Francisco García Pavón

"Las hermanas coloradas"


Para Amparín y Luciano García de la Riva, en cuya casa de Benicásim renace Plinio cada verano.

Una mañana de otoño

Manuel González alias Plinio, Jefe de la G. M. T. - o sea: La Guardia Municipal de Tomelloso(C. Real) - según costumbre, se tiró de la cama a las ocho en punto de la mañana. El hombre, tan ajustados tenía los ejes del reloj a los de su cerebro que, apenas sonaba en la torre de la villa el primero de los ocho golpes matinales, sentía flojera en los párpados, desenredaba las pestañas y recibía la claridad con la vagarosa sensación de arribar a la vida por primera vez. Hacia el cuarto campanazo recuperaba del todo la conciencia de su ser, historia, familia y cometido. Y al octavo - como la mañana que cuento - ya estaba sentado en el borde del lecho rascándose la nuca y mirando con fijeza el costurero guarnecido de conchas y caracolas que posaba sobre el mármol de la cómoda desde toda la vida de Dios.

Mientras se atezaba, desnudo de medio cuerpo para arriba, la Gregoria, su mujer, le entró en el cuarto de aseo el uniforme gris de verano bien planchado y los zapatos negros a punto de charol.

Concluido el atavío, ceñido el correaje con la pistola de reglamento - ya que como Jefe estaba dispensado de llevar porra - y encajada la gorra de plato sin el menor ladeo ni concesión graciosa, salió al patio encalado, con pozo, parra, higuera y tiestos arrimados a la cinta. Echó una ojeada al cielo indiferente, que aquella mañana, bajo sus azules claridades permitía flotar unas nubículas rebolotudas, blancas, de juguete.

Su hija Alfonsa se le acercó con un "buenos días, padre" y una taza de café solo, con la que Plinio solía estrenar el cuerpo cada día. Mientras el Jefe sorbía en pie y en silencio, "sus" mujeres, a prudente distancia lo contemplaban con la ternura contenida de siempre, en espera de que acabase la colación y devolviese el servicio. Punto seguido, todavía sin

romper a hablar, sacó un cigarro caldo, le cambió el papel con mucha pausa y aprovechamiento de hojas, encendió, dio la primera chupada profundísima y mientras el humo entraba y regresaba por los caños de la nariz y la hendija de la boca, dijo:

- En fin. Me voy para el corte. ¿Queréis algo?

- ¿Vendrás a comer?

- Sí.

- No olvides avisar al aceitero que apenas queda para hoy.

- Bueno. ¿Y tú, chica, quieres algo?

- No, padre.

Y sin más parlamentos las miró rápido, sonrió un punto, alzó la mano derecha con timidez y salió por la portada - que la puerta principal de la casa sólo estaba para los días de recibo - hacia el Ayuntamiento.

Su camino siempre era el mismo. Los saludos y comentarios casi repetidos.

- Vaya con Dios el Jefe.

- No te quejarás del día, Manuel, que parece de junio mismamente.

Plinio, aplicado a su cigarro, contestaba a todos con monosílabos, medias sonrisas o moviendo la cabeza según convenía.

Las mujeres que barrían las puertas de sus casas, paraban la escoba para dejarle paso. Como era lunes se veía mucho tráfago de remolques, camiones y motos. Todavía había algunos vecinos empleados en la limpieza de jaraíces y útiles de pisa, aunque ya la mayoría suelen llevar su fruto a la Cooperativa. El bullir de las calles en la prima mañana era claro, distante y de pocas palabras. Las cales al sol pueden más que los bultos y las sombras. Todavía no pesa la vida. A la anochecida todo el mundo va cargado de día y abulta más, suena más, es menos puro.

Manolo, el barbero más antiguo del pueblo - todavía hacía asientos de enea y tocaba la guitarra - que a aquella hora invariablemente colgaba las bacías de latón sobre la puerta de su Peluquería de caballeros, dijo a Plinio:

- ¿Vendiste las uvas o hiciste vino, Manuel?

- Las vendí.

- ¿A don Lotario como siempre?

- Claro... - cortó sin apenas detenerse.

- Ése es muy buen paga y persona...

Al llegar al Ayuntamiento, el guardia de puertas le saludó

militarmente, pero en flojo:

- Sin novedad, Jefe.

En el zaguán se hacía el relevo del servicio bajo la inspección del cabo Maleza. Los ocho o diez guardias que salían del turno de noche estaban barbudos y con los ojos caidones. Y los del renuevo, bien afeitados y renovalíos, rotas las filas para la revista de policía, liaban sus cigarros o formando parejas salían a su destino.

