir muchos hombres a hacer las abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: - He aquí hombres fieles a su religión; igualmente lo serán a su palabra. De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a las señales de los corredores del campo, y pronto a encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vueltas cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y, por último, aquel otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les

deparaba; y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:

- ¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares entre cuyaspeñas estamos acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el amor que todo hombre tiene a la tierra que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se encuentran presentes.

- Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí - respondió el viejo impasible -; cuando el Sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

- ¿Y cómo puede ser eso - dijo entonces el pastor - , si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

- Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano - insistió el extraño personaje, a quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

- ¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? - exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores - . Porque a tal castillo, tal alcaide.

- Yo lo soy - tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando a sus risueños oyentes con una sonrisa particular - . ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

- ¡Nada menos que eso! - se apresuraron a responderle - . Pero el Sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor con sus espadas encendidas!

Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo a carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que, después

de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos de agua limpia y transparente del arroyo, limpiose con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica y, echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándoseen su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta a aquel momento por la influencia del Sol, parecían haber esperado a que se ocultase para comenzar a removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas, iba poco a poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras que por el contrario asomaba la Luna redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz, por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó a un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último a la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la Tierra, y la Luna, que se dejaba ver a intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado a la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día, apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que, como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado lo verán claro más adelante, debía de ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde aquél aéreo asiento comenzó a pasear la vista a su alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremosdel estuche, que parecía de metal y era a modo de linterna, y a medida que frotaba, veíase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó a hojear el libro, que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas del libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y, parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese a alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban a la vez, y murmullos y confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo particular del caso era que allí a nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo, y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían visibles y, satisfecho sin duda del resultado de su primera operación, volvió a la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la Tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica, ora con acento

áspero, enérgico y breve, como quien manda. Así leyólargo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones distintos. El viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio un soplo a la vela verde y, despojándose de las antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo; con los valles, las rocas y los abismos que la quiebran. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados a su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes:

- ¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyose el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando e irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita a un punto, mientras la Luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e impulsadas de una fuerza oculta e interior amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron a saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes a una lluvia espesa, en el lugar que de antemano señaló el

nigromante asus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, e iban formando una cerca altísima a manera de bastión, queel agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

- La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! - murmuró el viejo -; aprovechemos los instantes, que la noche es corta, y pronto cantará el gallo trompeta del día.

Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

- Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruza al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas y resuena, metálico y sonoro, el choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y

asordadora baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror creyeronllegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas jornadas, y que accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe, en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo, y después de poner en un pie como las grullas a su servidumbre, se dirigía a los jardines de palacio. Aún no había pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

- Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el Sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fue una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora e interrogante a los que estaban a su lado tampoco fue cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo exclamó, jugando con el pomo de su alfanje de una manera

particular, como solía hacerlo cuando estaba a punto de estallar su cólera:

- ¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz que juro por mis barbas y las delProfeta que, si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que lo han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta que se llega a su cumbre. Tocaba el rey casi a la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, mientras él, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar a que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su soberano:

- Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

- Pero ¿no es fábula lo del castillo? - preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecito, a cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.

- Dad algunos pasos más y lo veréis - respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos pasos más el soberano; llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en efecto, el castillo de Trasmoz apareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal

como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su atalaya esbelta, sus fososprofundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

Al llegar a este punto de mi carta, advierto que, sin querer, he faltado a la promesa que hice en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir a ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz y sin saber cómo les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que se ha enredado en el pico de la pluma; merced a ella y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido a contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

Cartas desde mi celda.

Carta octava

Queridos amigos: En una de mis cartas anteriores dije a ustedes en qué ocasión y por quién me fue referida la estupenda historia de las brujas, que a mi vez he prometido repetirles. La muchacha que se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del país, con su apretador verde, su saya roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de mi habitación, débilmente alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo escaso resplandor escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, único resto del mobiliario de los frailes, y solamente se oían, con breves intervalos de silencio, profundo, esos ruidos apenas perceptibles y propios de un edificio deshabitado e inmenso, que producen el aire que gime, los techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda calaña que vagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y las galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda que corre más válida acerca de la fundación del castillo, y que ya conocen ustedes, prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa para calcular el efecto que la primera parte de la historia me había producido,

y la cantidad de fe con que podía contar en su oyente para la segunda.

He aquí la historia, poco más o menos, tal como me la refirió mi criada, aunque sin giros extraños y sin locuciones pintorescas y características del país, que ni yo puedo recordar, ni, caso que las recordase, ustedes podrían entender.

Ya había pasado el castillo de Trasmoz a poder de los cristianos, y éstos a su vez, terminadas lascontinuas guerras de Aragón y Castilla, habían concluido por abandonarle, cuando es fama que hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan humilde con sus inferiores y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices, que su nombre, al que iba unido una intachable reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y venerado en todos los pueblos de la comarca.

Muchos y muy señalados beneficios debían los habitantes de Trasmoz a la inagotable bondad del buen cura, que ni para disfrutar de una canonjía, con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin duda fue el libertarlos, merced a sus santas plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad de las brujas, que desde los lugares más remotos del reino venían a reunirse ciertas noches del año en las ruinas del castillo, que, quizás por deber su fundación a un nigromante, miraban como cosa propia y lugar el más aparente para sus nocturnas zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que, antes de aquella época, muchos otros exorcistas habían intentado desalojar de allí a los espíritus infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil el limosnero(que por este nombre era conocido nuestro cura) se hizo tanto más grande cuanto más difícil e imposible se juzgó hasta entonces dar cima a la empresa que él había acometido y llevado a cabo con feliz éxito, gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y al mérito de sus buenas obras. Su popularidad y el respeto que los campesinos le profesaban, iban, pues, creciendo a medida que la edad, cortando, por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle a las cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el generoso desprendimiento con que siempre dio a los pobres hasta lo que él había de menester para sí; de modo que, cuando el venerable sacerdote, cargado de años y de achaques, salía a dar una vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era de ver como los chicuelos corrían desde lejos para venir a besarle la mano, los hombres se descubrían respetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle su bendición, considerándose dichosa la que podía alcanzar

como reliquia y amuleto contra los maleficios un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil; mas como no hay felicidad completa en el mundo, y el diablo anda de continuo buscando ocasión de hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso que por muerte de una hermana menor, viuda ypobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y a la cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la bondad divina para consuelo de su vejez.

Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en el hablar y humilde en presencia de extraños, como todas las sobrinas de los curas que yo he conocido hasta ahora; pero tanto como la que más, o más que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos negros y traidores, y amiga de emperejilarse y componerse. Esta afición a los trapos, según nosotros los hombres solemos decir, tan general en las muchachas de todas las clases y de todos los siglos, y que en Dorotea predominaba exclusivamente sobre las demás aficiones, era causa continua de domésticos disturbios entre la sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su pobre curato de aldea, y siempre en la mayor estrechez a causa de su largueza para con los infelices, según él decía con una ingenuidad admirable, andaba desde que recibió las primeras órdenes procurando hacerse un manteo nuevo, y aún no había encontrado ocasión oportuna. De vez en cuando las discusiones a que daban lugar las peticiones de la sobrina solían agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades a que estaban sujetos, y la desnudez en que ambos se veían por dar a los pobres no sólo lo superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces, echando mano de los más deslumbradores argumentos de su cristiana oratoria, después de repetir que cuanto a los pobres se da a Dios se presta, acostumbraba a decirle que no se apurase por una saya de más o de menos para los cuatro días que se han de estar en este valle de lágrimas y miserias, pues mientras más sufrimientos sobrellevase con resignación y más desnuda anduviese por amor hacia el prójimo, más pronto iría, no ya a la hoguera que se enciende los domingos en la plaza del lugar, y emperejilada con una mezquina saya de paño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar del Paraíso eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible, y vestida de la gracia divina, que es el más hermoso de todos los vestidos imaginables. Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías a una muchacha de

dieciocho años, amiga de parecer bien, aficionada de perifollos, con sus ribetes de envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente que hoy estrenanun apretador amarillo, mañana un jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la atención de los mozos a tres cuartos de hora de distancia.

El bueno de mosén Gil podía considerar perdido su sermón, aunque no predicase en desierto, pues Dorotea, aunque callada y no convencida, seguía mirando de mal ojo a los pobres que continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unas agujetas azules de las que miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando por casualidad iba a Tarazona, a todos los adornos y galas que en un futuro, más o menos cercano, pudieran prometerle en el Paraíso en cambio de su presente resignación y desprendimiento.

En este estado las cosas, una tarde, víspera del día del santo patrono del lugar, y mientras el cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba a verificarse a la mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco, todas las muchachas del pueblo habían traído algo de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de la hoguera, en particular sus vecinas, que, sin duda con intención de aumentar su despecho, habían tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más presumida también, no participaba de esa alegre agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las jóvenes, así en las aldeas como en las ciudades, la aproximación de una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero, digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho que amasase para el día siguiente veinte panes más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a los pobres, después de concluida la misa.

Sentada estaba, pues, a la pmerta de su casa la malhumorada sobrina del cura, barajando en su imaginación mil desagradables pensamientos, cuando acertó a pasar por la calle una vieja muy llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad, caminaba apoyándose en un palito.

- Hija mía - exclamó al llegar junto a Dorotea, con un tono compungido y doliente -: ¿me quieres dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura en su santa gloria?

Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una fórmula consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión, ypronunciadas por aquella mujer, cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reír con una expresión diabólica, mientras el labio articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de Doretea como un sarcasmo horrible, trayéndole a la memoria las magníficas promesas para más allá de la muerte con que mosén Gil solía responder a sus exigencias continuas. Su primer impulso fue echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose, por respetos a ser su casa la del cura del lugar, se limitó a volverla la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante signifitativo. La vieja, a quien antes parecía complacer que no afligir esta repulsa, aproximose más a la joven y, procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente que sedujo a Eva en el Paraíso:

- Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a un señor que no se limita a recompensar a los que hacen bien a los suyos en la otra vida, sino que les da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces; ahora torno a demandarte socorro por el que yo reverencio.

- ¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy de humor para oír disparates - dijo Dorotea, que juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella incomprensible. Y sin volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente, hizo ademán de entrarse en el interior de la casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta a ceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola de la saya la detuvo un instante, y tornó a decirle:

- Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo, sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la ocasión de tus pesares.

Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina del cura, que no acertaba a volver en sí de su asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente, al comparar su triste situación con la de las otras muchachas del pueblo.

- Mas no te apures - continuó la astuta arpía después de darle esta prueba de su maravillosa perspicacia -; no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil, y en cuyo nombre me he acercado a hablarte so pretexto de pedir una limosna; un señor que no sólono exige

sacrificios penosos de los que le sirven, sino que se esmera y complace en secundar todos sus deseos; alegre como un juglar, rico como todos los judíos de la tierra juntos y sabio hasta el extremo de conocer los más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio se afanan los hombres. Las que le adoran viven en una continua zambra, tienen cuantas joyas y dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal, que con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales; se hacen obedecer de los espíritus, del Sol y de la Luna, de los peñascos, de los montes y de las olas del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos, si quieres gozar de cuanto ambicionas, a muy poca costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte al lado de un viejo achacoso e impertinente, que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la miseria, merced a su caridad extravagante.

Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco a poco interesándose en aquella halagüeña pintura del brillante porvenir, que podía ofrecerle, y aunque sin desplegar los labios, con una mirada entre crédula y dudosa, pareció preguntarle en que consistía lo que debiera hacer para alcanzar aquello que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando una botija verde que traía oculta entre el harapiento delantal, le dijo:

- Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oración, por la ventana que da frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con ésta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas envueltas en las cenizas, yo vendré a verte por la chimenea al toque de ánimas, y el señor a quien obedezco, y que en muestra de su generosidad te envía este anillo, te dará cuanto desees.

Esto diciendo, le entregó la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma mano con que la tomara un anillo de oro, con una piedra hermosa sobre toda ponderación.

La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y más suspensa que convencida de sus razones; pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos colores supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al día siguiente, merced a la obediencia, lograse ir a la hoguera de laplaza vestida con un lujo desconocido, que al fin cedió a sus sugestiones prometiendo obedecerla en un todo.

Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la cuenta de la sustitución del agua con un brebaje maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueño reposado de los ángeles, cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del hogar y poner, según fórmula, las tenazas entre las cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y no otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía de joyas de tanto valor como el anillo y visitaba a sus amigos a tales horas y entrando por la chimenea.

Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormían asimismo como lirones, excepto algunas muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos para el día siguiente. Las campanas de la iglesia dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos y acompasados se perdieron dilatándose en las ráfagas del aire para ir a expirar entre las ruinas del castillo. Dorotea, que hasta aquel momento, y una vez adoptada su resolución, había conservado la firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea por donde había de verla aparecer de un modo tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y apenas se perdió el eco de la última campanada, cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris y haciendo un ruido extraño y particular de estos animalitos, cuando con la cola levantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose con nuestras piernas. Tras el gato gris cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de los que llaman moriscos, y hasta catorce o quince de diferentes dimensiones y color, revueltos con una multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello, y una a manera de casaquilla roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y venir por la cocina, saltando de un lado a otro; éstos por los vasares, entre los pucheros y las fuentes, aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá revolcándose entre la ceniza y levantando una gran polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas, daban volteretas en el aire o hacían equilibrios y dislocaciones pasmosas, como los clownes de nuestros circos ecuestres. Por último,el gato gris, que parecía el jefe de la banda, en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes había creído reconocer la sobrina del cura los de la vieja que le habló por la tarde, levantándose sobre las patas traseras en la silla en que se encontraba subido, dirigió la palabra en estos términos.

- Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra primitiva forma y que comencemos a ayudarte a fraguar las galas para las fiestas y a amasar los panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruz con la mano izquierda invocando a la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.

Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron a cortar y otras a coser telas de mil colores, a cual más vistoso y llamativo, hilvanando y concluyendo sayas y jubones a toda prisa, en tanto que los sapillos, diseminados por aquí y por allá, con unas herramientas diminutas y brillantes, fabricaban pendientes de filigrana de oro para las orejas, anillos con piedras preciosas para los dedos, o armados de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían unas zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien acabadas, que merecían calzar el pie de una hada. Todo era animación y movimiento en derredor de Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba aquella escena extravagante parecía danzar alegre en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando y volviendo a desplegar su abanico de luz, que se proyectaba en los muros en círculos movibles, ora oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar el día, en que el bullicioso repique de las campanas de la parroquia echadas a vuelo en honor del santo patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos, anunciaron el alba a los habitantes de la aldea. Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén Gil, sin sospechar la parte que las brujas habían tomado en su elaboración, repartió, terminada la misa, sus panes entre los pobres; las muchachas bailaron en las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los dijes y las galas que habían traído de Tarazona, y ¡cosa particular!, Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber pasado la noche en claro amasando el pan de la limosna, como pequeño asombro de su tío, ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que pasaban emperejilados por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida y sola ensu casa.

Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces. Mosén Gil se metió en su cama al toque de oraciones, según tenía de costumbre, y la gente joven del lugar encendió la hoguera en la plaza donde debía continuar el baile: Dorotea, entonces, aprovechando el sueño de su tío, se adornó apresuradamente con los hermosos vestidos, presente de las brujas, púsose los pendientes de

filigrana de oro, cuyas piedras blancas y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y, con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada dedo, se dirigió al punto en que los mozos y las mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, coronadas de chispas de mil colores, se levantaban por cima de los tejados de las casas, arrojando a lo lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que su aparición produciría. Sus rivales en hermosura, que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban el honor de alcanzar una mirada de sus ojos, y las mujeres se mordían los labios de despecho. Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de su vanidad no podía ser más grande.

Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se habló en el pueblo de otro asunto.

- ¡Vaya! ¡Vaya! - decían sus feligreses a Mosén Gil -: tenéis a vuestra sobrina hecha un pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que, después de dar lo que dais en limosnas, aún os quedaba para esos rumbos!

Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que ni siquiera podía figurarse la verdad de lo que pasaba, creyendo que querían embromarle, aludiendo a la pobreza y la humildad en el vestir de Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, personaje de primer orden en los pueblos, se limitaba a contestar sonriendo y como para seguir la broma:

- ¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.

Las galas de Dorotea hacían entretanto su efecto.

Desde aquella noche en adelante no faltaron enramadas en sus ventanas, música en sus puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos cantares y estos ramos tuvieron el fin que era natural, y a los dos meses la sobrina del cura se casaba con uno de los mozos mejor acomodados del pueblo; el cual para quenada faltase a su triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó en la hoguera, había sido novio de una de aquellas vecinas que tanto la hicieron rabiar en otras ocasiones, sentándose a coser sus vestidos en el portal de la calle. Sólo el pobre mosén Gil perdió desde aquella época para siempre el latín de sus exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses, tornaron a aposentarse en el castillo;

sobre los ganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes del lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles; los niños eran azotados por las noches en sus cunas, y los sábados, después que la campana de la iglesia dejaba oír el toque de ánimas, unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas, y todas a caballo sobre sus escobas, los habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de viejas, espesa como las grullas, que iban a celebrar sus endiablados ritos a la sombra de los muros y de la ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.

Después de oír esta historia, he tenido ocasión de conocer a la tía Casca, hermana de la otra Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes, y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo ni dónde. Por más que, al decir de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora final de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el estado en que se hallan los espíritus en el país, promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en cuenta que la que vive no será para largo en razón a su avanzada edad, ya comienza a decirse que la hija despunta en el oficio y que una netezuela tiene indudables disposiciones; tan arraigada está entre estas gentes la creencia de que de una en otra lo vienen heredando. Verdad es que, como ya creo haber dicho antes de ahora, hay aquí en cuanto a uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y grande que impresiona profundamente el ánimo y lo predispone a creer en lo sobre-natural.

De mí puedo asegurarles que no he podido ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada que me lanzó, observando la curiosidad impertinente con que espiaba sus acciones, hubiera podido hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al que se alcanza desde un pedrusco enorme de los que sirven de cimiento y apoyo a las casas deTrasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas y su nariz corva, de rigor en las brujas de todas las consejas.

Estaba encogida y acurrucada junto al hogar entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos, cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervía yo no sé qué en un cacharro, que de tiempo en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez sería un guiso de patatas para la cena; pero impresionado a su vista,

y presente aún la relación que me habían hecho de sus antecesoras, no pude menos de recordar, oyendo el continuo hervidero del guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin nombre de las brujas del Macbeth de Shakespeare.

La rosa de pasión

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da a su nombre esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.

I

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas deaduladoras sonrisas.

La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.

Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.

Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.

En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.

Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz admirados de las perfecciones de la hebrea: - ¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!

Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y yase veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces y ya

hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.

Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y le dijo:

- ¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?

El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:

- ¿Y qué dicen de ella?

- Dicen - prosiguió su interlocutor - , dicen... qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano... - Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.

Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:

- ¿Y quien dice que eso no es una calumnia?

- Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos - insistió el joven hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.

Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas que cruzaban por su mente.

- ¡Je! ¡je! ¡je! - decía riéndose de una manera extraña y diabólica - . ¿Conque a mi Sara, al orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! - continuaba siempre hablando para sí y siempre

riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con másfuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero - . ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante... que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?

- Pero - exclamó interrumpiéndole el joven - , ¿sabéis acaso?...

- Sé - dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda - , sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!

Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.

El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.

II

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo: interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y

sobre las que se asienta laciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien al parecer aguardaba con impaciencia.

- ¡Ella es! - murmuró entre dientes el barquero - . ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, qué todos acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.

Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.

- ¿Cuántos han pasado esta noche? - preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.

- Ni los he podido contar - respondió el interpelado -; ¡un enjambre! Parece que esta noche será la última que se reúnen.

- ¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?

- Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.

Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. - No hay duda - pensaba entre sí -; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.

Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.

- Buen hombre - exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas

monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas - , ¿es ese el camino que siguen?

- Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la izquierda. Después el diablo y ellos sabrán adóndese dirigen - respondió el barquero.

Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se le vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último desapareció entre las sombras de la noche.

III

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían, aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.

En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y grotescos, e informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de hiedra.

Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.

En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su

covacha de Toledo.

Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra las puntas de los enormes clavosde hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.

Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.

Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel del templo.

Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca: - ¿Qué buscas aquí, desdichada?

- Vengo a arrojar sobre vuestras frentes - dijo Sara con voz firme y resuelta - todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.

- ¡Sara! - exclamó el judío rugiendo de cólera - , Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...

- No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me

avergüenzo de mi origen.

Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:

- Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.

IV

Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los honrados vecinosde Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.

Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.

Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.

El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.

Las dos olas

No hace muchos días que entré en el estudio de mi amigo Casado á tiempo que daba los últimos toques á un lienzo cuyo asunto llamó mi atención. Y digo asunto, porque aun cuando visto á la ligera, podría

decirse que en rigor carecía de él, toda vez que era sólo un retrato: el sexo, la edad y la hermosura del tipo, junto al carácter y la grandeza del fondo, formaban cierto contraste y armonía particular, de la que brotaba una idea. ¿Y qué más debe pedirse para asunto de una obra de arte?

La mejor muestra de cortesía que puede darnos un pintor cuando se entra en su estudio, es seguir pintando. Dejar la paleta y los pinceles, equivale á decir al recien venido: "Acabe usted pronto, porque tengo que continuar".

Casado prosiguió, pues, trabajando á mi llegada: yo comencé á fumar, y como ninguna de las dos operaciones, particularmente la mía, estorba el hablar, aunque á retazos, charlamos un poco de todo, hasta venir á dar en la frase que de algún tiempo á esta parte es el eterno estribillo de mis conversaciones, siempre que acierto á encontrarme con un escritor ó artista amigo: - ¿Cuándo nos da usted algo para La Ilustración de Madrid?

- Cuando usted quiera - me respondió Casado -; peroya ve usted, ahora no tengo nada... es decir, nada á propósito.

- ¡A propósito!... Para un periódico del género del nuestro, es todo lo que tenga algún carácter artístico ó en algún modo pueda interesar al público... por ejemplo, ese retrato... ¿por qué no nos da usted el dibujo?

- ¡De este retrato!... ¡El retrato de una niña de cuatro ó cinco años... adorada, es cierto, de sus padres y su familia, muy conocida... de su aya y en los círculos que juegan al alimón en el Parterre del Buen Retiro, y en la fuente de las Cuatro Estaciones! ¿Y qué pondríamos debajo de la lámina? Porque lo primero que necesita un grabado, como un libro ó una comedia, es un título: ¿pondríamos Retrato de la sobrina del autor? ¡Estaría chistoso! En el retrato de una persona sin importancia para la generalidad, sólo puede apreciarse el parecido ó las condiciones de la ejecución... Lo primero es grave asunto sólo para la familia; de la ejecución y el color, ¿qué puede quedar en las columnas del periódico?

- ¿Es decir - objeté yo - que usted cree que un retrato... este que tenemos delante, no es más que una fotografía iluminada... y el arte no va más allá?

- Nada menos que eso... ciertamente: el cariño que me inspiraba el modelo, la ternura de que es objeto para mí y los míos, algo particular que había en la atmósfera que lo rodeaba cuando manché la tela en la playa de Biarritz teniendo el mar Cantábrico por fondo, aquel mar cuyas

olas vienen de tan lejos - acaso de las remotas playas en que ella ha nacido - ¿que sé yo? una porción de cosas que pude sentir entonces y recuerdo ahora, contribuyen á que este retrato tenga algo especial para mí, algo semejante al eco de una idea confusa que nada determina, y á la que no obstante responden vibraciones lejanas de vagos sentimientos... tal vez de gozo... quizás de tristeza... pero esto, ¿quién más que yo puede sentirlo?

- ¡Vamos! ¡Ya apareció aquello!... Hay algo en esa figura, algo en ese fondo... ¿Y usted cree que cuando tiembla ligeramente la mano del artista poseído de una idea ó de un sentimiento, no deja el pincel un rastro propio, no acusan las líneas algo particular, algo impalpable, indefinible, pero que permanece palpitando allí como la estela de perfume y luz que deja tras sí una divinidad que ha desaparecido; algo que nos dice "por aquí ha pasado la inspiración"?

- Creo, en efecto, que puede suceder así; pero es cuando el artistase refiere á cosas de más importancia, á impresiones más hondas, á ideas más generales y que pueden encontrar eco en todos.

- ¿Y quiere usted nada más general que las ideas que despierta esa figura? Habla usted del parecido: yo no sé si se parece al original; pero es hermosa, y basta: seguramente se parece á alguien: y no ya á esta ó aquella persona que á mí, espectador indiferente, me importan un ardite; se parece á ese ideal de belleza, del cual todos tenemos el tipo y el severo cánon en el alma. ¿Hay nada que sea manantial de ideas y sentimientos más inagotable que lo simplemente bello? Digo simplemente bello, digo mal lo que es bello lo es todo á la vez. Cuando admiro el retrato de una mujer hermosa hecho por Vandik, nunca pregunto: ¿guardará semejanza con el original? ¿Qué me importa? Es semejante á esas mujeres que no he visto, pero que he soñado, y ya me recuerdan una imagen querida.

- Partiendo de esa base...

- Es indestructible - me apresuré á añadir, atajándole el camino á fin de que no la destruyese, lo cual, después de todo, no hubiera sido completamente difícil; luego continué:

- Y si consideramos la cuestión bajo otro aspecto, la silueta de una mujer que se destaca ligera y graciosa sobre la sábana de espuma del mar y el dilatado horizonte del cielo, ¿qué sentimientos no despierta? ¿Cuanta poesía no tiene? Una inmensidad que apenas basta á reflejar la otra, y suspendidos entre ellas algo más pequeño y más grande á la vez,

dos ojos de mirada dulce y profunda, en cuyo fondo cabe la copia de los dos que allí se encienden y abrillantan, no ya con reflejos de sol, si no con relámpagos de ideas... Las relaciones entre la mujer y la mar son infinitas. ¡Hermosa como el cielo, amarga como la muerte! dijo el profeta de la mujer. ¿Y quién no podrá decir lo mismo de la mar? ¡Pérfida como la onda! añadió más tarde el gran trágico inglés.

- No está eso mal hilado, - interrumpió el artista sonriéndose, cortándome el vuelo cuando ya comenzaba á remontarme -; y aún me parecía mejor si se tratara, en efecto, de una mujer en cuyos ojos hay abismos y en cuyo corazón pueden presumirse tempestades; pero... ¡una niña de tres á cuatro años!

- ¡Una niña! ¿Y qué importa eso? - proseguí volviendo á la carga sin desconcertarme -; en la simiente está la flor con sus tallos flexibles, su follaje de verdura, su cáliz llenode miel y sus pétalos irisados. En la niña está la mujer, porque está su espíritu. Por ventura, al desenvolverse su organismo, ¿se escapa uno y le infunde otro? No: el alma está allí, la misma que ha de arrostrar tantos combates y estremecerse al contacto de tantas pasiones. Y después de todo, la niña, ¿qué es más que la ola que se levanta?... Allá en el fondo, junto á la arena blanca, surge una ola imperceptible, suspira apenas, como suspira la seda, y parece el ligero pliegue de una tela azul; esa ola que nace ahí, se la puede seguir con la mirada al través del Océano, porque no se deshace, no; sube y baja para volverse á levantar más lejos herida del sol, coronada de espuma y cantando un himno sonoro... Pero es la misma; la misma que más allá aún, salta y se rompe en polvo menudo y brillante contra las rocas, por cuyos flancos trepa rabiosa como una culebra que silba y se retuerce: la misma que cansada de luchar cae sombría y se lanza gimiendo al través de la inmensidad de las aguas para ir á morir... ¿quién sabe? ¡tal vez á una playa desierta... á ahogar el último grito de dolor de un náufrago!... Y en este mar de la humanidad, ¿qué es el niño sino la ola que se levanta cantando para ir al fin á estrellarse contra la piedra del sepulcro, como contra la roca de la misteriosa playa de un país desconocido?...

- Pero, ¡por Dios! ¿Todo eso se ve en mi cuadro? No, hombre, no; acaso lo verá usted, ó creerá que lo ve, que es lo más probable... pero los demás encontrarán aquí una muñeca grande que juega con un muñeco chico, et pas plus.

- ¡Un muñeco! - exclamé entonces fijándome en el lienzo objeto de nuestra conversación; y, en efecto, ví, cómo la niña, que tenía la mirada

alta, serena, dulce y al par dominadora, traía colgado de un brazo y en una postura descoyuntada, risible y lastimosa á la vez, un muñeco, una especie de polichinela, del que no hacía más caso que el suficiente para no dejarlo escapar de entre sus pequeñas garras de terciopelo rosa.

La observación comenzó por desconcertarme un poco, pero yo estaba decidido á obtener el dibujo.

- Verdad es que tiene ahí un muñeco en el cual no me había fijado, repuse articulando lentamente estas palabras, mientras revolvía con velocidad increíble la imaginación buscando nuevos argumentos para mi tesis; pero... - añadí al cabo con cierto aire de triunfo - , ese muñeco mismopuede ser tema fecundo, no ya de divagaciones poéticas, sino de las más altas especulaciones filosóficas. Ahí está la mujer toda. Hasta se ha hecho una frase de la idea que representa el cuadro: "el hombre es juguete de la mujer," y es verdad; pobres polichinelas, el mundo parece estrecho á nuestras ambiciones: éste es un héroe, aquél un ingenio, el de más allá un gran corazón ó un gran carácter: uno perora, otro pelea; el de acá pinta, el de acullá escribe; todos nos agitamos, y luchamos y algunos vencemos, hasta que aparece al fin la mujer, esa mujer que hay ó debe haber en el mundo, la sola capaz de hacerse dueña de cada hombre, y ceñidos de nuestros laureles, cubiertos aún del polvo de la lucha, nos agarra por cualquier parte y nos lleva tras sí como esa niña lleva el muñeco, sin que nos quede otro recurso sino pedirle á Dios que la postura no sea del todo ridícula ó traiga un descoyuntamiento demasiado grave.

