Escritos en los últimos años del siglo XIX, cuando Graham recordaba con cariño su propia infancia, estos esbozos del crecimiento equilibran ingeniosamente dos estados de conciencia -el del protagonista, un niño, y el de un adulto que recuerda- y así consiguen evocar tanto la energía activa de la juventud como la ternura nostálgica de la reflexión.