- ¿Ha habido algo? - preguntó Plinio a Maleza sin responder a su saludo.

- Nada, Jefe. El orden y la paz reinan en la ciudad - dijo con su acostumbrado cachondeo - . Y si usted no manda ninguna urgencia, este cabo se va ahora mismo a desayunar al bar Lovi.

Plinio entró en su despacho de Jefe de la G. M. T. Miró los partes que había sobre la mesa. Dio cuerda al reloj de pared que databa de los tiempos en que fue alcalde don Jesús Ugena y echó un vistazo a la placa flamante de plata delgada que había colgada sobre su sillón: "El Excmo. Sr. Ministro de la Gobernación, y en su nombre el Ilustrísimo Sr. Director General de Seguridad, tiene a bien de nombrar COMISARIO HONORARIO de la Brigada de Investigación Criminal a Don Manuel González Rodrigo, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, en atención a los extraordinarios servicios..., etc., etc"..

Se asomó luego a la ventana que daba a la calle del Campo y contempló a las gentes que iban y venían del mercado con sus cestas de mimbre bajo el brazo, o los bolsos de plástico pendientes de la mano. El personal está tan afincado en sus horarios y rutinas, que Plinio sabía casi fijo quién iba a aparecer de un momento a otro por la calle Nueva, quién entraría en la carnicería de Catalino, con quién se pararía Jerónimo Torres y quiénes saldrían, sin marrar, de la misa de ocho. La plaza, su plaza, era un escenario en el que todos los días se representaba la misma función con muy poca variación de divos y figurantes. Ahora llegaban los escribientes del Juzgado. Por la Glorieta paseaban algunos empleados del Banco Hispano antes de entrar en la oficina.

Sonaba la bocina del motocarro del lechero. La criada de Julita Torres sacudía las alfombras... Y recordaba las cosas que en idénticos sitios ocurrían a la misma hora veinte años antes... Luis Marín padre fumaba el pito en la puerta de su casa antes de decidirse a tomar camino. David abría la tienda de Ángel Soubriet. Aníbal Talaya se frotaba las manos junto a la puerta de El Brasil, el párroco don Eliseo salía de la iglesia camino de casa...

Clavado en la ventana con este devaneo de observaciones y cachos de recuerdo, estuvo Plinio hasta las nueve en punto, que se echó a la plaza, camino de la buñolería de su amiga y admiradora, la Rocío.

Allí, entre un grupillo de mujeres que se apañaban de churros, buñuelos y porras, en un rincón del mostrador, junto a la pared, mismamente en el lado de la cafetera, estaban ya Braulio el filósofo y don Lotario el veterinario.

- Ya está aquí er que fartaba - dijo la Rocío al verlo entrar, sin dejar de cortar la rosca de buñuelos bullentes que pinzaba entre los dedos - ... que desde que es comisario honorario se afeita todos los días, y no dos veces por semana como antaño.

Plinio, sin darse por enterado del discurso de la buñolera, saludó con un "buenos días" casi soplado.

Braulio el filósofo, con la cesta de mimbre junto a los pies, bien cargada de companajes y mayormente de una sandía que asomaba su calva lunera por la tapa entreabierta, dijo a Plinio apenas estuvo junto a él y con aire de seguir y no de empezar una conversación:

- Digo y sostengo que en esta vida todo es un error, porque empieza por ser una pifia de la naturaleza el que el hombre exista.

- ¿Y el que los perros existan, no? - le repreguntó Plinio muy serio.

- No señor. Los perros, los burros, los elefantes, los ballenatos y las chinches, como cuantos animales arpean sobre la tierra, vuelan o nadan, carecen de razón para darse cuenta de la trampa; y el hombre lo columbra apenas se le cuaja la sesera. La grande y tristísima peripecia del hombre es darse cuenta que es acabadero. Ya que lo primero que descubrió con su inteligencia no fue la rueda, la llama o el vestido, sino su fin sin remedio. El animal ignora lo que es y lo que va a ser. El humano lo sabe y por eso su vida es un puñado de agonías.

- Pero bueno, Braulio - interrumpió don Lotario el veterinario con gesto impaciente, y parado en el aire el buñuelo que llevase camino de la taza - , ¿y eso qué puñeto tiene que ver con el nombramiento del nuevo alcalde a que nos estábamos refiriendo?

