Vicente Blasco Ibáñez

"Cuentos valencianos"

Dimòni

I

Desde Cullera a Sagunto, en toda la valencianavega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido.

Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna.

- ¡Dimòni! ¡Ya está ahí Dimòni!

Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y soplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo.

Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía.

Las mujeres, que se burlaban de aquel insigne perdido, habían hecho un descubrimiento: Dimòni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el Campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformando su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería.

Dimòni era un borracho. Los privilegios de su dulzaina, que por lo maravillosos le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.

Su fama de músico le hacía ser llamado por los clavarios de todos los

pueblos, y veíasele llegar carretera abajo siempre erguido y silencioso, con la dulzaina en el sobaco, llevando al lado, como gozquecillo obediente, al tamborilero, algún pillete recogido en los caminos, con el cogote pelado por los tremendos pellizcos que al descuido le largaba el maestro cuando no redoblaba sobre el parche con brío, y que si cansado de aquella vida nómada abandonaba al amo, era después de haberse hecho tan borracho como él.

No había en toda la provincia dulzainero como Dimòni; pero buenas angustias les costaba a los clavarios el gusto de que tocase en sus fiestas. Tenían que vigilarlo desde que entraba en el pueblo, amenazarle con un garrote para que no entrase en la taberna hasta terminada la procesión, o muchas veces, por un exceso de condescendencia, acompañarle dentro de aquella para detener su brazo cada vez que lo tendía hacia el porrón. Aun así resultaban inútiles tantas precauciones, pues más de una vez, marchando grave yerguido, aunque con paso tardo, ante el estandarte de la cofradía, escandalizaba a los fieles rompiendo a tocar la Marcha Real frente al ramo de olivo de la taberna, y entonando después el melancólico De profundis cuando la peana del santo patrono volvía a entrar en la iglesia.

Y estas distracciones de bohemio incorregible, estas impiedades de borracho, alegraban a la gente. La chiquillería pululaba en torno de él, dando cabriolas al compás de la dulzaina y aclamando a Dimòni; y los solteros del pueblo se reían de la gravedad con que marchaba delante de la cruz parroquial y le enseñaban de lejos un vaso de vino, invitación a la que contestaba con un guiño malicioso, como si dijera: "Guardadlo para después".

Ese después era la felicidad de Dimòni, pues representaba el momento en que, terminada la fiesta y libre de la vigilancia de los clavarios, entraba en posesión de su libertad en plena taberna.

Allí estaba en su centro, junto a los toneles pintados de rojo oscuro, entre las mesillas de cinc jaspeadas por las huellas redondas de los vasos, aspirando el tufillo del ajoaceite, del bacalao y las sardinas fritas que se exhibían en el mostrador tras mugriento alambrado, y bajo los suculentos pabellones que formaban, colgando de las viguetas, las ristras de morcillas rezumando aceite, los manojos de chorizos moteados por las moscas, las oscuras longanizas y los ventrudos jamones espolvoreados con rojo pimentón.

La tabernera sentíase halagada por la presencia de un huésped que

llevaba tras sí la concurrencia, e iban entrando los admiradores a bandadas; no habían bastantes manos para llenar porrones; esparcíase por el ambiente un denso olor de lana burda y sudor de pies, y a la luz del humoso quinqué veíase a la respetable asamblea, sentados unos en los cuadrados taburetes de algarrobo con asiento de esparto y otros en cuclillas en el suelo, sosteniéndose con fuertes manos las abultadas mandíbulas, como si estas fueran a desprenderse de tanto reír.

Todas las miradas estaban fijas en Dimòni y su dulzaina.

- ¡L'agüela! ¡Fes l'agüela!

Y Dimòni, sin pestañear, como si no hubiera oído la petición general, comenzaba a imitar con su dulzaina el gangoso diálogo de dos viejas, con tan grotescas inflexiones, con pausas tan oportunas, con escapes de voz tan chillones, que una carcajada brutal e interminable conmovía la taberna, despertando a las caballerías del inmediato corral, que unían a la baraúnda sus agudos relinchos.

Después le pedían que imitase a La Borracha, una mala piel que iba de pueblo en pueblo vendiendo pañuelos y gastándose las ganancias en aguardiente. Y lo mejor del caso es que casi siempre estaba presente la aludiday era la primera en reírse de la gracia con que el dulzainero imitaba sus chillidos al pregonar la venta y las riñas con las compradoras.

Pero cuando se agotaba el repertorio burlesco, Dimòni, soñoliento por la digestión del alcohol, lanzábase en su mundo imaginario, y ante su público silencioso y embobado, imitaba la charla de los gorriones, el murmullo de los campos de trigo en los días de viento, el lejano sonar de las campanas, todo lo que le sorprendía cuando por las tardes despertaba en medio del campo sin comprender cómo le había llevado allí la borrachera pillada la noche anterior.

Aquellas gentes rudas no se sentían ya capaces de burlarse de Dimòni, de sus soberbias chispas ni de los repelones que hacía sufrir al tamborilero. El arte, algo grosero, pero ingenuo y genial de aquel bohemio rústico, causaba honda huella en sus almas vírgenes y miraban con asombro al borracho que, al compás de los arabescos impalpables que trazaba con su dulzaina, parecía crecerse, siempre con la mirada abstraída, grave, sin abandonar su instrumento más que para coger el porrón y acariciar su seca lengua con el glu-glu del hilillo del vino.

Y así estaba siempre. Costaba gran trabajo sacarle una palabra del

cuerpo. De él sabíase únicamente por el rumor de su popularidad que era de Benicófar, que allá vivía en una casa vieja, que conservaba aún porque nadie le daba dos cuartos por ella, y que se había bebido, en unos cuantos años, dos machos, un carro y media docena de campos que heredó de su madre.

¿Trabajar? No, y mil veces no. Él había nacido para borracho. Mientras tuviese la dulzaina en las manos, no le faltaría pan, y dormía como un príncipe cuando, terminada una fiesta y después de soplar y beber toda la noche, caía como un fardo en un rincón de la taberna o en un pajar del campo, y el pillete tamborilero, tan ebrio como él, se acostaba a sus pies cual un perrillo obediente.

II

Nadie supo cómo fue el encuentro; pero era forzoso que ocurriera, y ocurrió. Dimòni y La Borracha se juntaron y se confundieron.

Siguiendo su curso por el cielo de la borrachera, rozáronse para marchar siempre unidos el astro rojizo de color de vino y aquella estrella errante, lívida como la luz del alcohol.

La fraternidad de borrachos acabó en amor, y fuéronse a sus dominios de Benicófar a ocultar su felicidad en aquella casucha vieja, donde por las noches, tendidos en el suelo del mismo cuarto donde había nacido Dimòni, veían las estrellas que parpadeaban maliciosamente a través de los grandes boquetes del tejado, adornados conlargas cabelleras de inquietas plantas. Aquella casa era una muela vieja y cariada que se caía en pedazos. Las noches de tempestad tenían que huir como si estuvieran a campo raso, perseguidos por la lluvia, de habitación en habitación, hasta que por fin encontraban en el abandonado establo un rinconcito donde entre polvo y telarañas florecía su extravagante primavera de amor.

¡Casarse!... ¿para qué? ¡Valiente cosa les importaba lo que dijera la gente! Para ellos no se habían fabricado las leyes ni los convencionalismos sociales. Les bastaba el amarse mucho, tener un mendrugo de pan a mediodía, y sobre todo algún crédito en la taberna.

Dimòni mostrábase absorto, como si ante su vista se hubiese abierto ignorada puerta mostrándole una felicidad tan inmensa como desconocida. Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus pasiones; y ahora, a los veintiocho años, perdía su pudor de

borracho insensible, y como uno de aquellos cirios de fina cera que llameaban en las procesiones, derretíase en brazos de La Borracha, sabandija escuálida, fea, miserable, ennegrecida por el fuego alcohólico que ardía en su interior, apasionada hasta vibrar como una cuerda tirante, y que a él le parecía el prototipo de la belleza.

Su felicidad era tan grande, que se desbordaba fuera de la casucha. Acariciábanse en medio de las calles con el impudor inocente de una pareja canina, y muchas veces, camino de los pueblos donde se celebraba fiesta, huían a campo traviesa, sorprendidos en lo mejor de su pasión por los gritos de los carreteros, que celebraban con risotadas el descubrimiento. El vino y el amor engordaban a Dimòni; echaba panza, iba de ropa más bien cuidado que nunca y sentíase tranquilo y satisfecho al lado de La Borracha, aquella mujer cada vez más seca y negruzca que, pensando únicamente en cuidarle, no se ocupaba en remendar las sucias faldillas que se escurrían de sus hundidas caderas.

No le abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto a peligros; y no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba a su lado al frente de la procesión, sin miedo a los cohetes y mirando con cierta hostilidad a todas las mujeres.

Cuando La Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ello la solemnidad de las procesiones.

En medio él, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina hacia arriba como si fuese una descomunal nariz que olía al cielo; a un lado el pillete, haciendo sonar el tamboril, y al opuesto La Borracha, exhibiendo con satisfacción, como un segundo tambor, aquel vientre que se hinchaba cual globo próximo a estallar, que la hacía ir con paso tardo y vacilante yque en su insolente redondez subía escandalosamente el delantero de la falda, dejando al descubierto los hinchados pies bailoteando en viejos zapatos y aquellas piernas negras, secas y sucias como los palillos que movía el tamborilero.

Aquello era un escándalo, una profanación, y los curas de los pueblos sermoneaban al dulzainero:

- Pero ¡gran demonio! Cásate al menos, ya que esa perdida se empeña en no dejarte ni aun en la procesión. Yo me encargaré de arreglaros los papeles.

Pero aunque él decía a todo que sí, maldito lo que le seducía la proposición. ¡Casarse ellos! ¡Bueno va!... ¡cómo se burlaría la gente!

Mejor estaban así las cosas.

Y en vista de su tozuda resistencia, si no le quitaron las fiestas, por ser el más barato y mejor de los dulzaineros, despojáronle de todos los honores anexos a su cargo, y ya no comió más en la mesa de los clavarios, ni se le dio el pan bendito, ni se permitió que entrasen en la iglesia el día de la fiesta semejante par de herejazos.

III

Ella no fue madre. Cuando llegó el momento, arrancaron en pedazos, de sus entrañas ardientes, aquel infeliz engendro de la embriaguez.

Y tras el feto monstruoso y sin vida, murió la madre ante la mirada asombrada de Dimòni, que, al ver extinguirse aquella vida sin agonía ni convulsiones, no sabía si su compañera se había ido para siempre o si acababa de dormirse como cuando rodaba a sus pies la botella vacía.

El suceso tuvo resonancia, y las comadres de Benicófar se agrupaban a la puerta de la casucha para ver de lejos a La Borracha tendida en el ataúd de los pobres y a Dimòni en cuclillas junto a la muerta, voluminoso, lloriqueando y con la cerviz inclinada, como un buey melancólico.

Nadie del pueblo se dignó entrar en la casa. El duelo se componía de media docena de amigos de Dimòni, haraposos y tan borrachos como este, que pordioseaban por los caminos, y del sepulturero de Benicófar.

Pasaron la noche velando a la difunta, yendo por turno cada dos horas a aporrear la puerta de la taberna pidiendo que les llenasen una enorme bota, y cuando el sol entró por las brechas del tejado, despertaron todos, tendidos en torno de la difunta, ni más ni menos que los domingos por la noche cuando en fraternal confianza caían en algún pajar a la salida de la taberna.

¡Cómo lloraban todos!... Y ahora la pobrecita estaba allí en el cajón de los pobres, tranquila como si durmiera, y sin poder levantarse a pedir su parte. ¡Oh, lo que es la vida!... ¡Y en esto hemos de parar todos!

Ylos borrachos lloraron tanto, que al conducir el cadáver al cementerio todavía les duraba la emoción y la embriaguez.

Todo el vecindario presenció de lejos el entierro. Las buenas almas reían como locas ante espectáculo tan grotesco.

Los amigotes de Dimòni marchaban con el ataúd al hombro, dando

traspiés que hacían mecerse rudamente la fúnebre caja como un buque viejo y desarbolado. Y detrás de aquellos mendigos iba Dimòni con su inseparable instrumento bajo el sobaco, siempre con aquel aspecto de buey moribundo que acababa de recibir un tremendo golpe en la cerviz.

Los chiquillos gritaban y daban cabriolas ante el ataúd, como si aquello fuese una fiesta, y la gente reía, asegurando que lo del parto era una farsa y que La Borracha había muerto de un hartazgo de aguardiente.

Los lagrimones de Dimòni también hacían reír. ¡Valiente pillo! Aún le duraba el cañamón de la noche anterior y lloraba lágrimas de vino al pensar que ya no tendría una compañera en sus borracheras nocturnas.

Todos le vieron volver del cementerio, donde por compasión habían permitido el entierro de aquella gran perdida, y le vieron también cómo con sus amigotes, incluso el enterrador, se metía en la taberna para agarrar el porrón con las manos sucias de la tierra de las tumbas.

Desde aquel día, el cambio fue radical. ¡Adiós, excursiones gloriosas, triunfos alcanzados en las tabernas, serenatas en las plazas y toques estruendosos en las procesiones! Dimòni no quería salir de Benicófar, ni tocar en las fiestas. ¿Trabajar?... eso para los imbéciles. Que no contasen con él los clavarios; y para afirmarse más en esta resolución, despidió al último tamborilero, cuya presencia le irritaba.

Tal vez en sus ensueños de borracho melancólico había pensado, mirando el hinchado vientre de La Borracha, en la posibilidad de que con el tiempo un muchacho panzudo con cara de pillo, un Dimoniet, acompañase golpeando el parche las escalas vibrantes de su dulzaina. Ahora sí que estaba solo. Había conocido la dicha para que después su situación fuese más triste. Había sabido lo que era amor para conocer el desconsuelo; dos cosas cuya existencia ignoraba antes de tropezar con La Borracha.

Entregose al aguardiente con el mismo fervor que si rindiera un tributo fúnebre a la muerta; iba roto, mugriento, y no podía revolverse en su casucha sin notar la falta de aquellas manos de bruja, secas y afiladas como garras, que tenían para él cuidados maternales.

Como un búho, permanecía en el fondo de su guarida mientras brillaba el sol, y a la caída de la tarde salía del pueblo cautelosamente, como ladrón que va al acecho, y por una brecha del muro se colaba enel

cementerio, un corral de suelo ondulado que la Naturaleza igualaba con matorrales, en los que pululaban las mariposas.

Y por la noche, cuando los jornaleros retrasados volvían al pueblo con la azada al hombro, oían una musiquilla dulce e interminable que parecía salir de las tumbas.

- ¡Dimòni!... ¿Eres tú?

La musiquilla callaba ante los gritos de aquella gente supersticiosa, que preguntaba por ahuyentar su miedo.

Y luego, cuando los pasos se alejaban, cuando se restablecía en la inmensa vega el susurrante silencio de la noche, volvía a sonar la musiquilla, triste como un lamento, como el lloriqueo lejano de una criatura llamando a la madre que jamás había de volver.

¡Cosas de hombres!...

Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de la Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar estupendas historias con credulidad asombrosa.

- En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito... lueguito. Tenía millones, pero yo no quise porque me tira mucho esta tierresita.

Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que le tiraba la tierresita. Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chavalería, Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito solo comparable al fru-fru de sus faldas de percal, almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto... cuando mudase de fortuna.

No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del ambiente de la popularidad y poseedor de irresistibles seducciones, trajese loca a Pepeta(a) La Buena Mosa, una vaca brava que por las mañanas revendía fruta en el Mercado, y con su falda acorazada, pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la frente, pasaba la vida a la puerta de su casa, tan dispuesta a arañarse con la primera vecina como a conmover toda la calle con alguno de sus escándalos de muchachota cerril.

La gente consideraba naturales y justas las relaciones cada vez más íntimas entre Visentico y Pepeta. Eran la pareja más distinguida del barrio, y además, antes de que él se fuese a Cuba ya se susurraba si había algo entre ellos.

Lo que ya no le parecía tan claro a la gente es lo que diría el Menut, un chicuelo enteco y vicioso, empleado en el Matadero para repartir la carne; un pillete con la mirada atravesada y grandes tufos en las orejas, que siempre iba hecho un asco, y de quien se murmuraba si en distintas ocasiones había afanado borregos enteros.

La Pepeta estaba loca; solo una caprichosa como ella podía haber aguantado dos años los celos machacones y las exigencias tiránicas de un granuja rabiosillo, al que ella con su potente brazo de buena moza era capaz de deshacer la cara de un solo revés.

Y ahora iba a ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los vecinos solo con ver al Menut, quien con aspecto de perro abandonado pasaba el día vagando por la calle, tan pronto en el cafetín de Panchabruta como frente a la casa de Pepeta, siempre sucio, con la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la hediondez de la sangre seca.

Ya no repartía carneros a los cortantes de la ciudad; olvidaba su carrito mugriento, y embrutecido por la sorpresa, queriendo llenar aquel algo que le faltaba, solo sabía beberse águilas en el cafetín o ir tras Pepeta, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada más que con la lengua. Pero ella estaba ya despierta. ¿Dónde había tenido los ojos?...

Ahora le parecía imposible que hubiese querido a aquel bruto, sucio y borrachín. ¡Qué abismo entre él y Visentico!... una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba guajiras y bailaba el tango como un ángel, y que, en fin, si no tenía millones y una mulata, ya se sabía que era por lo mucho que le tiraba la tierresita.

Indignábase al ver que aquel granujilla, forrado en la mugre de la carne muerta, aún tenía la pretensión de que continuase lo que solo había sido un capricho... una condescendencia compasiva... ¡Arre allá! Cuando no manifestase su cariño con zarpadasy aprendiese a decirla ¡flor de guayaba! y ¡mulatita! como el otro, entonces podría ponerse en su presencia.

La buena moza fue inflexible, acabó por no escuchar, y desde entonces la calle de Borrull tuvo un alma en pena, que fue el Menut.

En las noches de verano, cuando el calor arrojaba a las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.

La aparición terrorífica pasaba varias veces ante la puerta de Pepeta, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacía la corte a la buena moza, y después desvanecíase por un escotillón: el cafetín donde el Menut, cual nuevo Prometeo, entregaba sus entrañas a las rampantes garras de las águilas amílicas.

¡Qué noches aquellas! Los nuevos amores de Pepeta tenían la acera por escenario y por coro aquel corrillo donde sonaba el acordeón, y ella recibía honores de reina festejada. A su lado, la madre, una vieja insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Pepeta.

La calle, tostada todo el día por el sol, revivía con los primeros soplos de la noche.

Los lóbregos faroles, cuyos palmitos de gas parecían pintados en la pared con almazarrón, dejábanlo todo en fresca penumbra; en las puertas destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores: chorreaban rítmicamente los balcones con el riego de las plantas; en cada balaustrada asomaba un botijo, y de arriba, de aquel cielo oscuro que parecía un lienzo apollillado transparentando lejana luz, descendía un soplo húmedo que reanimaba a la tierra, arrancándola suspiros de vida.

En todas las puertas sonaban el acordeón con su chillona melancolía, la guitarra con su rasgueo soñador, el canto a coro desentonado y estridente, y algunas veces en las esquinas estallaba una tempestad de aullidos, el estrépito de la lucha cuerpo a cuerpo, y los antipáticos perros chatos chocaban sus amenazantes cabezas de foca, hasta que el silletazo de algún vecino de buena voluntad los ponía en dispersión.

Despedazábanse en los corros enormes sandías; hundíanse las bocas en tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el rojo zumo; extendíanse los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce beatitud, escuchando como angélicas melodías los arañazos de los acordeones.

Y a esta hora de digestión líquida, al cantar el sereno las once y estar los corrillos más animados, era cuando a lo lejos la difusa luz de los faroles marcaba algo que se aproximaba balanceándose,trazando zigzags como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.

Era el padre de Pepeta, que con la gorra desmayada y el pañuelo de hierbas en una mano volvía de la taberna. Saludaba a la reunión con tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija, y se hundía por fin en la oscuridad de su casa, maldiciendo a los avaros caseros que, para fastidiar a los pobres, hacen siempre las puertas estrechas.

En aquellas horas de regocijo público, en medio de la calle, acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaban el licenciado y Pepeta; él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído; ella, grave, estirada y seria, apretando los labios como si estuviera ofendida, porque una chavala que se respete debe poner siempre al novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan a comprender que una está chiflada por ellos... ya, ya.

Y mientras tanto, la pobre alma en pena a la puerta del cafetín, con la garganta abrasada por el amílico y el corazón en un puño, oyendo de cerca las bromitas de sus amigachos y a lo lejos las canciones del corro de Pepeta, unos retazos de zarzuela repetidos con monotonía abrumadora.

Pero ¡qué cargantes eran los amigos del cafetín! ¿Que Pepeta no le quería ya? Bueno; dale expresiones... ¿Que él era un chiquillo y le faltaba esto y lo de más allá? Conformes; pero aún no había muerto, y tiempo le quedaba para hacer algo. Por de pronto, a Pepeta y al Cubano

se los pasaba por tal y cual sitio. Ella era una carasera y él un mariquita con su hablar de chiquillo y su peluca rizada. Ya les arreglaría las cuentas.... A ver, tío Panchabruta: otra águila de petróleo refinado. De aquel que está en el rincón, en el temible tonel que ha enviado al cementerio tres generaciones de borrachos.

Y el fresco vientecillo, haciendo ondear la listada cortina de la puerta, arrojaba todos los ruidos de la calle en el ambiente del cafetín, cargado del calor del gas y los vahos alcohólicos.

Ahora cantaban a coro en casa de Pepeta:

Vente conmigo y no temas estos parajes dejar...

Adivinaba la voz de ella, rígida y fría como siempre, y la otra aguda y mimosa, la del cubano, que decía: Vente conmigo, con una intención que al Menut parecía arañarle en el pecho. Conque vente conmigo, ¿eh?... ¡Cristo! Aquella noche iba a arder todo en la calle de Borrull.

Y se lanzó fuera del cafetín sin llamar la atención de los bebedores, acostumbrados a tan nerviosas salidas.

Ya no era el alma en pena; iba rectamente a susitio, a aquel corro maldito que tantas noches había sido su tormento.

- Tú, Cubano, ascolta.

Movimiento de asombro, de estupefacción. Calló el organillo, cesó el coro y Pepeta levantó fieramente la cabeza. ¿Qué quería aquel pillete? ¿Había por allí algún borrego que robar?...

Pero sus insolencias de nada sirvieron. El licenciado se levantaba estirando fanfarronamente su levitilla de hilo.

- Me paese... me paese que ese muchachito se la va a cargar por torpe.

Y salió del corro, a pesar de las protestas y consejos de todos.

Pepeta se había serenado. Podían estar tranquilos; ella lo aseguraba. No llegaría la sangre al río. El Menut era un chillón que no valía un papel de fumar, y si se atrevía a hacer pinitos ya le limpiaría los mocos el otro. Vaya... a cantar. No debía turbarse la buena armonía por un bicho así.

Y la tertulia reanudó su canto débilmente, de mala gana, mirando todos con el rabillo del ojo a los dos que estaban plantados en el arroyo, frente a frente.

Que la que aquí es prima donna, reina en mi casa será...á...á

Pero al hacer una pausa se oyó la voz del Menut, que decía

lentamente, con rabia y acentuando las palabras como si las mascase:

- Tú eres un morral... sí señor; un morral.

Todos se pusieron en pie, rodaron las sillas, cayó el acordeón al suelo, lanzando un quejido, pero... ¡quiá! por pronto que acudieron ya era tarde.

Se habían agarrado como gatos rabiosos, clavándose las uñas en el cuello, empujándose, resbalando en las cortezas de sandía y lanzando sucias blasfemias.

Y el Cubano de pronto se bamboleó para caer como un talego de ropa, y en aquel momento desvaneciose la melosidad antillana, y el lenguaje de la niñez reapareció junto con la desgracia.

- ¡Ay, mare mehua!... ¡Mare mehua!

Retorcíase sobre los adoquines como una lagartija partida en dos, agarrábase el vientre allí donde había sentido la fría hoja de la navaja, comprimiendo instintivamente el bárbaro rasgón, al que asomaban los intestinos cortados, rezumando sangre e inmundicia.

Corría la gente desde los dos extremos de la calle, para agolparse en torno del caído; sonaban pitos a lo lejos, poblándose instantáneamente los balcones, y en uno de ellos la siñá Serafina, en camisa, desmelenada, sorprendida en su primer sueño por el grito de su hijo, daba alaridos instintivamente, sin explicarse todavía la inmensidad de su desgracia.

Pepeta retorcíase con epilépticas convulsiones entre los brazos de varios vecinos; avanzaba sus uñas de fiera enfurecida, y no pudiendo llegar hasta el Menut, le escupía a la cara siempre los mismos insultos con voz estridente, desgarradora, que despertaba a todo el barrio:

- ¡Lladre!...¡Granuja!...

