Ramón María del Valle-Inclán

"La Guerra Carlista"

LA GUERRA CARLISTA I

Los Cruzados de la Causa

(1908)

Capítulo I

CABALLEROS en mulas y a su buen paso de andadura, iban dos hombres por aquel camino viejo que, atravesando el monte, remataba en Viana del Prior. A tiempode anochecer entraban en la villa espoleando. Las mujerucas que salían del rosario, viéndoles cruzar el cementerio con tal prisa, los atisbaron curiosas sin poder reconocerlos, por ir encapuchados los jinetes con las corozas de juncos que usa la gente vaquera en el tiempo de lluvias, por toda aquella tierra antigua. Pasaron los jinetes con hueco estrépito sobre las sepulturas del atrio, y las mujerucas quedáronse murmurando apretujadas bajo el porche, ya negro a pesar del farol que alumbraba el nicho de un santo de piedra. Voces de viejas murmuraban bajo el misterio de los manteos:

- ¡Son las caballerías del palacio!

- Esperaban, días hace, al señor mi Marqués. Viene para levantar una guerra por el rey Don Carlos.

- ¡Y el sacristán de las monjas espareció!

- Bajo el Crucero de la Barca, dicen que hay soterrados cientos de fusiles.

- El sacristán no se fue solo, que con él se partieron cuatro mozos de la aldea de Bealo. A todos los andan persiguiendo.

- No quedará quien labre las tierras. Aquellos mozos que no van a la guerra por la su fe, luego se van por la fuerza a servir en los batallones del otro rey.

- ¡Nunca tal se vio como agora! ¡Dos reyes en las Españas!

- ¡Como en tiempo de moros!

- Bárbara la Roja, que tiene el marido contrabandista, va diciendo por ahí que el sacristán dejóse ver con una partida en la raya de Portugal.

- ¡Santo fuerte, si lo cogen lo afusilan!

- ¡Afusilado murió su padre!

- ¡No hay plaga más temerosa que la guerra que se hacen los reyes!

- ¡Las Españas son grandes, y podían hacer partición de buena conformidad!

- Son reyes de distinta ley. Uno, buen cristiano, que anda en la campaña y se sienta a comer el pan con sus soldados: El otro, como moro, con más de cien mujeres, nunca pone el pie fuera de su gran palacio de la Castilla.

Amenguaba la lluvia, y las viejas dejaron el abrigo del porche, encorvadas bajo los manteos, chocleando los zuecos. Se dispersaron, y algunas pudieron ver que estaban iluminadas las grandes salas del Palacio de Bradomín. El Marqués acababa de descabalgar ante la puerta que aún conservaba, partidas en dos pedazos, las cadenas del derecho de asilo. El caballero legitimista venía enfermo, a convalecerse en aquel retiro de una herida alcanzada en la guerra.

Capítulo II

Han encendido fuego en la gran sala del palacio, y allí, al toque de las ánimas, le sirven la colación al viejo dandy. El mayordomo, que había ido aesperarle con las mulas, viene a entretenerle con historias sin interés. Después llegan dos clérigos, canónigos de la Colegiata. Los dos habían recibido recado del caballero, que traía para ellos órdenes del Cuartel Real. Ninguno le conocía, porque eran veinte años los que llevaba ausente el famoso Marqués. Todo entre ellos fue política de cortesanías, hasta que, levantados los manteles, salió el mayordomo, y el caballero cerró con noble empaque las cuatro puertas de la sala. Los canónigos cambiaron una mirada, y el viejo dandy, avanzando hacia el centro de la estancia, exclamó:

- ¡Saludémonos, como cruzados de la Causa!

Estas palabras bastaron para que los clérigos se emocionasen. Las habían oído otras muchas veces, ellos mismos solían repetirlas, y sólo entonces, pronunciadas por aquel anciano caballero que volvía de la

guerra con un brazo de menos, las sintieron resonar dentro del alma como palabras de oración. Tenían un sentido religioso y combatiente, un rebato de somatén, en el silencio de aquella sala y en los labios de aquel prócer que volvía después de veinte años. Uno de los canónigos dijo con grave dignidad:

- Como sacerdotes, somos cruzados de la milicia cristiana, y el rey legítimo defiende la causa de Dios.

El otro tonsurado asentía moviendo la cabeza y entornando los ojos: Sólo era canónigo, y por timidez dejaba la palabra a su compañero que era Maestre-Escuela. Después, como todos callasen, murmuró con una llama de amor en los ojos y la voz enajenada:

- ¡Cruzados cual aquellos que iban a redimir el Santo Sepulcro!

El Maestre-Escuela, como era mucho más soldado que contemplativo, interrogó:

- ¿Qué tal marcharon los asuntos de la guerra, Señor Marqués?

El Marqués de Bradomín meditó un momento, con los ojos distraídos sobre las llamas que se retorcían bajo la gran campana de la chimenea. Al responder mostraba una sonrisa triste:

- Los asuntos de la guerra están inciertos, Señor Maestre-Escuela. Sobran soldados y falta dinero.

El otro canónigo murmuró:

- ¡Tenemos corazones, porque esos los da Dios!

El Maestre-Escuela hacía pliegues al manteo, con el ceño adusto:

- ¿Y no habrá algún judío que nos preste? Sin oro no hay fusiles y sin fusiles no hay soldados... Es fuerza buscarlo y encontrarlo.

El caballero legitimista repuso casi sin esperanza:

- Por la Junta de Santiago, ustedes conocen el motivo de mi viaje. Es preciso que los leales nos sacrifiquemos, y para dar ejemplo, yo comenzaré vendiendo este palacio y las rentas de mis tres mayorazgos. Todo lo que tengo en esta tierra.

Los dos canónigos se entusiasmaron, y aquel de los ojos místicos e ingenuos juntó las manos confervor:

- ¡Resucitan las antiguas virtudes cristianas en estos tiempos de persecuciones contra la Iglesia de Dios!

El Maestre-Escuela comentó con espíritu menos beato:

- ¡Quien heredó grandeza, grandeza muestra!... ¡Y es ascendencia de reyes la de nuestro querido Marqués!

El viejo dandy repuso con una sonrisa de amable ironía:

- De reyes y de papas... En lo antiguo, mi familia tuvo enlace con la del cardenal Rodrigo de Borgia.

El Maestre-Escuela afirmó con un dejo militar:

- El papa español Alejandro VI.

Y murmuró el otro canónigo:

- ¡Ya no hay papas españoles! En estos momentos un papa español podría decidir el triunfo de la Causa...

Tornó a sonreír el caballero legitimista:

- Sobre todo si era pariente mío.

El Maestre-Escuela, poniéndose una mano sobre la boca, tosió discretamente. Después recogióse los manteos hasta lucir los zapatos con hebillas de plata, y habló en tono de sermón, accionando solamente con la mano derecha, una mano blanca y un poco gruesa, que parecía reclamar la pastoral amatista:

- Por el triunfo de la Religión, de la Patria y del Rey, haremos cuanto sea dable. Creo interpretar en este momento el sentir de todo el Cabildo de Nuestra Santa Iglesia Colegiata. Haremos por la fe, aquello que hemos visto hacer por el infierno al impío Mendizábal. Nuestra Iglesia, afortunadamente, aún es rica en plata y en joyas, tesoros que fueron ocultos cuando los bárbaros decretos del Gobierno de Isabel. Hay mucha más riqueza de metales finos y de pedrería que riqueza artística. Con ella, y con nuestros bienes personales, acudiremos a sostener la guerra. Pero no seremos vandálicos, como lo fueron al despojarnos los sicarios de Mendizábal. ¡Pronunciemos el nombre sin adjetivos, porque en sus letras lleva todos los estigmas! Las joyas artísticas serán respetadas, y de esta suerte reservaremos toda entera, para aquel nombre infausto, la triste gloria de haber sido un nuevo Atila.

Y el canónigo de los ojos místicos aseguró:

- Así debía ser llamado, si no le reclamase el nombre de Anticristo.