- Eso, eso, ¿qué tiene que ver? - le coreó vivamente la Rocío.

Plinio, al ver la cara con que Braulio acusaba recibo a las interpelaciones, sintió llenársele la boca de risa con tanto acelero, que a punto estuvo de regresar a la taza el sorbo de café que bebía en aquel instante.

- ¡Coño!... pues tiene que ver - replicó el filósofo con tono de mucha lógica - que si el hombre es un error de la naturaleza, todas sus

hechuras, palabras y accidentes, naturalmente serán crías de ese error paterno. Y pa' el caso igual dará que sea alcalde Ramón que Román, porque cuanto hagan o dejen de hacer, a la larga se verá que fueron otras tantas erratas del universo.

- Según esa cuenta - saltó Plinio aparentando mucha seriedad - igual da ser bueno que malo, listo que tonto, engañado que engañador...

- Al remate, igualico, Plinio. Te digo que igualico. Todo conduce al olvido total bajo el terrón de la sepultura. Todo es tan irrecordable y sin obra como el viento que hoy hace un año peinó los árboles del cementerio.

- Ya salió la sin dientes - dijo la Rocío con mohín supersticioso - . No crea usted que no hace falta resistencia para tener que oír todas las mañanas al dichoso Braulio hablar de la bicha.

- Claro, Rocío, porque es el único tema de conversación que existe. La única preocupación de verdad... Todo lo demás, aserrines y viruta.

- Pues a mí la muerte me tié sin cuidao, filósofo.

Braulio, con la boina un poco derribada hacia el cogote, sin corbata y el rostro entre de picholero y destilador, hablaba siempre mirando con mucha fijeza al interlocutor de turno, y el índice derecho en danza suave como si con él acariciase el perfil de las ideas en ruedo.

- Lo que ocurre es que las mujeres, como estáis más próximas a la condición de los irracionales, tenéis indolencia para pensar en la putrefacta. No queréis saber de ella. Sois más terruñeras, más coseras, más carnestolenderas y más reacias a la empinación del pensamiento que nosotros, los cerebros varones.

- Bravo, leche - saltó don Lotario - . Ese párrafo te ha salido arrope solo, a lo Cicerón del Guadiana. Braulio, si hubieses estudiado escribirías en la Revista de Occidente... Aunque a decir verdad los que piensan tan hondo como tú no precisan de la escritura. Su pensamiento tiembla en el aire de por siglos.

- ¿Y el amor? - volvió la Rocío que había quedado mohína con la oración de Braulio - . ¿Es que el amor no vale nada? ¿Es que no es cosa de conversación como usted dice?

Braulio, cuya satisfacción no se había remansado todavía por los piropos del veterinario, volvió en seguida a su pentagrama con afectado gesto de concentración:

- ... El amor es una escapadera, un hipo, una congestión de la cabeza o del bajo vientre, que dura menos que un sábado... Nos pasamos la vida inventando cosas, desaguaderos del caletre, acequias del pecho

lloroso, para no pensar en lo único que de verdad es.

De pronto se enracimó tanta parroquia en la buñolería, y los dialogantes quedaron tan apretados en su rincón, que se impuso despejar el ágora. Don Lotario miró el reloj e inició la marcha.

- Bueno, señores, abur. Tengo que ir a la bodega. Si te hago falta ya sabes dónde estoy, Manuel.

Y sin más palabras, abriéndose paso con su andar nervioso y encorvadillo, salió de la buñolería.

Plinio y Braulio, entre codazos y golpes de cestas, aceptaron de la Rocío una copa de cazalla, y en voz más baja y no sin graves interrupciones, permanecieron un rato más tratando de la "flatulencia" - palabra del filósofo - que son las cosas humanas, hasta que boqueó el capítulo, y el uno con su cesta al brazo y el otro limpiándose la ceniza del cigarro que le manchaba la guerrera, salieron del establecimiento.

- Ande con Dios la justicia y el predicador de calaveras - les despidió la Rocío mientras se secaba con la mano el sudor de la frente, conseguido por tan insistente trabajo.