Y el autor de todo estaba allí, sin huir, con su figurilla triste y desmedrada, el cuello desollado por varios arañazos, el brazo derecho teñido en sangre hasta el codo y la navaja caída a sus pies. Tan tranquilo como al degollar reses en el Matadero, sin estremecerse al sentir en sus hombros las manos de la policía, con una sonrisita que plegaba ligeramente los extremos de su boca.

Salió de la calle con los brazos atados sobre la espalda, y la blusa encima, la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de municipales, satisfecho, en el fondo, de que la gente se agolpase a su

paso, como en la entrada de un personaje.

Cuando pasó ante el cafetín, saludó con altivez a sus amigotes que, asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban qué había hecho.

- Res; còses d'hòmens.

Y contento con su suerte, erguido y triunfante, siguió el camino de la cárcel, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la prosopopeya de la estupidez satisfecha.

La cencerrada

I

Todos los vecinos de Benimuslín acogieron con extrañeza la noticia.

Se casaba el tío Sènto, uno de los prohombres del pueblo, el primer contribuyente del distrito, y la novia era Marieta, guapa chica, hija de un carretero, que no aportaba al matrimonio otros bienes que aquella cara morena, con su sonrisa de graciosos hoyuelos y los ojazos negros, que parecían adormecerse tras las largas pestañas entre los dos rodetes de apretado y brillante cabello que, adornados con pobres horquillas, cubrían sus sienes.

Por más de una semana esta noticia conmovió al tranquilo pueblecito, que entre una inmensidad de viñas y olivares alzaba sus negruzcos tejados, sus tapias de blancura deslumbrante, el campanario con su montera de verdes tejas y aquella torre cuadrada y roja, recuerdo de los moros, que destacaba soberbia sobre el intenso azul del cielo su corona de almenas rotas o desmoronadas como una encía vieja.

El egoísmo rural no salía de su asombro. Muy enamorado debía estar el tío Sènto para casarse, violando tan escandalosamente las costumbres tradicionales. ¿Cuándo se había visto a un hombre que era dueño de la cuarta parte del término, con más de cien botas en la bodega y cinco mulas en la cuadra, casarse con una chica que de pequeña robaba fruta o ayudaba en las faenas de las casas ricas para que la diesen de comer?

Todos decían lo mismo. ¡Ah, si levantase la cabeza la siñá Tomasa, la primera mujer del tío Sènto, y viese que su caserón de la calle Mayor, sus campos y su estudi, con aquella cama monumental de que tan

orgullosa estaba, iban aser para la mocosuela que en otros tiempos la pedía una rebanada de pan!

Aquel hombre debía estar loco. No había más que ver el aire de adoración con que contemplaba a Marieta, la sonrisa boba con que acogía todas sus palabras y las actitudes de chaval con que se mostraba a los cincuenta y seis años bien cumplidos. Y las que más protestaban contra aquel hecho inaudito eran las chicas de las familias acomodadas, que, siguiendo las egoístas tradiciones, no hubieran tenido inconveniente en entregar su morena mano a aquel gallo viejo, que se apretaba la exuberante panza con la faja de seda negra y mostraba sus ojillos pardos y duros bajo el sombraje de unas cejas salientes y enormes que, según expresión de sus enemigos, tenían más de media arroba de pelo.

La gente estaba conforme en que el tío Sènto había perdido la razón. Cuanto poseía antes de casarse y todo lo que había heredado de la siñá Tomasa, iba a ser de Marieta, de aquella mosca muerta que había conseguido turbarle de tal modo, que hasta las devotas a la puerta de la iglesia murmuraban si la chica tendría hecho pacto con el malo y habría dado al viejo polvos seguidores.

El domingo en que se leyó la primera amonestación, el escándalo fue grande. Después de la misa mayor, había que oír a los parientes de la siñá Tomasa. Aquello era un robo, sí señor; la difunta se lo había dejado todo a su marido, creyendo que no la olvidaría jamás, y ahora el muy ladrón, a pesar de sus años, buscaba un bocado tierno y le regalaba lo de la otra. No había justicia en la tierra si aquello se consentía. ¡Pero vaya usted a reclamar en estos tiempos! Bien decía don Vicente, el siñor retor, que ahora todo está perdido. Debía mandar don Carlos, que es el único que persigue a los pillos.

Así vociferaban en los corrillos de la plaza los que se creían perjudicados por el futuro matrimonio, ayudándoles en la murmuración casi todos los vecinos de Benimuslín.

El caso era que tal casamiento no acabaría bien. Aquel vejestorio atacado de rabia amorosa estaba destinado a llorar su calaverada. ¡Pequeños iban a ser los adornos!... Todo el pueblo sabía que Marieta tenía un novio, Tòni el Desgarrat, un vago que había pasado la niñez con ella correteando por las viñas, y ahora, al ser mayor, la quería con buen fin, esperando para casarse que le entrasen ganas de trabajar y perder la costumbre de beberse en la taberna los cuatro terrones de su

herencia en compañía de su amigo el dulzainero Dimòni,otro perdido que venía a buscarle del inmediato pueblo para tomar juntos famosas borracheras, que dormían en los pajares.

Los parientes de la siñá Tomasa miraban ahora con simpatía al Desgarrat. Este se encargaría de vengarles.

Y los mismos que antes le despreciaban, los ricachos que volvían la cara al encontrarle, buscábanle en la taberna el día de la primera amonestación, plantándose ante el muchachote, que estaba sentado en un taburete de cuerda con la vistosa manta sobre las rodillas, la colilla pegada al labio y la mirada fija en el porrón, que herido por un rayo de sol, reflejaba inquieta mancha roja sobre el cinc de la mesilla.

- Che, Desgarrat - le decían con sorna - , Marieta se casa.

Pero el Desgarrat acogía esta burla levantando los hombros. Aquello aún había de verse. Hasta el fin nadie es dichoso, y él... ¡recordóns! ya sabían todos que era muy hombre para vérselas con el tío Sènto, que también la echaba de terne.

Así era, y por lo mismo todos esperaban un choque ruidoso.

Allí iba a pasar algo.

Al tío Sènto - según propia afirmación - nadie le ganaba a bruto. Levantaba mucho peso en las elecciones, tenía grandes amigos en Valencia, había sido alcalde varias veces y estaba acostumbrado a enarbolar en medio de la plaza el grueso gayato de Liria para sacudirle dos palos con la mayor impunidad al primero que le incomodaba.

II

Llegó el momento de las cartas dotales. El tío Sènto no hacía las cosas a medias, y además, buena era Marieta y su familia para despreciar la ocasión.

En trescientas onzas la dotaba el novio, sin contar la ropa y las alhajas pertenecientes a su primera mujer.

La casa de Marieta, aquella casucha de las afueras sin más adorno que el carro a la puerta y dos o tres caballerías flacas en el establo, fue visitada por todas las chicas del pueblo.

Aquello era un jubileo. Todas formando grupo, cogidas de la cintura o de las manos, pasaban ante el largo tablado cubierto por blancas colchas, sobre el cual los regalos y la ropa de la novia ostentábanse con

tal magnificencia, que arrancaban exclamaciones de asombro:

- ¡Reina y santísima! ¡Qué cosas tan preciosas!

La ropa blanca clasificada por tamaños, apilada en altas columnas que casi llegaban al techo, cuidadosamente doblada, algo morena, como tejido fuerte, pero con un olor a limpieza y lejía que daba gloria; todo a docenas de docenas, desde las camisas hasta los trapos de cocina, con iniciales de colores chillones y guarnecidas con profusión de randas las ropas de uso interior: los vestidos de seda, gruesos y crujientes,con vivos reflejos metálicos; las faldas de rameado percal mostrando una fresca florescencia de primavera; las mantillas con sus sutiles y complicados arabescos; los corsés blancos y negros pespunteados de rojo, delatando con impudencia en sus rígidos contornos el cuerpo de la novia; y encerrados en sus marcos de cartón, los pañolones de Manila, con aves fantásticas volando en un cielo de seda blanca, y grupos de chinos, unos bigotudos y fieros, otros pelones y bobos, admirando con sus caritas de porcelana a las sencillas muchachas, que soñaban despiertas en aquellos misteriosos países donde los hombres gastan faldas y tienen ojitos de cerdo. Después venían los regalos de los amigos, en su mayoría pilillas de agua bendita para la alcoba, con sus ángeles de porcelana; cajas con cuchillos y cubiertos de plata, y dos grandes candelabros que descollaban majestuosamente. Eran el regalo del marqués, del cacique de la comarca, el hombre más eminente de España, según el tío Sènto, el cual, siempre que se trataba de sacarle diputado por el distrito, estaba tan dispuesto a empuñar el garrote como a echarse la escopeta a la cara.

Y como digno final de aquella exposición, en lugar preferente ostentábanse las joyas chispeando sobre la almohadilla granate de los estuches: las uvas de perlas para las orejas, los alfileres de pecho con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para los caracoles de las sienes, las tres agujas con cabezas de apretadas perlas que habían de atravesar el airoso rodete y aquel aderezo, famoso en Benimuslín, que la siñá Tomasa había comprado en catorce onzas de la calle de las Platerías.

¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hacía la modesta, enrojeciendo cada vez que ponderaban su futura felicidad, pero había que ver los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e insignificante, y la emoción del carretero, que iba como un criado tras su futuro yerno, guardándole todas las consideraciones debidas a un ser superior.

Por la noche fue la lectura de las cartas. Llegó don Julián el notario en su vieja tartana acompañado de su acólito, un infeliz de cara hambrienta con el tintero de cuerno asomado a un bolsillo y el papel sellado bajo el brazo.

Don Julián fue entrado casi en triunfo en la cocina, donde ya estaba preparada una mesilla para el escribiente con velón de cuatro brazos.

¡Qué hombre tan sabio aquel! Leía las escrituras en valenciano e intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha... Vamos, que no había palurdo que pudiera estar serio en presencia de aquel señor siempre grave, que tenía cierto aire eclesiástico, con su largo paletó negro semejante a una sotana,el rostro carrilludo y frescote, cuidadosamente afeitado, y las recias gafas montadas en la frente, lo que era para los vecinos de Benimuslín un capricho inexplicable propio de los grandes talentos.

Comenzó el notario a dictar en voz baja; garrapateaba el escribiente en los pliegos de papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos de casa con el cura y el alcalde, y desaparecían del largo tablado los regalos de boda para dejar sitio a los macizos bizcochos espolvoreados de azúcar, los platos de amargos y las tortas finas secas como cartón, a más de una docena de botellas de rosa y marrasquino.

Tosió varias veces don Julián, púsose en pie tirando de las solapas de su paletó, y todos quedaron en silencio, mientras él agarraba los pliegos escritos con la tinta todavía fresca y comenzaba a leer en valenciano.

¡Qué hombre tan chistoso! Al nombrar al novio hizo una mueca grotesca, y el tío Sènto fue el primero en celebrarlo con una ruidosa carcajada; al mentar a la novia saludó a Marieta con una reverencia de baile y volvió a repetirse la risa; pero cuando llegaron las condiciones del contrato, todos se pusieron graves: un viento de egoísmo y de avaricia parecía soplar en aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas por la emoción al oír hablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivar del Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tío Sènto era el único que sonreía satisfecho de que tan honorable concurso apreciara hasta dónde llegaba su generosidad.

Así se hacían las cosas. Los padres de Marieta lloraban y las vecinas movían la cabeza con expresión de asentimiento. A un hombre así se le podía entregar una hija sin remordimiento alguno.

Cuando el papelote quedó firmado, comenzaron a circular los dulces y las copas. El notario lucía su ingenio, mientras el famélico escribiente se atracaba en representación propia y de su principal.

Aquel don Julián era el encanto de su rudo auditorio. Ya verían de lo que era capaz el día de la boda. Don Vicente el cura y él se habían de emborrachar, brindando por la felicidad de los novios: palabra de honor.

A las once terminó la fiesta de las cartas. El cura acababa de retirarse escandalizado de estar en pie a aquellas horas teniendo que decir la misa primera; el alcalde le había acompañado, y salió por fin el tío Sènto con el notario y el escribiente, los que llevaba a dormir a su casa.

Las calles estaban oscuras. Más allá de la casade Marieta estaba la densa lobreguez de los campos, de la que salían rumores de follaje y cantos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban las estrellas en un cielo de intenso azul. Ladraban los perros en los corrales, contestando a los relinchos de las bestias de labor. El pueblo dormía, y el notario y su ayudante andaban con precaución, temiendo tropezar con algún pedrusco de aquellas calles desconocidas.

- ¡Ave María purísima! - gritaba a lo lejos una voz acatarrada - ; las onse... sereno.

Y don Julián sentíase algo intranquilo en aquella lobreguez. Le parecía ver bultos sospechosos, y en la esquina de la calle, espiando la puerta de Marieta, creyó distinguir gente en acecho...

¡Allá va! Y sonó un terrible chasquido, como si se rasgara a un tiempo toda la ropa blanca de la novia, y de la esquina surgió una gruesa línea de fuego que avanzó rápida y serpenteante con un silbido atroz, que puso los pelos de punta al buen notario.

Era un enorme cohete. ¡Vaya una broma! El notario se arrimó tembloroso a una puerta, mientras el escribiente casi caía a sus pies, y allí estuvieron los dos durante unos segundos, que les parecieron siglos, viendo con angustia cómo el petardo iba de una pared a otra como fiera enjaulada, agitando su rabo de chispas, conteniendo por tres o cuatro veces su silbante estertor, hasta que por fin estalló en horrendo trueno.

El tío Sènto había permanecido valientemente en medio de la calle... ¡Redéu! ya sabía él de dónde venía aquello.

- ¡Chentòla indesent! - gritó con voz ronca por la rabia.

Y agitando su enorme gayato avanzó amenazante, como si tras la esquina fuese a encontrar al Desgarrat con toda la parentela de la siñá

Tomasa.

III

Las campanas de Benimuslín iban al vuelo desde el amanecer.

Se casaba el tío Sènto, noticia que había circulado por todo el distrito, y de los pueblos inmediatos iban llegando amigos y parientes, unos a caballo en sus bestias de labranza con el sobrelomo cubierto con vistosas mantas, y otros en sus carros con sillas de cuerda atadas a los varales, en las que iba sentada toda la familia, desde la mujer con el pelo reluciente de aceite y la mantilla de terciopelo, hasta los chicos que lloriqueaban por las maternales bofetadas recibidas cada vez que atentaban a la limpieza de sus trajes de fiesta.

La casa del tío Sènto era un verdadero infierno. ¡Qué movimiento! Desde el día anterior que allí no se descansaba. Las vecinas que gozaban justa fama de guisanderas, iban por el corral con los brazos remangados y el vestido prendido atrás conalfileres, mostrando las blancas enaguas, mientras que cerca de la gran higuera algunos muchachos atizaban las hogueras de secos sarmientos.

Aquello era un matadero. El cortante del pueblo, cuchillo en mano, les abría el gañote a las gallinas; los chicuelos dedicábanse con el mayor entusiasmo a pelar los cadáveres; revoloteaban nubes de plumas, pegándose al suelo manchado de sangre, y en las vacilantes llamas tostábase la flácida piel, todavía erizada de cañones, pasando después las víctimas a ser colgadas de una rama de la higuera, donde la tía Pascuala, vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujano experto, abríalas en canal, sacando los higadillos y los ovarios, bocados exquisitos para el almuerzo de todos los ayudantes de cocina.

Daba gloria ver tan alegre agitación. Aquellas gentes, que en el resto del año vivían condenadas a manejar la azada de sol a sol, sin más consuelo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspero bacalao, se embriagaban de grasa en la gigantesca inundación de comida. ¡Lo que hace tener dinero! Bien se estaba en una casa como aquella con todo lo que Dios cría de bueno.

Las paellas mostrábanse con la panza hollinada y las entrañas brillantes como plata, esperando el momento de chillar sobre las llamas: el arroz en sacos; los caracoles de montaña en enormes cazuelas orladas de sal, saliendo del agua para enseñar sus movibles cuernos al

sol naciente; en un rincón toda una hornada de rollos, esparciendo en aquel ambiente de sangre y grasa el perfume fragante del pan caliente y tierno; las especias a libras en una caja de latón; y de la bodega salían pellejos y más pellejos, que caían temblorosos en el suelo como cuerpos palpitantes; unos enormes, conteniendo el vino rojo para la comida, y otros más pequeños, guardando el néctar de la bota del rincón, aquel patriarca del que se hablaba en el pueblo con respeto y que con su colorcillo claro y su corona de brillantes hacía caer al más valiente.

¿Y de dulces?... ¡Ave María! El tío Sènto se había traído toda una confitería de Valencia. En sacos estaban los confites para tirar, las almendras roñosas, los canelados, todos aquellos proyectiles de azúcar y almidón, duros como balas, que habían de cubrir de chichones las cabezas de la pedigüeña chiquillería; y dentro, en el estudi, guardábanse las cosas finas: las tortadas cubiertas de flores de caramelo y rematadas por mariposas que temblaban sobre un alambre; los tiernos pasteles de espuma, las bandejas monumentales henchidas de frutas confitadas, todos aquellos primores que desde la puerta, pálidos de emoción y chupándose el dedo con avaricia, contemplaban los chicos de los convidados.

La fiestaprometía. El gozo reflejábase en los rostros rubicundos; en el corral se desataban los pellejos para hacer cataduras y tomar fuerzas, y por si algo faltaba, allá en la calle sonó la alegre dulzaina con escalas que parecían cabriolas. Hasta Dimòni estaba en la fiesta; bien decían que el novio no reparaba en gastos. Había que darle vino para que tocase mejor, y el enorme vaso iba de mano en mano desde el corral hasta la puerta de la calle, donde Dimòni empinaba el codo con gravedad, dejando el sobrante a su pelado tamborilero.

Ya era hora. Don Vicente esperaba en la iglesia, las campanas habían enmudecido y toda la comitiva nupcial salió en busca de la novia: ellas con su vestido hueco y la mantilla a los ojos, y los hombres arrastrando sus recias capas azules de larga esclavina y alto cuello, que les ponía rojas las orejas. Todo el pueblo esperaba a la puerta de la iglesia. Algunos parientes de la siñá Tomasa, violando la consigna de familia, estaban allí en última fila, y no pudiendo resistir la curiosidad, se empinaban pies en punta para ver mejor.

Primero, una turba de muchachos dando cabriolas en torno de Dimòni, que soplaba con la cabeza atrás y la dulzaina en alto, como si esta fuese una gran nariz con la que husmeaba el cielo, y después venían los

novios; él con su sombrerón de terciopelo, su capa con mangas que le congestionaban el sudoroso rostro, y por bajo de la cual asomaban los pies con calcetines bordados y alpargatas finas.

¿Y ella? Las mujeres no se cansaban de admirarla. ¡Reina y siñora! Parecía una de Valencia con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila que con el largo fleco barría el polvo; la falda de seda hinchada por innumerables zagalejos, el rosario de nácar al puño, un bloque de oro y diamantes como alfiler de pecho y las orejas estiradas y rojas por el peso de aquellas enormes polcas de perlas que tantas veces había ostentado la otra.

Esto sublevaba a los parientes de la difunta.

- ¡Lladre! ¡més que lladre! - rugían mirando al tío Sènto.

Pero este se metió en la iglesia con expresión satisfecha, chispeándole los ojuelos bajo las enormes cejas; y tras él desfilaron los padrinos, el alcalde con su ronda, escopeta al hombro, y todos los convidados sudando la gota gorda bajo el peso de las ceremoniosas capas, con grandes pañuelos de atadas puntas pasados por el brazo y henchidos de confites que habían de tirar a la salida de la iglesia.

Los curiosos que quedaron en la puerta miraban a lataberna de la plaza. Hacia ella se fue el dulzainero, como si le molestasen los sonidos del órgano, y allí se encontró con el Desgarrat y sus amigotes, lo peorcito del pueblo, gente sospechosa que bebía silenciosamente, cambiando guiños y sonrisas con los enemigos del tío Sènto.

Algo se tramaba; las mujeres comentaban el caso con voz misteriosa, como si temieran que el pueblo fuese a arder por los cuatro costados.

Ya iba a salir la comitiva. ¡Gran Dios, qué batahola! Del polvo parecía surgir toda aquella chiquillería desgreñada y sucia que se arremolinaba en la puerta gritando ¡Armeles, confits!... mientras que Dimòni se aproximaba rompiendo a tocar la Marcha Real.

¡Allá va! Y el mismo tío Sènto soltó como un metrallazo el primer puñado de confites que, rebotando sobre las duras testas, se hundieron en el polvo, donde los buscaba a gatas la gente menuda, mostrando al aire las sucias posaderas.

Y desde allí hasta casa de los novios, fue aquello un bombardeo: la comitiva sin cansarse de tirar confites y la ronda del alcalde teniendo que abrir paso a patadas y palos.

Al pasar frente a la taberna, Marieta bajó la cabeza y palideció, viendo

cómo sonreía burlonamente su marido mirando al Desgarrat, el cual contestó a la sonrisa con un ademán indecente. ¡Ay! Aquel condenado se había propuesto amargar su boda.

El chocolate esperaba. ¡Cuidado con atracarse! Era don Julián el notario quien lo aconsejaba: había que pensar en que dentro de dos horas sería la gran comida. Pero a pesar de tan prudentes consejos, la gente arremetió con los refrescos, los cestos de bizcochos, los platos de dulce, y en poco tiempo quedó rasa como la palma de la mano aquella mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.

La novia mudábase de traje en el estudi, quedando en fresco percal, los morenos brazos casi desnudos y brillándole sobre el luciente peinado las perlas de sus agujas de oro.

El notario charlaba con el cura, que acababa de llegar con gorrito de terciopelo y el balandrán a puntas. Los convidados huroneaban por el corral, enterándose de los preparativos de la comida; las mujeres se habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de familia; correteaban los chicos en las cercanías del estudi, atraídos por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la incansable dulzaina de Dimòni mientras que la granujería se empujaba dándose cachetes, o rodaba en el polvo por alcanzar los puñados de confites que venían de dentro.

Llegó el instante solemne, y las paellas burbujeantes y despidiendo azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.

Los convidados se apresuraron a ocupar sus asientos: ¡vayaun golpe de vista! Lo que decía el cura con asombro: ¡ni en el festín de Baltasar! Y el notario, por no ser menos, hablaba de las bodas de un tal Camacho, que había leído en no recordaba qué libro.

La gente menuda comía en el corral.

Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba Dimòni, el cual a cada instante enviaba el acólito adonde estaban los pellejos para que llenara el porrón.

¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía toda aquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban alegremente y los ojos miraban con ternura aquellas paellas como circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos como los granos de arroz, hinchados por el substancioso caldo.

Con el pañuelo al pecho a guisa de servilleta, había bigardón que

tragaba como un ogro, mientras las mujeres hacían dengues, llevándose a la boca la puntita de la cuchara con dos granos de arroz, mostrando esa preocupación de la mujer campesina que considera como una falta de pudor el comer mucho en público.

Aquello era un banquete de señores; no se comía en la misma paella, sino en platos, y bebíase en vasos, lo que embarazaba a muchos de los comensales, acostumbrados a arrojar un mendrugo sobre el arroz como señal de que era llegado el momento de pasar el porrón de mano a mano.

La cortesía labriega mostrábase con toda su pegajosidad y falta de limpieza. Ofrecíanse de un extremo a otro del banquete un muslo tierno y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino. Todo eran obsequios, como si cada uno no tuviese en su plato lo mismo que le ofrecían.

Marieta apenas si comía. Estaba al lado de su marido con la cabeza baja. Palidecía, contraíase su frente reflejando penosos pensamientos y miraba con alarma a la puerta de la calle, como si temiera alguna aparición del Desgarrat.

Aquel maldito era capaz de todo. Aún le parecía oír las últimas palabras de la noche en que se despidieron para siempre. Se acordaría de él, ya que por avaricia quería casarse con el tío Sènto; y ella sabía que aquel bruto con su cara de hereje era capaz de hacer algo que fuese sonado. Lo más raro era que a pesar de sus temores, el furor del Desgarrat le producía cierta inexplicable satisfacción. No había remedio; aquel maldito le tiraba mucho. No en balde se habían criado juntos.

La comida se animaba. Estaban ya limpias las paellas; ahora entraban los primores de la tía Pascuala y la gente acometía los pollos asados y rellenos, las fuentes enormes delomo con tomate, toda la cocina indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre abiertas de aquellos glotones.

Los graciosos alegraban la comida. El cura declaraba que ya no podía más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban a estar alumbrados, y con lengua estropajosa les decían a los novios cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sènto y enrojecer a Marieta.

Llegaron los postres con el famoso vino de la bota del rincón, y se

sacaron del estudi las tortadas, los pasteles y las tortas finas.

Como moscas salieron del corral todos los chicuelos, con el pecho y la cara embadurnados de arroz y grasa, yendo a meterse entre las rodillas de sus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.

Marieta púsose en pie con un plato en la mano, y comenzó a dar vueltas a la mesa. Había que regalar algo a la novia para alfileres; era la costumbre. Y los parientes del novio, a quienes convenía estar en buenas relaciones, dejaban caer sobre el redondel de loza la media onza o la dobleta fernandina, monedas relucientes y frotadas con anticipación para que perdiesen la negra pátina adquirida en largo encierro.