- Vamos, ya eso va estando más al alcance de la generalidad; aunque así y todo, dudo mucho que se comprenda á primera vista.

- A los hombres se les ocurrirá desde luego.

- ¿Y las mujeres?

- ¿Las mujeres? Las madres ven siempre con delicia otros niños; á unas les recuerdan los ángeles que perdieron; otras suspiran por el que aguardan; las más besan el que tienen sobre el regazo, y le muestran aquella imagen simpática trazada sobre el papel.

- Esas dulces sensaciones responderán mejor al artista, proponiéndose despertarlas, merced á un asunto que no guarde tan escondido el pensamiento.

Casado se defendía huyendo como los parthos; pero se defendía.

Yo me aventuré á cambiar rápidamente el plan de operaciones,

aventurando el último ataque.

- Convenimos en que usted me dará con gusto un dibujo cualquiera para La Ilustración de Madrid; pues bien, yo deseo que sea éste... ya no hay cuestión de poesía y sentimiento... se acabaron las divagaciones filosóficas y los discursos elevados; si es modestia la de usted, ya no tiene excusa... En nuestro periódico ocupan lugar las modas... esta niña es distinguida y guapa; su traje es al par elegante y sencillo. Deme usted la copia á título de figurín.

Casado rompió á reir y me dijo:

- Vaya por figurín... que me envien la madera, y esta semana tendrá usted el dibujo.

El artista ha cumplido su palabra, y en las columnas de La Ilustración de Madrid habrán visto ya nuestros habituales lectores el dibujo que hemos bautizado con el título de Las dos olas.

Memorias de un

No hace mucho que, invitado a comer en casa de un amigo, después que sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal el clásico pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se respete un poco y que tenga en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de nuestro país.

Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión, éramos muy fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente todos debimos coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de servir las aves trinchadas. Pero como, sea por respeto al rigorismo de la ceremonia, que en estas solemnidades y para dar a conocer, sin que quede género de duda, que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la liza en una pieza; sea por un involuntario olvido o por otra causa que no es del caso averiguar, el animalito en cuestión estaba allí íntegro y pidiendo a voces un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y poniendo mi esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de Urbanidad que estudié en el colegio, donde, entre otras cosas no menos útiles, me enseñaron algo de este difícil arte, empuñé el trinchante en la una mano, blandí el acero con la otra, y salga lo que saliere, le tiré un golpe furibundo.

El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del ya implume

bípedo; mas juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa, al notar que la hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo extraño.

- ¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? - exclamé, con un gesto de asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.

- ¿Qué ha de tener? - me contestó mi amigo, con la mayor naturalidad del mundo - . Que está relleno.

- ¿Relleno de qué? - proseguí yo, pugnando por descubrir la causa de mi estupefacción - . Por lo visto, debe ser de papeles, pues a juzgar por lo que se toca con el cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.

Los circunstantes rieron a mandíbula batiente mi observación.



Sintiéndome picado de la incredulidad de mis amigos, me apresuré a abrir en canal el pavo, y cuando lo hube conseguido, no sin grandes esfuerzos, dije en son de triunfo, como el Salvador de Santo Tomás:

- Ved y creed.

Había llegado el caso de que los demás participasen de mi asombro. Separadas a uno y otro lado las dos porciones carnosas de la pechuga del ave y rota la armazón de huesos y cartílagos que la sostenían, todos pudimos verun rollo de papeles ocupando el lugar donde antes se encontraron las entrañas y donde entonces teníamos, hasta cierto punto, derecho a esperar que se encontrase un relleno un poco más gustoso y digerible.

El dueño de la casa frunció el entrecejo. La broma, caso de serlo, no podía venir sino de la parte de la cocinera, y para broma de abajo arriba, preciso era confesar que pasaba de castaño oscuro.

El resto de los circunstantes exclamaron a coro, pasado el primer momento de estupefacción, que lo fue asimismo de silencio profundo:

- Veamos, veamos qué dice en esos papeles.

Los papeles, en efecto, estaban escritos.

Yo, aun a riesgo de mancharme los dedos, pues estaban bastante grasientos, los extraje del sitio en que se encontraban, y aproximándome a la luz de una bujía pude descifrar este manuscrito que hasta hoy he conservado inédito:

Impresiones, notas sueltas y pensamientos filosóficos de un pavo

destinado a utilizarse en la redacción de sus Memorias

Ignoro quiénes fueron mis padres, el sitio en que nací y la misión que estoy llamado a realizar en este mundo. No sé, por tanto, de dónde vengo ni adónde voy.

Para mí no existe pasado ni porvenir; de lo que fui no me acuerdo; de lo que seré no me preocupo. Mi existencia, reducida al momento presente, flota en el océano de las cosas creadas como uno de esos átomos luminosos que nadan en el rayo del sol. Sin que yo, por mi parte, la haya solicitado, ni poder explicarme por dónde me ha venido, me he encontrado con la vida; y como suele decirse que a caballo regalado no hay que mirarle el diente, sin discutirla, sin analizarla, me limito a sacar de ella el mejor partido posible. Porque la verdad es que en los templados días de primavera, cuando la cabeza se llena de sueños y el corazón de deseos, cuando el sol parece más brillante y el cielo más azul y más profundo; cuando el aire perezoso y tibio vaga a nuestro alrededor cargado de perfumes y de notas de armonías lejanas; cuando se bebe en la atmósfera un dulce y sutil fluido que circula con la sangre y aligera su curso, se siente un no sé qué de diáfano y agradable en uno mismo y en cuanto lo rodea, que no se puede menos de confesar que la vida no es del todo mala.

La mía, a lo menos, es bastante aceptable. En clase de pavo, se entiende.

Aún no clarea la mañana cuando un gallo, compañero de corral, me anuncia que es la hora de salir al campo a procurarmela comida.

Entreabro los soñolientos ojos, sacudo las plumas y héteme aquí calzado y vestido.

Los primeros rayos de sol bajan resbalando por la falda de los montes, doran el humo que sube en azuladas espirales de las rojas chimeneas del lugar, abrillantan las gotas de rocío escondidas entre el césped y relucen como un inquieto punto de luz en los pequeños cascos de vidrio y loza de platos y pucheros rotos que diseminados acá y allá, en el montón de estiércol y basuras a que se dirigen mis pasos, fingen, a la distancia, una brillante constelación de estrellas.

Allí, ora distraído en la persecución de un insecto que huye, se esconde y torna a aparecer, ora revolviendo con el pico la tierra húmeda, entre cuyos terrones aparece de cuando en cuando una

apetitosa simiente, dejo transcurrir todo el espacio de tiempo que media entre el alba y la tarde. Cuando llega ésta, un manso ruidito de aguas corrientes me llama al borde del arroyo próximo, donde, al compás de la música del aire, del agua y de las hojas de los álamos, abriendo el abanico de mis oscuras plumas, hago cada idilio a la inocente pava, señora de mis pensamientos, que causarían envidia, a poderlos comprender, no digo a los rústicos gañanes que frecuentan estos contornos, sino a los más pulidos pastores de la propia Galatea.

Tal es mi vida; hoy como ayer, probablemente como hoy.

Repetid esta página tantas veces como días tiene el año y tendréis una exacta idea de la primera parte de mi historia.

La inalterable serenidad de mi vida se ha turbado como el agua de una charca a la que arrojar una piedra.

Una desconocida inquietud se ha apoderado de mi espíritu, y ya va de dos veces que me sorprendo pensando.

Este exceso de actividad de las facultades mentales es causa de una gran perturbación en mi economía orgánica; apenas duermo once horas, y ayer se me indigestó el hueso de un albaricoque.

Yo creí que no habría nada más allá de esas montañas que limitan el horizonte de la aldea. No obstante, he oído decir que vamos a la corte, y que para llegar hasta allí salvaremos esas altísimas barreras de granito que yo creía el límite del mundo. ¡La corte! ¿Cómo será la corte? Pronto saldré de dudas.

Escribo estas líneas en el corral donde me recojo a dormir y aprovechando la última luz del crepúsculo de la tarde. Mañana partimos. Un poco precipitada me parece la marcha. Por fortuna, el arreglo del equipaje no me ha de entretener mucho.

Me he detenido en lo más alto de la cumbreque domina el valle donde viví para contemplar por última vez las bardas del corral paterno.

¡Con cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde donde envío un postrer adiós a lo que fue mi reino, el suspiro del pavo!

Desde aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más allá corre el arroyo que al par que apagaba mi sed me ofrecía limpio espejo donde contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava; junto a aquel árbol la vi por primera vez. ¡Al pie de ese otro le declaré mi amor!

Las lágrimas me oscurecen la vista y lloro a moco tendido, en toda la

extensión de la frase.

¡Parece que al alejarme de estos sitios se me arranca algo del fondo de las entrañas y, a mi pesar, se queda en ellos!

¿Será este extraño afán presentimiento de mi desventura? ¿Será...?

Un cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en este instante.

Hago aquí el punto, de prisa y corriendo, para reunirme a la manada, no sea que se repita la insinuación.

Ya estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me lo repitan cien veces para creerlo. ¿Es esto Madrid? ¿Es éste el paraíso que yo soñé en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan horrible!

El sol llega trabajosamente al fondo de estas calles, cuyas casas parecen castillos; ni un mal jaramago crece entre las descarnadas junturas de los adoquines: aún no ha acabado de caer al suelo la cáscara de una naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque, cualquier cosa, en fin, que pueda utilizarse como alimento digerible, cuando ya ha desaparecido sin saber por dónde.

En cada calle hay un tropiezo; en cada esquina, un peligro. Cuando no nos acosa un perro, amenaza aplastarnos un coche o nos arrima un puntillón un pillete.

La caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos suspendida sobre la cabeza, como una nueva espada de Damocles.

Ya no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece, ni detenerme un momento para descansar de las fatigas de este interminable pase. "¡Anda! ¡Anda!", me dice a cada instante nuestro guía, acompañando sus palabras con un cañonazo.

¡Con cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda se me podría llamar a mí el pavo errante!

¿Cuándo terminará esta enfadosa y eterna peregrinación?

He perdido lo menos dos libras de carne.

No obstante, a un caballero que se ha parado delante de la manada he conseguido llamarle la atención por gordo. ¡Si me hubiera conocido en mi país y en los días de mi felicidad!

Con ésta va detres veces que me coge por las patas y me mira y me remira, columpiándome en el aire, dejándome luego, para proseguir en el animado diálogo que sostiene con nuestro conductor.

Por cuarta vez me ha cogido en peso, y, sin duda, ha debido de

distraerse con su conversación, pues me ha tenido cabeza abajo más de siete minutos.

El capricho de este buen señor comienza a cargarme.

¿Es esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o despierto? ¿Qué pasa por mí?

Ya hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme al estupor que me embarga y no acierto a conseguirlo.

Me encuentro como si despertara de un sueño angustioso... Y no hay duda. He dormido, o, mejor dicho, me he desmayado.

Tratemos de coordinar las ideas. Comienzo a recordar confusamente lo que me ha pasado. Después de mucha conversación entre nuestro guía y el desconocido personaje, éste me entregó a otro hombre, que me agarró por las patas y se me cargó al hombro.

Quise resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis compañeros; pero la indignación, el dolor y la incómoda postura en que me habían colocado ahogaron la voz en mi garganta. Figuraos cuánto sufriría hasta perderlos de vista.

Luego me sentí llevado al través de muchas calles, hasta que comenzaron a subir unas empinadas escaleras que no parecían tener fin.

A la mitad de esta escala, que podría compararse a la de Jacob por lo larga, aun cuando no bajasen ni subiesen ángeles por ella, perdí el conocimiento.

La sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un principio de congestión cerebral.

Al volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas profundas. Poco a poco mis ojos se van acostumbrando a distinguir los objetos de la oscuridad, y he podido ver el sitio en que me encuentro.

Esto debe de ser lo que en Madrid llaman una buhardilla. Trastos viejos, rollos de estera, pabellones de telaraña, constituyen todo el mobiliario de esta tenebrosa estancia, por la que discurren a su sabor algunos ratones.

Por el angosto tragaluz pasa en este instante un furtivo rayo de sol... ¡El sol, el campo, el aire libre! ¡Dios mío, qué tropel de ideas se agolpa en mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices? ¿Dónde están aquéllas...?

Me es imposible seguir. Una arpía, turbando mis meditaciones, me ha

metido catorce nueces en el buche. Catorce nueces con cáscaras y todo. Figuraos por un momento cuál será mi situación. ¡Y a esto le llaman en este país dar de comer!

Lasciati ogni speranza! Han pasado algunos días y se me ha revelado todo lo horrible de mi situación. He visto brillar con un fulgor siniestroel cuchillo que ha de segar mi garganta y he contemplado con terror la cazuela destinada a recibir mi sangre.

Ya oigo los tambores de los chiquillos que redoblan anunciando mi muerte. Mis plumas, estas hermosas plumas con que tantas veces he hecho el abanico, van a ser arrancadas, una a una, y esparcidas al viento como las cenizas de los más monstruosos criminales.

Voy a tener por tumba un estómago, y por epitafio la décima en que pide los aguinaldos un sereno.

Se tu non piangi di che pianger suoli?

Cuando terminé la lectura de este extraño diario, todos estábamos enternecidos. La presencia de la víctima hacía más conmovedora la relación de sus desgracias.

Pero... ¡oh fuerza de la necesidad y la costumbre!, transcurrido el primer momento de estupor y de silencio profundo, nos enjugamos con el pico de la servilleta la lágrima que temblaba suspendida en nuestros párpados y nos comimos el cadáver.

Un tesoro

Almanaque de

El Museo Universal 1866

¡Ánimo, amigo don Restituto, ánimo! Más trabajo pasaría Colón para descubrir el Nuevo Mundo, y usted no podrá menos de convenir que se trataba de una bicoca comparado con el asunto que traemos entre manos. El Arte, la Arqueología y la Historia aguardan impacientes el resultado de nuestra arriesgada empresa. La Europa científica tiene sus ojos en nosotros. Ánimo, amigo mío, ánimo, que ya tocamos al término de la expedición.

Hora es de que toquemos a cualquier parte, porque, si he de decir la verdad, confieso que no puedo ya ni con la fe de bautismo en papeles. ¡Qué vericuetos tan horribles y qué sendas tan impracticables! Esto no

es camino de hombres, sino de cabras.

¿Ve usted aquel pueblecito medio oculto entre las ondulaciones del valle que se extiende a nuestros pies? Pues en el mismo lugar en que se levantan las cuatro chozas que lo componen, ni un palmo más acá ni más allá, estuvo situada en los tiempos pretéritos la famosa Micaonia de los fenicios, la Micegarie o Micogurioe de los romanos y la Guadalmicola de los árabes, que merced al trastorno de las edades y las cosas ha venido a ser el Cebollino de nuestros días.