Plinio dio unos cuantos paseos por la Glorieta de la Plaza, según su costumbre, antes de volver al despacho. Saludó a algunos de los que entraban en la iglesia a oír misa funeral de don Antonio Salicio, muerto el día anterior en un sanatorio de Madrid; vio cómo con los balcones y ventanas abiertos limpioteaban bajos y altos del casino de San Fernando; contempló el paso de una cisterna de alcohol gigantesca; fue luego a casa de Felipe Romero a decir que enviase una arroba de aceite a su casa; compró el Lanza, periódico de la provincia, en casa de Quinito, y volvió a su despacho de la G. M. T. sin ninguna perspectiva de amenidad para aquella mañana. Leyendo el Lanza que hablaba muy por menudo de los partidos de fútbol jugados el día anterior en todos los pueblos de la provincia, según costumbre de la Prensa de este país, que por algo se dice que vivimos en un régimen de partido único, y papeleando un poco, le dieron las once de la mañana, y llegó el primer correo, consistente - entre otros mensajes sin importancia, tales como la revista de los guardias municipales de España, la oferta de una enciclopedia, un anónimo contra un concejal y propaganda de una casa de pistolas - en una carta en cuyo membrete se leía: Dirección General de Seguridad. Brigada de Investigación Criminal. Madrid.

Al verla, Plinio aguzó los ojos, tensó los músculos de la cara, como si quisiera adivinar su causa y contenido, y después de palparla y darle un par de vueltas para mayor goce y suspensión, abrió el sobre lentamente.

En los tiempos que en aquellos campos de San Juan y Montiel, el acarreo, la arada y transporte se hacía con mulas, don Lotario traía siempre un sin vivir que para qué. Pero desde que se enmaquinó el campo, como el albéitar decía, si no salía algún caso de crimen, robo mayor o escándalo público que compartir con la G. M. T. se aburría, se aburría como un carnicero en cuaresma en los compartimentos de su "clínica", que ahora, desde la jubilación mular, prefería llamarle "bodega". Cierto que el caserón que don Lotario poseía en la calle de la Vera Cruz, siempre sirvió para ambas cosas. Allí hervían los mostos en octubre y se curaban bestias todo el año. Nada más entrar por la gran portada, en lo que diríamos el zaguán, estuvo el herradero. De aquella gloria de coces, relinchos, martillazos y voces arrieras, sólo quedaba un yunque oxidado y media docena de herraduras colgadas como en museo. Al fondo a la izquierda, estaba su despacho y laboratorio. A la derecha el jaraíz, y debajo la bodega subterránea o cueva, que sólo entraban en actividad los días de la vendimia y aquellos otros de sacar el vino. Antes daba gusto ir a la "clínica" de don Lotario. Cuánta entrada y salida de animales y hombres. Cuánta mula coja o mal calzada. Cuánta blusa, calzón de pana, arres, jos, bos, sos, tacos, chisqueros de mecha, chorretones de meaos muleros, y dientes amarillos. Allí solía verse al veterinario embutido en su bata blanca, con ademanes nerviosos y casi pintorescos, poner lavativas gigantescas, sajar, coser, inyectar y palpar barrigas. Ahora, acabada la vendimia, todo era silencio y melancolía de cochera desahuciada. A eso de las once de la mañana, con aire caidón extendía ciertos partes sanitarios y otros papeleos de su menester ya casi burocrático. De vez en cuando, con ojos añorantes, echaba un vistazo a los anaqueles de su despacho, llenos de antiguos libros de medicina pecuaria y a la mesa blanca con probetas, frascos, balanza, tubos de ensayo y el dorado microscopio, que como pájaro encantado reposaba bajo su campana de cristal. En las partes libres de los muros, quedaban, cubiertos de polvo suave y otoñero, dibujos de anatomías animales, fotografías de caballos ejemplares y la orla de su promoción sobre la mesa, carpetas abarquilladas, libros de cuentas y el teléfono.

Pero la verdad es que don Lotario, más todavía que sus glorias y trajines profesionales, lo que solía añorar cuando se quedaba con la barbilla en la mano y los ojos en el ventanal, eran las famosas aventuras policiacas que le tocó correr con el gran Plinio, hacía ya tantos años... Y más que añorar, con el corazón todavía repleto de esperanzas y el caletre bullidor, imaginaba, en muchos ratos de sus mañanas burocráticas, las capitales aventuras que aún cabían en la historia de la G. M. T., y que cierto seguro, guiado por la fenomenal pericia de Manuel

González, de su Manuel, descubriría para mayor gloria de ambos y de su pueblo, Tomelloso... Cada día solía soñarse un caso penosísimo que descubrir. Y en la mañana que digo, en el mismo momento que su cerebro empezaba a dibujar los prolegómenos misteriosísimos de la muerte de siete hombres importantes del Casino de Tomelloso, sonó el teléfono que tenía junto al codo.