- ¡Pera agulletes! - decía Marieta con vocecita mimosa.

Y era un gozo ver la lluvia de oro que caía sobre el plato. Todos dieron, hasta el notario, que soltó cinco duros pensando en que ya se la vengaría al presentar la cuenta de honorarios, y el cura, con gesto de dolor, sacó dos pesetas alegando como excusa la pobreza de la Iglesia por culpa del liberalismo. ¡Ah, si mandasen los suyos!...

Marieta, abriendo el amplio bolsillo de su falda, vació el plato con un alegre retintín que regocijaba el oído.

La cosa marchaba. Hablaban todos a un tiempo, y la gente deteníase en la calle para admirar la alegría de los convidados.

Aquel vinillo claro, coronado de brillantes, surtía efecto. Todos querían brindar.

- ¡Bomba... bombaa! - aullaban los más alegres.

Y se ponía en pie un socarrón, vaso en mano, y después de mirar a todos lados con sonrisa maliciosa que prometía mucho, rompía así:

Brindo y bebo y quedo convidao para aluego.

Todos, a pesar de que este chiste le oyeron ya a sus abuelos, acogíanle con grandes risotadas, y gritaban palmoteando:

- ¡Vítor... vítooor!

Y tras esta muestra de ingenio venían otras, todas ellas tan rancias, no faltando quien se lanzaba a improvisar cuartetas rabudas en honor de los novios.

El notario estaba en su elemento. Aseguraba que el tío Sènto acababa de pellizcarle por debajo de la mesacreyendo que sus piernas eran las de Marieta; hablaba de la próxima noche de un modo que hacía ruborizar a las jóvenes y sonreír a las madres, y el cura, alegrillo y con

los ojos húmedos y brillantes, intentaba ponerse serio, murmurando bonachonamente:

- ¡Vamos, don Julián! Orden, que estoy aquí.

El vino hacía revivir la brutalidad de los comensales. Gritaban puestos en pie, derribando con sus furiosos manoteos botellas y vasos; cantaban acompañados por la dulzaina de Dimòni, a cuyo son saltaban en el corral algunas parejas, y al fin, instintivamente, dividiéronse en dos bandos y de un extremo a otro de la mesa comenzaron a arrojarse puñados de confites con toda la fuerza de sus poderosos brazos, acostumbrados a luchar con la ingrata tierra y las tozudas bestias de carga.

¡Qué divertido era aquello! El tío Sènto reía muy complacido, pero el cura huyó con las mujeres a refugiarse en el estudi, y el notario se ocultó debajo de la mesa.

Caían los cristales de las alacenas hechos añicos; quebrábanse los vasos; un ruido de tiestos sonaba continuamente, y los campeones se enardecían hasta el punto de que, no encontrando confites a mano, se arrojaban los restos de bizcochos y los fragmentos de platos.

- Pròu; ya teníu pròu - gritaba el tío Sènto cansado de sufrir golpes.

Y en vista de que le desobedecían púsose en pie y a empellones los echó al corral, donde los enardecidos mozos continuaron la fiesta arrojándose proyectiles menos limpios.

Entonces fue cuando las mujeres volvieron al banquete con el asustado cura. ¡Reina y siñora! aquello no estaba bien. Era un juego de brutos. Y se dedicaron a auxiliar a los descalabrados, que se limpiaban la sangre sonriendo, sin cesar de decir que se habían divertido mucho.

Volvieron a sentarse todos a la revuelta mesa, en la cual el vino derramado y los residuos de la comida formaban repugnantes manchas.

Pero allí no se ganaba para sustos, y algunas respetables matronas saltaron de sus asientos, afirmando entre chillidos medrosos que algo iba por debajo de la mesa que las pellizcaba las abultadas pantorrillas.

Eran los chicos que, no ahítos de confites, buscaban a gatas los residuos de la batalla.

- ¡Qué granujería tan endemoniada! ¡Pachets... fòra fòra!

Y a coscorrones fue expulsada aquella invasión de desvergonzados buscadores.

Pues señor, bien iba la boda. Había que reconocer que la gente se

divertía.

Y fuera gangueaba la dulzaina, haciendo locas cabriolas, como si estuviera contagiada de aquel regocijo tan brutal como ingenuo.

IV

A las diez de la noche quedaba ya poca gente en casa de los novios.

Desde el anochecer que comenzaron a salir del establo los carritos y las caballeríasenjaezadas. La mayoría de los convidados emprendían el regreso a sus pueblos, cantando a grito pelado y deseando a los novios una noche feliz.

Los de Benimuslín se retiraban también, y en las oscuras calles veíase a más de una mujer tirando trabajosamente del vacilante marido, que era incapaz de excesos en los días normales, pero que en una fiesta se ponía alegre como cualquier hombre.

La vieja tartana del notario saltaba sobre los baches del camino, dormitando don Julián con las gafas en la punta de la nariz y dejando que guiase su escribiente, a pesar de que este se sentía tan trastornado como su principal.

Ya no quedaban en la casa más que los padres de Marieta y algunos parientes.

El tío Sènto mostraba impaciencia. Cada mochuelo a su olivo. Después de un día tan agitado, ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejas brillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.

- ¡Adiós, filla mehua! - gritaba la madre de Marieta - . ¡Adiós!...

Y lloraba abrazándose a su hija, como si la viera en peligro de muerte.

Pero el padre, el viejo carretero, que llevaba media bodega en la panza, protestaba con lengua torpe y socarrona indignación: ¡Redéu! No parecía sino que a la chica la habían sentenciado y la llevaran al carafalet. Vamos, hombre, que era cosa de caerse de risa. ¿Tan mal le había ido a la madre cuando se casó?

Y empujaba a su vieja para desasirla de Marieta, que también derramaba lágrimas; y entre suspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, que cerró el tío Sènto, pasando después los cerrojos y la cadena.

Ya estaban solos. Arriba, en el granero, dormía la tía Pascuala; en la cuadra se acostaban los criados; pero en el piso bajo, en la parte

principal de la casa, solo estaban ellos entre los desordenados restos del banquete y a la luz vacilante de un velón monumental.

Por fin ya la tenía: allí estaba sentada en una poltrona de esparto, encogiéndose como si quisiera achicarse hasta desaparecer.

El tío Sènto estaba intranquilo, y en la vehemencia de su pasión senil no sabía qué decir. ¡Recordóns! no le había ocurrido lo mismo cuando se casó con Tomasa. Lo que hace la edad.

Por algo tenía que empezar, y rogó a Marieta que entrase al estudi. ¡Pero bonita era la chica! ¡Criatura más terca y arisca no la había visto el tío Sènto!

No; ella no se meneaba, no entraba en el estudi aunque la matasen; quería pasar la noche en aquel sillón.

Y cuando el novio intentaba acercarse, replegábase medrosica como un caracol, faltándole poco para hacerse un ovillo sobre el asientode cuerda.

El tío Sènto se cansó de tanto rogar. Bueno; ya que ese era su capricho, que pasase buena noche.

Y agarrando rudamente el velón se metió en el estudi.

Marieta tenía un horror instintivo a la oscuridad. Aquella casa grande y desconocida, la causaba miedo; creyó ver en la sombra la cara ancha y pecosa de la siñá Tomasa, y trémula, con paso precipitado, creyendo que alguien la tiraba de la falda, se metió en el estudi siguiendo a su marido.

Ahora se fijaba en aquella habitación, la mejor de la casa, con su sillería de Vitoria, las paredes cubiertas de cromos religiosos con apagadas lamparillas al frente y sus colosales armarios de pino para la ropa.

Sobre la ventruda cómoda, con agarraderas de bronce, elevábase una enorme urna llena de santos y de flores ajadas; rodeábanla candelabros de cristal con velas amarillas, torcidas por el viento y moteadas por las moscas; cerca de la cama la pililla de agua bendita, con la palma del domingo de Ramos, y junto a ellas, colgando de un clavo, la escopeta del tío Sènto; un mosquetón con dos cañones como trabucos, cargados siempre de perdigón gordo por lo que pudiera ocurrir.

Y como suprema muestra de magnificencia, como complemento del mueblaje, aquella cama famosa de la siñá Tomasa, complicada fábrica de madera tallada y pintada, ostentando en la cabecera media corte celestial, y con un monte de colchones, cuya cima cubría el rojo

damasco.

El marido sonreía satisfecho de su triunfo.

¿No veía ella cómo por fin entraba? Debía obedecerle siempre y no ser tonta. Él solo deseaba su bien, por lo mismo que la quería mucho.

El viejo, a pesar de su rudeza, decía esto con expresión dulzona, como si aún tuviera en su boca algún confite de la comida, y extendiendo las manos con audacia.

- Estigas quiet - decía Marieta con voz sofocada por el miedo - . No s'acòste.

Y mudaba de sitio, huyendo de su marido. Iba de una parte a otra mirando con ansiedad las paredes, como si esperara ver en ellas un agujero, algo por donde poder escapar.

Si no sintiera tanto miedo en la oscuridad, pronto hubiera abierto la puerta del estudi, huyendo de aquella lucha insostenible.

El tío Sènto la concedía una tregua e iba desnudándose con resignada calma.

- ¡Pero qué tonta eres! - decía con entonación filosófica.

Y repetía la frase un sinnúmero de veces, mientras se quitaba las alpargatas y los pantalones de pana, desliándose la negra faja para que el vientre recobrase su hinchada elasticidad.

Oyose a lo lejos el reloj de la iglesia dando las once.

Era ya hora de acabar aquella situaciónridícula; ¿se acostaba Marieta, sí o no?

Y el tío Sènto hizo con tal imperio la pregunta, que la novia levantose como un autómata, volvió su rostro a la pared y comenzó a desnudarse con lentitud.

Quitose el pañuelo del cuello, y después, tras largas vacilaciones, el corpiño fue a caer sobre una silla.

Quedó al descubierto el ceñido corsé de deslumbrante blancura, con arabescos rojos; y más arriba la morena espalda de tonos calientes, como el ámbar, cubierta de una suave película de melocotón sazonado y rematada por la cerviz de adorable redondez, erizada de rizados pelillos.

Aproximábase el tío Sènto cautelosamente, moviéndose al compás de sus pasos el blanducho y enorme abdomen. No debía ser tonta: él la ayudaría a desnudarse.

E intentaba meterse entre ella y la pared para verla de frente y apartar aquellos brazos cruzados con fuerza sobre el exuberante y firme pecho, oprimido por las ballenas del corsé.

- ¡No vullc! ¡no vullc! - gritaba con angustia la muchacha - . ¡Apartes d'ahí!... ¡Fuxca!

Con fuerza inesperada empujó aquella audaz panza que la cerraba el paso, y siempre ocultando su pecho, fue a refugiarse entre la cama y la pared.

El tío Sènto se amoscaba. Aquello ya pasaba de broma, y él no se sentía capaz de contemplaciones. Fue a seguir a Marieta en su escondrijo, pero apenas se movió, ¡redéu! parecía que el pueblo se venía abajo, que la casa era asaltada por todos los demonios del infierno, o que había llegado el juicio final.

¡Vaya un estrépito! Eran latas de petróleo golpeadas a garrotazo limpio; cabezones agitando sus innumerables cascabeles, enormes matracas y grandes cencerros sonando todos a un tiempo, y al poco rato disparáronse cohetes que silbaban y estallaban junto a la reja del estudi. Por las rendijillas de las maderas penetraba un resplandor rojizo de incendio.

Adivinaba él lo que era aquello y a quién lo debía. Si la pena fuera un sòu, si no hubiese presidio para los hombres, ya arreglaría él a aquella pillería.

Y juraba y pateaba, despojado ya de su fiebre amorosa, sin acordarse de Marieta, que asustada al principio por el infernal estrépito, lloraba ahora, creyendo que sus lágrimas podían arreglarlo todo.

Ya se lo habían dicho sus amigas. Se casaba con un viudo y tendría cencerrada.

¡Pero qué cencerrada, señores! Era en toda regla, con coplas alusivas que la gente celebraba con carcajadas y relinchos, y cuando cesaba momentáneamente el estrépito de latas y cencerros, sonaba la dulzaina con sus gangueos burlones, y una voz acatarrada que conocía Marieta(¡vaya si la conocía!) hablaba de la vejez del novio, de lo carasera que había sido la novia y del peligro enque estaba el tío Sènto de ir al día siguiente al cementerio si quería cumplir su obligación.

- ¡Morrals! ¡Indeséns! - rugía el novio, e iba loco por el estudi manoteando como si quisiera exterminar en el aire aquellas coplas que venían de fuera.

Pero una malsana curiosidad le dominaba. Quería ver quiénes eran los guapos que se atrevían con él, y de un bufido apagó el velón, abriendo después un ventanillo de la reja.

La calle entera estaba ocupada por el gentío. Algunos haces de cáñamo seco ardían con rojiza llama, y su resplandor de incendio abarcaba el corro principal de la cencerrada, dejando en la oscuridad el resto de la muchedumbre.

Allí estaban los autores. El Desgarrat al frente y toda la parentela de la siñá Tomasa. Pero lo que más indignaba al tío Sènto era que estuviese allí Dimòni acompañando con su dulzaina las indecentes coplas, cuando el muy ladrón había recibido dos horas antes dos duros como dos soles por su trabajo en la boda. ¡Y cómo se reía aquel hereje cada vez que su amigo el Desgarrat cantaba una desvergüenza!

Había para hacer un disparate.

Lo que más alteraba al tío Sènto, aunque él lo callase, era ver que aquel insulto a su persona lo presenciaba medio pueblo, los mismos que antes le temían o le buscaban humildes e imploraban su favor. Su estrella se eclipsaba. Todos le perdían el respeto después de su calaverada casándose con una chica.

Despertábase su soberbia de hombre rudo acostumbrado a imponer su voluntad, y temblaba de pies a cabeza ante los feroces insultos.

Conformábase con el ruido: que golpeasen cuanto quisieran, pero que no cantase aquel perdido, pues sus coplas le aglomeraban la sangre a los ojos.

Pero el Desgarrat era infatigable, la gente acogía las coplas con aullidos de entusiasmo, y el viejo, ya trastornado, se hacía atrás como si en la oscuridad del estudi fuese a buscar algo.

Aún permaneció en el ventanillo viendo cómo la multitud abría paso a algunos amigos del Desgarrat que conducían en hombros un objeto largo y negro.

- ¡Gori, gori, gori! - aullaba la multitud, parodiando el canto de los entierros.

Y el novio vio pasar en la punta de un palo, a guisa de un guión, unos cuernos, enormes, leñosos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo fondo descansaba un monigote con dos grandes marañas de pelo en lugar de las cejas.

¡Cristo, aquello era para él! Ya se atrevían a lanzarle en el rostro aquel apodo de Sellut que nadie había osado proferir en su presencia.

Rugió apartándose del ventanillo, buscó a lo largo de la pared, a tientas en la oscuridad, algoapoyó en su rostro contraído por la rabia y sonaron dos truenos que hicieron parar en seco la ruidosa cencerrada. Había tirado a ciegas, pero tal era su deseo de matar, que hasta estaba seguro de haber acertado.

Se apagaron las rojas antorchas, oyose el rumor de la gente que huía apresurada y algunas gritaban desde la calle:

- ¡Pillo... asesino! El Sellut es. Asómat, granuja.

Pero el tío Sènto nada oía. Estaba plantado en medio del estudi como asombrado de lo que había hecho, con la caliente escopeta quemándole las manos.

Marieta, poseída de pasmo, gimoteaba en el suelo. Su estertor ansioso era lo único que oía él, y dirigiendo su furia a lo que más cerca tenía, murmuraba con ferocidad:

- ¡Calla... cordóns!... ¡Calla o te mate a tú!...

El tío Sènto no salió de su estupor hasta que golpearon rudamente la puerta de la calle.

- ¡Abran a la Guardia Civil!

Debían estar levantados los criados desde mucho antes, pues la puerta se abrió, acercándose al estudi el ruido de culatas y zapatos claveteados.

Cuando el tío Sènto salió a la calle entre los dos guardias, vio el cadáver del Desgarrat hecho una criba. No se había perdido un perdigón.

Los compañeros del muerto amenazáronle de lejos con sus navajas; hasta Dimòni, tambaleando por el vino y la emoción, le apuntaba fieramente con su dulzaina, pero él nada veía, y se alejó cabizbajo, murmurando con amargura:

- ¡Bonica nit de novios!

La apuesta del esparrelló

La oí una tarde de invierno, tumbado en la arena, junto a una barca vieja, sintiendo en los pies los últimos estremecimientos de la inmensa

sábana de agua que espumeaba colérica bajo un cielo frío, ceniciento y entoldado.

Nazaret, con su extenso rosario de blancas casuchas, estaba a nuestras espaldas, y a mi lado un viejo pescador, momia acartonada, que parecía bailar dentro de su traje de bayeta amarilla, hinchado de aire. Echábase la gorrilla de seda sobre una oreja y chupaba su pipa con la gravedad de un moro, en cuclillas, trazando con la mano, como un manojo de sarmientos, complicados arabescos en la arena.

Había llovido fuerte allá por las montañas de Teruel; el río arrojaba en el mar su agua arcillosa y fría, y todo el golfo teñíase de un amarillo rabioso, que a lo lejos debilitábase hasta tomar tonos de rosa. La estrecha faja verde que recortaba el límite del horizonte delataba que era un mar lo que parecía inundación de tisana.

Y mientras mirábamos la rojiza extensión, en cuyo límite se marcaba como ligera nubecilla el cabo de San Antonio, la arremangada gente de Nazaret tiraba de los bolichones o se arrojabaen el agua sucia.

El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquel era un buen día. Iban a caer los esparrellóns como moscas.

Y eso que el esparrelló era el bicho más ladino y malicioso que se paseaba por el golfo.

¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las gastaba el tal animalito, iba a contarme un cuento, que indudablemente sería un sucedido, pues de no ser así, no se lo habría contado a él su padre.

Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa comenzó a contarme el sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las despobladas encías.

***

También aquel día había crecido el río, y cerca de la orilla resbalaba el bolichó traidoramente por entre las turbias olas, arrastrando hacia la arena seca a los incautos peces, atraídos por la frescura del agua dulce y sucia.

El esparrelló del cuento, panzudo, pequeñito y vivaracho, un pilluelo que correteaba por los escondrijos y rincones del golfo con grave disgusto de su familia, acababa de ver caer a todos los suyos entre las mallas de una red. Se salvó él por ligereza, y como era un perdis y los

sentimientos de familia no están muy arraigados en su especie, solo se le ocurrió huir mar adentro, moviendo graciosamente la colita, como si quisiera decir:

- Sálveme yo y perezca la familia: mejor es el agua turbia que el aceite de la sartén.

Pero cerca de la entrada del puerto oyó un poderoso ronquido que conmovía las aguas, como si el suelo del mar se estuviera desgarrando.

El esparrelló dejose caer en línea recta, y en una hondonada abierta por las dragas en el fango, vio tumbado como un canónigo a un reig corpulento, que lo menos pesaba cuatro arrobas; un animalote insolente y matón que cobraba el barato en todo el golfo y apenas movía una agalla hacía temblar a todo el escamado enjambre.

¡Vaya un modo de dormir! Cansado de las aguas verdes y tranquilas cargadas de calor y de luz, le placía la frescura y la semioscuridad del barro líquido que arrastraba el río, y roncaba como si estuviera en una alcoba con las cortinas corridas.

El esparrelló quiso pasar un buen rato con el terrible personaje, pero sus malas intenciones no iban más allá del deseo de divertirse a costa ajena, y se limitó a pasar y repasar por las jadeantes narices del coloso, haciéndole cosquillas con las finas púas de su cola.

Pero bueno era el reig para inquietarse por tales caricias. A fuerza de sufrir cosquillas cesó de roncar yse incorporó un poco moviendo su poderosa cola, pero tumbose sobre el otro costado, y siguió bramando con la tranquilidad del que, seguro de su fuerza, no teme peligros.

- ¡Animal! - le gritaba el pececillo junto a una agalla -; ¡animal, despiértate!

- ¿Eh? - exclamaba el reig entre dos ronquidos con su bronca voz de borracho.

- Que te despiertes. Hay por ahí un belén de mil demonios. La gente de Nazaret ha roto hostilidades, y a miles se lleva prisioneros a los nuestros.

- Allá vosotros. Eso va con la morralla y no con personas de mi clase.

- Es que para ti también hay. Por arriba va la barca del Toto explorando, y si ha oído tus ronquidos, ahora mismo tienes aquí el bolichó de cuerdas, y mañana estás en la Pescadería hecho cincuenta cuartos.

- ¡Cincuenta demonios! - roncó con furia el reig, y dando un furioso coletazo abandonó la cama de barro, poniéndose en facha de escapar, mientras al ladino esparrelló le temblaban todas las escamas con las convulsiones de una risita aguda e insolente.

El reig se amoscó al ver que tomaban a broma su prudencia, y avanzando el cuerpo hacia el diminuto bicho, quiso reconocerle en la semioscuridad.

- ¿Eres tú, granuja? Tú acabarás mal; y si no fuera porque me tacharían de ingrato, lo que no corresponde a una persona de mi edad y mi peso, ahora mismo te tragaba. ¿Crees tú, mocoso, que me dan miedo todos esos pelambres que vienen a buscarnos en el fondo de las aguas? Soy demasiado guapo para dejarme coger. Pregúntale a ese Toto de quien hablas cuántas veces de una morrá le he roto el bolinchón de cuerdas. Si repito muchas veces la fiesta le arruino. Pero tengo conciencia; antes que hacer daño a un padre de familia prefiero huir a tiempo, y me va tan ricamente con este sistema, que mientras los de mi familia han ido a morir faltos de respiración en la playa, yo escapo siempre, y aquí me han de caer las escamas de puro viejo.

- Lo mismo soy yo - dijo con petulancia el pececillo -; los míos se han dejado arrastrar, pero a mí no me falta ligereza, y aquí estoy. Es gran cosa el ser pequeño.

- Quita allá, bicho ruin. Lo que vale es ser grande como yo, con más fuerza que un caballo y capaz de llevarse por delante de un empujón todas las redes de esos pelagatos.

Y para demostrar su fuerza, en menos de un segundo dio dos o tres coletazos con la aviesaintención de pillar desprevenido al esparrelló, y con tanto empuje, que si lo alcanza lo revienta.

Pero el granuja se echó a un lado oportunamente, amoscado por tan villanas caricias.

- Fuerte sí que lo eres; convenido. Si no salto me partes, y eso no está bien entre personas decentes, que deben ser agradecidas. Pero en cambio soy más ligero: corro más que tú. Mira como tu cola no me alcanza.

- ¿Tú correr más?... ¡Jo! ¡jo! ¡jo!

Tan graciosa era la afirmación del petulante pececillo, que el reig se revolcaba con convulsiones de risa, y sus carcajadas, sonoras como ronquidos, hacían hervir el agua.

- Calla, condenado, que el Toto debe andar por arriba.

La advertencia devolvió al reig su seriedad, pero le cargaba que aquel bicho insignificante sacara a colación a cada momento el nombre del pescador, y quiso vengarse.

- ¿Que tú corres más? - dijo con su expresión de jaque testarudo -; eso pronto se verá. Hagamos una apuesta: a ver quién llega antes al cabo de San Antonio. Apostaremos... ¡vaya! ya está. Si yo llego antes te dejarás comer en castigo a tu fanfarronería, y si quedo rezagado te protegeré siempre y seré tu siervo. ¿Conviene, chiquitín?

¡Pobre esparrelló! Le temblaban todas las escamas al verse metido en porfía con tan peligroso bruto, pero entre ser devorado al momento o de allí a unas horas, optó por lo último.

- Conforme, grandullón - contestó con risita forzada -; cuando quieras empezaremos.

- Vamos a las aguas verdes, que esto está turbio.

Y lentamente, moviendo con indolencia la cola, como dos buenos amigos que salen a tomar el fresco, el reig y el esparrelló llegaron al sitio donde se aclaraban las aguas con un dulce tono de esmeralda líquida.

El gigante dio unos cuantos coletazos alegres, roncó, haciendo hervir el agua con sonoras burbujas, y se puso en facha para correr.

- Mira, chiquitín: sé que te quedarás atrás, pero no pienses en huir, porque te buscaría por todo el golfo. Aunque grandote, no soy tan bruto como crees.

- Menos palabras, y al avío.

- ¿Vaya, chiquillo?

- Cuando quieras.

- Pues ¡va!

¡Caballeros y qué modo de correr! Aquel reig era una tempestad. Al primer coletazo salió como un rayo, envuelto en espuma, moviendo un estrépito de todos los demonios. Tan ciego iba, que casi se estrelló los morros contra la popa de una fragata inglesa cargada de guano que había naufragado veinte años antes y estaba hundida en la arena como una carroña carcomida por los miles de pececillos que se albergaban en su vientre.

Pasó adelante sin sentirel encontronazo, jadeante, enfurecido, moviendo a un tiempo cola, aletas y agallas, de un modo vertiginoso,

con un ruido y un hervor que conmovía todo el golfo.