- Pero, ¿está usted seguro?

- Pues, hombre, no faltaba otra cosa... Quinto Curcio lo asegura; ambos Plinios, el joven y el viejo, lo confirman; Sardanápalo, Príamo y Confucio habían ya iniciado la misma idea, y si bien el judío don Rabí Ben-Arras y el moro Tarfe son de distinta opinión, los cronicones del arzobispo Turpín y las Memorias del preste Juan de las Indias han resuelto hasta la más insignificante duda que pudiera ocurrir sobre el asunto.

-¿De modo que puede darse por cosa hecha que encontraremos lo que se busca?

- Y lo que ni siquiera imaginamos, y más, mucho más de lo que nos será posible llevar con nosotros. Cavando un poco, ¡pero qué digo cavando!, a flor de tierra tengo por indudable que los camafeos andarán a granel, las ánforas, las urnas y los trípodes a tómatelas, y los anillos, collares, pendientes y medallas, poco menos que a puntillones. Cuando le digo a usted que tenemos un tesoro arqueológico entre las manos...

- ¡Dios lo haga! Pues si buenos descubrimientos hacemos, buenas fatigas nos cuestan.

Esto diciendo, los dos personajes que, caballeros en sendas mulas, sostenían entre sí el anterior diálogo en lo más alto y escabroso de la montaña que domina el lugar de Cebollinos, picaron con los talones las caballerías y emprendieron paso a paso la senda que baja serpenteando entre rocas y cortaduras hasta el fondo del valle.

Las doce acababan de sonar en el reloj de la iglesia cuando nuestros héroes llegaron a las puertas del único mesón del pueblo, con un sol de justicia sobre la espaldas, secas las fauces con el polvo del camino y hecha un río la cara con el sudor que les caía a caños de la frente.

Don Restituto pensó en tomar un bocado y echar un par de horitas de siesta antes de proceder a las excavaciones, pero su compañero,

verdadero apóstol de la arqueología y, por lo tanto, infatigable, apuró su elocuencia en persuadirle de lo contrario.

Cuando no sin pena lo hubo conseguido, ambos amigos, armados de sus correspondientes azadas y acompañados del dueño del mesón, se dirigieron a una de las salidas de la aldea, haciendo alto al pie de los restos de un abandonado horno de ladrillos, que nuestro héroe clasificó a priori de cimientos de una fortaleza celtíbera.

A los primeros azadonazos apareció entre la tierra un objeto de metal, pequeño, redondo y brillante.

El arqueólogo creyó haber encontrado una medalla de oro del rey Asex, la única que falta en la gran colección numismática del Museo de Londres.

Un examen más detenido y la intervención del mesonero en el esclarecimiento del asunto dio por resultado que el objeto en cuestión era uno de los botones de la casaca de un realista.

- Vea usted aquí un objeto que dentro de un par de miles de años será una curiosidad de primer orden. Guárdelo usted, guárdelo usted, don Restituto, que algo es algo.

- Si tuviera la esperanza de vivir ese tiempo, no digo a usted que no lo guardaría - exclamó don Restituto,suspirando tristemente y arrojando el botón, que se apresuró a recoger el mesonero, a quien precisamente se le había caído aquel día uno de los calzones y pensaba sustituirle con aquel tan hermoso y tan brillante.

El arqueólogo, sin desmayar un punto, emprendió de nuevo el trabajo. Don Restituto se enjugó el sudor de la frente con un amplísimo pañuelo de yerbas, sacó una enorme caja de rapé, de la que tomó un polvo, no sin haberle ofrecido antes al mesonero y, después de restregarse las manos, se inclinó con lentitud, recogió la azada e imitó a regañadientes la conducta de su colega.

Durante algunas horas las excavaciones no dieron de sí más que algunos pedazos de suelas de zapatos viejos, huesos de diferentes animales que no parecían antediluviano, y otros mil y mil pedazos de esos objetos sin color ni nombre de que se puede encontrar abundante colección en un muladar cualquiera.

Don Restituto estaba ya a punto de desertar de las banderas arqueológicas y el mesonero, a quien la idea de ser copartícipe del rebuscado tesoro había detenido hasta entonces, se disponía a

marcharse, cuando el apóstol de la ciencia exhaló un grito de júbilo. Había tocado un objeto casi completamente cubierto por la tierra y que sólo dejó ver un asa.

Arrojar la azada lejos de sí, apresurarse a escarbar con las uñas para no exponerse a quebrar el precioso hallazgo, sacarlo a luz y exhibirlo triunfalmente a sus atónitos compañeros, todo fue obra de un instante.

¡He aquí! - exclamó en tono magistral - , he aquí un descubrimiento que paga con usura todos nuestros trabajos y fatigas; he aquí un utensilio figulino sobre el cual redactaremos una memoria que llenará de pasmo a las academias. Vea usted, señor don Restituto, vea usted qué carácter tan nuevo y tan extraño. No es el cado celtíbero ni el ánfora romana. Tiene puntos de contacto con la diota y no es una diota; puede hacerse pasar por una lagena y no es lagena del todo. ¡Qué barniz! ¡Qué esmalte! Estos objetos inopinadamente salidos del fondo de la tierra para recordarnos aquellos grandes y venturosos siglos son la vergüenza y la humillación de nuestra moderna historia. ¿Qué Sevres ni qué porcelana chinesca puede compararse a este maravilloso vaso, que no vacilo en calificar de etrusco a juzgar por las pinturas y las fajas verdes, amarillas y azules que lo decoran? ¡Ah, querido amigo don Restituto!, grande fortuna ha sido la nuestra al hacernos con este inapreciable fragmento; él solo bastará a labrarnos una reputación; pero, ¡cuán inmenso, cuán digno de envidia sería la del siete veces dichoso mortal que hubieralogrado poseer intacto este tesoro!

Al llegar a este punto de la relación, el mesonero, que había seguido con creciente interés el hilo del improvisado discurso del arqueólogo, prorrumpió en un amarguísimo llanto, diciendo entre suspiros entrecortados y sollozos que partían el alma:

- ¡Ah, desdichado de mí, en qué menguada hora vine al mundo! ¡Pensar que he tenido la fortuna en mis manos y no he sabido conocerla!

- ¿Qué dice usted, buen hombre? - exclamaron a un tiempo don Restituto y su compañero de glorias y fatigas.

- Lo que ustedes oyen. Esa biota, o nagena, o berenjena, o como ustedes quieran llamarla, ese tesoro en fin, lo he tenido yo por espacio de muchos años en mi casa, hasta que en la última enfermedad de mi padre se inutilizó, no sé por qué accidente, y arrojé los cascos en este estercolero. ¡Bestia de mí, que en tan bajas cosas lo empleaba y tan poco cuidado puse en su conservación!

- Y - diga, buen amigo - le interpeló don Restituto, que comenzaba a escamarse -: ¿dónde se hizo usted con este..., vamos, llamémosle vaso?

- En la feria de un pueblo vecino se lo compré a un cacharrero.

- ¿Y lo dedicaba usted a...?

- Sí, señor.

- Luego, en suma, no era ni más ni menos que un...

- Justamente.

Un rayo que hubiera caído a los pies del arqueólogo no le hubiera causado más efecto que estas palabras.

Don Restituto sacó otra vez el pañuelo de yerbas, se enjugó la frente con mucha calma, se sacudió con cuidado la tierra que le había manchado el pantalón al practicar las excavaciones, desenvainó la caja de rapé, de la cual, sin ofrecerle a nadie, tomó un gran polvo, y después de restregarse a un lado y otro la nariz con el pulgar y el índice, se limitó a exclamar:

- ¡Yo me tengo la culpa!

La mujer de piedra

Fragmento

(Obra inacabada)

Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres positivistas, como una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los edificios que recorro, los rincones oscuros y los ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión,algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en todo ello

algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.

Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.

I

Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían interpolados con un desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos circulares combinados geométricamente, que se interrumpían a veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado, enriquecida de figuritas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. A donde quiera que se fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio, y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo monumento.

Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros que, ora se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas adosadas a los sillares, para asomar más a lo lejossus dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta

unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.

Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de continuo a la mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que tengo que compartirla con otros muchos. Por el contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces inadvertido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que únicamente para mí existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que constituían el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.

Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y luz que ofrecían los pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera maravilla.

Largo rato estuve contemplando otra obra tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían alternativamente entre los calados festones de las molduras.Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar

salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados; custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la profusión y acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor establecido por los ignorados escultores, que siguiendo una tradición que arranca de las logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda Europa. Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaban; pero entre todas estas figuras una fue la que logró conmoverme con una impresión parecida a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo el interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más bella parte del monumento; como pedestal de una estatua o marco de una pintura, del que podía decirse era la pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes; sierpes, trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas e inmensas.

Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de las formas que armoniosamente combinados formaban un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir a términos comprensibles la impresión que me produjo.

Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazados de hojas y sostenido por la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto en miniatura de una de esas torres agudas y en forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre la molede las catedrales,

bañaba en sombra su frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados, parecía arder una luz que se transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave, que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos indefinibles.

El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, arrojaba sobre el templo el dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detrás de una masa de edificios cercanos; las sombras tendidas antes por el suelo y que insensiblemente se habían ido alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo lienzo subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y transparente, como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.

Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame a veces que su contorno se destacaba entre la oscuridad; que notaba en toda ella como una imperceptible oscilación; que de un momento a otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al borde de la repisa.

Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una manera muy confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque cuando me separéde allí aún creía percibirla

flotando delante de mí entre las espesas sombras de las torcidas calles que conducían a mi alojamiento.

II

Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en aquella población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como nunca pude darme razón, cuando muchacho, del por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia. Pero ello era que unas veces de propósito hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí a todas horas, y me encontraba frente al ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco de la antigua casa solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que parecía atraerme con una fuerza irresistible.

Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie, cuando más se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más alto grado el ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones; y el largo brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba como un fluido sutil un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida extraña, que no he podido traslucir jamás en esas otras figuras humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada expresión y que, a pesar de todo, son únicamente, al tocarla meta de su perfección posible, mármol

que se mueve como un maravilloso autómata, sin sentir ni pensar.

Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen delante del natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen siempre algún punto de contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor, la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los que se observan en un retrato de la mano de un maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los labios toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión, que enamorarse de aquel gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería posible hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y los labios ligerísimamente entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un vaso de alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer? ¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la larga fila de graves personajes que rodeaban el ábside, había colocado en el sitio más escondido, es verdad, aunque seguramente el más misterioso de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles? ¿Sería acaso recuerdo de una protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de examinar las tumbas con las estatuas yacentes de los ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En ninguno de estosmonumentos funerarios encontré un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de la estatua

del ábside. ¿Quién podría ser entonces?

Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los capiteles de los claustros y en las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos multitud de figuras extrañas, y que no obstante se refieren sin duda a personajes reales; indescifrable simbolismo de los escultores de aquella época, con el cual escribían a la manera que los egipcios en sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales, caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos libros de piedra, poco a poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el cual necesita mucho tiempo y mucha tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una a una de las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y meditaciones, yo había llegado por aquella época a deletrear algo del oscuro germanismo de los monumentos de la Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío de los pilares acodillados del sillar que contenía la marca masónica de los constructores; calculaba con acierto el machón o la parte del muro que gravitaba sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en que se grababan con el nombre de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la simbólica estrella de cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el ibis de los Faraones. Una parábola, aun abajo en el segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si los hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio, sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban; por más que trataba de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico, y combinaba el todo con la idea del diablo que abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la repisa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme el verdadero objeto, el sentido oculto, la idea particular que movió al autor de la imagen para modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de realismo. Cierto que algunas veces creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había de conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi fantasía, y por un momento se me figuraba encontrary ver palpable la escondida relación de los versos sueltos de aquel maravilloso poema de piedra, en el cual se presentaba en primer término y rodeada de ángeles y monstruos, de santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la desconocida dama, como Beatriz

en la divina y terrible trilogía del genio florentino; pero también es verdad que, después de vislumbrar todo un mundo de misterios como iluminado por la breve luz de un relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas, pasaba días enteros.

Las dos compadres

Estudio de costumbres populares de España

Ya un poeta de la antigüedad lo decía con estas ó semejantes palabras: "Ven, amigo, hablaremos de largo y te daré á beber vino del tiempo de los cónsules". En todas las épocas, la embriaguez y la expansión han tenido por cuna el mismo tonel y han andado juntas de la mano. ¡Singular influencia de un poco de líquido que se ingiere en el estómago del hombre! ¡Desarruga el ceño del adusto, infunde osadía en el tímido, desarrolla las corrientes magnéticas de la simpatía para con los extraños, abre de par en par las puertas á los secretos del alma, rompe, en fin, el hielo de la calculada reserva que se funde á su dulce calor en cómicos apostrofes ó en lágrimas de grotesca ternura!

El jugo de la vid tiene su epopeya en los himnos de Anacreon, la poesía ha prestado á sus inspiraciones las alas de la oda en los espondeos de Horacio, las jácaras de Quevedo cantan sus picarescas travesuras entre las gentes de baja estofa, aún en nuestro siglo brota espontánea la canción báquica como la flor de la orgía, ¡Qué mucho que en la antigüedad haya tenido adoradores de buena fe un dios sin altar y sin culto!

Entre nosotros, generación nerviosa é irritable cuya inquieta actividad sostiene la continua exaltación del espíritu, el vino ejerce un muy diverso influjo del que debió ejercer entre los hombres de las edades primitivas. Embriagados casi desde el nacer, ya de un deseo, de una ambición ó una idea, constantemente sacudidos por emociones poderosas, el suave impulso de un licor generoso se hace apenas perceptible en el acelerado movimiento de nuestra sangre en el estado de fiebre que constituye nuestra agitada y febril existencia. Para obviar á este defecto, hemos recurrido al alcohol. Pero el alcohol es al vino lo que la carcajada histérica de un demente es á la rica, fresca y sonora de una muchacha de quince años. El uno es el entusiasmo, el otro es la locura; éste apaga la sed,aquél consume las entrañas. La última palabra del

vino es el ronquido formidable del Sileno griego. El alcohol ha legado á los hombres como un don funesto el delirium tremens.

No nos es fácil, pues, calcular todo el efecto que haría en una raza nueva más tranquila, más fuerte, menos propensa á la exaltación, ese secreto y misterioso impulso que despierta la actividad de las facultades, ese fluido que circulando con la sangre comienza por aligerar su curso, aguijonear las ideas perezosas y abrir los poros del alma á los sentimientos y las emociones. Con razón creyeron que sólo un Dios podía haber hecho á los hombres tan agradable presente. ¡Evoe! ¡evoe! gritaban los sacerdotes invocando á Baco. "Baja á nosotros", añadían, apurando copa tras copa, y cuando la embriaguez divina agitaba sus miembros, cuando el vapor del líquido subía á su cabeza, exclamaban llenos de místico alborozo: "El Dios ha bajado".