El Maestre-Escuela, después de oírle, cruzó las manos con esa gravedad señoril y modesta de algunos eclesiásticos, y al hablar de nuevo lo hizo sin tono de sermón:

- Por mis aficiones, y un poco también por mis estudios, me siento

inclinado hacia las cosas de arte... Creo continuar así la tradición de la Iglesia... ¡Los más grandes artistas tuvieron a los papas por mecenas! Julio II fue protector de Rafael de Urbino, como lo fue Alejandro VI del Pinturichio, y Paulo IV de Tiziano Vecellio. Las riquezas artísticas de nuestra Colegiata me son bien conocidas, y de todas tengo escritauna compendiosa historia: Son donaciones de obispos y de piadosos caballeros, algunas, ofrendas de reyes... La iglesia es muy antigua, data su fundación de una bula del papa Inocencio II. El primitivo claustro románico se conserva purísimo, y el resto no ha sufrido grandes restauraciones. Como tantas iglesias gallegas, data del arzobispado de Gelmírez. Pertenece al mismo momento que el Real Monasterio de András. ¡Esa joya, convertida en cuartel por los vándalos isabelinos!

Después, los dos canónigos y el caballero legitimista acordaron verse al día siguiente en la Sala Capitular. Urgía que los soldados de la Causa tuviesen pronto fusiles.

Capítulo III

La llegada del caballero legitimista, aquella misma noche corrió en lenguas por Viana del Prior. A la casa grande del vinculero, como seguían diciendo por tradición en la villa, llevó la nueva un criado que llamaban en burlas Don Galán. El amo, un viejo con ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega, dio grandes voces, en son de regocijo y de sorpresa:

- ¿Dices que acaba de llegar mi sobrino Bradomín? ¡Gran señor, gran ingenio, gran corazón!... ¡Mala cabeza!...

La voz tenía una hueca resonancia en aquella cocina de la casona. Don Juan Manuel Montenegro, sentado ante una mesa cubierta con manteles de lino casero, cenaba al amor del hogar, acompañado por dos de sus hijos. Servíales a los tres una moza, barragana del viejo. Tenia los ojos azules y cándidos, con algo de flor, era casi una niña. Siempre que posaba las viandas sobre la mesa, las manos le temblaban y los hijos del hidalgo la seguían de soslayo, con celo y con rencor. Eran dos mancebos muy altos, cetrinos, forzudos y encorvados. El uno cruzaba con desgaire bajo el brazo la bayeta de su manteo, y en el remate de su silla había colgado el tricornio que aún usan los seminaristas en Viana del Prior. Se llamaba Don Farruquiño. Al otro, por la belleza de su rostro, le decían en su casa y en toda aquella tierra, Cara de Plata. Los dos comentaron la

llegada del Marqués de Bradomín:

- En el aula de filosofía contó ayer un lagarto viejo que Bradomín estaba en Santiago.

Y Cara de Plata, mirando a la barragana de su padre, replicó con un gesto sombrío:

- Viene para encender la guerra. Yo haré que me nombren capitán. Desapareceré para siempre.

El seminarista miró también a la barragana, y le guiñó un ojo con malicia. El hidalgo vio el guiño, frunció el ceño y apuró el vaso. La barragana se acercó temblando y volvió a llenárselo. Cara de Plata, después de unmomento, murmuró reflexivo y melancólico:

- ¡Siento no haber sabido antes la llegada del Marqués!

Bajo la bóveda de la cocina resonó la voz de Don Juan Manuel:

- En otro tiempo, mi sobrino hubiera entrado en la villa a son de campanas. Es privilegio obtenido por la defensa que hizo uno de sus antepasados, y también mío, cuando arribaron a estas playas los piratas ingleses.

Al Marqués de Bradomín, el orgulloso vinculero le llamaba sobrino, bien que sólo los uniesen esos lejanos lazos de parentesco que casi se pierden en una tradición familiar. Los hijos permanecieron silenciosos, Cara de Plata con una grave expresión de ensueño en los ojos, y el seminarista sonriendo a la zagala de las vacas que, toda roja en el reflejo del fuego, sorbía las berzas del caldo arrimado a un canto del hogar. Don Galán, que era un criado nacido en la casa, giboso y bufonesco a la manera antigua, sacó la lengua fuera de la boca, imitando al papamoscas de la fiesta.

- ¡Habrá que beber un jarro para celebrar la sandio sima aparición del señor mi Marqués! ¡Jujú!

Don Juan Manuel Montenegro se incorporó dando grandes voces, que hicieron ladrar a los perros atados en el huerto bajo la parra:

- ¡Imbécil! ¿Quién eres tú para celebrar la llegada de tan noble caballero como mi sobrino?

Don Galán sacó otra vez la lengua:

- Algún can traerá consigo... Todo se arregla en este mundo, menos la muerte... ¡Jujú! Beba mi amo por la salud del sobrino, que yo beberé por la del can. ¡Jujú! Otra vez volvió a gritar el hidalgo:

- ¿Pero quién eres tú para beber conmigo?

Don Galán hizo una cabriola:

- ¡Jujú! El mismo que bebió tantas otras veces.

- ¡Eres un imbécil!

- ¡Jujú!

- Un día te arranco la piel a tiras.

- ¡Jujú! No será hoy.

- Puede que sí.

- ¡Jujú! Hoy es de noche.

El vinculero reía con una gran risa violenta que le arrebolaba el rostro. De improviso se alzó de su asiento el hermoso segundón y arrojó al criado el plato lleno de huesos:

- Con los canes se reparten los mendrugos, pero no se bebe.

Descolgó su sombrero, que estaba en el clavo de una viga, y se dirigió a la puerta. Don Galán se apartó a rastras como un perro. Aquel viejo patizambo que, como los bufones reales, jugaba de burlas con su amo, temblaba ante los segundones y procuraba esquivarlos. Cara de Plata gritó a la zagala del ganado:

- Rapaza, coge el candil y alumbra.

La zagalaposaba el cuenco del caldo, para requerir el candil, cuando se adelantó la otra niña, barragana del vinculero:

- Sigue comiendo. Yo alumbraré.

Tomó el candil y salió delante del segundón. En la puerta, mientras levantaba los tranqueros, le dijo con voz tímida:

- ¿De veras te vas a la guerra, Carita de Plata?

El hermoso segundón la miró sorprendido, poniéndose muy pálido:

- Ya lo he dicho.

- Otras cosas dices que no salen ciertas...

Y la niña alzó los ojos inocentes, sonriendo con dulzura. Tardaba en quitar los tranqueros, y Cara de Plata la rechazó, alzándolos él y franqueando la puerta. La niña suspiró:

- ¡No seas loco, Carita de Plata!

El segundón cogió entre sus manos la cabeza cetrina de la muchacha, y la miró en los ojos, tan cerca, que sus pestañas casi se tocaban:

- ¿Por qué me has matado?

La niña sollozó:

- No sé cómo fue... Tu padre llegó una noche y tía lo entró...

Cara de Plata le oprimía la cabeza hasta hacerle daño:

- ¡Infame viejo! Si no me fuese de esta tierra, acabaría por matarlo.

- ¡Ahora los dos tenemos que quererle!...

Y la niña huyó asustada, apagando al correr la luz del candil. Subiendo la escalera oía la voz del vinculero y su risa violenta y feudal:

- ¡Don Galán, trae un jarro del vino blanco de la Arnela!

Capítulo IV

El Marqués de Bradomín madrugó para oír misa en el convento de donde era abadesa una de sus primas, aquella pálida y visionaria Isabel Montenegro y Bendaña. El viejo caballero, al recordarla, sentía una tristeza de crepúsculo en su alma. ¡Cuántas veces había pasado la muerte su hoz! De aquellas tres niñas con quienes había jugado en el jardín señorial, sólo una vivía. Como en el fondo de un espejo desvanecido, veía los rostros infantiles, las bocas risueñas, los ojos luminosos. Evocaba los nombres: ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Y aspiraba en ellos el aroma del jardín en otoño con sus flores marchitas, y una emoción musical y sentimental. ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Los claros nombres resonaban en su alma con un encanto juvenil y lejano. El amable Marqués de Bradomín tenía lágrimas en los ojos al entrar en el locutorio del convento donde le esperaba su prima la vieja abadesa, aquella pálida y visionaria María Isabel. La monja se levantó el velo:

- ¡Dios te bendiga, Xavier!

Era ella, ojerosa, con las manos tan blancas, que parecían hechas del pan de las hostias. Hizo sentar a Bradomín en un sillón que había al pie de la reja, y en seguidapreguntó por los asuntos de la guerra y de la Corte de Don Carlos:

- ¿Cómo están los Señores? ¡Dios los conserve siempre en salud! ¿Y el príncipe está muy crecido? ¿Y la infantina?

- El príncipe, deseando tenerse bien a caballo para salir a campaña con su padre.

Y el caballero legitimista se emocionó como siempre que hablaba de la familia de su Rey. La monja era curiosa:

- ¿Dime, hay muchos soldados?