¿Y el esparrelló? ¡Pobrecito! quiso seguir a su corpulento enemigo, pero el hervor de la espuma le cegaba, la violenta ondulación producida por cada coletazo del reig le hacía perder camino, y a los pocos minutos se sentía rendido por una carrera tan loca.

Pero el animalito panzudo era un costal de malicias. Esforzándose, llegó hasta la cabeza del reig, y fijándose en las grandes agallas que se abrían y cerraban con movimiento automático, hizo una graciosa evolución y se coló por una de ellas.

No se estaba mal allí. Viajar gratis, a doble velocidad y acostadito en aquel nido forrado de suave escarlata, era una dicha.

- ¡Je! ¡je! ¡je! - reía socarronamente el pececillo sacando la cabeza por la ventana de su guarida.

Y el reig daba un salto, murmurando:

- Ese bicho ruin me da alcance. Oigo su risita burlona. Corramos, corramos.

Y cada carcajada del esparrelló era como un espuelazo para el pescadote.

¡Qué loca carrera! Aquella cola poderosa batía los profundos algares, y en el verdoso espacio flotaban arremolinados los pardos hierbajos, mientras que las larvas, las indefinibles mucosidades que vivían misteriosamente en el seno de los estercoleros submarinos, salían escapadas huyendo del brutal azote.

Después de los algares, las colinas sumergidas, aquellos peñascales en cuyas cuevas jugueteaban los peces recién nacidos, transparentes y diáfanos como sombras.

¡Qué espantosa revolución llevaba el reig a estos tranquilos lugares!

Le conocían bien por sus brutales majaderías, por sus caprichos de matón que alarmaban a todo el golfo, y las plantas submarinas que tapizaban los peñascos agitaban sus puntiagudas y verdes cabelleras, como si quisieran gritar con angustia:

- ¡Atención, que llega ese loco!

Las almejas, gente tranquila que huye del ruido, al ver aproximarse el torbellino de espuma y furiosos coletazos, replegábanse medrosicas, cerrando herméticamente las dos hojas de su negra vivienda; los erizos apelotonábanse, formaban el cuadro, presentando por todos lados sus

haces de agudas bayonetas; los calamares sentían tal miedo, que se envolvían en su diarrea de tinta; los gatos de mar sacaban por entre las piedras sus chatas cabezas y vientres atigrados con trémula inquietud; las lapas agarrábanse a la roca con más fuerza que nunca; los langostinos ocultaban su transparencia de nácar bajo el brillante fanal de alguna caracola hueca; los salmonetes huían en bandadas, esparciéndose como el brillante chisporroteo de una hoguera aventada, y en aquel mundo verdoso e inquieto, el paso veloz del enfurecido animalote producía entre los torbellinos de la espuma un hervor de carmín y plata, deescamas que despedían al huir fantásticos reflejos y colas que se agitaban con la ansiedad del pánico.

Una rozadura del reig bastó para arrancarle dos patas a una langosta, y la pobrecita, apoyada en un salmonete que se prestaba a ser su procurador, emprendió la marcha hacia las Columbretes, para pedir justicia y venganza a algún tiburón de los que rondan aquellas islas.

Dos alegres delfines que estaban acabando de merendarse un atún putrefacto, levantaban sus morros de cerdo y se burlaban de su amigote gritando:

- ¡A ese, a ese, que está loco!

Y decían verdad; si no estaba loco, poco le faltaba; aquella maldita risa del esparrelló la tenía siempre en los oídos, y el pobre animal corría y corría espoleado por la vergüenza de ser vencido.

Por fortuna, en el verdoso y confuso horizonte comenzaron a marcarse las masas negras de las estribaciones submarinas del cabo, con sus profundas cuevas, donde las señoras del golfo en estado interesante iban a depositar sobre el tapiz de hierba fina sus innumerables huevos.

El jadeante reig, que no podía ya con su alma, llegó junto a las rocas y dijo con angustioso ronquido:

- Ya llegué.

Pero la vocecilla cargante contestó con timbre de falsete:

- Yo primero.

El muy granuja acababa de saltar desde el interior de la agalla, y se pavoneaba ante el hocico del cansado reig, como si hubiera llegado mucho antes.

El sencillo animalote no sabía qué hacer. Sintió tentaciones de darle un trompis al insolente bicho que lo convirtiese en papilla, pero encorvándose se llevó varias veces la cola entre los ojos y se rascó con

expresión reflexiva.

- Bueno - roncó por fin - . En esto debe haber trampa, pero la palabra es palabra. Mocoso, manda lo que quieras; seré tu criado.

***

Y el viejo pescador, terminado su cuento, sonreía y guiñaba los ojos maliciosamente.

Aquello era de los tiempos en que los pescados hablaban, pero tenía intríngulis.

¿Que no lo adivinaba? Pues era sencillo: que en este mundo puede más el listo y el astuto que el fuerte que todo lo fía al corazón y a la acometividad. Que vale ser más esparrelló pequeño y malicioso, que reig enorme y sencillote. Que acometiendo de frente y arrollándolo todo solo se consigue ser vehículo del listo que se esconde en la agalla para salir a tiempo.

Y el vejete me miraba con tal expresión de malicia y lástima, que me ruboricé, murmurando para adentro:

- Este tío me conoce.

La caperuza

Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino en el primero a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con muchas canas enla barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga con vuelillos en la Audiencia; un hombre, en fin, que realizaba en su físico ese ideal de la justicia majestuosa e imponente.

Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos gritos a través de la puerta. "¡Pilín!... ¡vida mía!... ¡rey de los pillos!... ¡ven aquí, príncipe de Asturias!..."

Era la familia que se entregaba en cuerpo y alma al culto de su ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus derroches de elocuencia, que enviaban gente a presidio, abrazaba a su mujer y ambos reían y gritaban como unos locos en torno de la niñera, que mantenía en sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a Pilín, un granuja que apenas tenía un año y a quien bastaba un leve grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir a un tiempo tantas órdenes

contradictorias.

¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre. Miraba a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando tanto de la madre como del niño.

Lo único que sacaba de su apatía característica a la joven señora era el pequeñín, juguete raro al que amaba con pasión inextinguible y que no se parecía a ninguno de los que formaban sus delicias cinco o seis años antes. Mucho le había costado. En su memoria, donde se borraban las cosas con facilidad, quedaba aún brumoso y sombrío el recuerdo de aquellos tres días de tormento, de espantoso potro, de susto y sorpresa más que de dolor, con la casa alborotada por sus berridos y el marido sudoroso, jadeante, con los lentes inseguros, preparando medicinas y riñendo por torpes a las criadas. Pero ya todo había pasado, no volvería más, no señor: ella lo aseguraba con una firmeza cándida que hacía reír; y ahora, en premio a sus tormentos, tenía al lindo monigote, a aquel bebé de carne y hueso, a quien todos en la casa llamaban Pilín, por bautizarle con tan extravagante nombre la rústica niñera, una criadita cerril que, en opinión de algunos, la habían cazado con lazo en las montañas de Chelva.

Por la mañana, cuando el señor estaba en la Audiencia salvando la sociedad a fuerza de oratoria indignada, la mamá se entretenía con Pilín, dando rienda suelta a sus aficiones decolegiala traviesa, que la maternidad no había extinguido. Madre e hijo tenían moralmente la misma edad. Pilín pataleaba como un gatito panza arriba sobre la alfombra del salón, mostrando sus rosadas desnudeces, lanzando aulliditos a falta de palabras, diciendo sin duda, en el misterioso lenguaje de la lactancia, que su mamá era una loca; y ella, ajando sus vestidos lujosos, que se llevaban la mitad de la paga del fiscal, moviendo grotescamente su linda cabecita despeinada, andaba a gatas en torno del bebé, hacía el perro para asustarle, y si sus gracias arrancaban una risita al mimado príncipe de Asturias, entonces llegaba a la demencia de su borrachera cariñosa, se arrojaba sobre él, le agarraba la cabezota enorme cubierta de pelillos rubios, su bola de oro, según ella decía, y cuando Pilín gimoteaba próximo a la sofocación, la caricia bajaba, tibia, cariñosa, y la infantil señora, con tanta unción como si adorase la santa

faz, besuqueaba furiosa las nalgas de rosa del muñeco con esa fuerza de estómago que solo tienen las madres.

¿Y él?... Estaba sublimemente ridículo en la adoración de aquel monigote que le llegaba a los cuarenta y cinco bien cumplidos. La mamá y el niño salían a recibirle en la escalera, y los vecinos veíamos cómo después de comerse a besos a Pilín, se lo echaba al hombro y se metía dentro andando con majestad, como un San Cristóbal, con chistera y lentes. ¡Y pensar que por bajo del bigote aún le revoloteaba la vindicta pública, la espada vengadora de la ley, la acusación justa... todas las palabrotas con que regalaba veinte años de presidio al primero que caía bajo su mirada iracunda de acusador!

Los periódicos se hacían lenguas de su elocuencia, de la lógica con que formulaba sus acusaciones, pero él así hacía caso de tales elogios, como si fuesen dirigidos al Gran Turco. La fama le preocupaba poco: lo único que le enorgullecía era ser padre de Pilín, y que su mujer, que antes era tan poquita cosa, tuviese unos pechos abultados, fuertes, siempre llenos, y la abnegación bastante rara de criar a su hijo.

Salía poco de casa. Los autos y Pilín le absorbían, y por las mañanas tenía que hacer un penoso esfuerzo para entregar el niño a la mamá y marcharse a la Audiencia. ¡Qué ministros los de Justicia! De seguro que no eran padres. Porque vamos a ver: ¿qué perdería la magistratura con que él llevase a Pilín a la Sala, sentándolo a su lado para que presenciara los triunfos del papá?

Las noches eran terribles para don Andrés. Los pisos de cartón y tabiques de papel que fabrica lamoderna arquitectura, nos permitían a los vecinos oír sus paseos desesperados, las cancioncillas a media voz con que intentaba aplacar a aquel granuja que llevaba en brazos, sonriente de día, pero malhumorado de noche, y con el especial gusto de que nadie durmiera en la casa. ¡Pobre don Andrés! Recordando murmuraciones de las criadas, me lo imaginaba dando vueltas por el salón, en camisa, las piernas desnudas, los pies en pantuflos, y a pesar de todo, grave y digno, luciendo su barba de apóstol y los brillantes lentes con la misma majestad que cuando, cruzándose la toga sobre el pecho, se sentaba en el terrible banco. Y en vez de reírme infundíame respeto la santa paciencia de aquel hombre, que se veía padre cuando ya caminaba hacia la vejez y que para aplacar al energúmeno que llevaba en brazos pasaba la noche cantando cancioncillas con voz de falsete y recordando las óperas oídas cuando estudiante, mientras la

señora roncaba cara a la pared.

Pero en cambio, de día, aquello era gozar. Ninguno de sus ascensos le había producido tan profunda impresión como las monadas de su hijo. Cuando Pilín contraía con una sonrisa su carita, marcando los adorables hoyuelos de sus carrillos, don Andrés lo conmovía todo con sus carcajadas de gigante bondadoso, y si el chiquitín lanzaba uno de sus rugidos de alegría, que parecían el grito de guerra de un apache, el respetable fiscal saltaba y chillaba como un loco. Y luego, ¡qué gusto aquello de sentirse en la barba las trémulas manecitas que tiraban tercamente de los pelos, y qué dulces estremecimientos se sentían al acariciar la cabezota peliblanca que latía por entre los huesos tiernos y mal unidos!...

Aquello era una borrachera de cariño, una idolatría molesta para las criadas, pues menudeaban las órdenes: "A ver, cierre usted pronto ese balcón, no se constipe el niño." "Cuidado, muchacha, que puede caerse el señorito."

En aquella casa no se vivía más que para ser esclavo del dicho señorito. Antes una mota de polvo en la mesa del despacho ponía furioso a don Andrés, y ahora los alguaciles, al recoger los autos, tropezaban con algún zapatito tamaño como cáscara de nuez, y hacían muecas ante ciertas manchas sospechosas en los respetables folios.

Porque eso sí; el monigote, alentado por la servidumbre de sus mayores, era un terrible anarquista, un demoledor de lo existente, que reía como un bandido cuando lograba ofender con el más atroz de los insultos a la justicia humana. No lo entraban en el despacho y lo ponían en la mesa sin que hiciera de las suyas, y mientras el padre, embobado y con lapluma en alto, le hablaba cual si pudiera entenderle, él sonreía hipócritamente, y mientras tanto, ¡zas! lanzaba por bajo una ruidosa protesta que inutilizaba algún escrito de conclusiones en que el papá amontonaba párrafos de estilo elevado, pidiendo garrote vil para cualquier enemigo de la sociedad. Y no había medio de enfadarse de veras. Ponía el grito en el cielo ante aquella ofensa irreparable que arrojaba indeleble mancha sobre el ministerio fiscal, echaba del despacho a la madre y al hijo, acusándola a ella del atentado, pero a los pocos minutos ya estaba allí la señora riendo como siempre, con el Pilín grotescamente disfrazado. Aquella cabeza de chorlito adoraba la boquita de viejo de su nene, decía que al reír tenía cierto aire de payaso y encontraba diversión enharinándole la carita con los polvos de su

tocador y encasquetándole en la cabeza un cucurucho de papel, una caperuza de mágico prodigioso. No caía en sus manos pliego de papel de oficio que no le convirtiese en caperuza para Pilín, y era de ver el coro de carcajadas que estallaba en el despacho ante el puntiagudo cucurucho. Reía la madre su invención tantas veces repetida, acompañábala el fiscal con sus carcajadas ruidosas y hasta Pilín lanzaba chillidos, muy satisfecho de su fachita grotesca.

Pero no eran todo alegrías para don Andrés. Felicitábanle muchas veces por sus triunfos de orador, por aquellos elogios de la prensa.

- ¡Ah! sí... los periódicos - contestaba con distracción - . Hombre, a propósito. Esta mañana hablaban de la difteria. ¿Sabe usted los estragos que hace esa pícara? ¡Oh! ¡cosa tan terrible para los niños!

Lo decía de un modo que no daba lugar a dudas. ¡Ah! Si la tal difteria se personalizase, si se convirtiera en un ser de carne y hueso y la tuviera él en el banquillo de los acusados... no tendría frío con lo que la tiraría encima.

Y la terrible enfermedad debió ofenderse por los malos pensamientos de don Andrés, y un día, ¡cataplum! metiose por las puertas del principal y su primer anuncio fue apretarle la garganta a Pilín.

¡Gran Dios! Aquello fue una catástrofe que lo revolvió todo instantáneamente; algo semejante a la explosión de una bomba, al incendio de un buque, donde todos corren azorados por el peligro, sin saber qué hacer.

Vosotros, infelices, que vestidos de paño pardo arrastráis una cadena en Ceuta y se os abren las carnes al recordar las terribles palabras de aquel que os acusaba, hubierais sentido asombro al ver al hombre austero como la ley, inquebrantable como el castigo, indignado como la venganza, pálido ahora, nervioso, pasando las noches inclinado sobre unacuna, estremeciéndose ante una respiración ronca, asfixiada, ocultándose en los rincones para quitarse los lentes y pasarse las manos por los ojos, gritando con acento desesperado: "¡Pilín... hijo mío, no te mueras!"

Pero por malos que seáis, no hubierais gozado con la caída del hombre inexorable, al verle después sombrío, reconcentrado, ante la misma cuna cubierta de flores blancas, pasando la mano temblorosa sobre la pálida frente de Pilín, helada con ese frío especial que sube por el brazo hasta el corazón, y mirando de vez en cuando al cielo con expresión

desesperada, como si por allá arriba anduviese algún prófugo contra el que preparaba la más terrible de las acusaciones.

¡Pobre Pilín! ¿Qué has hecho? No más caperuzas; ya no te burlarás de la ley lanzando tu ruidosa protesta sobre la vindicta pública; tu eterna cuna será esa cajita blanca, coquetona, acolchada como una bombonera, que tu padre mira con ganas de deshacerla de una patada; ya no tendrás quien te acaricie la fina piel, quien besuquee la redonda faz con que escupías a la justicia; tu esclava está ahora mirando la pared con fijeza estúpida, abiertos los ojos como platos, con el asombro y el temor de una niña que ve romperse entre sus manos el más lindo juguete.

Bien emprendes tu viaje. Tu padre te coloca sobre el almohadillado de esa blanca barquilla que va a conducirte a lo desconocido; y partes indiferente, sin que te hagan estremecer las lágrimas que, resbalando tras unos lentes, caen sobre tu piel, ni te conmueven los alaridos de alguien que allá dentro da de cabeza contra las paredes.

En la calle suenan los cánticos de la parroquia; los señores del margen, escuadrón grave, estirado, de negra ropa y brillante sombrero, te ven pasar con la indiferencia del que está acostumbrado a sucesos más graves, y emprendes la marcha sobre los hombros de cuatro chicos reclutados en las porterías de la vecindad, que expresan su dolor hurgándose las narices con la mano que les queda libre.

Ya está lejos tu casa, los Estados donde imperabas como reyecillo absoluto; ahora solo te quedan la compasión oficial, los lamentos de buena educación, ese cortejo imponente y negro que te abandona en las afueras, satisfecho de haber cumplido con el compañero, charlando un rato de sus asuntos, mientras seguía tu blanco nido, y nosotros, los de última fila, los que veíamos un instante tu carita al subir la escalera, pensamos ahora con tristeza que no nos desvelará más tu nocturno lloriqueo.

¡Adiós, Pilín! Desapareces en un hueco de esa tétrica anaquelería, donde quedan almacenados y con rótulo los infinitos productos de la muerte. ¡Di adiós a todo!Al caliente salón donde te revolcabas panza arriba; a la mamá, loca en sus expansiones; al padre, que habrías hecho bailar de cabeza a tener tú gusto en ver de tal modo a un representante de la más cruel y respetable de las profesiones. Viniste para mostrar lo frágil de la comedia humana, para hacer ver que dentro de un acusador terrible hay siempre un hombre, y ahora, diablillo encantador, te vas

satisfecho de tu triunfo. La noche que se acerca será tu madre; ¡adiós, tibias caricias! Tu piel de raso, tan adorada, ya no tendrá más besos que los del viento y la lluvia...

Por la noche entré en casa de mi vecino. La señora estaba adentro, en el salón, rodeada de sus amigas, ahogando con sus gemidos furiosos las frases hechas y los consuelos de encargo con que la abrumaban.

Él estaba en el despacho con la cabeza entre los puños, mirando fijamente con sus ojos de miope, enrojecidos y amoratados, un cucurucho de papel arrugado, la última caperuza de Pilín arrojada casualmente sobre la mesa. El hueco del embudo era siniestro. Tenía la misma expresión de fúnebre vacío que se notaba en la casa, libre de aquel monigote que lo llenaba todo con sus gritos; hacía recordar la abultada cabeza peliblanca, la bola de oro, que la muerte se había tragado.

Me escuchó distraído; no tengo la seguridad de que llegara a enterarse de mis palabras. De pronto le vi extender su mano automáticamente y encasquetarse la caperuza en el cogote, como si sintiera horror al vacío que mostraba el cucurucho.

¡Qué grotesco era aquello! Las barbazas de apóstol, la mirada vaga y extraviada, y la puntiaguda caperuza por remate. Verdaderamente era ridículo... tan ridículo, que yo sentía un nudo en la garganta, y varias veces me froté los ojos para impedir que brotara algo.

Noche de bodas

I

Fue aquel jueves para Benimaclet un verdadero día de fiesta.

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tío Nèlo, conocido por el Bollo.

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de la primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia,

enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecía un trozo denegro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.

¡Qué derroche de cera! Bien se conocía que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual había costeado la carrera del chico.

En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas cargadas de velas centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uníase el perfume de la flores que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las cornisas y pendían de las lámparas en apretados manojos.

Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenían su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.

Parecía que todas las flores de la vega habían huido para refugiarse allí, empujándose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba entre dos enormes pirámides de rosas y los santos ángeles del altar mayor aparecían hundidos hasta el dorado vientre en aquella nube de pétalos y hojas que, a la luz de los cirios, mostraban todas las notas de color, desde el verde esmeralda y el rojo sanguíneo hasta el suave tono del nácar.

Aquella muchedumbre que estrujándose olía a lana burda y sudor de salud, sentíase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba cortas las horas de ceremonia.

Acostumbrados los más de ellos a recoger como oro los nauseabundos residuos de la ciudad, a revolver a cada instante en sus campos los estercoleros en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato estremecíase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, a las que se unía el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave melopea de los contrabajos y aquellas voces que desde el coro, con acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor gloria del hijo del Bollo.

La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como un palacio encantado que fuese suyo. Así, entre músicas, flores e incienso, debía estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y sudando menos.

Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba allí arriba sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas,y a quien el predicador dedicaba sus más tonantes períodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente a sus cansadas entrañas.

Los más, le habían tirado de la oreja por ser mayores, otros, habían jugado con él a las chapas, y todos le habían visto ir a Valencia a recoger estiércol con el capazo a la espalda, o arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega, que dan el sustento a toda una familia.

Por eso su gloria era la de todos; no había quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre níveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas a manejar la azada que a tocar con delicadeza los servicios del altar.

También él en ciertos momentos paseaba su miraba con expresión de ternura por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habían visto nacer, oía conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando al nuevo combatiente de la fe que con aquel acto entraba a formar parte de la milicia de la Iglesia.

Sí, era él: aquel día se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en orígenes: escala accesible a todos, que se remonta desde el mísero cura, hijo de mendigos, al Vicario de Dios; tenía ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debía a sus protectores, a aquella buena señora obesa y sudorosa bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y a su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, había de llamar siempre el señorito.

Los peldaños del altar mayor que le elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibíalos él en su futura vida como privilegio moral que había de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde

origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Sería humilde, aprovecharía su elevación para el bien; y envolvía en una mirada de inmenso cariño a todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tío Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia, excelente muchacha que erguía con asombro la soberbia cabeza de beldad rifeña, como si no pudiera acostumbrarse a la idea de que Visantet, aquel mozo alque trataba como un hermano, se había convertido en grave sacerdote con derecho a conocer sus pecadillos, a absolverla.

Continuaba la ceremonia. El nuevo cura agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguía la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.

Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en la que tantas veces había pensado emocionado, y después del Tedeum cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces había mirado él siendo seminarista como el colmo de sus ambiciones.

Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el ruido de agua agitada, le volvieron a la realidad.

La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de cerca al nuevo cura.

La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, a la que había servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus místicas bodas con la Iglesia.

El nuevo cura, a pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos como si le desvaneciera el primer homenaje.

Algo áspero y burdo oprimió sus manos. Eran las pobres zarpas del tío Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vio

inundadas en lágrimas, contraídas por conmovedora mueca, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra, se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.

Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundía la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.

El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público, que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.

Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.

Ahora sí que, agobiado por la presión de aquellamultitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba a desmayarse de veras el nuevo cura.

Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabeza, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.

Eran los rojos labios de la buena hermana, de Toneta, que rozaban su epidermis, mientras que sus negros ojos se clavaban en él con forzada gravedad, como si tras ellos culebrease la carcajada inocente de la compañera de juegos, protestando contra tanta ceremonia.

Junto a ella, arrogante y bien plantado como un Alcides, con la manta terciada y la rapada testa erguida con fiereza, estaba otro compañero de la niñez, Chimo el Moreno, el gañán más bueno y más bruto de todo Benimaclet, protegiendo a la arrodillada muchacha con la gallardía celosa de un sultán y mirando en torno con sus ojillos marroquíes, que parecían decir: "¡A ver quién es el guapo que se atreve a empujarla!"

II

La comida dio que hablar en el pueblo.

Seis onzas, según cálculo de las más curiosas comadres, debió gastarse la buena de doña Ramona para solemnizar la primera misa del hijo de sus arrendatarios.

Era una satisfacción ver en la casa más grande del pueblo aquella

mesa interminable cubierta de cuanto Dios cría de bueno en el mundo, fuera del bacalao y las sardinas, y contemplar en torno de ella una concurrencia tan distinguida. Aquello era todo un suceso, y la prueba estaba en que al día siguiente saldría en letras de molde en los papeles de Valencia.

En la cabecera estaban el nuevo sacerdote, casi oprimido por las blanduras exuberantes de los otros curas que habían tomado parte en la ceremonia, los padrinos y aquel par de viejecillos que llorando sobre sus cucharas se tragaban el arroz amasado con lágrimas. En los lados de la mesa algunos señores de la ciudad convidados por doña Ramona, y los amigos de la familia junto con lo más distinguido del pueblo, labradores acomodados que, enardecidos por la digestión del vino y la paella, hablaban del rey legítimo que está en Venecia y de lo perseguida que en estos tiempos de liberalismo se ve la religión.

Era aquello un banquete de bodas. Corría el vino, se alegraba la gente y sonreía la madrina con las bromas trasnochadas de sus compañeros de mesa, aquellas tres moles que desbordaban su temblona grasa por el alzacuello desabrochado, y el roce de cuyas sotanas hacía enrojecer de satisfacción a la bendita señora.