La mano del tiempo ha derribado la divinidad, aunque no se ha perdido el culto. Al cambiar de épocas, hemos despojado á sus adoradores del carácter sagrado con que se revestían. Después de arrebatarle el tirso, la corona de pámpanos y la piel de tigre, hemos dejado al sacerdote del antiguo templo en cuyo vestíbulo nació la tragedia clásica, convertido en el borracho vulgar que se desploma á la puerta de la taberna.

A pesar de todo, lejos del agitado círculo en que bullen y se codean las ambiciones y los intereses, rari nantes in gurgite vasto, aún se encuentran algunos tipos que traen á la imaginación reminiscencias de aquellas pasadas glorias.

Los que han estudiado con algún detenimiento las costumbres populares, así en nuestro país como fuera de él, suelen mostrarse á menudo maravillados de las singulares coincidencias que existen entre las costumbres y los usos modernos de los habitantes de ciertas localidades y las de los pueblos más remotos de la antigüedad. Y efectivamente, si con la diligencia y la condición de los que se afanan en busca de la ignota raiz de una palabra, hasta que profundizando en las capas primitivas del lenguaje humano, resulta al fin sánscrita ó caldea, se buscara la generación de ciertas ceremonias y hábitos, veríamos, persiguiéndolos en sus modificaciones al través de los siglos, que aparecían al fin enlazándose y como derivación natural de ceremonias, costumbres y fiestas olvidadas ya, ó de las que juzgamos no queda el menor vestigio. Y una cosa semejante sucede respecto á algunos tipos de las edades pasadas cuyos moldes parece que se rompieron después

de vaciarlos.

El dibujo que me ha inspirado estas desaliñadas líneas justifica, hasta cierto punto, las anteriores observaciones. Hay algode solemne y patriarcal en la actitud y el tipo de los dos personajes que ocupan el primer término del cuadro, y que embebidos en su plática sólo se interrumpen para dar espacio á sus repetidas libaciones. Tiene el fondo algo de grande é imponente que recuerda el templo. No es esa la borrachera que pasea por las calles su escandalosa exaltación: no es esa la embriaguez que se desata en improperios, incita al crimen y se desploma en el arroyo para acabar desvaneciéndose en un sueño febril sobre la paja de un calabozo. Reina una paz, se trasluce una unción tan profundas en el uno de sus héroes; rebosa en el otro, aunque grotesco, un sentimentalismo tan propio de la chispa expansiva, que entre los dos puede decirse que completan el ideal del bebedor clásico. Basta fijarse en esa escena aislada de la eterna comedia popular para conocer el teatro de la acción, reconstruir el prólogo y adivinar el desenlace.

La amplia capa, el sombrero colosal y la fisonomía característica del compadre grave, denuncian al menos conocedor el tipo de un manchego. ¿Quién no reconoce en su alter ego un labrador aragonés? Son los representantes de las dos provincias madres del vino, que beben á pasto las masas, del verdadero vino nacional, del que presta genio y carácter propios al pueblo español. ¿Dónde se han conocido? ¿De qué fecha data su amistad? ¿Por qué acaso se encuentran juntos? No importa averiguarlo. Después que la campana de la iglesia ha tocado á vísperas, al tiempo que el alcalde, el cura, el boticario y algún primer contribuyente de capa parda, arreglan los destinos del país midiendo con lentos pasos el pórtico; en tanto que las comadres del lugar juegan al guiñóte ó al julepe próximas á la lumbre, donde hierve el espeso chocolate de la merienda; mientras las mozas bailan en la picota y los mozos juegan á la barra ó recorren las calles desgañitándose al compás de un guitarrillo destemplado, nuestros dos héroes se presienten, se buscan, y después de encontrarse, sin cambiar una sola palabra, sin preceder siquiera algo semejante á la invitación del poeta latino, como empujados por una fuerza sobrenatural, se encaminan á las afueras de la población, si no á beber vino del tiempo de los cónsules, á saborear el contenido de una tinaja de lo añejo, cuyo zumo tal vez exprimió niño el que hoy lo consume anciano.

En muchos pueblos de Aragón, y particularmente en la parte alta de la

provincia, una senda que pasa costeando el lugar, se dirige en desiguales curvas por entre las quiebras del monte hasta elpunto que en la falda de éste ocupan las bodegas. Socavadas en la peña viva, recibiendo la luz por los agujeros practicados en el granito, el conjunto de ellas sólo ofrece á la vista una serie de bocas abiertas en el corte vertical del terreno, cu ya regularidad y extraña apariencia traen á la imaginación la memoria de esas ciudades de los muertos, verdaderos tesoros científicos para los modernos sabios, que los egipcios tallaban en los peñones de algún recóndito valle.

Unos cuantos escalones, naturales ó mal compuestos con ladrillo y argamasa, dan paso al interior de las bodegas, á las cuales se desciende casi siempre á trompicones, deslumbrados por la súbita transición de la claridad del cielo á las sombras que envuelven sus galerías. Cuando los ojos comienzan á habituarse á la vaga niebla que envuelve aquel recinto, cuando la dudosa y azulada claridad que se abre paso á través de los respiraderos resbalando sobre los muros, comienza gradualmente á destacarlos del fondo, es difícil dar idea con palabras de los pintorescos contrastes de luz, de color y de líneas que ofrece el cuadro que se presenta á la vista. En primer término, pipas, cubas y tinajas colosales, cuya gigantesca proporción recuerda los restos de las construcciones ciclópeas, se levantan majestuosas formando grupo con los artefactos y los útiles groseros de una industria que aún permanece entre nosotros en toda su primitiva sencillez. Por unos lados, la galería abierta á pico deja ver las grietas de la roca y sus robustos pilares; sus arcos chatos y robustos parece que remedan el interior de los tem píos subterráneos de Elefanta: por otros un madero, un pilar de adobes ó el tronco de una encina que sirve de puntal, revelan el carácter típico de su obra, que no es, como suele decirse, de romanos ni mucho menos. Tal es la que sirve de refugio á nuestros dos compadres. La muda admiración con que el huésped contempla la larga fila de ventrudas tinajas que se prolonga hasta perderse degradándose entre las sombras del fondo, las respetuosas ceremonias con que el anfitrión destapa la más venerable á fin de preparar la ofrenda, el silencio con que no ya en copa de cristal tallado, en caña ó cubillo, sino en clásico puchero de barro, comienzan ambos á trasegar al estómago el reverenciado líquido, dan á conocer que se sienten poseídos de toda la majestad del sitio en que se hallan, de toda la grandeza del misterio que en ellas va á operarse.

Los tragos menudean, el silencio se interrumpe y la tagarnina

comienza á delinearse con carácter propio en cada uno delos actores.

En el uno se traduce el progresivo influjo del mosto por medio de la animación siempre creciente. Las palabras, primero lentas y entrecortadas, se suceden y se eslabonan con rapidez maravillosa. La actitud, el gesto, la acción, se hacen más vivos y acentuados; las ideas adquieren nueva lucidez y se producen por medio de imágenes, la imagina ción recorre todos los tonos de la escala de la pasión. ¡Esta es la bebida sentimental y tierna, la que abre como con una llave misteriosa las puertas del corazón y saca á plaza sus más recónditos secretos! ¡Historias imposibles, ambiciones locas, dolores ignorados, extravíos de la pasión ó de la inteligencia! todo sale á luz, todo se extiende á la vista como las baratijas de un buhonero en la tienda ambulante de un baratillo. Ya la sangre enardecida y avivada con el acicate y el desorden del cerebro hincha las venas por donde corre precipitada. El orador se despoja de la chaqueta, toma actitudes dignas del cincel, y ¡oh prodigio de la exaltación! llega hasta el punto de olvidar el puchero que rueda á sus pies haciéndose cascos y dejando escapar el preciado jugo. Si Baco sentado en el borde de una tinaja como un dios de Homero sobre una nube, asistiese invisible á esta escena, sonreiría satisfecho al aspirar el perfume de la involuntaria ofrenda, sólo comparable á las que en otra edad le hacían sus sacerdotes derramando sobre el fuego del altar el líquido encerrado en las ánforas de oro.

¡Qué ardientes profesiones de fe política! ¡qué proyectos para la regeneración de la patria! ¡qué historias de agravios ó de satisfacciones, qué confidencias de familia, todo ello revuelto y entremezclado con vivas protestas de amistad, con vehementes apostrofes de indignación ó patéticas ex clamaciones de ternura, á las que presta realce la lágrima que humedece sus ojos enrojecidos por el sentimiento y la bebida!

Por desgracia ó fortuna para el sentimiental compadre, todas aquellas galas oratorias, todas aquellas expansiones inconscientes, todo aquel tesoro de cariño de un alma que se abre á la expansión después de estar largo tiempo comprimida, se pierden en el vacío. El no sabe lo que se dice: en cambio su Pílades tampoco se da cuenta de lo que oye. Majestuoso en su olímpica serenidad, á plomo sobre su abultado vientre, envuelto en los anchos plieges de su capa como en una toga, permanece inmóvil é imponente, semejante á aquellos senadores romanos que al acercarse los bárbaros á Roma esperaban tranquilos la muerte sentados en sus sillas curules.

Este es el vino solemne, el vino epopéyico del que se emborracha, como(dado caso que bebiese) seemborracharía una esfinge. Emoción profunda que sólo se revela por raras interjecciones, que aunque tiene los ojos abiertos no ve, que aunque finge prestar atención no oye, que está toda reconcentrada en el interior del individuo, de cuyo estómago se eleva lento hasta la cabeza el vapor del vino como se eleva la nube del incienso del ara de un altar...

La noche que deja en profundas tinieblas á núestros héroes, pone punto al diálogo. El anfitrión con palabras balbucientes, anuncia que ha llegado el momento de partir, y da un último abrazo á su huésped, el cual después de un resoplido previo, se levanta sobre sus enormes pies, firme y derecho como una columna. El uno, un poco á gatas, otro poco agarrándose á las paredes, pero siempre digno, vuelve á su hogar. El otro, pausado y magnífico, llevando sobre sus hombros el peso de la chispa con el respeto y el orgullo con que un elefante llevaría la tienda de oro y brocado de un rey persa, se encamina á su posada.

Media hora después de haberse separado ambos compadres, duermen con el sueño de los justos.

La noche de difuntos

Al crepúsculo de un día de Otoño brumoso y triste, sucede la noche fría y oscura. Durante algunas horas, parece que se ha apagado el continuo hervidero de la población.

Unas cerca, otras lejos, éstas con un acento grave y compasado, aquéllas con una vibración aguda y temblorosa, las campanas voltean lanzando al aire sus notas de metal, que ya flotan y se confunden entre sí, ya se dilatan y se pierden para dejar lugar á una nueva lluvia de sonidos que se derrama continuamente de las anchas bocas de bronce, como de una fuente de armonías inagotable.

Dicen que la alegría es contagiosa; pero yo creo que la tristeza lo es mucho más. Hay espíritus melancólicos que logran sustraerse á la embriaguez de gozo que traen en su atmósfera las grandes fiestas populares. Con dificultad, se encontrará uno que consiga mantenerse indiferente al helado contacto de la atmósfera del dolor, si ésta viene á buscarnos hasta el fondo de nuestro hogar, en la fatigosa y lenta vibración de la campana que parece una voz que llora y nos relata sus

cuitas al oído.

Yo no puedo oir sonar las campanas aunque repiquen volteando alegres como anuncio de una fiesta, sin que se apodere de mi alma un sentimiento de tristeza inexplicable é involuntario: por fortuna ó por desgracia en las grandes capitales, el confuso murmullo de la muchedumbre que se agita en todos sentidos, presa del ruidoso vértigo de la actividad, ahoga de ordinario su clamorhasta el punto de hacer creer que no existen. A mí al menos me parece que la noche de difuntos, única del año en que las oigo, las torres de las iglesias de Madrid recobran la voz merced á un prodigio, rompiendo solo durante algunas horas su largo silencio. Bien sea que la imaginación predispuesta á los pensamientos melancólicos ayude á prestarle apariencias, bien que la novedad de los sonidos me hiera más profundamente, siempre que percibo en las ráfagas del viento las notas sueltas de esa armonía, se opera en mis sentidos un extraño fenómeno. Creo reconocer una por una las diferentes voces de las campanas; creo que cada cuál de ellas tiene un tono propio y expresa un sentimiento especial; creo, en fin, que después de prestar por algún tiempo profunda atención al discorde conjunto de los sonidos, graves ó agudos, sordos ó metálicos que exhalan, logro sorprender palabras misteriosas que palpitan en el aire envueltas en sus prolongadas vibraciones.

Estas palabras sin hilación, sin sentido, que flotan en el espacio acompañadas de suspiros apenas perceptibles y de largos sollozos, comienzan á reunirse unas con otras como se reúnen al despertar las vagas ideas de un sueño, y ya reunidas forman un inmenso y doloroso poema, en el que cada campana canta su estrofa, y todas juntas interpretan por medio de sonidos simbólicos el pensamiento que hierve callado en el cerebro de los que oyen sumidos en profunda meditación.

Una campana de voz hueca y asordadora que se balancea gravemente en lo alto de la torre con ceremoniosa lentitud, que parece que lleva un ritmo matemático y se mueve por medio de algún perfecto mecanismo, dice sonando ajustada por puntos al ritual:

- "Yo soy ruido vano que se desvanece sin hacer vibrar una sola de las infinitas cuerdas del sentimiento en el corazón del hombre; yo no tengo en mis ecos ni sollozos ni suspiros; yo desempeño correctamente mi parte en la lúgubre y aérea sinfonia del dolor, sin que mis sonoros golpes se retarden ó se anticipen un solo segundo; yo soy la campana de la parroquia, la campana oficial de las honras fúnebres. Mi voz pregona el

duelo de etiqueta; mi voz llora desde lo alto del campanario contando á la vecindad la desgracia á gritos; mi voz, que gime á tanto por sollozo, evita al rico heredero y á la joven viuda otros cuidados que el de las formalidades de la lectura del testamento ó el encargo de los elegantes lutos.

A mi sonido salen de su marasmo los industriales de la muerte; el carpintero se apresura á galonear de oro elmás confortable de sus ataúdes; el marmolista golpea el cincel buscando una nueva alegoría para el ostentoso sepulcro; hasta los caballos del grotesco carro, teatro del último triunfo de la vanidad, sacuden engreídos sus antiguos penachos de plumas de color de ala de mosca, eu tanto que los pilares del templo se revisten de bayetas negras, se alza en el crucero el túmulo tradicional y el maestro de capilla ensaya en el violín un nuevo Dies irae para su última misa de Réquiem.

"Yo soy el dolor de las lágrimas de talco, de las flores de papel y los dísticos en letras de oro".

"Hoy me toca conmemorar á mis conciudadanos, á los ilustres difuntos por quienes oficialmente lloro, y solo siento, al hacerlo con toda la pompa y el ruido que conviene á su condición, no poder decir uno por uno sus nombres, títulos y condecoraciones; acaso esta nueva fórmula serviría de bálsamo á sus familias".