- En las provincias donde hay guerra, todos son soldados, lo mismo los hombres que las mujeres, y hasta las piedras.

- ¡Es Dios Nuestro Señor que lo hace! ¿Dime, y tú qué traes a esta tierra?

- Vender mi palacio y todas mis rentas...

- No lo hagas... Sobre todo el palacio... Esas piedras, aun cuando sean vejeces, deben conservarse siempre.

- Lo vendo para comprar fusiles.

- De todos modos es triste. ¡A qué manos irá!

El Marqués de Bradomín tuvo una sonrisa dolorosa y cruel.

- A las manos de algún usurero enriquecido. No hablemos de ello. Vendo el palacio como vendería los huesos de mis abuelos. Sólo debe preocuparnos el triunfo de la Causa. La facción republicana, que ahora manda, es una vergüenza para España.

La monja murmuró con los ojos brillantes:

- ¡Te admiro!

El caballero legitimista repuso con sencillez:

- ¡Son tantos los que hacen esto que yo hago!

La monja acercó su rostro a la verja:

- En el convento tuvimos un sacristán que se fue a levantar una partida en la raya de Portugal. Yo le di todas las alhajas que habían sido de mi madre, y sentí alegría al hacerlo. Se las tenía ofrecidas a la Virgen Santísima, y tuve que conseguir una dispensa. ¿Tú también tratas de levantar gente en armas? ¡Por Dios, si lo haces, no fusiles a nadie! ¡En la otra guerra, los dos bandos fusilaron a tanta gente! Yo era niña y me acuerdo de las pobres aldeanas vestidas de luto que llegaban llorando a nuestra casa, iban a que mi madre les diese una limosna para mandar decir misas de sufragio.

El caballero legitimista sintió despertar su alma feudal:

- Se ha perdido aquella tradición tan militar y tan española.

La monja le miró fijamente, con las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito:

- ¡Nuestro Señor Jesucristo nos ordena ser clementes!

- En la guerra, la crueldad de hoy es la clemencia de mañana. España ha sido fuerte cuando impuso una moral militar más alta que la compasión de las mujeres y de los niños. En aquel tiempo tuvimoscapitanes y santos y verdugos, que es todo cuanto necesita una raza para dominar el mundo.

La monja repuso con energía:

- Xavier, en aquel tiempo, como ahora, hemos tenido la ayuda de Dios.

El Marqués de Bradomín insinuó una leve sonrisa:

- ¡Desgraciadamente, en la guerra el personaje más importante es el Diablo!

La monja puso en el suelo sus ojos ardientes y visionarios. Las manos, siempre cruzadas sobre el hábito, eran tan blancas, que parecían tener una gracia teologal para obrar milagros. Después de un momento, dijo bajando el velo que hasta entonces había tenido levantado:

- Xavier, es hora de rezo y tengo que dejarte. Yo te rogaría que volvieses mañana, si no te cansa mucho... Aún tenemos que hablar.

El viejo dandy se alzó del sillón dando un suspiro:

- ¡Adiós, Madre Abadesa, hasta mañana!

La monja, al retirarse, pegó el rostro a la reja murmurando en voz confidencial:

- ¡Xavier, estoy pisando sobre fusiles!

Capítulo V

Después del coro, algunos canónigos y beneficiados quedáronse a esperar la visita del caballero legitimista: Hablaban de la guerra calentándose en pie delante del brasero, en medio de la Sala Capitular. De tiempo en tiempo se oía el golpe de una puerta y el vuelo inocente de un esquilón. Viejos sacristanes, y monagos vestidos de rojo, iban y venían en la sombra. La Sala Capitular era grande, silenciosa y con olor de incienso. Tenía el techo artesonado y los muros revestidos de terciopelo carmesí franjeado de oro. En los rincones brillaban algunas cornucopias, colgadas sobre cómodas antiguas con incrustaciones. Por las mañanas, el sol doraba los cristales de una ventana enrejada, y tan alta, que debajo quedaba espacio para una alhacena con herrajes y talla

del Renacimiento. El Marqués de Bradomín entró acompañado de su capellán. Canónigos y beneficiados le recibieron con esa cortesía franca y un poco jovial que parece timbrar las graves voces eclesiásticas:

- ¡Señor Marqués de Bradomín!

- ¡Ilustre amigo!

- ¡Viejo compañero!

- ¡Ya volvemos a tenerle entre nosotros!

- ¡Se le abraza como a un náufrago!

- ¡Cincuenta años que somos amigos!

Estas palabras las pronunció un viejecillo que sólo era capellán. Llevaba anteojos, tenía una calva luciente y dos rizos de plata sobre las orejas. Parecía próximo a llorar:

- ¡Señor Marqués!... ¡Xavierito!... ¡Cincuenta años!... ¡Medio siglo!... Estudiamos juntos gramática latina en el convento, con aquel bendito Fray Ambrosio. A mí me costeaba los estudios el padre del Señor Marqués. ¡Dios le tenga en su Gloria! ¡Cuánto tiempo! ¡Medio siglo!... Y no me olvido de aquellos dos bandos, Roma y Cartago. Xavierito capitaneaba en el aula el bando deRoma, era Publio Emiliano Escipión, el Africano... Yo capitaneaba el otro bando, era Aníbal, el hijo de Amílcar, pobrecito de mí, siempre vencido. Y sin envidia, y sin rencor... Comprendía que el lauro debía ser para esa frente... ¡Señor Marqués de Bradomín, Xavierito de mi vida!

Y el viejo abría los brazos delante del caballero legitimista, llorando como un niño:

- ¡Ya no se acuerda! ¡Ya no se acuerda!

El Marqués repuso con una sonrisa:

- ¡De todo me acuerdo, Minguiños! Después de haber vivido, como yo he vivido, se está siempre con los ojos vueltos hacia el pasado. Al bendito Fray Ambrosio, como tú dices, lo encontré en la guerra, y te aseguro que está más joven que nosotros.

El capellán se limpiaba los ojos con su gran pañuelo de yerbas, y sonreía. El Maestre-Escuela comentó:

- Este abrazo de Aníbal y de Escipión no se parece ciertamente al abrazo de Vergara.

El capellán protestó:

- Ni el señor Marqués de Bradomín es el Ayacucho, ni yo, por suerte, soy el traidor Maroto.

Y el canónigo de los ojos místicos murmuró fervoroso:

- ¡Gracias le sean dadas a Dios!

Hubo un murmullo discreto y grave, que fue dominado por la voz del Maestre-Escuela:

- Todos somos aquí amigos y compañeros para poder hablarnos dejando que el corazón salga a los labios. Nos reúne un mismo sentimiento de amor a la Religión y a la Patria. Yo, confiando acaso más que debiera en este sentimiento, ofrecí al ilustre prócer que ahora nos hace visita, auxilios para la Causa. Después todos habéis visto, con dolor, que ello no es posible. Esta Santa Iglesia Colegiata, gobernada en lo terrenal por una voluntad que está más alta que la nuestra, no acudirá en socorro de los leales que dan su sangre por Dios y por el Rey.

Una voz murmuró al oído del caballero legitimista:

- Está fuerte en sus alusiones el Señor Deán.

Era el viejecillo de la calva luciente y los rizos de plata.

Luego, oprimiendo con timidez el brazo del caballero y llevándose un dedo a los labios, le indicó por señas que atendiese a las palabras del Maestre-Escuela:

- Pero sobre todas las tiranías y sobre todas las miserias de los hombres, está el divino esfuerzo de la Fe. Nuestra Fe es la espada que alzamos contra el enemigo, espada de fuego y de luz como la del Arcángel. Si esta Santa Iglesia Colegiata no puede hacerlo, con nuestros bienes y con nuestras personas, acudiremos a sostener la guerra. ¡Los cruzados de la Causa tendrán fusiles para vencer, si tal es la voluntad de Dios!

Elviejecillo, comunicando a su cabeza un ligero temblor, volvió a oprimir el brazo del Marqués de Bradomín:

- Nuestro Deán está propuesto para obispo, y quiere congraciarse con los herejes de Madrid. Interpuso su veto, y aquí se quedarán las alhajas hasta que se las lleve otro Mendizábal.

Los canónigos habían acogido con murmullos ardientes y aprobatorios las últimas palabras del Maestre-Escuela. Sobre una mesa forrada de velludo carmesí había un tintero de plata con plumas de aves, y desfilaron todos, escribiendo su nombre y su contribución en un pliego

de papel de barba que se llenó de rúbricas y de borrones.