El único que mostraba seriedad era el nuevo cura. No estaba triste: su gravedad era producto de ensimismamiento. Suimaginación huía desbocada por el pasado, recorriendo casi instantáneamente la vida anterior.

La vida de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar donde había sufrido hambre, aquel aparatoso banquete, le hacían recordar la época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba a recorrer los caminos, capazo a la espalda, siguiendo a los carros para arrojarse ávidamente, como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las bestias.

Aquella había sido su peor época, cuando tenía que gemir y alborotar horas enteras para que la pobre madre se decidiera a engañarle el hambre nunca satisfecha con un pedazo del pan guardado con mísera previsión.

La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.

Veíase pequeño y haraposo en el huerto de la siñá Tona, aquel

hermoso campo cercado de encañizadas en el que se cultivan las flores como si fuesen legumbres. Recordaba a Toneta, greñuda, tostada, traviesa como un chico, haciéndole sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras, y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte; ella a Valencia todos los días con sus cestos de flores, y él al Seminario protegido por doña Ramona, que, en vista de su afición a la lectura y de cierta viveza de ingenio, quería hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria rural.

Luego venían los días mejores, cuyo recuerdo parecía perfumar dulcemente todo su pasado.

¡Cómo amaba él a aquella buena hermana, que tantas veces le había fortalecido en los momentos de desaliento!

En invierno salía de su barraca casi al amanecer, camino del Seminario.

Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y clase había de devorar en las alamedas de Serranos: medio pan moreno con algo más que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el pecho a guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los textos latinos y teológicos, que bailoteaban a su espalda como movible joroba. Así equipado pasaba por frente al huerto de la siñá Tona, aquella pequeña alquería blanca con las ventanas azules, siempre en el mismo momento que se abría su puerta para dar paso a Toneta, fresca, recién lavada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos enormes cestas en que yacían revueltas las flores mezclando la humedad de sus pétalos.

Y juntos los dos, por atajos que ellos conocían, marchaban hacia Valencia, que por encima del follaje de la Alameda marcaba en las brumas del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecía encenderse antes de que llegasen a la tierra los primeros rayos del sol.

¡Quéhermosas mañanas! El cura, cerrando los ojos, veía las oscuras acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas que parecían sudar cubiertas del titilante rocío; las sendas orladas de brozas con sus tímidas ranas, que al ruido de pasos arrojábanse con nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la parte del mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los caminos desde los cuales se esparcía por toda la huerta chirrido de ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres

agachados, que a cada movimiento hacían brillar en el espacio el culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con cestas a la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente y maternal ¡bòn día! a la linda pareja que formaban la florista garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento parecía escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto, que iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.

El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre seminarista, que oyendo los buenos consejos de Toneta, tenía ánimos para sufrir las largas clases, aquella inercia contra la que se revelaba su robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas explicaciones en cuyo laberinto penetraba a cabezadas.

Separábanse en el puente del Real: ella hacia el Mercado en busca de su madre; él a conquistar poco a poco el dominio de las ciencias eclesiásticas, en las cuales tenía la certeza de que jamás llegaría a ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las alamedas de Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los albañiles que hundían sus cucharas en la humeante cazuela de mediodía, Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el mercadillo de las flores, donde encontraba a Toneta atando los últimos ramos y a su madre ocupada en recontar la calderilla del día.

Tras estos agradables recuerdos que constituían toda su juventud, venía la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habían efectuado entre los dos. No en balde crecían en años y no impunemente sometía él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.

En la última parte de su carrera comenzó a sentir con vehemencia el fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba a formar parte de una institución extendida por toda la tierra, que tiene en su poder las llaves del cielo y de las conciencias; le enardecían las glorias de la Iglesia, las luchas de los papas con los reyes en el pasado y la influencia del sacerdote sobreel magnate en el presente. No era ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla; pero le satisfacía que el hijo de unos miserables perteneciese con el tiempo a una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones, se entregó de lleno a la vocación que iba a sacarle del subsuelo social.

Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Benimaclet funciones de sacristán, y llegó a ser hombre sin sentir apenas el despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.

Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias del sexo, que le causaban horror, teniéndolas como tentaciones del Malo. La mujer era para él un mal necesario e imprescindible para el sostenimiento del mundo; la bestia impúdica de que hablaban los Santos Padres.

La belleza era amenazante monstruosidad: temblaba ante ella poseído de repugnancia y sordo malestar, y solo se sentía tranquilo y confiado en presencia de aquella beldad que, vestida de blanco y azul, pisando la luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible cariño, y también participaba de este aquella otra criatura terrenal y grosera a la que él consideraba como hermana.

No era sacrilegio ni mundana pasión. Toneta resultaba para él una hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su infancia: todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecía que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada y su pañuelo de pájaros y flores, convertíase en cerúleo manto, lo mismo que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que ha producido idioma alguno...

Pero sintió a sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce somnolencia.

Era la siñá Tona, la madre de la florista, que abandonando su asiento venía a hablar con el cura.

La buena mujer no podía conformarse con el nuevo estado del hijo de su amiga. Como buena cristiana sabía el respeto que se debe a un representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet siempre sería Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no podría menos que hablarle de tú. Él no se ofendería por eso, ¿verdad? Pues si lo había conocido tan pequeño... si era ella quien lo había llevado de pañales a la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba a hacerle tales pamplinas a un chico a quien consideraba como hijo? Aparte de esta falta de respeto, yasabía que en casa se le quería de veras. Si no vivieran el tío Bollo y la siñá Tomasa, Toneta y ella eran capaces de irse con él como amas de llaves; pero ¡ay, hijo mío! no iba el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por Chimo el Moreno, un pedazo de bruto de quien nadie tenía nada que decir, mejorando lo presente; se querían casar en seguida, antes de San Juan si era posible,

y ella ¿qué había de hacer?... En casa faltaba un hombre; el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de unos pantalones, y como el Moreno servía para el caso(siempre mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se casara.

Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura, como esperando su aprobación.

Bueno; pues a eso se había acercado ella... ¿A qué? A decirle que Toneta quería que fuese él quien la casase. ¿Teniendo un capellán casi en la familia, para qué ir a buscarlo fuera de casa?

El cura no dudó; le parecía muy natural la pretensión. Estaba bien; los casaría.

III

El día en que se casó Toneta, fue de los peores para el nuevo adjunto de la parroquia de Benimaclet.

Cuando la ceremonia hubo terminado, don Vicente despojose en la sacristía de sus sagradas vestiduras, pálido y trémulo como si le aquejase oculta dolencia.

El sacristán, ayudándole, hablaba del insufrible calor. Estaban en julio, soplaba el poniente, la vega se mustiaba bajo aquel soplo interminable y ardoroso que antes de perderse en el mar había pasado por las tostadas llanuras de Castilla y la Mancha, y con su ambiente de hoguera agrietaba la piel y excitaba los nervios.

Pero bien sabía el nuevo cura que no era el poniente lo que le trastornaba. ¡Buenas estarían tales delicadezas en él, acostumbrado a todas las fatigas del campo!

Lo que sentía era arrepentimiento de haber accedido a celebrar la boda de Toneta. ¡Cuán poco se conocía! Ahora iba comprendiendo lo que se ocultaba tras el afecto fraternal nacido en la niñez.

Él, sacerdote desligado de las miserias humanas, sentía un sordo malestar después de bendecir la eterna unión de Toneta y Chimo; experimentaba idéntica impresión que si le acabasen de arrebatar algo que era suyo.

Le parecía hallarse aún en la capilla mirando casi a sus pies aquella linda cabeza cubierta por la vistosa mantilla. Nunca había visto tan hermosa a Toneta, pálida por la emoción y con un brillo extraño en los

ojos cada vez que miraba al Moreno, que estaba soberbio con su traje nuevo y su ringlot azul de larga esclavina.

Podía decirse que el curaacababa de ver por primera vez a Toneta. La hermana ideal, que en su imaginación casi se confundía con la figura azul que pisaba la luna, habíase convertido de pronto en una mujer.

Él, que jamás había descendido con su vista más allá de la fresca boca siempre sonriente, y que miraba a Toneta como esas imágenes de lindo rostro que bajo las vestiduras de oro solo guardan los tres puntales que sostienen el busto, pensaba ahora, con misteriosos estremecimientos, que había algo más, y veía con los ojos de la imaginación el terrible enemigo con todas sus redondeces rosadas y sus graciosos hoyuelos: la carne, arma poderosa del Malo con que abate las más fuertes virtudes.

Odiaba al Moreno, su compañero de la niñez. Era un buen muchacho, pero no podía tolerarse que su rudeza brutal hubiera de ser la eterna compañera de la florista. No debía consentirse, lo afirmaba él, que estaba arrepentido de haber realizado la boda.

Pero inmediatamente sentíase avergonzado por tales pensamientos, se ruborizaba al considerar que aquella protesta era envidia, impotencia que se revolvía en forma de murmuración.

Hacíale daño el contemplar la felicidad ajena, aquella explosión de amor que venía preparándose, amor legítimo, pero que no por esto molestaba menos al cura.

Se iría a casa. No quería presenciar por más tiempo la alegría de la boda; pero cuando salió de la sacristía, se encontró con la comitiva nupcial que estaba esperándole, pues la siñá Tona se oponía a que se hiciera nada sin la presencia de su Visantet.

Y por más que se resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del que tantos recuerdos guardaba, y entre las faldas rameadas y coloridas como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto lastimoso el suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de vida, fuesen los de un viejo achacoso.

Una vez en el huerto, ¡qué de tormentos! ¡qué cariñosas solicitudes que le parecían crueles burlas! La siñá Tona, en su alegría de madre, enseñábale todas las reformas hechas en la alquería con motivo del matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel estudi era el dormitorio de los

novios y aquella cama sería la del matrimonio, con su colcha de azulada blancura y complicados arabescos, que a Toneta le habían costado todo un invierno de trabajo.

Bien estarían allí los novios. Qué blandura, ¿eh? Y la inocente vieja creía hacer una gracia obligando al cura a que tocase los mullidos colchones y apreciase en todos sus detallesla rústica comodidad de aquella habitación, que a la noche había de convertirse en caliente nido.

Y después seguían los tormentos, las intimidades fraternales, que resultaban para él terribles latigazos: aquel bruto del Moreno que no se recataba de hablar en su presencia, bromeando con sus amigotes sobre lo que ocurriría por la noche, con comentarios tales, que las mujeres chillaban como ratas y sofocadas de risa le llamaban ¡pòrc! y ¡animal!; y Toneta, que en traje de casa, al aire sus morenos y redondos brazos, se aproximaba a él rozando su sotana con la epidermis fina y caliente, preguntándole qué pensaba de su casamiento y acompañando sus palabras con fijas miradas de aquellos ojos que parecían registrarle hasta las entrañas.

¡Ira de Dios! La gente le hacía tanto caso como si fuese un muerto que hablara; aquella mujer se atrevía a tratarle con un descuido que no osaría con el gañán más bestia de los que allí estaban: no era un hombre, era un cura, y al pensar en esto tan amargo, creía que todos le miraban con respetuosa compasión, y una llamarada de rabia enturbiaba su vista.

Bien pagaba los honores de su clase, la elevación sobre la miseria en que nació. Él, el más respetado de la reunión, don Vicente, el gran sacerdote, miraba con envidia a aquellos muchachotes cerriles con alpargatas y en mangas de camisa.

Hubiera querido ser temido, como ellos, a los que no osaban aproximarse mucho las mujeres por miedo a audaces pellizcos, y sobre todo no inspirar lástima, no ser tenido como una momia santa, en cuyos oídos resbalaban las palabras ardientes sin causar mella.

Cada vez se sentía más molesto. Durante la comida estuvo al lado de los novios, sufriendo el ardoroso contacto de aquel cuerpo sano y fragante, que parecía esparcir un perfume de flor carnosa, y que en la confianza de la impunidad se revolvía libremente sin cuidado a empujar, o se inclinaba sobre él y al decirle insignificantes palabras le envolvía en su cálido aliento. Y después aquel Chimo con su salvaje ingenuidad, creyendo que tras la misa de por la mañana todo era ya legítimo,

corroído por la impaciencia, tomando con sus dedos romos la redonda barbilla de Toneta, entre la algazara de los convidados, y hundiendo las manos bajo la mesa, mientras miraba a lo alto con la expresión inocente del que no ha roto un plato en su vida.

Aquello no podía seguir. Don Vicente se sentía enfermo. Oleadas de sangre caldeaban su rostro, parecíale que el viento seco y ardoroso que inflamaba la piel se había introducido en sus venas, y su olfato dilatábase con nerviosoestremecimiento, como excitado por aquel ambiente de pasión carnívora y brutal.

No quería ver; deseaba olvidar, aislarse, sumirse en dulce y apática estupidez; y guiado por el instinto, vaciaba su vaso, que la cortesanía labriega cuidaba de tener siempre lleno.

Bebió mucho, sin conseguir que aquel sentimiento de envidia y de despecho se amortiguase; esperaba las nieblas rosadas de una embriaguez ligera, algo semejante a la discreta alegría de sus meriendas de seminarista, cuando a los postres él y sus compañeros, con la más absoluta confianza en el porvenir, soñaban en ser papas o en eclipsar a Bossuet; pero lo que llegó para él fue una jaqueca insufrible, que doblaba su cabeza, como si sobre ella gravitase enorme mole y que le perforaba la frente con un tornillo sin fin.

Don Vicente estaba enfermo.

La misma siñá Tona, reconociéndolo, le permitió, con harto dolor, que se retirase de la fiesta, y el cura, con paso firme, pero con la vista turbia y zumbándole los oídos, se encaminó a su casa, seguido de su alarmada madre, que no quiso permanecer ni un instante más en la boda.

No era nada; podía tranquilizarse: el maldito poniente y la agitación del día. No necesitaba más que dormir.

Y cuando penetró en su cuarto, en la casita nueva que habitaba en el pueblo desde su primera misa, tiró el sombrero y el manteo, y sin quitarse el alzacuello ni tocar su sotana, se arrojó de bruces con los brazos extendidos en su blanca cama de célibe, extinguiéndose inmediatamente los débiles destellos de su razón y sumiéndose en la lobreguez más absoluta.

IV

Poblose la negra inmensidad de puntos rojos, de infinitas y movibles

chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que caía y caía como si aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta que por fin experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de pies a cabeza, y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal como se había arrojado en ella.

Lo primero que el cura pensó fue que había pasado mucho tiempo.

Era de noche. Por la abierta ventana veíase el cielo azul y diáfano, moteado por la inquieta luz de las estrellas.

Don Vicente experimentó la misma impresión de las damas de comedia que al volver en sí lanzan la sacramental pregunta: "¿En dónde estoy?"

Su cerebro sentíase abrumado por la pesadez del sueño, discurría con dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo había llegado hasta allí.

De pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la oscura vega, fue recobrando su memoria, agrupando los recuerdos que llegaban separados y con paso tardo,hasta que tuvo conciencia de todos sus actos, antes de que le rindiera el sueño.

¡Bien, don Vicente! ¡Magnífica conducta para un sacerdote joven que debía ser ejemplo de templanza! Se había emborrachado; sí, esta era la palabra, y había sido en presencia de los que casi eran sus feligreses. Lo que más le molestaba era el recuerdo de los motivos que le impulsaron a tal abuso.

Estaba perdido. Ahora que se aclaraba su inteligencia, aunque sus sentidos parecían embotados, horrorizábase ante el peligro y protestaba contra la pasión que pretendía hacer presa en su carne virgen. ¡Qué vergüenza! Salido apenas del Seminario, sin contacto alguno con esa atmósfera corruptora de las grandes ciudades, viviendo en el ambiente tranquilo y virtuoso de los campos, y próximo, sin embargo, a caer en los más repugnantes pecados. No; él resistiría a las seducciones del Malo; acallaría el espíritu tentador que para mortificante prueba se había rebelado dentro de él: afortunadamente, la torpe embriaguez con su sueño le había devuelto la calma.

Oyéronse a lo lejos campanas que daban horas. Eran las tres... ¡Cuánto había dormido! Por esto se sentía ya sin sueño, dispuesto a emprender la tarea diaria.

Desde aquella ventana, abierta en las espaldas de la modesta casita,

veíase la inmensa vega, que a la difusa luz de las estrellas marcaba sus masas de verdura y las moles de sus innumerables viviendas. La calma era absoluta. No soplaba ya el poniente, pero la atmósfera estaba caldeada, y los ruidos de la noche parecían la jadeante respiración de los tostados campos.

Perfumes indefinibles había en aquel ambiente, que aspiraba con delicia el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del aire puro de los campos.

Su vista vagaba en aquella penumbra, intentando adivinar los objetos que tantas veces había visto a la luz del sol. Esta distracción infantil parecía volverle a los tranquilos goces de la niñez, pero sus ojos tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creía adivinar la alquería de la siñá Tona y... ¡adiós tranquilidad, propósitos de fortaleza y de lucha!

Fue un rudo choque, una conmoción rápida; huyeron arrolladas la calma y la placidez: desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne, sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus mejillas aquella llamarada que le hacía pensar en el fuego del infierno.

Sintió en su imaginación que se desgarraba denso velo, como si aún estuviera en la tarde anterior, admirando aquellos brazos morenos de sedoso y ardiente contacto, al par que recibía la fragancia de la carne, cuyo misterio acababa de revelársele.

Y en aquel momento, ¡oh Malo tentador! el infeliz, mirando la oscuravega veía, no la blanca e indecisa alquería, sino el estudi envuelto en voluptuosa sombra, aquella cama cuya blandura tanto había ensalzado la siñá Tona, y sobre el mullido trono lo que para otros era felicidad y para él horrendo pecado, lo que jamás había de conocer y le atraía con la irresistible fuerza de lo prohibido.

La maldita imaginación ponía junto a sus ojos las tibias suavidades, los dulces contornos, los finos colores de aquella carne desconocida; y la agitación del infeliz iba en aumento, sentía crecer dentro de sí algo animado por el espíritu de la rebelión; la virilidad que se vengaba de tantos años de olvido inflamando su organismo, haciendo que zumbasen sus oídos, enturbiando su vista y dilatando todo su ser, como si fuese a estallar a impulsos del deseo contenido y falto de escape.

Aquello era la tentación en toda regla; pensó en los santos eremitas, en San Antonio, tal como le había visto en los cuadros, cubriéndose los

ojos ante impúdicas beldades, tras cuyas seducciones se ocultaban los diablos repugnantes; pero allí no había espíritus malignos por parte alguna: lo único real que acompañaba a las evocadones de su imaginación, era la cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada y los ruidos misteriosos del campo que sonaban como besos.

Ellos, allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta oscuridad que había de guardar en profundo secreto los delirios de la más grata de las iniciaciones; él, solo, inaccesible a toda efusión, planta parásita en un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el eterno frío de aquella cama de célibe.

De allá lejos, de la blanca casita, parecía salir un soplo de fuego que le envolvía, calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose a ciegas en su lóbrega habitación.

No había calma para él. También en aquella lobreguez la veía, creyendo sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios ardorosos aquel fresco beso que le había despertado de su desvanecimiento el día de la primera misa. La combustión interna seguía, y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo su ser producíale agudos dolores.

¡Aire! ¡frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un chapoteo de agua removida, los suspiros de desahogo del pobre cura al sentir la glacial caricia en su abrasada piel.

Lentamente volvió a la ventana, calmado por la fría inmersión. Un sentimiento de profunda tristeza le dominaba. Se habíasalvado, pero era momentáneamente: dentro de él llevaba el enemigo, el pecado que acechaba pronto a dominarle y vencerle, y aquella tremenda lucha reaparecería al día siguiente, al otro y al otro, amargando su existencia mientras el ardor de una robusta juventud animase su cuerpo. ¡Cuán sombrío veía el porvenir! Luchar contra la Naturaleza, sentir en su cuerpo una glándula que trabajaba incesantemente y que con solo la voluntad había de anular, vivir como un cadáver en un mundo que desde el insecto al hombre rige todos sus actos por el amor parecíale el mayor de los sacrificios.

La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le había enterrado. Cuando creía subir a envidiadas alturas, veíase cayendo en lobregueces de fondo desconocido.

Sus compañeros de pobreza, los que sufrían hambre y doblaban la espalda sobre el surco, eran más felices que él, conocían aquel atractivo misterio que acababa de revelarse y que el deber le obligaba a ignorar eternamente.

Bien pagaba su encumbramiento. ¡Maldita idea la de aquella buena señora que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido, que antes que continencias necesitaba esparcimientos y escapes para su plétora de vida!

Subía, sí, pero encadenado para siempre; se hallaba por encima de las gentes entre las que nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la fábula del audaz Prometeo, y se veía amarrado para siempre a la roca inconmovible de la fe jurada, indefenso y a merced de la pasión carnal que le devoraba las entrañas.

Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal sacerdote: el sexo, que había despertado en él para siempre como inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad; y en este conflicto, el cura, asustado ante el porvenir, se entregó al desaliento e inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.

Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.

Amanecía. Por la parte del mar rasgábase la noche marcando una faja de luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada línea de montañas iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos las estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alquería, y las alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban las cerradas ventanas anunciando la llegada del día.

¡Magnífico despertar! Tal vez a aquella hora Toneta, recogiéndose el cabello y cubriendo púdicamente con el blanco lienzo los encantos que solo un hombre había de conocer, saltaba de la cama y abría el ventanillo de su estudi para que la aurora purificarse el ambiente depasión y voluptuosidad.

El cura salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y la frente contraída por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas en que la compañera de su infancia había visto de cerca el amor, y él se había unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.

Abajo en la cocina encontró a su madre que preparaba el desayuno, y

la pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el cura le lanzó al pasar.

Paseó maquinalmente por el corral hasta que sus pies tropezaron con una espuerta de esparto, vieja, rota, cubierta por una costra de basura, igual a la que él llevaba a la espalda cuando niño.

Era el pasado que reaparecía para echarle en cara su infidelidad.

¿No se había emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenía todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser considerado como un ser superior.

Lo otro, lo desconocido, lo que le hacía temblar con intensa emoción, era para los infelices, para los que luchaban por la vida.

El cura gimió con desesperación, sintiendo en torno de él el vacío y la frialdad, pensando que si sus manos, ahora consagradas, hubiesen seguido porteando el mísero capazo, estaría en tal instante arrebujado en aquella blanda cama del estudi nupcial, viendo como Toneta, al aire sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su robustez armoniosa, se contemplaba en el espejo sonriendo ruborizada con los recuerdos de la noche de bodas.

Y el pobre cura lloró como un niño; lloró hasta que el esquilón de la iglesia con su gangueo de vieja comenzó a llamarle a la misa primera.

La corrección

A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.

Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por petates en el mísero antro y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.

En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos; los

delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita;entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados, fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que solo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.

A aquella hora asomaban en las piezas las galoneadas gorras de los empleados, saludados con el respeto que inspira la autoridad donde impera la fuerza; pasaban los cabos, vergajo al puño, con sus birretes blancos, escasos de tela, como de cocinero de barco pobre, y comenzaban los quinceneros la limpieza de la casa, la descomunal batalla contra la mugre y la miseria que aquel amontonamiento de robustez inútil dejaba como rastro de vida al agitarse dentro del sombrío edificio.

Los quinceneros eran la última capa de aquella sociedad de miserables, los parias de la esclavitud, los desheredados de la cárcel. El último de los presos resultaba para ellos un personaje feliz, y le contemplaban con envidia al verle inmóvil en la pieza, haciendo calcetas con estrambóticos arabescos o tejiendo cestillos de abigarrados colores.

Con la escoba al hombro y arrastrando los cubos de agua, pasaban macilentos y humildes ante los penados, pensando en cuándo llegarían a ser de causa y tendrían el honor de sentarse en el banquillo de la Audiencia por algo gordo, librándose con esto de doblar todo el día el espinazo sobre los rojos baldosines e ir pieza tras pieza lavando el hediondo piso sin quitar la vista del cabo y del cimbreante vergajo, pronto a arrollarse al cuerpo como angulosa serpiente.

Iban descalzos, andrajosos, mostrando por los boquetes de la blusa la carne costrosa, libre de camisa; con la cara pálida, la piel temblona por el hambre de muchos años y el horrible aspecto de náufragos arrojados a una isla desierta. Eran los chicos de la cárcel, los que se preparaban a ser hombres en aquel horrible antro, siempre condenados a quince días de arresto que no terminaban nunca, pues apenas los ponían en la

puerta y aspiraban el aire de las calles, la policía, como madre amorosa, devolvíalos a la cárcel para atribuirse un servicio más e impedir que la adolescencia desamparada aprendiese malas cosas rodando por el mundo.

Eran en su mayoría seres repulsivos, frentes angostas con un cerquillo de cabellos rebeldes que sombreaban como manojo de púas las rectas cejas; rostros en los que parecía leerse la fatal herencia de variasgeneraciones de borrachos y homicidas; carne nacida del libertinaje brutal que estaba aderezándose para ser pasto del presidio; pero entre ellos había muchachos enclenques e insignificantes, de mirada sin expresión, que parecían esforzarse por seguir a los compañeros en su oscuro descenso; y extremando la ley de castas hasta lo inverosímil, resultaban los víctimas de aquellos mismos que pasaban como esclavos de los presos.