- ¿Quién?

- ¿Don Lotario?

- Dime Manuel.

- Me gustaría verlo a las doce treinta en la terraza del San Fernando.

- ¿Hay algo?

- Sí.

- ¿Qué?

- Una carta... de Madrid. Pero paciencia hasta las doce y treinta. Allí nos vemos.

- De acuerdo, Manuel.

Ni que decir tiene que a las doce empezó don Lotario a dar paseíllos por la Glorieta de la plaza. Desde el ángulo donde estuvo antiguamente la gasolinera, hasta la misma esquina de la calle de la Independencia.

Y fue un lunes como dije, pocos días después del remate de vendimia, cuando el pueblo tiene color de breva y el aire calmo. Las bodegas están llenas, los bolsillos fuellean de esperanza o están hinchados de billetes nuevos(esos billetes recién esmaltados de verde que dan los Bancos en octubre); las conversaciones apaciguadas, los cuerpos relajados, los jaraíces recién limpios; y las viñas, coronadas de sienas y pajizos, de pámpanos declinativos, lloran menopáusicas y añorantes del fruto perdido. Todo el pueblo olía a vinazas, a caldos que fermentaban, a orujos rezumantes. Hasta las lumbreras llegaba el zurrir de tripas de las tinajas coliqueras. El sol del membrillo calentaba sin pasión, pero calentaba. Las moscas últimas hacían círculos incompletos buscando la vereda de la muerte. Y la sequía de muchos meses mantenía los surcos abiertos, custríos, sin asomo de nacedura. Desde la misma orilla del pueblo se veían las viñas derrotadas, las pámpanas caídas como trapos puestos a secar, sin el orgullo ya de aquellas ubres de oro y polvo que se llevó la lona. De cuando en cuando, bandadas de rebuscadores pasaban minuciosos entre los hilos, husmeando la gancha que se dejó la vendimiadora manisa o deprisera; el rincón de fruto que perdonó la navaja; el racimo medroso bajo el sobaco de la cepa. La cosecha fue más corta que el año anterior, pero las cuatro pesetas que valió el kilo

de uva contentaron en buena parte a los quejicas y dieron consuelo a los invariables hijos del pedrisco.

Don Lotario dio unos cuantos paseos locos por la plaza, saludó al párroco don Manuel Sánchez Valdepeñas, que por cierto encontró muy desmejorado, pero decidor y humorista a pesar de ello; le gastó una broma a Pepito Ortega, el hijo del médico; dijo adiós con la mano a su colega Antonio Bolos que pasó con el coche, y cuando miraba el reloj de la villa por enésima vez, se le aproximó el agente Chicharro:

- Buenos días, don Lotario. Dice el Jefe que si le es a usted igual acercarse por la oficina.

- Vamos para allá.

Cruzaron la plaza sin respetar las señales de tráfico, que para eso eran los dos de la justicia, y casi al trote, entró en el despacho de jefatura.

- Venga de ahí. A ver qué me tenías que decir con tanto misterio, amigo Manuel.

Plinio sacó tabaco y luego de echarle copero al cambio de papel y lianza, de encender y chupar con la majestad que él usaba, le dijo con pausas y arrastre de sílabas:

- He recibido una carta de nuestro amigo el comisario de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, don Anselmo Perales - dijo sacándosela del bolsillo y haciendo punto.

Don Lotario puso cara de alegre sorpresa.

El guardia la desdobló con cuidado, se caló las gafas y leyó con mucha puntuación: "Señor don Manuel González, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Mi querido y admirado amigo: Perdone usted que le moleste, pero tengo entre manos un caso en el que intervienen gentes de Tomelloso... Y se me ha ocurrido que podría interesarle el tener conocimiento de él, a la vez que nos echaba una manita. Que no en balde dice mucha gente, y con razón, que es usted el mejor policía de España.

"Aquí hay mucho que hacer, no me sobra personal y me gustaría quitarme este caso de encima cuanto antes y en caliente... Como usted es además comisario honorario y tiene la cruz del mérito civil y policiaco(que no me gusta decir policial, y usted perdone), me parece que no es un disparate pedir su colaboración. He consultado con mis superiores, que le tienen a usted mucha simpatía, y me han dado disco verde, como ahora se dice. Durante su estancia aquí podré pagarle unas dietas suficientes para cubrir sus gastos y naturalmente las del simpático don Lotario. No sé cuál será su relación con el señor alcalde -