Cuando el acompasado martilleo de la grave campana cesa un instante y su eco lejano se confunde y se pierde entre la nube de notas que lleva el viento, comienza á percibirse el tañido triste, desigual y agudo de un pequeño esquilón.

- "Yo soy, dice, la voz que canta y que llora las alegrías ó los pesares del lugar que domino desde mi espadaña: yo soy la humilde campana de la aldea, la que llama con plegarias ardientes el agua del cielo sobre los agostados campos, la que ahuyenta las tempestades con sus piadosos conjuros, la que voltea trémula de emoción y pide socorro á gritos cuando el fuego devora las mieses".

"Yo soy la voz amiga que da al pobre su último adiós; yo soy el gemido que ahoga el dolor en la garganta del huérfano y que sube en las aladas notas de la campana hasta el trono del padre de las misericordias".

"Al escuchar mi tañido, brota involuntariamente una oración del labio y mi último eco va á espirar al borde de las fosas escondidas llevado por el aire que parece rezar en voz baja agitando las altas yerbas que las

cubren".

"Yo soy el llanto que escalda las mejillas, yo soy el sentimiento que seca la fuente de las lágrimas, yo soy la angustia que oprime el corazón como con una mano de hierro, yo soy el supremo dolor, el dolor del desamparo y de la miseria".

"Hoy lloro por esa multitud sin nombre que pasa ignorada por la vida sin dejar más huella en pos de sí que el ancho reguero de sudor y de lágrimas que señala su camino; hoy lloro por los queduermen olvidados en la tierra sin otro monumento que una tosca cruz de palo que casi ocultan las ortigas y cardos silvestres, pero entre cuyas hojas descuellan esas humildes flores de pétalo amarillo que los ángeles dejan del halda sobre la fosa de los justos".

El eco de la esquila se va debilitando poco á poco, hasta perderse entre el torbellino de notas, por cima del cual se destacan los sordos y cascados golpes de una de esas gigantescas campanas que hacen que se estremezcan al sonar, hasta los hondos cimientos de las antiguas catedrales góticas en cuya torre se las ve suspendidas.

- "Yo soy, dice la campana con su medroso y estentóreo acento, la voz de la gigante mole de piedra que para asombro de los siglos alzaron tus mayores; yo soy la voz misteriosa, familiar á las vírgenes de largo brial, á los ángeles, los reyes y los profetas de piedra que velan de noche y de día á la puerta del templo envueltos en las sombras de sus arcadas; yo soy la voz de los deformes endriagos, de los vestiglos y las monstruosas esfinges que trepan por entre las revueltas hojas de piedra á lo largo de las agujas de las torres; yo soy la fantástica campana de la tradición y la leyenda, que voltea solo en la noche de difuntos tañida por una mano invisible".

"Yo soy la campana de los cuentos medrosos, de las historias de los aparecidos y de las almas en pena; campana cuya vibración indescriptible y extraña solo encuentra eco en las imaginaciones ardientes".

"A mi voz, los caballeros armados de todas armas se levantan de sus góticos sepulcros, los monjes salen de las oscuras bóvedas en que duermen el último sueño al pie de los altares de su abadía, y los camposantos abren de par en par sus puertas para dejar paso al tropel de amarillos esqueletos que acuden presurosos á danzar en vertiginosa ronda en torno al puntiagudo chapitel que me cobija".

"Cuando mi imponente clamor sorprende á la crédula vieja al pie del antiguo retablo cuyas luces cuida, cree ver por un momento los ánimas del cuadro danzar entre las llamas de bermellón y ocre al escaso resplandor del moribundo farolillo".

"Cuando mis sordas vibraciones acompañan el monótono relato de la antigua conseja que escuchan absortos los chicos agrupados junto al hogar, las lenguas de fuego rojas y azules que se deslizan á lo largo de los encendidos troncos, y las chispas de luz que saltan sobre el fondo oscuro de la cocina, se le antojan espíritus que voltean en el aire, y el rumordel viento que estremece las puertas, obra de las ánimas que llaman en los emplomados vidrios de la ventana con el descarnado nudillo de sus manos de huesos".

"Yo soy la campana que pide á Dios por las almas precitas; yo soy la voz del terror supersticioso; yo no hago llorar, pero erizo el cabello, y llevo el frío del espanto hasta la médula de los huesos del que me oye".

Así unas tras otras, ó todas á la vez, las campanas van sonando, ora como el tema melódico que se destaca sobre el conjunto de la orquesta en una sinfonía gigante, ora como en un fantástico que se prolonga y se aleja dilatándose en el viento.

La luz del día y los rumores que se elevan del seno de la población á par de la luz, pueden tan solo disipar los extraños engendros de la mente y el lúgubre y pertinaz tañido de las campanas, que aun á través del sueño, se perciben como en una fatigosa pesadilla durante la eterna noche de difuntos.

Las hojas secas

El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el

espíritu se sustrae a cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:

- ¿De dónde vienes, hermana?

- Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

- Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.- ¿Y adónde vas?

- No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

- ¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

- ¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?

- ¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!

- ¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

- ¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!

- ¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

- Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a

nuestro alrededor.

- Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.

- Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

- Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

- En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

- Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

- Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

- Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía llorando.

- ¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!

- Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

- Y una enamorada parejacolgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

- Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.

- Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

- Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.

- Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.

- ¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi

una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: - ¿Por qué lloras? - Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo - le respondió ella enjugándose una lágrima -; lloro por mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena! - ¿Y por qué no has de vivir? - insistió él estrechándole las manos conmovido. - Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde?

Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

- Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

- A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

- ¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

- Perdimos el color y la frescura.

- Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabrasde enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

- ¡Y al fin volamos desprendidas!

- Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.

- Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.

- ¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo me detuve un momento!

- ¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?...

- ¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

- ¡Adiós!...

Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.

Una tragedia y un ángel

El Entreacto

3 de diciembre, 1870

Historia de una zarzuela y una mujer

I

Él tenía veinte años, la cabeza llena de sueños y el corazón de esperanzas.

Era poeta y tenía fe en la poesía.

En el género lírico estaba aún en la oda; respecto al dramático, sólo concebía la tragedia; en sus raptos de inspiración juzgaba posible hasta el poema épico.

Se llamaba Antonio, y como habrán comprendido mis lectores, era un niño grande, un verdadero inocente.

II

Cuando el rumor de los pasos de algún raro transeúnte despertaba los ecos de una calle muy estrecha de un barrio muy solo, tras el cierro de un balcón, más pintado de verde y más lleno de macetas de flores, se veía oscilar y levantarse el pico de una cortina blanca.

Junto al vidrio asomaba la cabeza rubia de una niña de quince años, la

cual miraba con curiosidad infantil a la persona que cruzaba la calle; y una vez satisfecha su curiosidad, Volvía a dejar caer el pico de la cortina blanca, sin duda para proseguir su costura.

Esta cabeza era de ella. Ella se llamaba Consuelo y parecía propiamente la crisálida de una mujer, un ángel.

III

Conocidos los dos principales actores, sólo nos resta añadir que la decoración de fondo delteatro es una ciudad de provincia.

IV

De sus paseos solitarios y revolviendo en la cabeza los versos de su última obra, Antonio tenía la costumbre de pasar diariamente por la calle del balcón de las flores.

Y constante al cierro del balcón, pensando lo que piensan a solas las muchachas de su edad, Consuelo, como lo tenía por costumbre, diariamente levantaba el pico de la cortina blanca, cuando pasaba Antonio.

La repetición de esta escena muda hubiera concluido por hacerse monótona a no comenzarla a animar algunos nuevos accidentes

En efecto, a los pocos días, en cuanto Antonio entraba por el extremo de la calle, como las anémonas se vuelven al sol y le siguen desde que nace hasta que se oculta, fijaba sus ojos en el balcón de las flores, y andando y volviendo poco a poco la cabeza, no los apartaba hasta doblar la esquina.

Por su parte, Consuelo, apenas oía aquellos pasos ya conocidos, levantaba el pico de la cortina blanca y, faltando en esto a la tradición, no la dejaba caer hasta que desaparecía Antonio.

¿A qué repetir a mis lectores y, sobre todo a mis lectoras la ya vulgar, en fuerza de conocida, frase de que también se habla con los ojos?

Basta decir que Antonio y Consuelo con los ojos se entendían; a más de aquello de "me gusta usted" y "a mí no parece usted mal", frases de cajón que constituyen el cristus del abecedario de las miradas, se decían otras muchas bagatelas por el estilo, como: "¡Está usted hoy más bonita que nunca!" "¿Por qué no pasó usted ayer?" "¡Cuánto envidio esas flores!" "Ya es usted bueno", etc., etc. El que tiene imaginación, ¡con qué facilidad saca de la nada un mundo!

El que verdaderamente está enamorado, ¡con qué poco se contenta!

Consuelo había deseado fijar el corazón de algún hombre y aquel escrúpulo de galanteo le bastaba.

Antonio había querido encontrar una dama de sus pensamientos, una Laura o una Beatriz, y aquella ligera visión de mujer le satisfacía.

Ella soñaba dormida que oía continuamente sus pasos y que le veía cruzar no una sino mil veces por la calle; y pararse en alguna ocasión; ¡y hasta enviarle un beso con la punta de los dedos!

Él soñaba despierto que la seguían sus miradas, que percibía al roce de su traje, que al escribir, la muy curiosilla, levantándose sobre las puntas de los pies y asomándose por cima de su hombro, iba leyendo sus versos a medida que brotaban de la pluma, y sentía su respiración y el cosquilleo de sus rizos que al inclinar la cabeza le tocaban enla frente. ¡Y con tan poca cosa los dos eran felices!

"Dichosa edad y dichosos tiempos aquellos, etc..." Aquí el lector puede colocar íntegro, si le parece, el discurso que Don Quijote hizo a los cabreros ponderándoles las excelencias de la edad de oro.

Yo lo paso por alto para entrar a referir la última escena de este idilio único, que fue como la primera nube en el horizonte de un cielo azul.

Se continuará.

No se ha conseguido la fecha de publicación de esta obra.

La arquitectura árabe en Toledo

Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta persecución de estos guerreros apóstoles de falso profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio del lazo de las creencias, santificado con el sello de las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la monarquía gótica cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.

Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el reino. Como es indudable que a sus conquistas presidía un gran pensamiento, el exterminio no siguió de cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones con que aceptaron la rendición de un gran número de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales dejaron a los cristianos, prueban claramente que antes

trataban de consolidar que de destruir, y que al emprender sus aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por los árabes en la larga carrera de sus victorias.

Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras arenas del Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían recogido en su marcha triunfal a través de las antiguas naciones, comenzaron a fundirse en su imaginación en un solo pensamiento regenerador.

Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había encontrado un momento de reposo. Primeramente pone su movible tienda, ya al pie de una palmera del Desierto, ya en la falda de una colina; después se hace conquistador, y derramándose por el mundo, hoy sestea en el Cairo, a la tarde duerme en elÁfrica, y al amanecer levanta su campamento y le sorprende el sol con el nuevo día en Europa.

Pero el momento de recoger el fruto de sus conquistas, la hora de recibir el precio de su sangre, tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor, y la sociedad que comenzaba a constituir puso el pie en la senda del progreso a la que llamaban su grandeza y su poder.

Como es de presumir, el arte no existía aún entre los sectarios de Mahoma; pero el desarrollo de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad. Y decimos una necesidad, porque es digna de ser observada la influencia que las creencias religiosas ejercen sobre la imaginación de los pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de todos los países, y no se podrá por menos de conceder a esta influencia la gloria de haber dado, a cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres en perfecta afinidad con sus necesidades, y una arquitectura original en maravillosa armonía con su culto.

Los adoradores de Isis, los sacerdotes de sus terribles misterios,

después de poblar sus altares de locas e incomprensibles concepciones, crearon el arte egipcio con sus esfinges monstruosas, sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El pensamiento de un mundo viril y grande se halla grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del Desierto.

La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus imaginaciones ardientes, alimentadas por una religión todo maravillas y mitos emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que toma formas y vive cuando a la moribunda luz que se abre paso a través de las grutas sagradas se ven desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus muros, las silenciosas procesiones de monstruosos elefantes, guiados por esos deformes genios que despliegan sus triples miembros en semicírculo, como las plumas de un quitasol.

La Grecia coronó de flores sus divinidades, les prestó el ideal de la belleza humana y las colocó sobre altares risueños, levantados a la sombra de edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta examinar sus templos, ricos de armonía y de luz; basta hacerse cargo de la matemática euritmia de sus construcciones, para comprender a aquella sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó la libre imaginación por medio de los preceptos del arte.

La arquitectura árabe parece la hija del sueño de uncreyente dormido después de una batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión que con tan brillantes colores pinta las huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una hermosa página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y estuco en las paredes de una mezquita o en las tarbeas de una aljama.

La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas visiones de los eremitas. La luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro misterio se dan la mano en ese poema místico del sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad Media prestó sus severas y melancólicas tintas.

Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y completa; sus obras fueron modificaciones, no creaciones, porque, como dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear una nueva

sociedad, y sólo en ésta hay poder de imaginación suficiente a concebir un nuevo arte. Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver galvanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de los siglos unió por algunos instantes el mundo que desaparecía con el que se levantaba.

He aquí por qué dijimos que, derrocada en nuestra Península la raza del Norte por la del Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte una necesidad. El secreto impulso que lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia del genio ismaelita; pero aún se encontraba muy distante del término de su carrera, por lo que en los primeros pasos se limitó a satisfacer sus necesidades por medio de la imitación.

En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera época de las tres principales en que puede dividirse la historia de la arquitectura muslímica toledana, época que a su vez puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y otro de lucha entre la idea original y la influencia extraña de los diferentes géneros arquitectónicos que se amalgamaron entre sí para crear el nuevo estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.

Pocas son las muestras que nos quedan hoy de ambos períodos, pues habiendo desaparecido la grande aljama o alcázar de los reyes moros, como asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo levantó la iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y, por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan fuera del alcance de nuestra crítica. Sinembargo, basta examinar la antigua mezquita que es hoy capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos de la arquitectura de los árabes toledanos, para poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los caracteres que la distinguen.

Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles y fustes de columnas empleados en las fábricas, que, para atender a sus primeras necesidades erigieron los sectarios de Mahoma después de conquistada la ciudad. La forma de los templos guarda, por lo regular, bastante analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose compartidas en naves como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces con ábside. Los arcos que soportan las techumbres de las naves son redondos o de herradura, observándose

asimismo, hasta en las construcciones más primitivas, el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación de los muros.

Los fustes de las columnas que sostienen las arquerías de estos edificios, son unas veces de mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre gruesos y pesados. La forma octógona, que en algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres distintivos de este período. Los arabescos o adornos del gusto árabe con que embellecían sus obras son escasos, toscos y casi siempre imitación o copia adulterada de los adornos propios de las órdenes de arquitectura que habían visto al pasar, triunfadores de los pueblos que amarraron a su yugo. En los capiteles imitan las formas griegas, aunque modificándolas más o menos, según el capricho de sus autores; en la ornamentación, el bizantino es uno de los géneros que presta con más abundancia sus caprichosos adornos al arte de los muslimes.