El más infeliz era el Groguet, un muchacho paliducho y débil por el excesivo crecimiento y sin energías para protestar. Cargaba con los enormes cubos, y agobiado bajo su peso subía la interminable escalera, pensando en el tiempo feliz en que tenía por casa toda la ciudad, durmiendo en verano sobre los cuévanos del Mercado y apelotonándose en el invierno en el quicio del respiradero de alguna cuadra.

Castigábanle por torpe. Muchas veces, al cruzar el patio, quedábase mirando aquel sol que se detenía en el borde de los sombríos paredones, sin atreverse nunca a bajar hasta el húmedo suelo; y cuando el vergajo le avivaba el paso, lanzaba entre dientes un ¡mare mehua! y le parecía ver la paraeta del Mercado, aquella mesilla coja con la calabaza recién salida del horno; tras la cual estaba su madre cambiando ochavos por melosas rebanadas y peleándose por la más leve palabra con todas las de los puestos vecinos que la hacían competencia.

Ya habían pasado muchos años, pero él se acordaba, como si estuviera viéndolo, de aquellos ojos sin pestañas, ribeteados de rojo, horribles para los demás, pero amorosos para él; de aquella mano seca que al acariciarle la cerdosa cabeza manchábala de pringue meloso; de aquella cama en que soñaba abrazado a su madre, y ahora... ahora dormía en una manta que le prestaba por caridad alguno de su pieza; y si en verano se tendía sobre ella, en invierno servíale para taparse, recostando el cuerpo sobre los húmedos baldosines, resignado a helarse por debajo con tal de sentir arriba un poco de calor.

Niño, a pesar de sus amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez

céntimos para una partida de pelota en el patio o un racimo de uvas, y a la hora del rancho echábase a la espalda la mano izquierda, y mirando con envidia a los que empuñaban un mendrugo, hundía su cuchara en el insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.

Y así vivía, sin estar aún enterado de por qué razones se preocupaban de él y lo enviaban a la cárcel quince días, para volver a meterlo apenas pisaba la calle. Le cogió la policía en una de sus redadas; pilláronle en el Mercado, su casasolariega: tal vez conocían su afición a la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde entonces viose condenado a no gozar de libertad más que unas pocas horas cada quince días.

Sabía que le pillaban por blasfemo. ¿Qué sería aquello? Y, sin saber por qué, recordaba que los agentes, cuando intentaba escaparse, le daban de bofetadas con acompañamiento de interjecciones en que barajaban a Dios y los santos.

El muchacho, siempre en la duda de qué significaría su título de blasfemo, resignábase con su suerte, sin sospechar que se publicaban periódicos con sueltos escritos por los mismos interesados en que se hablaba del gran servicio prestado el día anterior por el cabo Fulano y fuerza a sus órdenes, prendiendo al terrible criminal conocido por el Groguet.

Y aquel bandido de quince años iba creciendo en la cárcel, trabajando como una bestia, aprendiendo a ratos perdidos el caló del crimen, oyendo la novelesca relación de interesantes atracos y mirando como hombres sublimes a los carteristas y enterradores, señores muy listos y bien portados que iban por el patio con sortijas y reloj de oro y que tiraban el dinero, siendo reverenciados por todos los presos. ¡Ay! ¡Si él pudiese llegar por el tiempo a la altura de aquellos tíos!

Pero sus aspiraciones eran más modestas. Había nacido para bestia de carga y solo deseaba que le dejasen trabajar con tranquilidad; que no fuesen a buscarle cuando no se metía con nadie.

En una de sus salidas quiso vender periódicos, pero apenas lanzó los primeros gritos, ya tenía en el cuello la zarpa de un tío bigotudo, de aquel mismo de quien decía en la cárcel la gente de la marcha que poniéndole dos o tres duros en la mano era capaz de no ver el sol en mitad del día y de dejar que robasen un reloj en sus mismas narices.

Otra vez, al cumplir la quincena, levantó el vuelo y no paró hasta el puerto, donde con un saco en la cabeza a guisa de caperuza, dedicábase

a la descarga de carbón, andando con la agilidad de una mona por el madero tendido entre el muelle y el vapor inglés. Lo pasaba tan ricamente; comía de caliente, ¡y con pan! en una taberna; pero a los pocos días quiso su desgracia que asomase por allí los bigotes uno de sus sayones, y otra vez a la cárcel para que pudiera publicarse con fundamento la consabida gacetilla sobre el terrible Groguet y el inmenso servicio del cabo Fulano y fuerza a sus órdenes.

Así iba corrigiéndose el bandido de sus terribles crímenes, que él no sabía cuáles fuesen, y oyendo alos ladrones la relación de sus hazañas, estremeciéndose al escuchar el relato de los asesinos y teniendo que resistirse a monstruosas solicitudes que le aterraban, preparábase para ser hombre honrado cuando la policía le quisiera dejar tranquilo.

No le cogerían más; estaba decidido: aquella era la última quincena que pasaría. Cuando terminase no se detendría ni un instante en la ciudad; iría al puerto para esconderse en cualquier barco; se metería bajo los asientos de un vagón de ferrocarril; el propósito era huir lejos, muy lejos, donde no sacasen al Groguet en letras de molde ni le conociera ningún cabo Fulano.

Y el muchacho, que antes vivía en la cárcel con resignada indiferencia, esperó impaciente el término de la quincena.

Por fin llegó el momento. El Groguet a la calle con todo lo que tenga.

¡Lo que él tenía! Valiente sarcasmo. Ganas de trabajar, de regenerarse, de verse libre de aquella estúpida persecución... y nada más.

Se sacudió como un perro mojado antes de salir de la pieza; no se limpió de los zapatos el polvo de la cárcel, porque carecía de ellos, y lanzose por el entreabierto rastrillo como un gorrión fuera de la jaula.

Vamos, que ahora se fastidiaba para siempre el tío de los bigotes.

Pero se detuvo en el umbral, aterrado como ante una visión: allí estaba él, en la pared de enfrente, con otro fariseo de su clase, sonriendo los dos como si les complaciera el terror del muchacho.

Intentó escapar; pero inmediatamente sintió la velluda zarpa en el cuello y fue zarandeado con acompañamiento de... esto y aquello en Dios y la Virgen.

Como medida de previsión otra quincena. Y sin dar gracias a la sociedad, que se preocupaba de él para mejorar su índole perversa, atravesó otra vez el portón en busca del vergajo que enseña y de las

conversaciones de la cárcel que moralizan.

Iba preso de nuevo por blasfemo. Y lo mejor del caso era que al salir de la cárcel no había abierto la boca y únicamente al sumirse de nuevo tras el férreo rastrillo, pensando, sin duda, en los ojos enrojecidos y sin pestañas y en la mano huesosa y acariciadora, murmuraba, abatido su lamento de los grandes dolores:

- ¡Ay, mare mehua!

Guapeza valenciana

I

Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del Cubano. La flor de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por sus propios méritos; todos cuantos vivían a estilo de caballero andante por la fuerza de su brazo; los que formaban la guardia de puertas en las timbas, los que llevaban la parte de terror en la banca, los que iban a tiros o cuchilladas en lascalles, sin tropezar nunca, en virtud de secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo a sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos burgueses que van a sus negocios.

El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta, mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos de la vecindad que asomaban curiosos a la puerta, señalando con el dedo a los más conocidos.

La baraja estaba completa. ¡Vive Dios! que era un verdadero acontecimiento ver reunidos en una sola familia, bebiendo amigablemente, a todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos noches andaban a tiros por Pescadores o la calle de las Barcas, para provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las casas de Socorro y no menos fatiga de la policía, que echaba a correr a los primeros rugidos de aquellos leones, que se disputaban el privilegio de vivir a costa de un valor más o menos reconocido.

Allí estaban todos. Los cinco hermanos Bandullos, una dinastía que al mamar llevaba ya cuchillo; que se educó degollando reses en el Matadero y con una estrecha solidaridad lograba que cada uno valiera por cinco y el prestigio de la familia fuese indiscutible. Allí Pepet, un

valentón rústico que usaba zapatos por la primera vez en su vida y había sido extraído de la Ribera por un dueño de timba, para colocarlo frente a los terribles Bandullos, que le molestaban con sus exigencias y continuos tributos; y en torno de estas eminencias de la profesión, hasta una docena de valientes de segunda magnitud, gente que pasaba la vida penando por no trabajar; guardianes de casa de juego que estaban de vigilancia en la puerta desde el mediodía hasta el amanecer, por ganarse tres pesetas, lobos que no habían hecho aún más que morder a algún señorito enclenque o asustar a los municipales, maestros de cuchillo que poseían golpes secretos e irresistibles, a pesar de lo cual habían perdido la cuenta de las bofetadas y palos recibidos en esta vida.

Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la noche los vendedores de La Correspondencia a falta de "¡el crimen de hoy!"

Iban todos a comerse una paella en el camino de Burjasot, para solemnizar dignamente las paces entre los Bandullos y Pepet.

Los hombres, cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida.

¿Qué se iba adelantando con hacerse la guerra sin cuartel y reñir batalla todas las noches? Nada; que se asustaran los tontos y rieran los listos, pero, en resumen, ni una peseta, y los padres de familia expuestos a ir apresidio.

Valencia era grande y había pan para todos. Pepet no se metería para nada con la timba que tenían los Bandullos, y estos le dejarían con mucha complacencia que gozase en paz lo que sacara de las otras.

Y en cuanto a quiénes eran más valientes, si los unos o el otro, eso quedaba en alto y no había por qué mentarlo: todos eran valientes y se iban rectos al bulto: la prueba estaba en que después de un mes de buscarse, de emprenderse a tiros o cuchillo en mano, entre sustos de los transeúntes, corridas y cierres de puertas, no se habían hecho el más ligero rasguño.

Había que respetarse, caballeros, y campar cada uno como pudiera.

Y mediando por ambas partes excelentes amigos, se llegó al arreglo.

Aquella buena armonía alegraba el alma, y los satélites de ambos bandos conmovíanse en el cafetín del Cubano al ver cómo los Bandullos mayores, hombres sesudos, carianchos y cuidadosamente afeitados con cierto aire monacal, distinguían a Pepet y le ofrecían copas y cigarros; finezas a las que respondía con gruñidos de satisfacción aquel gañán

ribereño, negro, apretado de cejas, enjuto y como cohibido al no verse con alpargatas, manta y retaco al brazo, tal como iba en su pueblo a ejecutar las órdenes del cacique. De su nuevo aspecto solo le causaba satisfacción la gruesa cadena de reloj y un par de sortijas con enormes culos de vaso, distintivos de su fortuna que le producían infantil alegría.

El único que en la respetable reunión podía meter la pata era el menor de los Bandullos: un chiquillo fisgón e insultadorcillo que abusaba del prestigio de la familia, sin más historia ni méritos que romper el capote a los municipales o patear el farolillo de algún sereno siempre que se emborrachaba; hazañas que obligaban a sus poderosos hermanos a echar mano de las influencias pidiendo a este y al otro que tapasen tales tonterías a cambio de sus buenos servicios en las elecciones.

Él era el único que se había opuesto a las paces con Pepet, y no mostraba ahora en un día de concordia y olvido, la buena crianza de sus hermanos. Pero ya se encargarían estos de meter en cintura a aquel bicho ruin que no valía una bofetada y quería perder a los hombres de mérito.

Salieron todos del cafetín formando grupo por el centro del arroyo, con aire de superioridad, como si la ciudad entera fuese suya, saludados con sonriente respeto por las parejas de agentes que estaban en las esquinas.

¡Vaya una partida! Marchaban graves, como si la costumbre de hacer miedo les impidiese sonreír; hablaban lentamente, escupiendo acada instante, con voz fosca y forzada, cual si la sacaran de los talones, y se llevaban las manos a las sienes atusándose los bucles y torciendo el morro con compasivo desprecio a todo cuanto les rodeaba.

Por un contraste caprichoso, aquellos buenos mozos malcarados exhibían como gala el pie pequeño, usaban botas de tacón alto adornadas con pespuntes, lo que les daba cierto aire de afeminamiento, así como los pantalones estrechos y las chaquetas ajustadas, marcando protuberancias musculosas o míseros armazones de piel y huesos en que los nervios suplían a la robustez.

Los había que empuñaban escandalosos garrotes o barras de hierro forradas de piel, golpeando con estrépito los adoquines, como si quisieran anunciar el paso de la fiera; pero otros usaban bastoncillos endebles o no se apoyaban en nada, pues bastante compañía llevaban sobre las caderas con el cuchillo como un machete y la pistola del quince, más segura que el revólver.

Aquel desfile de guapos detúvose en todos los cafetines del tránsito para refrescar con medias libras de aguardiente, convidando a los policías conocidos que encontraban al paso, y cerca de las doce llegaron a la alquería del camino de Burjasot, donde la paella burbujeaba ya sobre los sarmientos, faltando solo que la echasen el arroz.

Cuando se sentaban a comer estaban medio borrachos, mas no por esto perdieron su fúnebre y despreciativa gravedad.

II

Eran gentes de buenas tragaderas y pronto salió a luz el fondo de la sartén, viéndose por los profundos agujeros que las cucharas de palo abrían en la masa de arroz el meloso socarraet, el bocado más exquisito de la paella.

De vino, no digamos. A un lado estaba el pellejo, vacío, exangüe, estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro contenido nadaban los trozos de limón, para hacer más aromático el líquido.

A los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz; se reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y lanzando poderosos regüeldos.

Salían a conversación todos los amigos que se hallaban ausentes por voluntad o por fuerza; el tío Tripa, que había muerto hecho un santo después de una vida de trueno; los Donsainers, huidos a Buenos Aires por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo arreglar aun mediante el mismo gobernador de la provincia, y la gente de menor cuantía que estaba en San Agustín o San Miguel de los Reyes, inocentones que se echaron a valientes sin contar antes con buenos protectores.

¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran muerto o se hallaran pudriendoen la cárcel o en el extranjero. Aquellos eran valientes de verdad, no los de ahora, que son en su mayoría unos muertos de hambre, a quienes la miseria obliga a echárselas de guapo a falta de valor para pegarse un tiro.

Esto lo decía el Bandullo pequeño, aquel trastuelo, que se había propuesto alterar la reunión, pinchando a Pepet, y a quien sus hermanos lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡Criatura más

comprometedora! Con chicos no puede irse a ninguna parte.

Pero el escuerzo ruin no se daba por entendido. Tenía mal vino y parecía haber ido a la paella por el solo gusto de insultar a Pepet.

Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía latir las venas de su frente.

Sí señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen corazón, sino estómago hambriento; ruqueròls que olían todavía al estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían a estorbar a las personas decentes. Si otros querían callar, que callasen. Él no; y no pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.

Por fortuna estaban presentes los Bandullos mayores, gente sesuda que no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban a Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían al oído, excusando la embriaguez del pequeño:

- No fases cas: está bufat.

Pero buena excusa era aquella con un bicho tan rabioso. Se crecía ante el silencio e insultaba sin miedo alguno.

Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos embusteros. Valientes de matamòrta como los melones malos. Él conocía un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor; mentira, todo mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le hacía corrococos a María la Borriquera, la cordobesa que cantaba flamenco en el café de la Peña... ¡Ya voy!... Ella se burlaba del muy bruto; tenía poco mérito para engañarla; la chica se reservaba para hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.

Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos mayores. Pepet estaba magnífico, puesto de pie, irguiendo su poderoso corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y extendiendo aquel brazo musculoso y potente, que era un verdadero ariete.

Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar:- Això es mentira. ¡Mocós!

Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fue recto a los ojos,

separándolo Pepet de una zarpada e hiriéndose el dorso de la mano con los vidrios rotos.

Buena se armó entonces... Las mujeres de la alquería huyeron dentro lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió a relucir un verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido metálico.

La reunión dividiose instantáneamente en dos bandos. A un lado los Bandullos cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo el morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían a emanciparse, y al otro, rodeando a Pepet, todos, absolutamente todos los convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el despotismo de la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para emanciparse.

Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los otros empezaran.

¡Vaya, caballeros! La cosa no podía quedar así... Allí se había insultado a un hombre, y de hombre a hombre no va nada.

Al fin, el reñir es de hombres.

Era una lástima que la fiesta terminase mal, pero entre hombres ya se sabe; hay que estar a todo. Dejar sitio y que se las arreglen los hombres como puedan.

Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros por la superioridad del número, colocáronse ante los Bandullos mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.

En ocasiones como aquella había que demostrar la entraña de valiente. Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.

Pero las razones eran inútiles. Estaban frente a frente los dos enemigos, a la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra por entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las telarañas que envolvían las uvas.

El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca y cubriéndose el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona haciendo gala de la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle de Cuarte.

Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia

atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún carro, junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus campos.

Iba a correr sangre, y todos avanzaban el pescuezo con malsana curiosidad, para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.

El bicho maldito no se inquietaba y seguía insultando. ¡A ver!Que se atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la tanda al suelo.

Y vaya si se atracó. Pero con un valor primitivo; no con la arrogancia del león, sino con la acometividad del toro; bajando la dura testa, encorvando su musculoso pecho con el impulso irresistible de una catapulta.

De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmado al pequeño Bandullo, y antes de que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un costado, de abajo arriba, con tal fuerza, que casi lo levantó en el aire.

Cayó el chicuelo llevándose ambas manos al costado, a la desgarrada faja, que rezumaba sangre, y hubo un murmullo de asombro casi semejante a un aplauso.

¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.

Los Bandullos lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y hubo de ellos que requirieron sus armas con desesperación, como dispuestos a cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.

Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor, de la familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aún no se había acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y mala intención.

El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre la faja, fue llevado por sus hermanos a la tartana, que aguardaba cerca de la alquería desde que trajo por la mañana todo el arreglo de la paella.

¡Arrea, tartanero!... ¡Al Hospital! Donde van los hombres cuando están en desgracia.

Y la tartana se alejó dando tumbos, que arrancaban al herido rugidos de dolor.

Pepet limpió su cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo lavó en la acequia y volvió a guardarlo con tanto cariño como si fuese un hijo.

El ribereño había crecido desmesuradamente a los ojos de todos aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso a Valencia, por la polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos a otros para darle consejos.

A la policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor el silencio. El pequeño diría en el Hospital que no conocía a quien le hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus hermanos para enseñarle la obligación.

A quien debía mirar de lejos era a los Bandullos que quedaban sanos. Eran gente de cuidado. Para ellos, lo importante era pegar, y si no podían de frente, lo mismo les daba a traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la familia.

Pero al valentón ribereño aún le duraba la excitación dela lucha y sonreía despreciativamente. Al fin aquello tenía que ocurrir. Había venido a Valencia para pegarles a los Bandullos; donde estaba él no quería más guapos; ya había asegurado a uno; ahora que fuesen saliendo los otros y a todos los arreglaría.

Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y meterse todos en la ciudad amenazó con un par de guantadas al que intentara acompañarle.

Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos. Conque... ¡largo, y hasta la vista!

¡Qué hígado de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosa de relatar en cafetines y timbas la caída de los Bandullos, añadiendo con aire de importancia que habían presenciado la terrible gabinetá de aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.

Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los Bandullos. No había más que verle a las once de la noche marchando por la calle de las Barcas con desembarazada confianza.

Iba a la Peña, a oír a su adorada novia la Borriquera.

¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le había dicho antes de recibir el golpe, a ella le cortaba la cara, y después no dejaba botella ni títere sano en todo el café.

Aún le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que le dominaba después de haber hecho sangre.

Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los Bandullos, uno a uno o todos juntos. Se sentía con ánimos para de la primera rebanada partirlos en redondo.

Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo y el valentón sintió un golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba su vista y le zumbaban los oídos.

¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.

Y llevándose la mano al cinto, tiró de su pistola del quince, pero antes de que volviera la cara, sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.

Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos y más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un kepis por parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los Bandullos la protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el inerte cuerpo, al que removieron de una patada como si fuese un talego de ropa.

- Ben mòrt está.

Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del muerto, guardándose algo en el bolsillo.

Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en torno del cadáver, esperando la llegada del juzgado, viose a la luz de algunos fósforos la cara morunade Pepet el de la Ribera, con los ojos desmesurados y vidriosos y junto a la sien derecha una desolladura roja que aún manaba sangre.

Le habían cortado una oreja como a los toros muertos con arte.

III

El entierro fue una manifestación.

Aún quedaba sangre de valiente: la raza no iba a terminar tan pronto como muchos creían.

Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos todos los matones de segunda fila y los aspirantes a la clase; morralla del mercado y del matadero que esperaba ocasión para revelarse, y hacía sus ensayos de guapeza yendo a pedir alguna peseta en los billares o

timbas de calderilla.

Aquel cortejo de caras insolentes con gorrillas ladeadas y tufos en las orejas, hacía apartarse a los transeúntes, pensando en el gran golpe que se perdía la Guardia civil.

¡Qué magnífica redada podía echarse!

Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente, que lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en los entierros.

¿Era así como se mataba a los hombres? ¡Cobardes!... ¡morrals!... ¡y después querían los Bandullos pasar por bravos! Santo y bueno que le hubiesen tirado el hígado al suelo riñendo cara a cara, pues a esto están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y con pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía garrote. ¡Morir a manos de unos ruines un chico que tanto valía! Parecía imposible que la prensa no protestase y que la ciudad entera no se sublevara contra los Bandullos. ¿Y lo de cortarle la oreja? Ambusteros, más que ambusteros. Eso está bien que se haga con uno a quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo, pero... ¡vamos! cuando no hay de qué y solo tienen ciertas gentes motivo para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste era que muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos, los Bandullos camparían como únicos amos, y las personas decentes, que eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las sobras y poder comer. ¡Tan tranquilos que estaban, amparados por aquel león de la Ribera que se había propuesto acabar con los Bandullos!...

Los que más irritados se mostraban eran los neófitos, los aprendices que no habían estrenado la tea que llevaban cruzada sobre los riñones; los que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda, pero que sentían por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.

Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo conun solo gesto, lloraban en el cementerio, en torno de la fosa, al ver los húmedos terrones que caían sobre el ataúd.

¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró al sol, se lo habían de comer la tierra y los gusanos?... ¡Retapones! aquello partía el corazón.

La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de

costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí quedaba quien se acordaba de él.

Sonó un glu-glu de líquido, cayendo sobre la rellena fosa. Los compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto, vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta, que parecía sudar la corrupción de la vida.

Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad del valor malogrado tiró de las teas y uno por uno fueron trazando en el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que mascullaban terribles palabras mirando a lo alto, como si por el aire fueran a llegar volando los odiados Bandullos.

Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tornas... si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte a las personas decentes. ¡Lo juraban!

Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el cementerio, los Bandullos entraban en el Hospital, graves, estirados, solemnes, como diplomáticos en importante misión.

El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al preguntar con mudo gesto a sus hermanos.

Debía saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.

Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de la familia. El que atacase a los Bandullos tenía pena a la vida. Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.

Y desliando un trozo de periódico, arrojó sobre las sábanas un muñón asqueroso, cubierto de negros coágulos.

El pequeño lo alcanzó sacando de entre las sábanas sus brazos enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en las llagadas entrañas al incorporarse.

- ¡La orella!... ¡La orella d'eixe lladre!

Rechinaron sus dientes con los dos fuertes mordiscos que dio al asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al comprender hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que arrebatarle la oreja de Pepet para que no la devorase.

El femater

I

El primer día que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo período de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Sumadre se quejaba al verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda enviándolo a Valencia a recoger estiércol equivalía a la sentencia de que en adelante tendría que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz, haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas en los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas, hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el día, y el pequeñín, que era el gandul de la familia, debía contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecía las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el día con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecía una joroba. Aquel día estrenaba ropa; unos pantalones de pana de su padre, que podían ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que acortados por la tía Pascuala, se sostenían merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podían salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vio lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser este un trotecillo menudo.

¡Pobre Nelet! Marchaba como un explorador de misterioso territorio hacia aquella ciudad que, bañada por los primeros rayos del sol, recortaba su rojiza crestería de tejados y torres sobre un fondo de

blanquecino azul.

Dos o tres veces había estado allí, pero amparado por su madre, agarrado a sus faldas, con gran miedo a perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del Mercado y aquellos municipales de torvo ceño y cerdosos bigotes, terror de la gente menuda; pero a pesar de los espantables peligros, seguía adelante, con la firmeza del que marcha a la muerte cumpliendo su deber.

En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; fematers de categoría superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar delramal gritando por las calles el famoso pregón: "Ama, ¿hiá fem?"

Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacía más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto a Nelet.

De seguro que no llevaba licencia. ¿No sabía lo que era? Un papelote que había que sacar soltando dinero allá en el Repeso. Sin ella había que menear bien las piernas para huir de los municipales. Como le pillasen, flojas patás le iban a soltar. Conque ¡ojo, chiquet!

Y fortalecido por tan consoladoras advertencias, el pobre chico entró en la ciudad, buscando los callejones más solitarios y tortuosos, mirando con codicia los humeantes rastros que dejaban los caballos sobre los adoquines, sin atreverse a meter en su espuerta tales riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano de un sayón con kepis.