Capítulo VI

El Marqués de Bradomín recibió aquel día un pliego de la Junta de Santiago. Eran malas noticias las que le daban. Había caído prisionera una tropa carlista que hacía leva de mozos y requisa de caballos en la raya portuguesa, cerca de San Pedro de Sil. También recordaban los señores de la Junta la falta de dinero, y aquella urgencia con que lo reclamaban de la guerra. El Marqués de Bradomín llamó a su mayordomo y le habló de la venta del palacio con sus tierras y rentas forales. El mayordomo se demudó:

- ¿Vender el palacio y las rentas del mayorazgo?...

El Marqués afirmó con entereza:

- Venderlo todo y como quieran pagarlo.

- Mucha parte es vinculada, y solamente de la mitad libre alcanza a disponer el Señor Marqués.

- Pues se vende la mitad.

El mayordomo meditó un momento, puesta la vista en el suelo. Era un aldeano de expresión astuta, con el pelo negro y la barba de cobre, hijo de otro mayordomo muerto aquel año. Con el dominio que le daban las rentas del marquesado tenía mozas en todas las aldeas, y los parceros y los llevadores de las tierras le aborrecían con aquel odio silencioso que habían aborrecido al padre: Un viejo avariento que, durante cuarenta años, pareció haber resucitado el poder feudal, tan temido era de los aldeanos:

- Aun cuando todo se malvenda, no hay en la redondez de doce leguas quien tenga dinero para comprar este palacio y tantísimo foral... Habría que hacer parcelas, y hoy saltaría un comprador y otro al cabo de los siglos. Solamente que el Señor Ginero...

El Marqués de Bradomín, que comenzaba a sentir enojo de las argucias del mayordomo, preguntó con altivez:

- ¿Es rico?

El mayordomo abrió los ojos inmensamente. Eran verdosos, con las pestañas siempre temblorosas y muy rubias:

- Guarda en las arcas más onzas de oro que barbas blancas tiene mi

Señor Marqués.

El viejo legitimista determinó con un gesto imperioso:

- Hoymismo le buscas y le hablas.

- ¡Suerte tiene la raposa, llévanle la gallina al tobo!

Y el mayordomo se retiró andando muy despacio para apagar el ruido de los zuecos. Pedro de Vermo buscó a su mujer en el establo. La encontró sentada en el umbral de la puerta, con la rueca afirmada en la cintura y los ojos atentos sobre el recental que hocicaba bajo las ubres de una vaca lucida. La mujer del mayordomo era menuda, silenciosa, con los ojos bizcos y muy negros. Hablaba el gallego arcaico y cantarino de las montañesas. No tenía hijos, y para conjurar a la bruja que le hiciera tal maleficio, llevaba una higa de azabache colgada del dedo meñique, en la mano izquierda. El marido se detuvo mirando al recental:

- ¡Condenado, toda la noche batiendo con la testa en la cancela del cañizo, para se juntar con la madre!

La mujer respondió levantando hacia el marido sus ojos bizcos:

- Si lo dejasen el santo día tirando de las ubres, aún no tendría harto.

- ¡Es voraz!

- ¡También está guapo!

- Ya puedes desapartarlo, Basilisa.

La mujer alzóse del umbral, acorrando con ambas manos la gran rueda de la basquina, y requirió el palo de la rueca para acuciar al recental. El mayordomo llevóse a la vaca tirando de la jereta. Marido y mujer entraron en el establo. Era oscuro, con olor de yerba húmeda. Un cañizo, alto y derrengado, ponía separación entre la carnada del recental y la carnada de la madre. El mayordomo se movía en la sombra disponiendo en el pesebre recado de yerba verde, para la vaca. Habló cauteloso:

- ¿Mujer, sabes lo que acontece?

La mujer exhaló un gemido largo, de aldeana histérica:

- ¡Nunca cosa buena será!...

- El amo viene por el mor de vender...

La voz de la mujer se hizo más triste:

- ¡Y si a mano viene por un pedazo de pan!

- Así es la verdad. ¡Da dolor del ánimo que se lo lleven así!

- Agora era ocasión, si no hubiéramos comprado los Agros del Fraile. Si

pudiésemos por la parte nuestra vender alguna tierra.

- En secreto había de ser.

- ¡Natural, mi hombre!

- O encontrar quien nos prestare al rédito.

Basilisa se incorporó mirando a su marido, con una brizna de yerba entre las manos, y en la oscuridad del establo su voz cantarina tuvo algo de agorería:

- ¡Si de mí te aconsejas, nunca tal hagas! ¡Son los usureros los acabadores de las casas! ¡Las comen por elpie!

Pedro de Vermo no respondió. Acababa de esparcir en el pesebre la ración de heno, y con un brinco encaramóse en el borde: Silbando muy despacio, balanceaba a compás los pies calzados con zuecos. Basilisa volvió una cesta boca abajo y se sentó encima. Los dos se miraban en silencio, sin distinguir más que sus sombras. El marido dejó de silbar:

- ¿Sabes lo que tengo cavilado, Basilisa? A nosotros lo que mejor nos está, pudiendo ello ser, es seguir con el cargo del palacio y de las rentas. El amo solamente viene por dinero y podría acontecerse que mejor lo topase sin vender cosa ninguna, teniendo tanto como tiene para responder. ¿Qué dices tú, Basilisa?

- Tú, que oíste al amo, sabes mejor su sentir...

- Hablaréle al Señor Ginero. Inda, no hace mucho, me preguntó si sabía de alguien, con responsabilidades, a quien prestarle.

De nuevo callaron marido y mujer. Pedro de Vermo fue por la vaca y la trajo al pesebre. El animal sacudió varias veces la cabeza y comenzó a mordisquear la yerba dando leves mugidos de satisfacción.

Capítulo VII

El Señor Ginero, después de la siesta, todas las tardes salía de su casa con la escopeta al hombro y un cestillo de mimbres en la mano. Andaba lentamente, arrastrando los pies, de reojo atisbaba al interior de las casas, donde veía los camastros sobre caballetes pintados de azul, y a las mujeres sentadas en el suelo haciendo red. A veces asomaba la cabeza por alguna puerta llena de humo, ese humo pobre de la pinocha, con olor de sardinas asadas:

- ¿Lagarteira, está tu marido?

Respondía una voz dando gritos:

- ¡Está en el mar!

Y salía una vieja con los ojos encendidos y las greñas sujetas por un pañuelo anaranjado. El Señor Ginero tosía:

- Que no se olvide de cumplir como es debido. No quisiera llevaros al juzgado...

La vieja hundía los dedos en las greñas, desdichándose:

- ¡Son tan malos los tiempos!

El Señor Ginero contestaba huraño:

- Son malos para todos.

Y continuaba su paseo hacia una gran huerta que había comprado cuando la venta de los bienes conventuales. Estaba amurallada como una ciudadela, tenía una vieja y fragante pomareda de manzanas reinetas, y un palomar de piedra, con trazas de torreón, de donde volaban cientos de palomas. Desde hacía treinta años, todas las tardes iba a su huerta el Señor Ginero. Cerca del anochecer se tornaba a la casa con el cestillo cubierto por hojas de higuera, y lleno unas veces de fresones, otras de nísperos, otras de manzanas, según fuese en el buen tiempode mayo, o en vísperas de San Juan, o cuando amenguan los días en octubre. También solía suceder que sobre la fruta soltasen el plumón algunos gorriones muertos de un escopetazo. Aquellos pájaros eran la cena del viejo ricachón, que, al sentirlos crujir bajo los dientes, gustaba el placer de devorar a un enemigo. La huerta estaba fuera de la villa, y en el muro negruzco, frente al sol poniente, tenía un gran portal encarnado que flanqueaban dos poyos donde solían descansar del paseo los canónigos y beneficiados de la Colegiata. El Señor Ginero, que era muy beato, se detenía siempre a saludarlos, pero aquella tarde llegó hasta levantar las hojas de higuera que cubrían el cestillo, y ofrecerles si querían merendar. Las voces graves y eclesiásticas se lo agradecieron con un murmullo. Había allí muchos manteos y sombreros de teja. Los canónigos acompañaban a su amigo el Marqués de Bradomín. El Señor Ginero extremaba su cortesía:

- ¿El Excelentísimo Señor Marqués, tampoco quiere aceptar una ciruelita de las que llamamos aquí de manga de fraile? No las habrá tomado mejores por esas luengas tierras.