El segundo período de esta grande época de nacimiento y desarrollo de las ideas originales y propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en Toledo cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital del reino nuevamente constituido. A este tiempo perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios de los que, como de otros muchos de la misma edad sólo nos quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno que otro fragmento.

Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de su arte, los alarifes mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y la influencia de otros estilos, llevan una considerable ventaja.

Las alharacas o adornos de follaje con que cubren los capiteles de sus columnas, la archivolta de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las adarajas o lacerías de sus orlas,y el menudo almocárabe que sirve de fondo a su ornamentación, comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter propio. Nótase este adelanto muy particularmente en los edificios árabes de este tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo, como ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de estos dos períodos, y especialmente del último, se conservan.

La segunda época, la época de virilidad y esplendor de este género maravilloso y delicado, comenzó a florecer en la ciudad imperial después que Don Alfonso la reconquistó del poder de los musulmanes. Los

alarifes andaluces que habían estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla, magníficos edificios en que el genio oriental desplegó todo el lujo de su imaginación inagotable, se desparramaron en este tiempo por la Península, y llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades reconquistadas, en las que, así los árabes que aún permanecían en ellas, como los cristianos y los judíos que en gran número se encontraban en las grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para sus palacios, ya para sus templos y fábricas de utilidad común.

Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en esta edad experimentó el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir tímidamente el sendero de la imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna que otra idea original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido una esbeltez y una gallardía admirables; sus arcos, compuestos de mil y mil líneas atrevidas y nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles, que no se concibe que pudieran soportar los muros, si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas combinaciones de sus lacerías se complican y enredan entre sí de un modo inconcebible, y cada capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas magníficas creaciones, son a su vez una obra artística maravillosa en las que otros detalles secundarios aparecen a los ojos del observador y lo asombran por su delicadeza, su novedad y su número.

La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa María la Blanca, los restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos, representan dignamente en la capital de Castilla la Nueva este período de esplendor y grandeza de la arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a continuación expresamos.

El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles ajimeces, sostenidospor parteluces esbeltísimos y cuajados de ornamentación y figuras geométricas; arcos de diversas formas, en los que se combinan de mil maneras extrañas porciones de círculo, que dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas con porciones de círculo; pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las que también se usaron en algunos edificios del género ojival, construidos en épocas posteriores, como en

San Juan de los Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por los neskhi, de forma más ligera y gallarda; adornos en la ornamentación completamente originales y propios del arte arábigo, los que, aun cuando guardan alguna remota idea de los bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes; artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso casi general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores y formas, adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que, unidos a la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a conocer este período a primera vista.

La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia. Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período de gloria, y por la adulteración de algunas de las partes de que se compone.

El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la perfección, comenzó a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos géneros, representantes genuinos, el uno de la religión cristiana y el otro de la islamita.

Obras atribuidas a Becquer, pero que no salieron de su pluma.

La fe salva

(Apuntes para una novela)

I

Encontrandome en el Balneario de Fitero, en busca de un poco de salud para mi cuerpo dolorido y cansado, conoci a una mujer extraña, de una dulce y marchita belleza. Representaba tener unos veintiocho años, aunque el sufrimiento, sin duda, había puesto en su rostro unsello de

prematura vejez. Hacía una vida retirada; su única compañía era una señora anciana que fielmente y con aire de servidumbre, la seguía a todas partes.

La extraña belleza de la desconocida; su rostro, donde se reflejaba un oculto dolor; su vida, apartada y silenciosa, me impresionaron tan profundamente que, sin yo quererlo, empezó a forjar mi fantasia una novela, novela absurda y disparatada, de la que Ella era la protagonista, el único y central personaje alrededor del cual giraba el mundo entero.

Con motivo de una visita que en el mismo día hicimos a la ruinosa Abadia(cuyos muros conservan el eco del más extraño y misterioso Miserere), consegui hablar con la enigmatica mujer que tan gran interés habia despertado en mi insaciable curiosidad.

Buscando un pretexto para empezar la conversación, me ofrecí a ella en calidad de ciceronne, puesto que conocia perfectamente la vetusta Abadia que íbamos a visitar. Ella, que no sé por quién, sabia mi condición de escritor, aceptó encantada mi ofrecimiento. De esta sencilla manera empezó nuestra romantica amistad.

Empezaba a caer la tarde cuando terminamos de visitar el monasterio. Lo que a mi bella compañera más impresionó fue la historia del misterioso Miserere que en la biblioteca de la Abadia se conserva y con cuyo extraño asunto la prometí escribir una leyenda.

El sol acababa de hundirse en el ocaso, tiñendo el horizonte de una tonalidad violeta. En el cielo, como una lágrima, temblaba el lucero de la tarde.

Durante nuestro paseo pude adivinar que un gran dolor consumía lentamente su vida. Nada me dijo ella; pero en el fondo de sus ojos grises lei como en un libro abierto.

II

Desde nuestra visita a la ruinosa Abadia nuestra amistad fue haciéndose cada vez mas íntima. Por las tardes yo era su acompañante; la di libros, la leí mis versos, la hice, en fin, la confidente de mi vida y mi consejera en horas de duda y vacilación. Una tarde, visitando una vez más el viejo monasterio, nuestra conversación fue descubriendo, poco a poco, los íntimos anhelos, las ansias secretas de nuestras almas, y sin darse cuenta, como obedeciendo a una oculta fatalidad, empezó a contarme la historia de su vida; una historia triste, humedecida por las lágrimas, llena de renunciaciones, de sueños rotos, de dolor.

Historia que hoy traslada mi pluma a la blanca virginidad de las cuartillas.

III

"En una vieja ciudad castellana en la que las milenarias piedras de sus caserones y de sus iglesias guardan, como beso sagrado, la huella de tantas generaciones, y cuyas rúas solitarias y retorcidas conservan el eco de las voces lejanas, vivíamos, acompañadas de nuestro padre, un bravo soldado héroe derománticas empresas, que supo de conspiraciones, y que muchas veces estuvo a punto de perder la vida por defender la libertad. En aquella ciudad, de la que solamente conservo un vago y brumoso recuerdo: el que en mi alma grabaran la verde tonalidad de la hiedra y la grave Voz de las campanas, transcurrieron los años de mi niñez. Mi hermana Blanca, algo mayor que yo, por la que no añoré las dulces y perdidas caricias de nuestra madre muerta, era la única nota de alegría en el viejo caserón que nos sirvió de cuna; su clara voz era una música renovadora en nuestra silenciosa tristeza; su risa, un aire de primavera que pasaba besando los espesos muros de los anchos salones sombríos. ¡Cómo brilla en el fondo de mi alma la misteriosa luz de sus apagadas pupilas verdes! ¡Sus magas pupilas de esmeralda, que al perder su luz sumieron mi vida en una eterna noche!

Catorce años tenía cuando mi padre tuvo que abandonar la muerta ciudad donde recibí el primer beso de luz y nos fuimos a vivir a Madrid. Habitamos un piso segundo en una de las calles más concurridas, por cuyos balcones entraba el sol pródigamente. Nuestra vida pareció cambiar.

Aquella luz que el sol nos regalaba, hizo el milagro de disipar todas las sombras que la vieja ciudad de Castilla infiltró en nuestras almas.

Mi padre, preocupado por los acontecimientos políticos, entró en un periodo de intensa actividad. Comprometido con sus compañeros de profesión desterrados de la patria, preparaba en las sombras el movimiento revolucionario que pocos meses después estalló en España. Nuestra casa se convirtió en un centro de conspiración. Por alli pasaron literatos, políticos, militares y entre ellos llegó el hombre cuyo nombre es para mi una maldición. ¡El que apagó la intensa luz de sus ojos verdes!"

Llegaba la noche, la campana de la ruinosa Abadia nos recordaba la hora de la oración. Una plegaria Íloreció en nuestros labios, nuestras manos, obedeciendo a un impulso desconocido, se estrecharon

fuertemente como si sellasen un pacto. Eran ya hennanas nuestras almas, porque las unía el dolor.

Y cuando silenciosos, perdidos en el laberinto de nuestros sueños, regresabamos al pueblo, ¡yo sentí los misteriosos acordes, las extrañas notas, el inmenso gemido del Miserere que una noche recogió en su cuademo un genial peregrino, y que hoy conservan los monjes en su polvorienta biblioteca!

IV

En sucesivos días y aprovechando las excursiones que haciamos a los pintorescos alrededores del balneario, mi triste y bella confidente fue contándome todos los capítulos de la novela de su vida. Un vago y grato perfume de flores marchitas; el recuerdo que deja enun alma sensible un bello crepúsculo; el eco de una canción lejana que dijo su queja en la tarde y que confusamente llegó a nuestro oído. Algo impreciso, inmaterial, de refinada sutileza, era el intimo drama, la silente tragedia de mi amiga.

"En la tertulia que todas las noches se formaba en nuestra casa y que era un pequeño centro de conspiración, apareció un día un joven poeta que acababa de llegar de Portugal. Se llamaba Alberto Albert. Sus versos, de un exaltado romanticismo, cantaban la libertad, la lucha; pero los que más llegaron al fondo de mi alma, los que me descubrieron el secreto del llanto fueron aquellos cortos como suspiros, de ritmo extraño, de los que brota a un aroma de amor. Tanto simpatizó con nosotros, tan gran afecto le tomó mi padre que al poco tiempo era uno mas en el seno de nuestra familia.

Y empezó a gestarse la tragedia, la gran tragedia de nuestras almas, la que salvó mi vida por un milagro de la fe, la que apagó para siempre la misteriosa luz esmeralda que brillaba en sus ojos.

De la intimidad fue naciendo, poco a poco, el amor. Sin darnos cuenta Blanca y yo, como mariposas que abrasan, inconscientes, sus alas en la llama, nos sentimos atraidas por Alberto, que se presentaba ante nuestro naciente deseo como el príncipe soñado en interminables noches, héroe de aquellas novelas de soldados y trovadores que guardaba la vieja libreria de roble de nuestro padre, y que fueron la única distracción de nuestros interrogantes anhelos, en la vieja ciudad de los grises palacios de piedra, bajo el clamor de las campanas. Poeta rodeado de una romantica leyenda de conspiraciones y de luchas, orlada su cabeza por una negra melena, un infinito tedio reflejado en sus ojos,

¿qué más podia pedir nuestra sedienta juventud?

Nosotras ocultamos nuestra pasión en el fondo de nuestros pechos. Sabiamos que si el amor triunfaba en una, en la otra la desilusión troncharía, agostaría sin piedad. Una primavera en un alma equivalia a un otoño en la otra. Y callamos.

Una tarde Blanca estaba en el balcón, su marfileña mano sostenía un libro: los versos de Alberto, divinas palabras rimadas, diminutas violetas de tenue perfume con que la poesia habla a la vida. Empezaba a morir el día y la sombra, como un denso velo, iba extendiéndose por la habitación. La voz de un piano que llegaba confusamente tenia toda la melancolía de un adiós.

Y Alberto llegó a ella. El libro, rota la cárcel de la mano que lo retenía, rodó por su falda. Toda la pasión contenida tanto tiempo surgió contoda la magnificencia de un canto triunfal. La romántica melena del poeta se confundía con el obscuro y brillante pelo de mi hermana, se buscaron sus manos y dijeron, al unirse, mucho más que las confusas palabras que pronunciaban los labios temblorosos.

Yo, que sin turbar el silencio me deslicé por el cuarto en sombras, lo contemplaba todo desde un escondido rincón. Sentí que, poco a poco, iba apagándose mi vida, el corazón, como pájaro aprisionado, quería romper su jaula, su latido parecía el tic-tac monótono de un reloj que quisiese acelerar la marcha del tiempo.

Ya era de noche, en el balcón únicamente se distinguía la silueta, confundida, de los cuerpos bañados por un rayo de luna. Mi pobre alma no pudo más; la vida se escapaba de mí como una frágil hoja seca arrastrada por una ráfaga de muerte. Todo me abandonaba; y como un ave herida en su vuelo, caí al suelo sin que el más débil grito, ni la más leve queja vibrase en mi garganta.

Cuando desperte me encontré en el lecho, rodeada de todos. Blanca, llenos sus ojos de lágrimas, besaba mi frente. Alberto, aprisionandome una mano fuertemente, parecía pedirme perdón.

La tragedia acababa de extender sus alas sobre nosotros"

V

"Mi inexplicable enfermedad se prolongó días y días, sin que nadie supiese lo que me pasaba. Todos los médicos de algún relieve desfilaron por la cabecera de mi cama, y después de mil ensayos y conjeturas se marchaban, confesando noblemente el fracaso de su ciencia ante mi

extraño mal. Y es que los médicos sólo saben de las dolencias materiales; de las que dañan el cuerpo; de las que dejan huella sensible; pero de las del alma, las producidas por el fracaso de una ilusión o por la muerte de un sentimiento, de esas no saben nada, ni siquiera se atreven a creer en ellas. Larra, cuyas obras me enseñaron el dolor, define muy bien estos estados, acaso porque nadie como él sintió desgarrado su pecho por un inapagable deseo. El amor mata, aunque no mata a todo el mundo. ¡Cuántas cosas me revelaron estas sabias palabras!

Desde la noche en que empezó a marchitarse mi vida, Blanca y Alberto fueron mis compañeros. Nunca se atrevieron a explicar lo que sucedió; ni siquiera cambiaron una mirada estando yo delante.

Yo sabía que el dolor de mi hemiana era tan infinito como el mío y supe leer en su cara, en su gesto de melancolía que por mí sacrificaba todas sus ilusiones, sus sueños, sus esperanzas que ya nunca serían realidad. Su pecho sería desde entonces el sepulcro de un amor.

En aquellos díasestalló en Madrid la revolución que el mes de julio de 1851 hizo de la ciudad un campo de batalla. Mi padre y Alberto, que esperaban el momento, fueron de los primeros en acudir a la lucha, y días enteros estuvimos sin saber de ellos. Muy de tarde en tarde aparecían para tranquilizamos, y de nuevo volvían a sus barricadas".

Cuando mi pobre amiga trajo a mi memoria aquellos días de mi fogosa y romántica juventud, todo mi pasado surgió ante mí, por el mágico poder de la evocación.

¡Última revolución romántica que a través del tiempo adquiere toda la grandeza de una epopeya!

Y entonces fui yo el que conté a mi compañera y confidente todos los acontecimientos de aquel bello pasado que conservo, como una reliquia, en el corazón. Y vertí de este modo un bálsamo de olvido en la llaga de su melancolía.

Yo aún no había llegado a Madrid. Ya empezaba a preparar el viaje, y mis carpetas y cuaflillas, como llaves, que me abrirían las puertas de la inmortalidad, esperaban resignadas en el fondo de una vieja maleta de cuero.