Aquello forzosamente había de acabar mal.

Se olvidó de todo en una plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un grupo de pelones de larga blusa y grueso bolsón de libros, retardando el momento de entrar en la escuela; pero de improviso sonó el grito de ¡la ful! anunciando la aparición de un municipal de los más feos, y todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes sorprendida en lo mejor de sus misteriosos ritos.

Nelet huyó despavorido, pensando que en la maldita ciudad no se ganaba para sustos, la giba de esparto siempre sobre su espalda y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barría tranquilamente su portal.

No era floja la paliza que le soltarían en casa al verle de vuelta con el

capazo vacío, y esta consideración fue lo que le dio valor. Llegaban hasta él los gritos de los otros fematers en las inmediatas calles, agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y tímidamente, temblando de que alguien le oyese, murmuró con voz que parecía el balido de un cordero: "Ama, ¿hiá fem?"

Y así recorrió un par de calles.

- Entra, chiquillo, entra.

Era una buena mujer que le hacía señas indicándole las barreduras que acababa de amontonar junto a una puerta. ¡Pero qué simpática resultaba aquella mujer! El regalo no era gran cosa; polvo, puntas de cigarro, mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una casa pobre. Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que triunfa por primera vez, y siguió adelante mirando los balcones, los pisos superiores, que él llamaba casas grandes, donde se comía bien, y en las covachas de la cocina había para meterla mano y el codo.

Pero ¡rediel!(y se rascó la roja frente llena de arañazos) estaba perdiendo el tiempo. Había olvidado sus relaciones de la ciudad: la casa de Marieta, su hermana de leche, donde había estado algunas veces con su madre.

Y tras indecisiones y rodeos dio por fin con la calle sombría y solitaria cerca de los juzgados, y el caserón de húmedo patio en cuyo piso principal vivía don Esteban el escribano.

Aquella mañana era de desgracias.

En el patio estaba la portera, una bruja que le recibió escoba en mano, faltando poco para que le saludase con dos hisopazos en la cara.

Ella no quería marranos que le ensuciasen la escalera. Todos los inquilinos tenían su femater. ¡Largo, granuja! ¡Quién sabe si subiría con intención de robar algo!

Y el tímido labradorcillo, retrocediendo ante la iracunda bruja, protestaba con voz débil, repitiendo siempre la misma excusa. Era el hijo de la tía Pascuala, a la que todo Paiporta conocía, el ama de Marieta; ¿no era bastante?

Pero ni el nombre de la tía Pascuala ni el del mismo Espíritu Santo ablandaba a la portera y a su fiera escoba, y Nelet, retrocediendo, se vio en la calle y allí se quedó como un bobo frente a una pared vieja: arañando los sueltos yesones y espiando con el rabillo del ojo las evoluciones de la vieja. La vio sumirse en el cuchitril de la portería y

cautelosamente entró en el portal, lo cruzó sin ser visto y subió por la escalera de antiguos azulejos, tirando tímidamente del borlón de estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.

No fue poco lo que se rio la criada, bravía moza de las montañas de Teruel, al abrir la puerta y encontrarse con aquel monigote panzudo que abultaba menos que su capazo.

¿Qué buscaba? Allí tenían quien se llevara el estiércol. Y Nelet, turbado por el buen humor de la churra no sabía qué decir.

Pero de pronto se abrió para él el cielo. O lo que es lo mismo, vio asomar por detrás de la falda de la criada una cara morena, prolongada y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados cruelmente hacia el cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa de eterna curiosidad y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro crecimiento.

La niña le reconoció en seguida: no en balde transcurren dos años durmiendo bajo el techo de la barraca y en la misma cama y se pasan los días junto a la acequia, tendidos sobre el vientre, con la cara teñida de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo delama.

Lo cogió de la mano con cierto aire de muchacho, propio del desgarbo con que llevaba las faldas, y los dos se dirigieron a la cocina seguidos por la sonriente churra, a quien la hacía gracia el aire tímido y enfurruñado del chiquillo.

II

Llegó a su barraca con la espuerta sin llenar, pero no pudo decir que le había ido mal en su primera expedición.

Aquella churra le quería de veras, desde que supo que era nada menos que hermano de la señorita. Ella misma le llenó el capazo vaciando todo el basurero de la cocina, sin importarle lo que pudiera murmurar el femater de la casa, un viejo que podía alegar los derechos adquiridos en once años. Nelet le desbancaba, y la buena muchacha, para afirmar su protección, le regaló con media cazuela de guisado de la noche anterior y una montaña de mendrugos que el chico iba tragándose con la calma de un rumiante, pensando que si duraba mucho la buena racha, iba a ponerse tan redondo y frescote como el cura de Paiporta.

Pues ¿y Marieta? Le miraba comer con alegría, como si fuera ella misma la que saboreaba el guisado con hambre atrasada. Hasta quiso que le dieran vino, y apenas le veía hacer un descanso, pasaba revista a todos los de allá, preguntando cómo estaba el ama, si tenía muchos animales, si el padre aún iba por los caminos, si vivía el Negret, aquel perrillo seco, almacén de pulgas que aullaba como un condenado apenas se acercaban a la barraca, y si la higuera, tan frondosa en verano, soltaba aquella lluvia de lagrimones negros y suaves que caían ¡chap! dulcemente en el suelo, despachurrando la miel y el perfume de sus entrañas rojas.

Y después tras el substancioso atracón, llegó para Nelet el momento de los asombros, viendo la colección de muñecas, los vestidos, los sombreros, todos los regalos con que el escribano obsequiaba a su hija. Bien se conocía que esta era única, que había quedado sin madre casi al nacer y que el viejo don Esteban no tenía otro cariño a que dedicar los buenos cuartos que arañaba en el juzgado.

Seguía a su Marieta por toda la casa, admirando las magnificencias que la chiquilla le mostraba con mal cubierta satisfacción de amor propio. El salón le anonadó con sus sillerías del primer tercio de siglo y sus adornos, que evocaban el recuerdo de las almonedas judiciales; pero su admiración trocose en espanto ante una puerta entornada. Allí dentro trabajaba el papá, con sus dos escribientes y se oía su voz campanuda: Providencia que dicta el señor juez... etc.

¡Cristo! aquello asustaba aNelet más que los municipales, y emprendió la vuelta hacia la cocina.

En fin, que su primera visita le hizo experimentar la satisfacción del que se halla establecido y cuenta con clientela.

Entraba por las mañanas en la ciudad tomando al paso lo que buenamente encontraba en las calles, y recto a aquel caserón, donde se colaba como si fuese un inquilino.

La bruja de la portera se guardaba ahora su escoba y hasta le protegía, recomendándolo a las criadas de los otros pisos, y en el principal tenía a la churra, que siempre encontraba en los rincones de la despensa algo sobrante que antes era para los gatos y ahora se tragaba Nelet.

¡Qué mañanas aquellas! Llegaba cuando la casa estaba en el revoltijo del despertar. Los escribientes en el despacho se soplaban las manos

preparándose a agarrar las plumas y ensuciar papel de oficio, la churra por allá dentro levantaba camas, dando furiosas bofetadas a los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una faldilla a media pierna, arañaba los pasillos con la escoba, para dar gusto al papá, que quería una chica muy mujer de su casa.

Y en el comedor encontraba a don Esteban, el terrible escribano, imagen para Nelet de la justicia, que puede pegar y meter en la cárcel, sentado ante humeante chocolate, con las gafas caladas para leer el periódico y murmurando automáticamente al entrar el muchacho:

- Hola, chiquillo, ¿cómo está la tía Pascuala?

Pero el terrible pasmarote no tardaba en aislarse en su despacho, para preparar lo que luego había de decir el señor juez sobre el papel sellado, y la casa parecía alegrarse con tal desaparición.

Sonaban risas en aquel ambiente denso de habitaciones cerradas, donde flotaba aún el calor del sueño y el polvo levantado por la limpieza. Los gatos jugueteaban en la cocina con la espuerta del femateret, mientras este se sentía feliz, ayudando a la churra con su buena voluntad de bruto de carga o charlando con Marieta de cosas tan interesantes como eran las últimas y verídicas noticias de cuanto ocurría en Paiporta y sus alrededores.

¡Oh! A aquella chica le tiraba aún la miserable barraca y los terruños sobre los cuales se había dado cuenta por primera vez de que existía. Hablaba de la tía Pascuala con más entusiasmo que de su madre, a la que solo había visto en el oscuro retrato que estaba en el salón, figura melancólica que parecía presentir ante el pintor la llegada de la maternidad del brazo con la muerte.

¡Qué bien se estaba en la barraca! Ya había transcurrido tiempo, pero ella recordaba, con la vaguedadde comprensión de los primeros años, aquellas noches pasadas en el estudi, hundida en los mullidos colchones de hojas de maíz que cantaban al menor movimiento, defendida por el poderoso anillo de músculos que formaban los brazos de la nodriza, durmiéndose al calor de las voluminosas ubres, siempre repletas y firmes; después, el alegre despertar, cuando el sol se filtraba por las rendijas del ventanillo y piaban los gorriones en el techo de paja de la barraca, contestando a los cacareos y gruñidos de los habitantes del corral; el fuerte perfume del trigo, las frescas emanaciones de la hierba y las hortalizas, difundiéndose por el interior de la blanqueada vivienda, olores confundidos y arrullados por el vientecillo que, pasando por las

filas de moreras y a través de la higuera, parecía hacer cantar a las temblonas hojas; y la vida bohemia, alegre y descuidada en los campos inmediatos, que recorrían con sus vacilantes piernas de dos años, sin atreverse a llegar a la revuelta del camino, lleno de barrizales y cruzado por los profundos surcos de las ruedas, pues su imaginación naciente había inventado que allí forzosamente debía terminar el mundo.

¿Y cuando el pare llegaba de uno de aquellos largos viajes de carretero y al oír los cascabeles de los machos y el chirrido de las ruedas, salían todos al camino a recibirle con cruces de caña como si fueran a una procesión de las de Paiporta? ¿Y cuando a la orilla de la acequia, casi seca, se coronaban de dompedros, colgaban de su cintura largas hojas de caña y con el verde faldellín paseábanse gravemente imitando el paso de puntas de aquellas vírgenes y heroínas que salían en las cabalgatas del pueblo? ¿Y la vez que se pegaron por un higo? ¿Y cuando hartos de zanahorias teñíanse la cara de morado y se revolcaban por la rojiza tierra hasta parecer indios bravos, dejando como guiñapos las finas y bordadas ropas que enviaba el escribano?

¡Ah, Nelet! ¡Qué malo eras entonces!

Y la muchacha miraba por los balcones la estrecha calle, en la que vergonzosamente entraba un rayo de sol, y en su vaga mirada de pájaro enjaulado leíase el deseo de volar lejos, muy lejos, a aquellos campos donde la esperaban la vida libre y la adoración de toda una familia de infelices que la veneraban como procedente de una raza superior.

Pero el papá se oponía a que volviese a la barraca ni un solo día. Lo había dicho terminantemente: cada cosa a su tiempo, y ahora nada bueno podía aprender entre aquellos brutos.

Esta tenaz negativa recordaba a Nelet el momento en que sellevaron a la chica a Valencia; en que la robaron, sí señor, engañándola, diciendo que solo era para unos días y no tardaría en volver, mientras la pobrecita lloraba y él corría como un perrillo detrás de la tartana pidiendo con lamentos al cruel escribano que no le quitase a su Marieta.

¡Rediel! Si fuese ahora, que era ya casi un hombre y le plantaba una pedrada al más guapo...

Y en esto sonaban las diez, salían los escribientes con sus badanas repletas de autos camino del juzgado, y el principal al ver al femateret torcía el ceño.

- ¿Pero aún estás ahí? Tú acabarás mal; eres un vago. A la obligación,

chiquillo.

Y el pequeño David, a pesar de aquellas pedradas certeras que le enorgullecían, temblaba ante el gigante con el terror que inspira al infeliz el hombre de justicia, y recogiendo su espuerta, salía cabizbajo, avergonzado, sin atreverse a mirar a Marieta... y hasta el día siguiente.

Algunas veces el recuerdo de la idílica existencia al aire libre perdía su encanto, y era Nelet quien envidiaba en la persona de su hermana todas las comodidades y esplendores de la vida de la ciudad.

¡Qué lujos! Los vestidillos de seda y terciopelo, los sombreros que parecían islas de flores, todos los regalos del papá que Marieta enseñaba con malsana coquetería, aturdían a Nelet, y como para él no había gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en gente del campo y señorío, la hija del escribano aparecía a sus ojos igual o superior a aquellas otras que había visto algunas veces en los carruajes de lujo.

Marieta le dominaba, le hacía pasar embobado las mañanas en aquella casa, obedeciéndola servilmente como allá en la barraca cuando era una chicuela llorona y rabiosilla.

Y transcurrió el tiempo, estrechándose cada vez más entre los dos hermanos aquel lazo de cariño creado en los albores de su vida por la existencia casi silvestre.

Nelet se hacía hombre. A los quince años era ya una vergüenza que entrase por las mañanas en la ciudad con su espuerta, como un chiquillo. Trabajaba los campos en arriendo, mientras el padre andaba por los caminos, y para recoger basura en Valencia contaba con el auxilio de un jaco viejo que el carretero había traspasado a su hijo como desecho.

El pobre animal, cabizbajo como un misántropo, con el flaco lomo martirizado por los serones llenos, pasaba las horas frente a la casa del escribano, mirando con sus ojos vidriosos y empañados a la vieja portera, que hacía media, mientras su joven amo andaba por arriba regañando amistosamente con la churra o siguiendo como un siervo a la señorita.

Era ya todoun hombre, cortés y rumboso con las personas de su aprecio. Bien le pagaba a la criada los antiguos guisotes trasnochados. Nunca llegaba con las manos vacías, y del serón salían camino del primer piso el par de melones verdes y correosos, los pimientos

inflamados y brillantes, las frescas lechugas con sus ocultos cogollos de ondulado marfil o las coles vistosas como flores de rizada blonda, dones que arrancaba directamente de sus terruños, y que al faltar en estos robaba tranquilamente en los campos del camino, con la imprudencia del chiquillo de huerta acostumbrado desde que andaba a gatas a atracarse de uvas y digerirlas ayudado por los pescozones de los guardas.

Y satisfecho con el agradecimiento que le mostraba la criada por sus obsequios, viendo siempre en Marieta a la rapazuela que en otros tiempos jugaba con él y le arañaba al más leve motivo, apenas si llegó a fijarse en la súbita transformación que iba operándose en la muchacha.

Redondeábase su cuerpo, aclarábase su tez en extremo morena; las agudas clavículas y la tirantez del cuello iban dulcificándose bajo la almohadilla de carne suave y fresca que parecía acolchar su cuerpo; las zancudas piernas, al engruesarse, poníanse en relación con el busto. Y como si hasta a la ropa se comunicase el milagro, las faldas parecían crecer un dedo cada día, como avergonzadas de que estuvieran por más tiempo al descubierto aquellas medias que amenazaban estallar con la expansión de la robustez juvenil.

Marieta no iba a ser una beldad; pero tenía la frescura de la juventud, vigor saludable y unos ojazos valencianos, negros, rasgados y con ese misterioso fulgor que revela el despertar del sexo.

Y como si la niña adivinase la proximidad de algo grave y decisivo que la privaría en adelante de tratar a su hermano como si aún anduviesen por los campos, hablaba a Nelet con seriedad, evitando los juegos de manos, las intimidades propias de una infancia sin malicia ni preocupaciones.

En fin, que un día, al entrar Nelet en la casa quedose asombrado, como si un fantasma le hubiese abierto la puerta.

Aquella no era Marieta; se la habían cambiado.

Era una muñeca con el pelo arrollado y puntiagudo sobre la nuca, conforme a la moda, y una horrible falda larga que la cubría los pies.

Parecía muy complacida de verse mujer, de haberse librado de la trenza suelta y la pierna al aire, signos de insignificancia infantil, pero a él le faltó poco para llorar, para protestar a gritos, como en aquella tarde que corría tras la tartana suplicando al feroz escribano que no le quitase la chiquita. Por segunda vezle arrebataban su Marieta.

Y después, ¡horror da recordarlo! aquella churra despiadada parecía complacerse en su dolor haciéndole terribles advertencias.

El señor se lo había dicho y ella lo repetía por encontrarlo muy justo y para evitarse reprimendas. Cada cual debía ponerse en su lugar. En adelante nada de tuteos ni de Marietas, y mucho de señorita María, que era el nombre de la única dueña de la casa. ¿Qué dirían las amiguitas al ver a un femater tratando tú por tú a la señorita? Conque ya lo sabía: el hermanazgo había terminado.

Y a Nelet, la silenciosa naturalidad con que Marieta, digo mal, la señorita María, escuchaba todo aquel cúmulo de absurdas recomendaciones, dolíale más que las palabras de la churra.

- Todo lo dicho - continuaba esta - no era ni remotamente que se pretendiera cerrar al chico las puertas.

Ya sabía que lo consideraban como de casa, y que toda la cocina era para él. Pero cada cual en su sitio, ¿estamos?

No olvidando esto podía volver cuando quisiera.

III

Y volvió ¡rediel! ¿Pues no había de volver?

Ir a Valencia y no entrar en aquel caserón cerca de los Juzgados, era un hecho que por lo absurdo no había pensado nunca que pudiera ocurrir.

Y allí iba todas las mañanas, a sufrir, reconociéndose cada vez más distanciado de aquella a quien tenía que llamar la señorita.

¿Dónde estaba ya aquel afán por hablar de las cosas de la barraca?

Entraba Nelet en la casa con la confianza de siempre, pero notando en torno de él un ambiente de frialdad e indiferencia. Era el femater, y nada más.

Algunas veces intentó resucitar en María el entusiasmo por la pasada vida, hablándola del ama y de su familia que tanto la amaban, de aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero la joven oíale con cierto malestar, como si la causara repugnancia la rusticidad de los de allá.

¡Ah, pobre Nelet! Decididamente le habían cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no había nada en que vibrase el recuerdo del

pasado. Parecía que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer, se habían desvanecido todos los ensueños de poesía campestre.

Tenía el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra en aquella cocina a la que llegaba el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano del salón. Aquellas escalas incoherentes y pesadas se le metían en el alma, conmoviéndole más que las melodías del órgano en la iglesia de Paiporta.

Y para colmo de sus penas, la criada no sabía hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba a Nelet y alque acabó por conocer deteniéndose un día en la puerta del despacho del escribano.

Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansioso de descanso, y que al fin acabaría por hacerse dueño del despacho.

¡Y que parase ahí! Esto no lo decía el pobre femater, pero lo pensaba con la confusión propia de su caletre. Aquel barbilindo, que tendría cinco o seis años más que él, era una espina que llevaba clavada en el corazón.

Deseoso de reconquistar el afecto de la señorita, multiplicaba sus obsequios con tanta rudeza como buena voluntad.

El jamelgo llegaba muchas veces a Valencia con los serones llenos de frutas o frescas hortalizas; los campos del camino temblaban al verle venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de obsequiar, sin acordarse que hay dueños en el mundo ni guardas que pueden pegar una paliza; pero tanto sacrificio no merecía más que alguna automática sonrisa o un ¡gracias! como se da a cualquiera, y los regalos iban a la cocina, sin alcanzar otros elogios que los de la churra.

En cambio, sobre la mesa del comedor, o en el salón, sobre el piano, todas las mañanas veía el pobre Nelet ramos de flores frescas, recién traídas del Mercado, y que María aspiraba con pasión de mujer que despierta, como si en vez de perfume de jardines aspirase otro que llegaba más directamente a su corazón.

Eran regalos del tal don Aureliano, de aquel danzarín para quien resultaba ya estrecho el despacho, y que con la pluma tras la oreja y fingiendo mil pretextos, se metía hasta en la cocina solo por ver un instante a María y cruzar una sonrisa.

Y cómo se coloreaba el semblante de ella... ¡Cristo!

Toda la sangre moruna que el huertano tenía en su atezado cuerpo inflamábase ante aquel don Aureliano, que era casi de su edad y del que no le separaba más que su categoría de señorito.

Nelet, a los diez y seis años, comprendía ya el motivo de que los hombres se cieguen y vayan a presidio.

Lo único que le detenía era la certeza de que don Esteban, el terrible ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le irritaría cuanto él hiciese en su daño.

Además se consolaba con la esperanza de que todas sus rabietas carecían de fundamento. Nada de extraño tenía que el abogadillo buscase a Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de seguro que ella no le hacía gran caso; Nelet tenía la certeza de esto y tambiénde que la frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un caprichito como los que tenía de niña allá en la barraca, donde tanto le martirizaba con su mal genio.

¡Pues no faltaba más, que ella resultase una ingrata con tanto como la amaban allá en Paiporta, y él sobre todos!

Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La churra no estaba en la cocina. En el despacho leía don Esteban con la nariz casi pegada a unos autos y en el salón sonaba el monótono tecleo formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.

Entró con su paso cauteloso de morisco, que aún hacían más imperceptible las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición, María dio un grito de sorpresa y de miedo.

Allí estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de María, como si fuese a volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta a la de la joven, que parecía querer devorarla.

¡Rediel!... ¿Para cuándo eran las bofetadas?

Y lo peor fue que María, aquella Marieta que un año antes le trataba a cachetes como traviesa y cariñosa hermana, aquella a la que nunca quiso comparar con su madre temiendo que esta resultase menos querida, le miró fijamente con un relampagueo de odio, y se puso en pie con el ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.

¿Qué buscaba allí? En la cocina tenía a la criada. ¿No podía estudiar tranquila un rato?

Nunca pudo recordar Nelet cómo salió del salón. Debió retroceder cabizbajo y vacilante, como una bestia herida. Le zumbaban los oídos, su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se quedaba tranquilo y satisfecho junto al piano, repetíase mentalmente: "¡Dios mío, qué vergüenza!"

Estaba inmóvil en mitad del corredor que conducía al salón, con el rostro en la pared, como si quisiera incrustarlo en ella, cegar para siempre, y aun así todavía recibió el último latigazo, oyendo la vocecilla del de los lentes de oro:

- ¡Moscón más pesado! Ese muchacho parece que me odie, que nos persiga como si sintiera celos.

- ¡Qué idea! Es el hijo de mi nodriza: un infeliz, un bruto... pero con buen corazón.

Y tras breve pausa sonaron, amortiguados por los cortinajes, dos chasquidos leves y misteriosos, que los sintió Nelet como un par de puñaladas. Tal vez era el piano que crujía o la hoja del cuaderno que se doblaba; pero el pobre muchacho, después de un instintivo impulso de correr hacia elsalón con los puños cerrados, huyó, dejando el capazo en la cocina como tarjeta de visita, y ya en la calle arreó su jaco, con los serones vacíos, camino de la barraca.

Por tercera vez le robaban su Marieta: ya era bastante.

Ahora solo tendría cariño para su madre; para aquellos terruños que apenas arañados correspondían a su caricia, cubriéndose con manto verde terciopelo y regalándole el pan.

No volvió más a Valencia: odiaba a la ciudad porque ella estaba allí.

Y como los fematers no pagan contribución directa, nadie se enteró de que en el gremio había una baja.

En la puerta del cielo

CUENTO DE LA HUERTA

(Traducido del valenciano)

Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío Beseròles, de Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la gente de Valencia que en derredor de la mesilla de hojalata empinaba el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.

Todos los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el campo, pero siempre hacía el demonio que encontrase algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban las campanas el toque de mediodía si era de mañana o cerraba la noche, sin que él hubiese salido del pueblo.

Allí estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los forasteros y esperando que le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre personas finas.

Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna, el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!... ¿Y cuentos?... Por algo le llamaban Beseròles; porque no caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin, cantando las palabras letra por letra.

La gente lanzaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban capellanes y monjas; y el Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.

El tío Beseròles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:

- ¡Esos sí que son listos!... ¡Quién se la dé a ellos!... Una vez un fraile engañó a San Pedro.

Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento:

Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes, el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.

Yo no lo he conocido, pero miabuelo aún se acordaba de haberlo visto cuando visitaba a su madre, y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba el chocolate a la puerta de la barraca. ¡Qué hombre! Pesaba sus diez arrobas; cuando le hacían hábito nuevo entraba en él toda una pieza de paño; visitaba al día once o doce casas, tragándose en cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo le preguntaba:

- ¿Qué le gusta más, padre Salvador? ¿Unos huevecitos con patatas o unas longanizas de la conserva?

Él contestaba con una voz que parecía ronquido:

- Todo mezclado; todo mezclado.

Así estaba él de guapo y rozagante. Por allí donde pasaba parecía regalar su salud, y la prueba era que todos los chiquitines que nacían en este contorno presentaban sus mismos colores, su cara de luna llena y un morrillo que lo menos tenía tres libras de manteca.

Pero todo es malo en este mundo, pasar hambre o comer demasiado, y un día, al anochecer, el padre Salvador, viniendo de un hartazgo para solemnizar el bautizo de cierta criatura que tenía toda su estampa, ¡cataplum! dio un ronquido que puso en alarma a toda la comunidad y reventó como un odre, aunque sea mala comparación.