Era un viejo alto, seco, rasurado, con levitón color tabaco, y las orejas cubiertas por un gorro negro que asomaba bajo el sombrero de copa. Se

despidió con grandes zalemas. Desde la mañana sabía la llegada del caballero legitimista, y quedara convenido con el mayordomo Pedro de Vermo.

Capítulo VIII

Canónigos y beneficiados, al volver del paseo, dieron compañía al caballero legitimista hasta la portalada de su palacio. Allí se despidieron con promesa de tornar en la noche para hacerle tertulia, y el caballero entróse solo por el vasto zaguán, donde florido farol de hierro daba su luz. Una sombra paseaba bajo las bóvedas, ya oscuras, y se oía el rumor de pasos y espuelas. Un caballo estaba atado en la puerta. La sombra vino hacia el Marqués de Bradomín:

- ¡Soy uno de los hijos de Don Juan Manuel Montenegro!

El Marqués le tendió la mano:

- ¡Creo que somos primos!

El segundón, presintiendo una sonrisa de ironía, le clavó los ojos en la oscuridad, con extraordinaria fijeza:

- ¡Yo soy Cara de Plata!

Hablaba con aquella arrogancia caballeresca heredada del padre. El viejo dandy puso su única mano sobre el hombro del mancebo:

- ¡Bello nombre te dieron!

Y le llevó hacia la gran arcada de la escalera, y subió con él apoyándose familiar y amable como un gran señor:

- ¿Está muy viejo tu padre?

- Yo le recuerdo igual toda la vida.

- ¡Es un roble!

- En esta tierra los robles tienen ahora un gusano quelos seca, y mi padre no adolece de nada... ¡Vivirá cien años!

Llegaron a lo alto de la escalera y, marchando tras el mayordomo que alumbraba, interrogó el Marqués:

- ¿Aún dobla una herradura y se come un carnero?

El hijo respondió orgulloso:

- Las dos cosas hizo el día de la fiesta.

- ¡Parece aquel Carlomagno, emperador de la barba florida!

Y el caballero legitimista gustó una emoción literaria y legendaria, recordando con aquellas palabras al viejo hidalgo. Sentándose cerca de la luz, hizo sentar a Cara de Plata. Un poco sorprendido detuvo sobre él los ojos, que comenzaban a sentir la falta de vista. La varonil hermosura del mancebo le parecía la herencia de una raza noble y antigua:

- ¿Tú te llamas Miguel?

- Así me bautizaron en la iglesia.

- Pero te está mejor Cara de Plata... ¿Y por qué me esperaste aquí, en lugar de hacerlo en el zaguán?

- Temí que no me abriesen tus criados. Pocos días hace tuve que ponerle los huesos en un haz a ese pillaván...

Y con un gesto de señoril insolencia, señalaba al mayordomo, que en aquel momento cerraba las ventanas para impedir que el viento apagase la luz. Pedro de Vermo murmuró apenas algunas palabras en voz baja, y el viejo dandy quedó admirado de aquella sumisión. El mayordomo salía sin ruido, pegado a la sombra del muro. El Marqués le gritó:

- Mi primo cenará conmigo.

- Está muy bien, Señor Marqués.

El segundón advirtió con mofa:

- No me envenenes con alguna mala yerba, como has hecho con mis perros.

En la puerta de la sala apareció la mujer del mayordomo:

- ¡No levante falsos testimonios, que le habrá de castigar Dios!

Basilisa apartóse dejando la puerta a su marido, que se alejó con andar de lobo, y se pasó la punta del manteo alrededor de los ojos, con mucha lentitud: Después dijo con la voz llorosa:

- Piden permiso para ver a vuecencia. Es el Señor Ginero. ¿Qué respuesta le doy?

En la calle rasgueaban guitarras, y se oía el paso de una rondalla que desfilaba bajo los balcones del palacio, cantando a voz en cuello:

¡La trincadura Almanzora todo lo tiene de bueno: El comandante rumboso, la gente mucho salero!...

Capítulo IX

El Señor Ginero se detuvo en la puerta haciendo una profunda cortesía:

- ¿Da su permiso a este importuno servidor, mi dueño y mandatario el ilustre Marqués de Bradomín?

Al tiempo que encorvaba su aventajado talle, abría los brazos con beatitud. En una mano tenía el sombrero de copa y en la otra el cestillo de lasciruelas. El caballero legitimista le acogió con gesto protector y amable. Dio algunos pasos el usurero, hizo otra cortesía, dejó sobre la mesa el cesto de las frutas, y delicadamente alzó las hojas de higuera con que venía cubierto:

- ¡Permítame que le ofrezca este pobre don de una rica voluntad!

Estrujó las hojas de higuera entre las palmas, y muy pulcramente las ocultó en el bolsillo de su levitón. El Marqués comenzó a celebrar la hermosura de la fruta, y el usurero, entornando los párpados, movía la cabeza:

- Vienen del huerto frailuno. Aquella gente tenía gusto por estas cosas.

El Señor Ginero, de tiempo en tiempo, dirigía una mirada rencorosa al hermoso segundón. Al fin no pudo contenerse:

- ¡Me alegro mucho de verle, joven del bigote retorcido!

Cara de Plata sonrió con mofa:

- Yo ni me alegro ni lo siento, Señor Ginero.

- ¿Ha olvidado que me adeuda cinco onzas y los réditos?

- ¿Y usted no tiene noticia de mi caída del caballo?

- Sí...

- ¿Y de que sufrí el golpe en la cabeza?

- Sí...

- ¿Y de las consecuencias de ese golpe? Pues sepa usted que he perdido completamente la memoria.

El Señor Ginero aparentó reírse, pero su voz aguda y trémula delataba su cólera:

- ¡Está muy bien! ¡Está muy bien! Pero usted no sabe que hay un perro para los desmemoriados... Un perro del juzgado... El Alguacil... ¡Este Don Miguelito es gracioso!... Hijo mío, la deuda espera un año y otro año, pero los réditos hay que satisfacerlos puntualmente.

El Señor Ginero se detuvo y tosió sujetándose las gafas de gruesa

armazón dorada. Después, volviéndose a donde estaba el caballero legitimista, saludó profundamente:

- ¿Podríamos hablar un momento en secreto?... Ya esta mañana convine con el mayordomo... ¡Ese honrado servidor nacido en la casa y que tanto se interesa por ella!

El Marqués repuso con nobleza:

- Es inútil el secreto, Señor Ginero. El Marqués de Bradomín no oculta que necesita vender sus tierras para acudir a sostener la guerra por su Rey.

Al oírle, el usurero arqueaba las cejas con el gesto del hombre cuerdo que se aviene a los caprichos ajenos:

- No es costumbre... Pero cierto que donde hay legalidad no hay miedo a la luz... Bueno, pues yo comprar no puedo... Un puñado de onzas que tengo ahorradas, a su disposición lo pongo... Cuando quiera convendremos el rédito... ¡El Señor Marqués tiene bienes para responder siete veces de la miseria que yo puedo prestarle!

- Todo eso será tratado por mi mayordomo.

Y el viejo dandy extendió suúnico brazo con ademán tan desdeñoso, que el usurero, sin esperar más, salió haciendo reverencias y enjugándose la frente con un pañuelo a cuadros que sacó de entre el forro del sombrero. Cara de Plata exclamó sin poder contenerse:

- ¡Cómo van a robarte!

El Marqués alzó los hombros:

- Peor sería que tratase conmigo ese zorro viejo.

El hermoso segundón sonrió con amargura:

- ¡Ese hombre también será el heredero de nuestra casa! ¡Se acaban los mayorazgos! ¡Desaparecen los viejos linajes!

Capítulo X

Cara de Plata sentóse a cenar con el caballero legitimista. De pronto rompió en una carcajada extraña que tenía cierto timbre cruel, y miró al Marqués de Bradomín:

- Xavier, vengo a pedirte un consejo. Medito hacerme capitán de bandoleros.

Aquel viejo dandy que amaba tanto la originalidad, la impertinencia y

la audacia, hizo, sin embargo, un gesto doloroso. Pero luego sonrió bajo la mirada del bello segundón. Los ojos de Cara de Plata, verdes como dos esmeraldas, tenían una violencia cristalina y alegre, parecían los ojos de un tigre joven. El Marqués de Bradomín repuso con fría elegancia:

- ¿Es un consejo estético, o de conciencia?