Por las tardes, paseando con Narciso Campillo por las pintorescas afueras de nuestra Sevilla, teniendo como único testigo el Guadalquivir, hacíamos proyectos para la lucha que empezaríamos en breve. Madrid se presentaba ante nuestras inquietas fantasías como una bella mujer,

cuyo amor fuese solamente posible a los elegidos, que supieron conquistarle con el oro de su inteligencia.

Una fuerza desconocida ponía pintorescas alas en nuestra insaciable juventud. ¡Y qué gran dolor el de las alas rotas antes de emprender el primer vuelo!

Luis García Luna, el primer amigo que en Madrid tuve, amistad que el tiempo acrecentó, fue el que me contara, pues de ellos era testigo, todos los acontecimientos de los que el año 54 tuvieron por escenario a Madrid.

La revolución triunfante hizo de la ciudad un gran campo de batalla. En todas las calles se levantaron con piedras, cajones y enseres domésticos grandes barricadas que defendía el pueblo con inaudito valor. Sedientos de venganza, grupos de hombres armados recorrían las calles entre lluvia de balas que se cruzaban en todas direcciones; los palacios de aquellos hombres públicos a los que el pueblo acusaba de ser causantes de sus males, fueron asolados y en medio del arroyo se formaron grandes pirámides con los muebles y obras de arte que a ellos pertenecieron. Y el fuego los redujo a cenizas.

Una tarde García Luna, vagando curioso por las calles, presenció un espectáculo de profunda y trágica emoción. Sus pasos le llevaron a la Plazuela de los Mostenses, en una de cuyas casas vivía Francisco Chico, jefe entoncesde la policía Madrileña y a quien se atribuían, creo que con razón, toda clase de atropellos e injusticias. El populacho rodeaba el edificio en cuyo interior se buscaba, inútilmente, al inquisitorial polizonte. García Luna se sumó a los curiosos que presenciaban el espectáculo de aquella extraña cacería. Un cuarto de hora llevaba allí mi amigo, cuando por el ancho poflalón apareció una triste y macabra comitiva: en un colchón que sobre una escalera sostenían media docena de hombres, iba, con el sello de la muerte en el semblante, Francisco Chico; detrás, y con una fuerte cuerda al cuello, marchaba su secretario. Toda clase de maldiciones e insultos salió de aquella masa humana. El pueblo se disponía a hacer justicia una vez más.

Y así continuó el trágico conejo hasta la Plazuela de la Cebada, donde Chico y su criado fueron, sin piedad, fusilados. Todos los episodios de aquella romántica revolución vivieron aquella tarde en mis labios nuevamente, como un bello cuento; como un romance legendario de los que pasan de generación en generación dejando en las almas una brillante estela de inquietud.

La noche tendió, una vez más, sus alas sombrías sobre nosotros. Volvíamos al pueblo por el estrecho camino, que parecía bajo la luna una estrecha cinta de plata.

Formando una compacta masa marfileña, un rebaño de ovejas volvía al redil, rompiendo el silencio con la tenue música de las esquilas. Poco a poco, en el cielo se iban encendiendo las estrellas, de clara luz unas, como fantásticos diamantes; otras, débiles, apagadas...

La silueta de la vieja Abadía se recortaba en el horizonte como un encantado palacio de leyenda.

VI

Durante unos dias en que nos vimos obligados a permanecer en los nada cómodos cuartos de la fonda, a causa del temporal, que convifiió el balneario y sus cercanías en tina sucia y cenagosa laguna, Ella siguió contándome los episodios de su vida, con los que se podía construir la más extraña e interesante novela.

Y Ella habla...

"Dos días llevábamos de incertidumbre e intranquilidad, cuando una nueva desgracia vino a complicar de nuevo el curso de nuestras vidas: Alberto fue herido gravemente en la barricada de la calle Mayor, que fue su baluafle desde los comienzos de la revolución. Una noche, ocultándose a toda mirada curiosa, fue traído a nuestra casa, en brazos de nuestro padre y de dos de sus mejores amigos. En una de las habitaciones mas retiradas se le improvisó un cómodo y limpio lecho, y allí murió en las primeras horas de la mañana del siguiente día. El nombre de mi hermana fue la última palabra que pronunciaron sus labios.

Y así acabó aquel héroede leyenda que supo arrastrar nuestras vidas con el impulso de su romanticismo.

Mi inexplicable enfennedad, si es que enfermedad podía llamarse a la ráfaga de melancolía que por mi alma pasaba, se agravó de un modo alarmante. Los médicos ya desconfiaban de su ciencia y veían, impotentes para todo, cómo se iba extinguiendo mi vida lentamente.

Yo sentía a la muerte que, con sus frías y descamadas manos acariciaba mi frente y apretaba, implacable, mi corazón.

Y cuando, perdida ya toda esperanza, la eterna noche tendía sobre mi sus alas de sombra, un milagro, un raro milagro, obra de la gigantesca fe de mi hermana, me volvió nuevamente a la vida, a la luz...

Blanca, arrodillada ante mi lecho, después de rogar, inútilmente, un poco de clemencia y piedad para mí, ofreció a una antigua imagen que aún existe en una vieja iglesia madrileña, a cambio de mi salud y de mi vida, la luz que brillaba en el fondo de sus pupilas.

Y el milagro se obró. Poco a poco, una corriente de sangre nueva fue tiñendo de suave carmin mi amarillento rostro y mis exangües labios; mis enfermos pulmones volvieron a respirar nuevamente, libres de aquella garra implacable que los oprimía; dejó mi corazón de ser aquel reloj loco que parecía querer traspasar los límites del tiempo. En las tinieblas de mi alma había penetrado un rayo de sol. Pero conforme el milagro de mi resurrección iba operándose, la Providencia, inflexible, exigía a mi hennana el cumplimiento de su promesa; sus maravillosos ojos verdes iban lentamente perdiendo su luz.

Un día la deuda fatal quedó cancelada definitivamente: Blanca quedó ciega, quedaron sin vida, para siempre paradas, sus encantadoras pupilas, como quedan los ojos de los muertos que no tienen una mano amiga que cierre sus párpados.

Si algún día entra usted en la iglesia de... podrá ver, entre los ex-votos de la virgen que tiene su altar en la más oculta capilla, los ojos de mi hermana como dos trágicas joyas fantásticas. Nadie hasta ahora consiguió ver el extraño ex-voto y tomaron mi visión como desvarío de mi débil cerebro, prueba acaso de una incipiente locura; pero yo sé que usted sabrá ver lo que se ocultó a las miradas profanas de las gentes vulgares.

Si algún día su curiosidad de poeta, buscadora infatigable de emociones nuevas, le lleva a la oculta capilla de la vieja iglesia madrileña, y su alma sabe ver el milagro, acuérdese de mí".

Estas fueron las confidencias de mi pobre hermana espiritual, frágil sensitiva de un fantástico j ardín. Sus palabras, una a una, quedaron grabadas en mi corazón. ¡Aún creo escucharsu voz fina y apagada, cuando a la luz de un bello crepúsculo iba descubriéndome la clave de su incurable tristeza!

Dos días después la vida destruyó nuestra hermandad. En Madrid me esperaban mis amigos, los periódicos que de pedazos de mi alma nutrían sus columnas, la agobiante lucha diaria en la que no puede haber un momento de descanso ni vacilación. Y guardando en la vieja maleta cartapacios, libros y papeles, a Madrid volví, llevando en mi alma un poco de melancolía y en mis cabellos algún nuevo hilillo de plata.

Fue muy triste la despedida. En mis labios floreció una promesa; una lágrima rodó por los surcos que en mi cara había labrado el dolor. La crujiente e incómoda diligencia me esperaba, y los collerones de las mulas rompieron el silencio de la tarde con su argentino tintineo.

Durante un largo rato dos pañuelos se saludaban en la lejanía, como prisioneras palomas blancas...

VII

Cerca de tres meses hacía que estaba de nuevo en Madrid, entregado en cuerpo y alma a la lucha diaria y agotadora. El teatro Real, mi tertulia del Suizo, la tribuna del Congreso, la redacción. De uno a otro lado marchaba sin cesar, como arrastrado por una desconocida fuerza. Mi cerebro, sacudido por nuevas impresiones, fue olvidando, poco a poco, el romántico idilio, las confidencias de la pobre alma enferma. De todo conservaba únicamente esa secreta armonía, el vago eco que deja en nosotros una bella música que sonó un día en nuestro camino y que nunca volveremos a escuchar. En mi álbum de dibujo, uno de mis más fieles amigos, quedaron también etemizados muchos momentos de mi pasada aventura. Pensé escribir una novela, libro extraño, nueva danza macabra en la que bailaban, en trágico abrazo, el amor y la muerte. Sería mi obra una absurda mezcla de noche y silencio; como aquel Miserere que en la ruinosa Abadia de Fitero se conserva.

Y la novela se quedó sin hacer. Hoy, que una inexplicable melancolía acaricia mi alma, trazo estos ligeros apuntes con los que haré algún día un cuadro más acabado. Acariciar el recuerdo es lo único que hoy puedo hacer: sonar, como el estudioso Fausto sonaba con el beso de Margarita.

VIII

Vagando una tarde por las estrechas calles del Madrid viejo, viajero sin rumbo definido, perdido en el laberinto de mi fantasía, que de tantos fantasmas y evocaciones llenaba las solitarias rúas. De cada encrucijada, de cada portalón surgía una sombra evocadora; de cada balcón de los señoriales palacios muertos, parecia salir la música de un clave acariciado por una blanca mano de mujer. ¡Palacios viejos! ¡Aún conserváis la luz de las grandesarañas que un día alumbraron vuestros anchos salones, en versallescas fiestas galantes; frágiles marquesitas, tocadas sus cabezas con empolvadas pelucas de nieve, trenzaron ligeros minuetos, y valses pausados, sobre los mullidos tapices de Oriente que cubrían

Vuestros suelos! ¡Aún conserváis el eco de los clavicordios, de las palabras de amor de que fuisteis testigos! La vida, toda la vida, con sus alegrías y sus miserias, sus inagotables placeres y sus dolores infinitos vibró un dia en vosotros. Hoy solamente sois el gris fantasma de vuestra perdida grandeza, el recuerdo de un pasado mueflo, una reliquia...

Empezaba a ponerse el sol y decidí terminar mi paseo, volver nuevamente a la realidad, dejar otra vez aquel mundo de evocaciones y de sombras en el que tanto me agradaba perdenne. La vida me llamaba con voz fuerte e imperativa. Caminaba despacio, envuelto en mi ancha capa, cuando pasé por una iglesia cuya plañidera campana decía su canto en tarde. Como una voz desconocida que sonase en mi oído, recordé que aquella era la iglesia que guardaba, en una de sus capillas, la virgen que dio vida a mi amiga, y que conservaba entre sus exvotos unos verdes ojos de mujer.

Entré; una docena escasa de fieles musitaban sus oraciones en el silencio. La función religiosa acababa de terminar hacía un momento, y uno de los servidores del culto apagaba lentamente las luces. Casi en tinieblas iba quedando el templo. Mi curiosidad me hizo buscar la pequeña capilla en que la imagen se venera, y recordando los datos que confusamente guardaba en la memoria, la encontré al instante. Lleno de un vago temor, mezcla de fe y miedo, entré en ella.

¡Y vi el milagro! En el rostro de la virgen, un rostro de dolor, obra de algún visionario artifice, en aquella cara ennegrecida por el beso de los años, brillaban unos alucinantes ojos de esmeralda. Una trágica luz fosforescente salía de ellos.

Cai de rodillas al pie del viejo altar mientras mis labios decian una oración; oración extraña, de palabras confusas, voz de mi fe y canto pagano a la pobre mujercita que apagó la luz de sus pupilas para que de su eterna noche surgiera una vida.

¿Cuánto tiempo estuve alli? No lo sé. De mi éxtasis vino a sacarme el sacristán agitando un manojo de grandes llaves, y los fieles, que al pasar por mi lado me miraban como a una cosa rara, dudando si aquel hombre que estaba ante el altar era un santo o un loco, inclinándose más a esta segunda idea.

¿Qué sabían ellos, pobres humanos, de las grandes batallas del alma?

La voz del silencio

Tradición de Toledo

En una delas visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la vetusta y silenciosa Toledo, sucedieron estos pequeños acontecimientos que, agrandados por mi fantasía, traslado a las blancas cuartillas.

Vagaba una tarde por las estrechas calles de la imperial ciudad con mi carpeta de dibujo debajo del brazo, cuando sentí que una voz como un inmenso suspiro pronunciaba a mi lado vagas y confusas palabras: me volví apresuradamente, y cuál no sería mi asombro al encontrarme completamente solo en la estrecha calleja. Y, sin embargo, indudablemente una voz, una voz extraña, mezcla de lamento, voz de mujer, sin duda, había sonado a pocos pasos de donde yo estaba. Cansado de buscar inútilmente la boca que a mi espalda había lanzado su confusa queja, y habiendo ya sonado la hora del ANGELUS en el reloj de un cercano convento, me dirigí a la posada que me servía de refugio en las interminables horas de la noche.

Al quedarme solo en mi habitación, y a la luz de la débil y vacilante bujía, tracé en mi álbum una silueta de mujer.

Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada aventura, la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada teatro de ella. Empezaba a morir el día; el sol teñía el horizonte de manchas rojas, moradas; caía grave en el silencio la voz de bronce de las horas. Mi paso era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi semblante.

Y otra vez la voz, la misma voz del pasado día, volvió a turbar el silencio y mi tranquilidad. Esta vez decidí no descansar hasta encontrar la clave del enigma, y cuando ya desconfiaba de mis investigaciones, descubrí en una vieja casa, de antiquísima arquitectura, una pequeña ventana cerrada por una reja caprichosa y artística. De aquellas ventanas salía, indudablemente, la armoniosa y silente voz de mujer.

Era completamente de noche, la voz-suspiro había callado y decidí volver a mi posada, en cuya habitación de enjalbegadas paredes, y tendido en el duro lecho, ha creado mi fantasía una novela que, desgraciadamente..., nunca podrá ser realidad.

Al día siguiente, un viejo judío que tiene su puesto de quincalla frente a la vieja casa en que sonó la misteriosa voz, me contó que dicha casa está deshabitada desde hace mucho tiempo. Vivía en ella una bellísima mujer acompañada de su esposo, un avaro mercader de mucha más

edad que ella. Un día el mercader salió de la casa cerrando la puerta con llave, y no volvió a saberse de él ni de su hermosa mujer. La leyenda cuenta que desde entonces todas las noches unfantasma blanco con formas de mujer vaga por el ruinoso caserón, y se escuchan confusas voces mezcladas de maldición y lamento.

La misma leyenda cree ver en el blanco fantasma a la bella mujer del mercader avaro.

Voz de mujer que como música celeste, como suspiro de un alma enamorada, viniste a mi, traída por la caricia del aire lleno de aromas de primavera. ¿Qué misterio hay en tus palabras confusas, en tus débiles quejas, en tus armoniosas y extrañas canciones?