Ya tenemos a nuestro padre Salvador volando por el aire como un cohete, en busca del cielo, pues no tenía duda de que allí estaba el sitio de un fraile.

Llegó ante una gran puerta toda de oro, claveteada de perlas, como las que saca en las agujas de su peinado la hija del alcalde cuando es clavariesa de las fiestas de las solteras.

- ¡Toc, toc, toc!...

- ¿Quién es? - preguntó desde dentro una voz de viejo.

- Abra, señor San Pedro.

- ¿Y quién eres tú?

- Soy el padre Salvador, del convento de San Miguel de los Reyes.

Se abrió un ventanillo y asomó la cabeza el bendito santo, pero soltando bufidos y lanzando centellas por sus ojos al través de las antiparras. Porque han de saber ustedes que el santo apóstol, como es tan viejo, está corto de vista.

- ¡Che! ¡poca vergüenza! - gritó hecho una furia - . ¿A qué vienes aquí? ¡Me gusta tu confianza!... ¡Arre allá, poca honra, que aquí no está tu puesto!...

- Vamos, señor San Pedro: abra, que se hace de noche. Usted siempre está de broma.

- ¿Cómo de broma?... Si cojo una tranca, vas a ver lo que es bueno, descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con capucha?

- Haga el favor, señor San Pedro: sea bueno paramí. Pecador y todo, ¿no tendrá un puestecito libre, aunque sea en la portería?

- ¡Largo de aquí!... ¡miren qué prenda! Si te permitiera entrar, en un día te zamparías nuestra provisión de tortitas con miel, dejando en ayunas a los angelitos y los santos. Además, tenemos aquí no sé

cuántas bienaventuradas que aún son de buen ver, y ¡valiente ocupación me caería a mi edad! ¡ir siempre detrás de ti, sin quitarte ojo!... Márchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube... Se acabó la conversación.

El santo cerró furiosamente el ventanillo, y el padre Salvador quedó en la oscuridad, oyendo a lo lejos los guitarros y las flautas de los angelitos, que aquella noche obsequiaban con albaes a las santas más guapas.

Pasaban las horas, y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del infierno, esperando que allí le recibirían mejor, cuando vio salir de entre dos nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa hinchada como un globo.

Era una monjita que había muerto de un cólico de confituras.

- Padre - dijo dulcemente al frailote, mirándolo con ojos tiernos - , ¿que no abren a estas horas?

- Aguarda; ahora entraremos.

¡Lo que discurría aquel hombre! En un momento acababa de inventar una de sus marrullerías.

Ya saben ustedes que los soldados que mueren en la guerra entran en el cielo sin obstáculo alguno. Si no lo sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan; hasta con botas y espuelas, pues algún privilegio merece su desgracia.

- Échate las faldas a la cabeza - ordenó el fraile.

- ¡Pero, padre mío! - contestó escandalizada la monjita.

- Haz lo que te digo y no seas tonta - gritó el padre Salvador con autoridad - . ¿Quieres disputar conmigo que tengo tantos estudios? ¿Qué sabes tú del modo de entrar en el cielo?

Obedeció la monja ruborizada y en la oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme y blanca, como si hubiese aparecido la luna.

- Ahora aguántate firme.

Y de un salto el padre Salvador púsose a horcajadas sobre el lomo de su compañera.

- Padre... ¡que pesa mucho! - gemía sofocada la pobrecita.

- Aguanta y da saltitos: ahora mismo entramos.

San Pedro, que estaba recogiendo las llaves para irse a dormir, vio que

tocaban en la puerta.

- ¿Quién es?

- Un pobre soldado de caballería - contestó una voz triste - . Me acaban de matar peleando contra los infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo sobre mi caballo.

- Pasa, pobrecito, pasa -dijo el santo abriendo media puerta.

Y vio en la sombra al soldado dando talonazos a su corcel, que no sabía estarse quieto. ¡Animal más nervioso!... Varias veces intentó el venerable portero buscarle la cabeza, pero fue imposible. Dando saltos le presentaba siempre la grupa, y al fin, el santo, temiendo que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:

- Pasa, soldadito; pasa adelante y veas de aquietar a esta bestia.

Y mientras el padre Salvador se colaba cielo adentro sobre la grupa de la monja, San Pedro cerró la puerta por aquella noche, murmurando con admiración:

- ¡Rediós, y qué batalla están dando allá abajo! ¡Qué modo de pegar! A la pobre jaca no le han dejado... ni el rabo.

El establo de Eva

Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía escuchaban al tío Correchòla, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar, los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta, en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día; otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan!... Y este mal no tenía remedio: siempre existirían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la

culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo - muchos de los cuales le conocían poco tiempo - mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchòla comenzó a contar en pintoresco valenciano la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio con la sentencia de ganarse el pan trabajando. Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba en la puerta de su masía sus zagalejos de hojas... y cada año un chiquillo más, formándose en torno de ellos un enjambre de bocas que solo sabían pedirpan, poniendo en un apuro al pobre padre.

De vez en cuando revoloteaba por allí algún serafín, que venía a dar un vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí abajo después del primer pecado.

- ¡Niño!... ¡Pequeñín! - gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas - . ¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando le hables dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡Tan ricamente que lo pasábamos en el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y solo deseamos volver a verle para convencernos de que no nos guarda rencor.

- Se hará como se pide - contestaba el serafín. Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes.

Menudeaban los recados de este género, sin que Eva fuese atendida. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no lo dejaban un momento de reposo.

Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía:

- Oye, Eva; si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el Señor baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba: "¿Qué será de aquellos perdidos?"

Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos a Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras, Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estudis; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando

en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.

Ya creía tenerlo todo corriente, cuando la llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta... o Dios sabe cuántos. ¡Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.

- ¡Cómo presento esta pillería! - gritaba Eva - . El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡Claro! los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo.

Después de muchas dudas, escogió los preferidos(¡qué madre no los tiene!), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el establo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo a pesar de sus protestas.

Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibrabacon rumor de alas y la melodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía: ¡Hossana! ¡hossana!... Ya echaban pie a tierra, ya venían por el camino con tal resplandor, que parecía que todas las estrellas del cielo habían bajado a pasear por entre los bancales de trigo.

Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envainaron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos a Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subiéndose a las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando por perdida su cosecha.

Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.

Acogió el Señor a Adán con una sonrisa bondadosa, y a Eva le dio un golpecito en la barba diciéndola:

- ¡Hola, buena pieza! ¿Ya no eres tan ligera de cascos?

Emocionados por tanta amabilidad, los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo fuerte y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la puede tener el cura del pueblo.

El Señor, arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.

- Bien, muy bien - decía - . Esto te enseñará a no aceptar los consejos de tu mujer. ¿Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso? Rabia, hijo mío, trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus mayores.

Pero el Señor, arrepentido de su dureza, añadió con tono bondadoso:

- Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo solo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva, acércame esos chicos.

Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.

- Tú - dijo al primero, un gordinflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz - , tú serás el encargado de juzgar a tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.

Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo parasacudir a sus hermanos.

- Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hombres como el rebaño que marcha al matadero, y sin embargo, te aclamarán; la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destruye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.

Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero:

- Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás dinero a los reyes tratándolos como iguales, y si arruinas todo un pueblo, el mundo admirará tu habilidad.

El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, sin decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos encerrados en el establo, que iban a quedar excluidos del reparto de mercedes.

- Voy a enseñárselos - decía por lo bajo a su marido.

Y este, tímido siempre, se oponía murmurando:

- Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.

Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa de aquellos réprobos, daba prisas a su amo:

- Señor, que es tarde.

El Señor se levantó, y la escolta de arcángeles, bajando de los árboles, acudió corriendo para presentar armas a la salida.

Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.

- Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.

El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un montón de gusanos.

- Nada me queda que dar - dijo - . Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer; ya veremos más adelante.

San Miguel empujaba a Eva para que no importunase más al amo, pero ella seguía suplicando:

- Algo, Señor; dadles cualquier cosa. ¿Qué van a hacer estos pobres en el mundo?

El Señor deseaba irse, y salió de la masía.

- Ya tienen destino - dijo a la madre - . Esos se encargarán de servir y mantener a los otros.

- Y de aquellos infelices - terminó el viejo segador - que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros los que vivimos encorvados sobre la tierra.

La tumba de Alí-Bellús

- Era en aquel tiempo - dijo el escultor García - en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todoel reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fui con dos aprendices, cuya edad no se diferenciaba mucho de la mía.

Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de

las vecinas parroquias o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo, con mis dos compañeros, metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.

Por las mañanas, terminada la misa, quedábamos en absoluta soledad. La iglesia era una antigua mezquita de blancas paredes; sobre los altares laterales extendían las viejas arcadas su graciosa curva, y todo el templo respiraba ese ambiente de silencio y frescura que parece envolver a las construcciones árabes. Por el abierto portón veíamos la plaza solitaria inundada de sol; oíamos los gritos de los que se llamaban allá lejos, a través de los campos, rasgando la inquietud de la mañana, y de vez en cuando las gallinas entraban irreverentemente en el templo, paseando ante los altares con grave contoneo, hasta que huían asustadas por nuestros cantos. Hay que advertir que, familiarizados con aquel ambiente, estábamos en el andamio como en un taller, y yo obsequiaba a aquel mundo de santos, vírgenes y ángeles inmóviles y empolvados por los siglos, con todas las romanzas aprendidas en mis noches de paraíso, y tan pronto cantaba a la celeste Aida como repetía los voluptuosos arrullos de Fausto en el jardín.

Por eso veía con desagrado por las tardes cómo invadían la iglesia algunas vecinas del pueblo, comadres descaradas y preguntonas que seguían el trabajo de mis manos con atención molesta, y hasta osaban criticarme por si no sacaba bastante brillo al follaje de oro o ponía poco bermellón en la cara de un angelito. La más guapetona y la más rica, a juzgar por la autoridad con que trataba a las demás, subía algunas veces al andamio, sin duda para hacerme sentir de más cerca su rústica majestad, y allí permanecía, no pudiendo moverme sin tropezar con ella.

El piso de la iglesia era de grandes ladrillos rojos, y tenía en el centro, empotrada en un marco de piedra, una enorme losa con anilla de hierro. Estaba yo una tarde imaginando qué habría debajo, y agachado sobre lalosa rascaba con un hierro el polvo petrificado de las junturas, cuando entró aquella mujerona, la siñá Pascuala, que pareció extrañarse mucho al verme en tal ocupación.

Toda la tarde la pasó cerca de mí, en el andamio, sin hacer caso de sus compañeras que parloteaban a nuestros pies, mirándome fijamente

mientras se decidía a soltar la pregunta que revoloteaba en sus labios. Por fin la soltó. Quería saber qué hacía yo sobre aquella losa que nadie en el pueblo, ni aun los más ancianos, habían visto nunca levantada. Mis negativas excitaron más su curiosidad, y por burlarme de ella me entregué a un juego de muchacho, arreglando las cosas de modo que todas las tardes, al llegar a la iglesia, me encontraba mirando la losa, hurgando en sus junturas.

Di fin a la restauración, quitamos los andamios; el altar lucía como un ascua de oro, y cuando le echaba la última mirada, vino la curiosa comadre a intentar por otra vez hacerse partícipe de mi secreto.

- Dígameu, pintor - suplicaba - . Guardaré el secret.

Y el pintor(así me llamaban), como era entonces un joven alegre y había de marchar en el mismo día, encontró muy oportuno aturdir a aquella impertinente con una absurda leyenda. La hice prometer un sinnúmero de veces, con gran solemnidad, que no repetiría a nadie mis palabras, y solté cuantas mentiras me sugirió mi afición a las novelas interesantes.

Yo había levantado aquella losa por arte maravilloso que me callaba, y visto cosas extraordinarias. Primero una escalera honda, muy honda: después estrechos pasadizos, vueltas y revueltas; por fin una lámpara que debía estar ardiendo centenares de años, y tendido en una cama de mármol un tío muy grande, con la barba hasta el vientre, los ojos cerrados, una espada enorme sobre el pecho y en la cabeza una toalla arrollada con una media luna.

- Será un mòro - interrumpió ella con suficiencia.

Sí, un moro. ¡Qué lista era! Estaba envuelto en un manto que brillaba como el oro, y a sus pies una inscripción en letras enrevesadas que no las entendería el mismo cura; pero como yo era pintor, y los pintores lo saben todo, la había leído de corrido. Y decía... decía... ¡ah, sí! decía: "Aquí yace Alí-Bellús; su mujer Sarah y su hijo Macael le dedican este último recuerdo."

Un mes después supe en Valencia lo que ocurrió apenas abandoné el pueblo. En la misma noche, la siñá Pascuala juzgó que era bastante heroísmo callarse durante algunas horas, y se lo dijo todo a su marido, el cual lo repitió al día siguiente en la taberna. Estupefacción general. ¡Vivir todala vida en el pueblo, entrar todos los domingos en la iglesia y no saber que bajo sus pies estaba el hombre de la gran barba, de la toalla

en la cabeza, el marido de Sarah, el padre de Macael, el gran Alí-Bellús, que indudablemente habría sido el fundador del pueblo!... Y todo esto lo había visto un forastero, sin más trabajo que llegar, y ellos no. ¡Cristo!

Al domingo siguiente, apenas el cura abandonó el pueblo para comer con un párroco vecino, una gran parte del vecindario corrió a la iglesia. El marido de la siñá Pascuala anduvo a palos con el sacristán para quitarle las llaves, y todos, hasta el alcalde y el secretario, entraron con picos, palancas y cuerdas. ¡Lo que sudaron!... En dos siglos lo menos no había sido levantada aquella losa, y los mozos más robustos, con los bíceps al aire y el cuello hinchado por los esfuerzos, pugnaban inútilmente por removerla.

- ¡Fòrsa, fòrsa! - gritaba la Pascuala capitaneando aquella tropa de brutos - . ¡Abaix está el mòro!

Y animados por ella redoblaron todos sus esfuerzos, hasta que después de una hora de bufidos, juramentos y sudor a chorros, arrancaron no solo la losa, sino el marco de piedra, saltando tras él una gran parte de los ladrillos del piso. Parecía que la iglesia se venía abajo. Pero buenos estaban ellos para fijarse en el destrozo... Todas las miradas eran para la lóbrega sima que acababa de abrirse ante sus pies.

Los más valientes rascábanse la cabeza con visible indecisión; pero uno más audaz se hizo atar una cuerda a la cintura y se deslizó murmurando un credo. No se cansó mucho en el viaje. Su cabeza estaba aún a la vista de todos cuando sus pies tocaban ya el fondo.

- ¿Qué veus? - preguntaban los de arriba con ansiedad.

Y él se agitaba en aquella lobreguez, sin tropezar con otra cosa que montones de paja arrojada allí hacía muchos años después de un desestero, y que putrefacta por las filtraciones despedía un hedor insufrible.

- ¡Busca, busca! - gritaban las cabezas formando un marco gesticulante en torno de la lóbrega abertura. Pero el explorador solo encontraba coscorrones, pues al avanzar su cabeza chocaba contra las paredes. Bajaron otros mozos, acusando de torpeza al primero, pero al fin tuvieron que convencerse de que aquel pozo no tenía salida alguna.

Se retiraron mohínos entre la rechifla de los chicuelos, ofendidos porque les habían dejado fuera de la iglesia, y el griterío de las mujeres, que aprovechaban la ocasión para vengarse de la orgullosa Pascuala.

- ¿Com está Alí-Bellús? - preguntaban -. ¿Y su hijo Macael?

Para colmo de sus desdichas, al ver el cura roto el piso de su iglesia y enterarse de lo ocurrido, púsose furioso; quiso excomulgar al pueblo por sacrílego, cerrar el templo, y únicamente se calmó cuando los aterrados descubridores de Alí-Bellús prometieron construir a sus expensas un pavimento mejor.

- ¿Y no ha vuelto usted allá? - preguntaron al escultor algunos de sus oyentes.

- Me guardaré mucho. Más de una vez he encontrado en Valencia a alguno de los chasqueados; pero ¡debilidad humana! al hablar conmigo se reían del suceso, lo encontraban muy gracioso, y aseguraban que ellos eran de los que presintiendo la jugarreta, se quedaron a la puerta de la iglesia. Siempre han terminado la conversación invitándome a ir allá para pasar un día divertido; cuestión de comerse una paella... ¡Que vaya el demonio! Conozco a mi gente. Me invitan con una sonrisa angelical, pero instintivamente guiñan el ojo izquierdo como si ya estuvieran echándose la escopeta a la cara.

El dragón del Patriarca

TRADICIÓN VALENCIANA

Todos los valencianos hemos temblado de niños ante el monstruo enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la iglesia fundada por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo relleno de paja, con las cortas y rugosas patas pegadas al muro y entreabierta la enorme boca, con una expresión de repugnante horror que hace retroceder a los pequeños, hundiéndose en las faldas de sus madres.

Dicen algunos que está allí como símbolo del silencio, y con igual significado aparece en otras iglesias del reino de Aragón, imponiendo recogimiento a los fieles; pero el pueblo valenciano no cree en tales explicaciones; sabe mejor que nadie el origen del espantoso animalucho, la historia verídica e interesante del famoso dragón del Patriarca, y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos de miedo oídos en la niñez.

***

Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos, que rodean la Catedral.

La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era un enmarañado marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad, y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.

Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales.A todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.

Allí, en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de Valencia, la mala bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes honradas, haciendo amargo el vino y desabrido el pan. En un ribazo, entre aplastadas marañas de juncos, un lóbrego y fangoso agujero, y en el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas calaveras y costillas rotas, el dragón, un horrible y feroz animalucho nunca visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor - según decían las viejas ciudadanas - para castigo de pecadores y terror de los buenos.

¡Qué no hacía la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que turbaba su vida!... Los mozos bravos de cabeza ligera - y bien sabe el diablo que en Valencia no faltan - excitábanse unos a otros y echaban suertes para salir contra la bestia, marchando a su encuentro con hachas, lanzas, espadas y cuchillos. Pero apenas se aproximaban a la cueva del dragón, sacaba este el morro, se ponía en facha para acometer, y partiendo en línea recta veloz como un rayo, a este quiero y al otro no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba el grupo; escapaban los menos, y el resto paraba en el fondo del negro agujero, sirviendo de pasto a la fiera para toda la semana.

La religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las infernales artes del maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso entrar en combate con la bestia, y un día el clero, con su obispo a la cabeza, salió por las puertas de Valencia, dirigiéndose valerosamente al río con gran provisión de latines y agua bendita. La muchedumbre contemplaba ansiosa desde las murallas la marcha lenta de la procesión; el resplandor de las bizantinas casullas con sus fajas blancas orladas de negras

cruces; el centellear de la mitra de terciopelo rojo con piedras preciosas y el brillo de los lustrosos cráneos de los sacerdotes.

El monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba aproximarse, pero pasada la primera impresión movió sus cortas patas, abrió la boca como bostezando, y esto bastó para que todos retrocediesen con tanta prudencia como prisa, precaución feliz a la que debieron los valencianos que la fiera no se almorzara medio cabildo.

Se acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con tal enemigo. Había que esperar a que el dragón muriese de viejo o de un hartazgo; mientras tanto, que cada cual se resignara a morir devorado cuando le llegarael turno.

Acabaron por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de la muerte, considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que salía a trabajar sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la senda y veía ondear la maleza, murmuraba con desaliento y resignación:

- Me tocó la mala. Ya está ahí ese. Siquiera que acabe pronto y no me haga sufrir.

Como ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, este iba al encuentro de la gente para no pasar hambre en su agujero. Daba la vuelta a la ciudad, se agazapaba en los campos, corría los caminos, y muchas veces en su insolencia se arrastraba al pie de las murallas y pegaba el hocico a las rendijas de las fuertes puertas, atisbando si alguien iba a salir.

Era un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre valenciano, al plantar el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en lo mejor de su trabajo algo que le acariciaba por cerca de la espalda, y al volverse tropezaba con el morro del dragón, que se abría y se abría como si la boca le llegase hasta la cola, y ¡zas! de un golpe lo trituraba. El buen burgués que en las tardes de verano daba un paseíto por las afueras, veía salir de entre los matorrales una garra rugosa que parecía decirle: "¡Hola, amigo!", y con un zarpazo irresistible se veía arrastrado hasta el fondo del fangoso agujero donde la bestia tenía su comedor.

Al mediodía, cuando el dragón inmóvil en el barro como un tronco escamoso tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos almenas, le largaban certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas rebotaban sobre el caparazón y el monstruo hacía un ligero movimiento, como si en torno de él zumbase un mosquito.

La ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente abandonada a no ocurrírsele a los jueces sentenciar a muerte a cierto vagabundo, merecedor de horca por delitos que llamaron la atención en una época en que se mataba y robaba sin dar a esto otra importancia que la de naturales desahogos.

El reo, un hombre misterioso, una especie de judío que había recorrido medio mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. Él se encargaba de matar el dragón a cambio de rescatar su vida. ¿Convenía el trato?...

Los jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les aturdió con su clamoreo. Aceptado, aceptado: la muerte del dragón bien valía la gracia de un tuno.

Le ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad, pero el vagabundo sonrió desdeñosamente, limitándose a pedir algunos días para prepararse. Los jueces, deacuerdo con él, dejáronle encerrado en una casa, donde todos los días entraban algunas cargas de leña y una regular cantidad de vasos y botellas recogidos en las principales casas de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en torno de la casa, contemplando de día el negro penacho de humo, y por la noche el resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misterioso de los preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo sí que mataba al dragón!...

Llegó el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las murallas, anhelante y pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas racimos de piernas; agitábanse entre las almenas inquietas masas de cabezas.

Se abrió cautelosamente un postigo, dejando solo espacio para que saliera el combatiente, y volvió a cerrarse con la precipitación del miedo. La muchedumbre lanzó una exclamación de desaliento. Aguardaba algo extraordinario en el paladín misterioso, y le veía cubierto con un manto y un capuchón de lana burda, sin más arma que una lanza... ¡Otro al saco! Aquel judío se lo engullía la malhadada bestia en un avemaría.

Pero él, insensible al general desaliento, marchaba en línea recta hacia la cueva. Justamente, el dragón hacía días que estaba rabiando de hambre. Quedábase la gente en la ciudad, y la fiera ayunaba, rugiendo al husmear el rebaño humano guardado por las fuertes murallas.

Vieron todos cómo al aproximarse el vagabundo asomaba por el embudo de barro el picudo morro de la fiera y sus rugosas patas delanteras. Después, con un pesado esfuerzo, sacó del agujero el

corpachón escamoso por cuyo interior había pasado medio Valencia.

¡Brrrr! Y rugiendo de hambre, abrió una bocaza que, aun vista de lejos, hizo correr un estremecimiento por las espaldas de todos los valencianos. Pero al mismo tiempo ocurrió una cosa portentosa. El combatiente dejó caer al suelo la capa y la capucha, y todo el pueblo se llevó las manos a los ojos como deslumbrado. Aquel hombre era un ascua luminosa; una llama que marchaba rectamente hacia el dragón, un fantasma de fuego que no podía ser contemplado más de un segundo. Iba cubierto con una vestidura de cristal, con una armadura de espejos en la que se reflejaba el sol, rodeándolo con un nimbo de deslumbrantes rayos.

La bestia, que iba a lanzarse sobre él, parpadeó temblorosa, deslumbrada, y comenzó a retroceder.

El vagabundo avanzaba arrogante y seguro de la victoria, como en la leyenda wagneriana el valeroso Sigfrido marchaba al encuentro del dragón Fafner.

Los rayos de la armadura anonadaban a la fiera. Su espantable figura, reproducida en la coraza, en el escudo, en todas las partes de la armadura con infinito espejismo, la turbaban, obligándola aretroceder. Al fin, cegada, confusa, presa del mareo de lo desconocido, se dejó caer en su agujero, y con un supremo esfuerzo, por conservar su prestigio, abrió la bocaza para rugir ¡Brrrr!

¡Allí de la lanza! La hundió toda en las horribles fauces del deslumbrado monstruo, repitiendo los golpes entre los aplausos de la muchedumbre, que saludaba cada metido como una bendición de Dios. Los chorros de sangre negra y nauseabunda mancharon la límpida armadura, y enardecidos por la agonía del enemigo, todos los vecinos salieron al campo. Hubo algunos que por llegar antes se arrojaron de cabeza desde las murallas, siendo con esto las postreras víctimas del dragón.

Todos querían ver de cerca al monstruo y abrazar al matador.

¡Se salvó Valencia! Desde aquel día comenzó a vivir tranquila.

De tan memorable jornada no ha quedado el nombre del héroe, ni siquiera su maravillosa armadura de espejos. Sin duda se la rompieron en plena ovación, al llevarle triunfante de abrazo en abrazo.

Pero queda el dragón, con su vientre atiborrado de paja, por donde pasaron muchos de nuestros abuelos.

Y quien dude de la veracidad del suceso, no tiene más que asomarse al atrio del Colegio del Patriarca, que allí está la malvada bestia como irrecusable testigo.

FIN