El segundón, sintiéndose dominado, volvió a reír con su risa desesperada:

- Xavier, yo aquí voy a terminar mal... Algunas veces siento tentaciones de poner fuego a todo este montón de casas viejas... Si no me hago fraile, como los hijos del Señor Ginero, acabaré haciéndome capitán de ladrones.

Ya no reía, y en su boca quedaba una gran tristeza.

El Marqués le clavó los ojos:

- ¿Qué deseas de mí?

- Que me ayudes para levantar una partida por Carlos VII.

Hubo un gran silencio. Entraba la mujer del mayordomo, que se entretuvo llenándoles los vasos, y esperaron a que saliese. El caballero legitimista habló lentamente:

- Yo soy partidario de extender la guerra como un gran incendio, no de convertirla en hogueras pequeñas.

Cara de Plata le miró sin alcanzar el sentido oculto de tales palabras. El marqués continuó:

- Debemos concentrar todas nuestras fuerzas en Navarra, en Guipúzcoa, en Álava y en Vizcaya. Mientras se pueda debe conservarse una relación entre todas las partidas, y utilizarlas prudentemente en algaradas y descubiertas para levantar en armas Aragón y Castilla la Vieja. Una partida que se alzase en esta tierra, si estaba sola, en pocos días caería prisionera... Es preciso reunir aquí dinero y levantar hombres, pero la guerra hacerla en otra parte.

Cara de Plata interrumpió:

- Cada uno debe ser soldado en su tierra.

El Marqués de Bradomín se irguió con un profundo convencimiento:

- ¡Jamás! El mejor soldado es siempre el quecuenta más leguas detrás para volver a su casa. España tiene una rugiente historia militar de cuando hizo la guerra en luengas tierras. En México, en el Perú, en Italia

y en Flandes. Hoy mismo, los soldados que se baten mejor en nuestra guerra son aquellos que vienen de más lejos.

- ¿No son los navarros?

- No.

- ¿Ni los alaveses?

- Tampoco. Son los Tercios Castellanos.

- ¡Hermoso nombre!

- Se lo ha dado el Rey.

- ¿Tú puedes hacer que yo entre a servir en los Tercios Castellanos?

- Puedo llevarte conmigo. Pero tendrás que entrar como soldado en la Compañía de Cadetes. ¿Cuándo quieres ponerte en camino?

- Cuando tú me lo mandes.

El Marqués de Bradomín meditó un momento:

- Acaso te encomiende una importante misión para el Cuartel Real.

El hermoso segundón sonrió con melancolía:

- ¡Tú me salvas, Xavier!... Aquí, lo que te dije, hubiera acabado mal...

De pronto oyóse en la noche un campaneo de rebato, y las pisadas de la gente que pasaba corriendo bajo los balcones del palacio. El mayordomo entró asustado:

- ¡Son las monjas del convento!

Y Basilisa, abriendo el postigo de una ventana y mirando a la calle, suspiró:

- Fuego no es, pero algo acontece.

Paseó por la sala sus ojos bizcos y suspicaces, inquietos como los de las gallinas enjauladas, y volvió a mirar hacia la calle. Cara de Plata le dijo con burla:

- Andará alguna bruja por los tejados.

Se oían voces de niños y de mujeres al pasar corriendo, chapoteando en el charcal que, en el centro de la plaza, la luna salpicaba de luz. Basilisa, toda consternada, se apartó de la ventana:

- ¡Santísimo Señor! ¡Dicen que los soldados están en el convento!

El Marqués y el segundón se pusieron en pie mirándose fijamente, con el mismo pensamiento en los ojos. Cara de Plata murmuró a media voz:

- Se decía que las monjas guardaban fusiles bajo el altar mayor.

El Marqués hizo un gesto, recordando ciertas palabras de la Madre Abadesa.

Capítulo XI

Todas las puertas del convento estaban guardadas por centinelas, y era la consigna no permitir a nadie ni la salida ni la entrada. En lo alto de la torre, una monja, loca de miedo, seguía tocando las campanas, mientras hacía ronda en torno del convento y del huerto una escuadra de marineros desembarcados de la trincadura Almanzora, que aquella tarde, ya puesto el sol, viérase entrar en bahía con todo el velamen desplegado. El comandante, un viejo liberal que alardeaba de impío, recorría el claustro y la iglesia, seguido decuatro marineros con linternas que hacían cateo bajo los altares, como en la bodega de un barco contrabandista. La comunidad, reunida en el coro, cantaba un miserere, y la voz del órgano era bajo las bóvedas como la voz del viento en un naufragio, temerosa y misteriosa, voz de procelas. El comandante quiso registrar las celdas, y salió a recibirle en el coro, sola y con el velo caído, la Madre Abadesa:

- Señor comandante, quien rompa la clausura incurre en pena de excomunión.

Seguía oyéndose el canto latino de las monjas, medido y guiado por la voz del órgano como por el rugido de un león que fuese pastor. El comandante erguíase adusto tras la reja del locutorio:

- Señora monja, yo sólo conozco las penas en que incurren los que hacen contrabando de armas.

La Madre Abadesa se apretó el velo contra la cara, y besó la cruz de su rosario:

- Estas rejas están cerradas para el mundo y solamente serán abiertas por la fuerza inicua de la herejía.

Sus manos albas y mortuorias se arrebujaban entre los pliegues del velo. Era una sombra inmóvil en medio del locutorio, y parecía haber llegado allí desde el fondo de alguna capilla donde estuviese enterrada. El hábito blanco, en largos pliegues, tenía la rigidez de la mortaja, y la sombra velada de la monja daba una sensación de terror, como si fuese a desmoronarse en ceniza, bajo el trueno del órgano, para edificación de aquellos soldados impíos. Los cuatro marineros permanecían en el arco

de la puerta, y el foco de luz de las linternas bailaba sobre el techo y los muros. A veces, todo el grupo tenía un vaivén de borrachera, y se adelantaba tartajeando para volver, en otro vaivén, a recogerse en el ancho quicio. Las cabezas se adivinaban rojas en la sombra. Una voz vinosa barboteó:

- Mi comandante, ¿quiere usía que la afusilemos a la gachí?

El comandante se volvió imponiendo silencio, y un marinero adelantó dando traspiés, empujado por los otros que reían en la puerta con los hombros juntos. El comandante gritó:

- ¡Cuadrarse!

Y acompañó la orden batiendo con el sable en la reja del locutorio. La Madre Abadesa se alzó el velo, y todo su orgullo de raza vibró en su voz:

- Señor comandante, no he nacido para ser atropellada por la soldadesca. Salga usted de aquí. Puede ambicionarse el martirio bajo las garras de los tigres y de los leones, pero no bajo las herraduras de los asnos.

El comandante volvió a golpear con el sable en la reja del locutorio:

- ¡Señora monja, modérese!...

De lahoja de acero salían chispas al mellarse. Uno de los marineros dijo a los otros en voz baja y ceceando:

- ¡Nos ha salido una Sor Patrocinio!

Los otros rieron, tambaleándose sin romper la fila. El comandante comenzó a vociferar:

- ¡Estoy autorizado por las leyes! ¡Cumplo con mi deber! ¡Haré uso de la fuerza!

La monja le volvió la espalda y salió sin recoger el vuelo de sus hábitos. La voz ceceosa gritó:

- ¡Va a repelarse los bigotes en el fuego!

Contestó un clamor confuso de beodos:

- ¡Que baile! ¡Que baile!

El comandante rompió contra la reja, la hoja de su sable:

- ¡Cuadrarse! ¡Silencio!

Y adelantó levantando la empuñadura donde sólo quedaba un palmo de acero:

- ¡Cuadrarse!

Los marineros, como si no lo hubiesen oído, redoblaron su clamor:

- ¡Que baile! ¡Que baile!

Y ellos mismos comenzaron a bailar. El comandante pateaba de rabia:

- ¡Arrestados! ¡Un mes de arresto! ¡Dos meses de arresto!

Los marineros seguían bailando, cogidos de los hombros. El de la voz ceceosa, rasgueando sobre el fusil como si fuese una guitarra, comenzó a cantar:

- ¡Isabel y Marfori,

Patrocinio y Claret,

Para formar un banco,

Vaya unos cuatro pies!...

Capítulo XII

En el locutorio apareció una hermana lega que venía rezando y santiguándose. Sus zapatos claveteados resonaron sobre la tarima. Era alta, con el rostro aldeano y el ademán brioso. Llevaba en vez de hábito, basquina de estameña, y sobre la frente morena y bruñida, una toca de lienzo pegada a la raíz del cabello. Siempre rezando entre dientes, buscó una llave en el manojo que le colgaba de la cintura, y abrió la puerta de la reja:

- Pasen y hagan su escudriña.

El comandante entró mirando a la lega con fiero talante, y los cuatro mozos de la escuadra le siguieron chocando las linternas con una risa estúpida. La lega cogió de un brazo al que tenía más cerca, y le zarandeó:

- ¡Guarday otro respeto, Faraones!

Bajo el arco tirante de las cejas, los ojos de la lega despedían lumbre. Era hija de labradores montañeses, y por devoción había entrado a servir en el convento, donde al cabo de siete años alcanzaría profesar sin dote. Hacía tres que llegara de su tierra, con los zapatos en la mano para no romperlos en el largo camino, y poder presentarse a la Madre Abadesa. Uno de los marineros quiso pasarle el brazo por la cintura:

- ¡Vamos a naufragar!

La lega buscó entre sus llaves la más recia, y la empuñó con brío:

- ¡Al que me apalpe lo escrismo!

Y marchó delante, rezando en voz baja y santiguándose. Atravesaron unagran cuadra con ventanas enrejadas, y subieron una escalera de piedra que llevaba a la galería del claustro alto, donde estaban las celdas. El convento parecía abandonado, y en el silencio de las bóvedas, la voz irreverente de aquella escuadra de marineros borrachos, despertaba un eco sacrílego. De tiempo en tiempo llegaba, en una ráfaga amplia y sonora, el canto de las monjas guiado por el órgano, y se extinguía de pronto como en una gran desolación. Los pasos de la escuadra resonaban siempre, y la lega, sacudiendo el manojo de sus llaves, iba abriendo puertas que quedaban batiéndose. Los soldados entraban en las celdas, revolvían los lechos, esparcían la paja de los jergones, y salían riendo, mostrándose furtivamente algún acerico que se llevaban para las novias. Y otra vez la salmodia penitente estremecía el convento con su sollozar de almas, y la voz del órgano parecía el rugido de un león ante el sol apagado, en el día de la ira. Recorrían luego corredores, salas silenciosas, subían y bajaban escaleras profundas. Cuando cruzaban ante alguna imagen, el comandante tenía un alarde de impiedad y se calaba hasta las cejas la visera de su gorra. Los mozos de la escuadra se miraban entre medrosos y admirados, sin que ninguno osase imitarle. Salieron al huerto, registraron en el pozo y al pie de los limoneros donde esperaban descubrir el contrabando de fusiles. Volvieron al convento airados y despechados. Tornaron a recorrer zaguanes y bodegas, andando bajo velos de telarañas. Alumbrándose con las linternas, asomaban a la boca de las tinajas, y suspendían en alto las tapas de los arcaces del trigo, dejándolas luego caer con gran estrépito. La hermana lega, en la sacristía se detuvo y los miró con expresión de horror:

- ¿También quieren registrar la iglesia?

El comandante, por toda razón, descargó un golpe en la puerta. La hermana lega arrojó la llave en medio de la sacristía y huyó haciendo muchas veces la señal de la cruz:

- ¡Es la fin del mundo! ¡Anda suelto el Anticristo! ¡Es la fin del mundo!

El comandante hizo abrir la puerta y entraron en la iglesia. Moviendo las linternas se dispersaron por las capillas, y varias veces fueron y vinieron del presbiterio al cancel, y pasaron y repasaron de una nave a otra nave. Alzaban los paños de los altares y abrían los confesionarios. En el coro, las sombras de las monjas cantaban su latín.

Capítulo XIII

La calle donde estaba el convento era angosta, y al rebato de campanas habíase llenado de mujerucas y de niños. El huerto daba sobre los esteros del río, un huerto triste, conmatas de malva olorosa y cipreses muy viejos, donde había un ruiseñor. En el portón que daba al camino, dos mendigos, hombre y mujer, hablaban con el centinela, sentados en la orilla verde. Eran vagamundos que iban por los mercados vendiendo cribos. La mujer, negra y burlona, decía:

- Si hay contrabando escondido, no habéis de dar con él.

Y el hombre afirmaba con un gesto desdeñoso, poniendo sobre el pecho una mano negruzca:

- ¡Este prójimo, debía de ser el comandante de la Almanzora!

La mujer hundió las uñas en la greña:

- ¡Mejor lo harías!

- Solamente con este perro descubriría yo todos los parajes donde hubiese contrabando escondido.

Separó la mano que aún conservaba sobre el pecho, y tiró del rabo a un perro canijo que dormía echado en la alforja. El cribero se rió:

- Y para ser hombre de bien no hay que decir mentiras.

La mujer siguió rascándose la cabeza:

- Ni es menester tampoco. Las mentiras condenan el alma.

- El alma, yo entodavía no la he visto... pero los galones de almirante, para perseguir el contrabando, le corresponden a mi perro... No te rías tú, marinerito.

El centinela contestó:

- Para el perro los galones, y para ti el plus.

La mujer llamó al perro:

- ¡Ven acá, Celeste!

El perro fue a echársele en el regazo, y las uñas sórdidas de la mendiga comenzaron a rascarle las pulgas. Volviéndose al centinela, dijo con encomio:

- ¡Tiene más saber que si hubiera andado por el mundo con el Glorioso San Roque!

El centinela reía de soslayo, paseando con el fusil al brazo, delante de

la puerta. Era pequeño, alegre, con los ojos infantiles y las mejillas tostadas del sol y del aire. De pronto, el cribero se levantó dando voces a un borrico que, cargado de aros, pacía la yerba del camino:

- ¡Toma Juanito! ¡Quieto Juanito! ¡No seas ladrón, Juanito!

Le alcanzó y le trajo a su lado. Después, como el animal tenía querencia por las matas que había al otro lado del camino, lo sujetó pisándole el ronzal con una piedra que sacó del muro. Hecho esto, se tumbó con las manos cruzadas bajo la nuca:

- Marinerito, ¿sabes tú lo que pasa en las Españas?... Tú no sabes cosa ninguna porque eres un rapaz, pero yo te lo diré... En las Españas pasa que todos los que mandan son unos ladrones... Pero quieren ser solos, y esa no es justicia. La justicia sería abrir los presidios y decirle a la gente: No podemos ser todos hombres de bien, pues vamos aser todos ladrones. Ya verías tú, marinerito, como así terminábase la guerra y el contrabando, y todo andaba mejor que anda.

La mujer suspiró:

- ¡Ésa sería una buena ley!

Y el hombre aseguró, dándose golpes en el pecho:

- Ésa es la verdadera ley de Dios.

- ¿Mejor que ser tú comandante de la Almanzora?

El centinela le miraba con sus ojos alegres e infantiles, mientras paseaba con el fusil al brazo. El cribero repitió con más fuerza:

- Ésa es la ley de Dios... Y lo otro, el ser yo tu comandante, sería conveniente para el Gobierno, porque yo sé cómo son mañeros los contrabandistas. Y conveniente para mi señora, que tendría un lorito del Brasil. Palmucena, no te caerá arrastrar cola y pasar el día dándote aire con un abano.

Capítulo XIV

Por el camino llegaba un corro de mujeres con algunos niños de pecho. Rodeaban a una vieja que venía dando voces con las manos en la cabeza:

- ¡Ladrones!... ¡Enemigos malos!... ¡Sacar a los mozos de la vera de sus padres para luego hacerles ir contra la ley de Dios!

El centinela se detuvo mirando al camino. La vieja, una sombra

menuda y negra, corría ante el grupo de las mujeres, con los dedos enredados en los cabellos y la mantilla de paño sobre los hombros, como en un entierro:

- ¡Arrenegados! ¡Más peores que arrenegados!

El centinela oía aquellas voces replegado en el hueco del portón y mirando con inquietud al camino. Los dos criberos agitaron los brazos asustando al asno:

- ¡Deja paso, Juanito!

Huyó el animal haciendo un corcovo, y su carga de aros bamboleó. La vieja, toda encorvada y con las manos tendidas hacia el centinela, clamaba rabiosa y llorosa:

- ¡Lástima de Inquisición! ¡Afuera de esa puerta, mal hijo! ¡He de hacerte bueno con unas disciplinas, mal cristiano! ¡Vergüenza de tu madre!

Y llegando, le abofeteó en las dos mejillas. Después la vieja se volvió hacia los criberos gritando desesperada:

- ¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo!

Limpióse dos lágrimas, y con los brazos en alto, fue a sentarse en la orilla del camino:

- ¿Es esa la crianza que recibiste?

Un sollozo le desgarró la voz. El centinela repuso con otro sollozo saliendo del hueco del portón y reanudando su paseo:

- Es la Ordenanza...

- ¡Olvidaste la doctrina cristiana!

- ¡Es la Ordenanza!

La voz se le hacía un nudo en la garganta, y la madre, sentada sobre la yerba, mirábale con una gran congoja, cruzando las manos bajo la barbeta temblona:

- ¡Sacar a los mozos de la vera de sus padres parameterlos en la herejía!

El cribero murmuró con voz hueca:

- Hay que considerar que el rapaz está sin culpa. Es la Ordenanza.

Pasó una ronda levantando la centinela, y la vieja, toda encorvada, púsose a caminar tras de su hijo, recriminándole con voz sombría:

- ¡Sé buen cristiano, rapaz! Si no eres buen cristiano, no podrás

ajuntarte con tus padres, bajo las alas de los santos ángeles, cuando te llegue tu hora. ¡Ay, mi hijo, que la muerte no avisa y si agora llegase para ti, arderías en el Infierno! ¡Ay, que tu carne de flor habría de ser quemada! ¡Ay, mi hijo, que cuando tu boca de manzana tuviese sede, plomo hirviente le habrían de dar! ¡Ay, mi hijo, que tus ojos de amanecer te los sacarían con garfios! ¡Vuélvelos a tu madre! ¡Mira cómo va arrastrada por los caminos para que Dios te perdone!

La vieja se había hincado de rodillas y andaba así sobre la tierra, los brazos abiertos y la cabeza bien tocada con la mantilla. El hijo se volvió con los ojos en ascuas, saliéndose de la fila:

- ¡Alzase mi madre!

Y arrojando el fusil, rompió a correr hacia las casas del pueblo, perdiéndose en la oscuridad campesina, mientras algunas mujerucas levantaban a la vieja, accidentada.

Capítulo XV

- ¡Alto! ¡Date! ¡Alto!

Era un grito que se escalonaba con el chascar de los fusiles al ser montados. El marinero corría como cuando era niño y le asustaban con los muertos, corría sin saber a dónde, con la angustia de ser alcanzado, con un anhelo confuso de que la tierra le tragase y le tuviese escondido hasta que los otros que venían a su alcance, pasasen y estuviesen lejos:

- ¡Alto! ¡Date! ¡Alto!

Las voces resonaban a lo largo de una callejuela oscura, y los pasos en las losas. ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Le parecía que un brazo se alargaba y al torcer la calle se torcía. Aun cuando no lo viese, adivinaba que era un brazo como un cirio y que estaba próximo a tocarle la espalda. Cuanto veía con los ojos, al escapar por la calle, confundíase en su interior con los recuerdos de otro tiempo, recuerdos vagos, perdidos en unos días todos lluviosos, todos tristes, con las campanas tocando por las ánimas, unos días que eran semejantes al mar en la costa de Lisboa. No parecía que viese con los ojos, sino que las cosas se le representasen en el pensamiento, lívidas como los ahogados en el fondo del mar. Y las voces volvían a resonar:

- ¡Alto! ¡Date!

En las puertas de las casas, algunas cabezas asomabana verle, y los

rostros confusos, apenas entrevistos al pasar corriendo, le daban la sensación de una pesadilla. Algunas veces, creía recordar que en un tiempo lejano le habían perseguido como entonces, y que había corrido por aquella calle tortuosa, y que había pasado por delante de aquellas puertas donde asomaban los mismos rostros que ahora. Era una memoria toda ingrávida, que cambiaba de forma y se desvanecía. Más que las cosas en sí mismas, creía recordar aquella sensación de angustia, que volvía como vuelven en un sueño las imágenes vistas en otro sueño:

- ¡Alto! ¡Date!

Oyó las voces cuando iba a volver la calle. Deseó tener alas. Estaba después la casa de su madre, en un campillo: Hallaría franca la puerta, y sin dar tiempo a los otros, entraríase, y cerraría poniendo los tranqueros. Por último, se haría invisible entre las cenizas. Era un imaginar pueril, como el de los niños cuando para no tener miedo, se esconden bajo las cobijas. Sentía en el aire la sensación de aquel brazo que se alargaba para cogerle, y unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda, la sombra estaba siempre a su lado. Y volvían las voces:

- ¡Alto! ¡Date!

Sonó un tiro y luego otro. El marinero llegaba a la esquina y la dobló. Los pasos de los perseguidores resonaban en la calle. Muchas cabezas asomaron en las ventanas, se enracimaban y tenían una expresión dolorida, como en los retablos de ánimas. Los perseguidores doblaron también la esquina y se detuvieron. El otro estaba caído sobre la acera, boca abajo, en un charco de sangre. Las dos balas le habían entrado por la nuca, y aún movía una pierna el marinerito.

Capítulo XVI

Algunas mujeres asomaban en las puertas, se escurrían a la calle con sus hijos agarrados a las basquinas, alargaban el cuello sin osar acercarse, pálidas, miedosas. Con vago andar de sombras se fueron juntando todas en medio del arroyo, y hablaban en voz baja y miraban al muerto desde lejos. Un perro del vinculero, con la cola entre las patas, atravesó la calle y se puso a lamer la sangre: En medio del silencio, se oía el chapoteo de la lengua sobre las piedras rojas. Una vieja le llamó enseñándole un pedazo de borona:

- ¡Toma, canelo! ¡Toma!

Otra vieja le tiró un canto:

- ¡Arrenegado seas, ladrón!

Se alzó de pronto un clamor popular, voces de mujeres, violentas, claras, roncas. Pasaban llevando en brazos a la madre del muerto, iba accidentada, con un pañuelo sobre el rostro. El vinculero estaba tras los cristales de un balcón, en la gran casonaque prolongaba su alero hasta el centro de la calle. Don Galán salió a la portalada silbando al perro, y se oyó la voz poderosa de Don Juan Manuel:

- ¡Saca dos faroles para que alumbren toda la noche al pie de ese infeliz asesinado!

Don Galán y un zagal vinieron con faroles de aceite y los entregaron a unas mujerucas, parientas del muerto, que acababan de llegar sollozando, cubiertas con las mantillas. Las mujerucas suspiraron las gracias, y arrodilláronse comenzando el planto:

- ¡Era el rey de los mozos!

- ¡Era la flor de los marinos!

- ¡Se lo robaron a su madre, para las escuadras!

- ¡Otro amparo no tenía la madre!

- ¡Ay, qué bien cantaba las coplas de la jota!

- ¡Ay, qué bien cortaba castellano!

- ¡Se lo robaron a su madre, y se lo tornan con los meollos partidos!

Las otras mujerucas, reunidas las primeras en la calle, fuéronse acercando lentamente. Los críos, agarrados a las basquinas, buscaban esconder la cara entre los pliegues. La campana del convento hizo señal. Se oyó la voz del vinculero, sonora y dominadora:

- ¡Malditas brujas! En vez de rezar, debíais correr la villa y levantarla contra esos asesinos.

Algunas voces repitieron en la calle:

- ¡Tiene razón! Era menester un levante de hombres y mujeres. ¡Tiene razón! ¡Tiene razón!

- ¡Un levante para que a todos nos afusilen!

- ¡Muy bien se dice dende lo alto del balcón!

Este comento lo hicieron en la sombra dos montañeses que los días de mercado tejían cestas, bajo el soportal de la casona. Una vieja replicó:

- Todos los de vuestra tierra sois nacidos en la cama de las liebres.

Los montañeses rezongaron a una voz:

- ¡Prosa! ¡Prosa!

La vieja gritó:

- ¡Liebres! ¡Más peores que liebres!

Uno de los montañeses tiraba del otro:

- Vámonos de aquí.

- ¡Un levante! ¿Por qué no lo hace el vinculero?

Y bajaba la voz y volvía la cabeza, dejándose llevar muy de prisa arrastrado por el compañero: Otra mujer, poniéndose en pie y sacudiendo los brazos, les gritó colérica:

- ¡Irvos a mudar el pañal, maricallos!

Don Galán, el bufón del mayorazgo, les tiró un puñado de lodo:

- No es mi amo de vuestra laña, y habla desde lo alto como desde lo bajo.

La figura patizamba y gibosa se destacaba en medio de la calle, entre la luz y la sombra de los faroles que alumbraban al muerto. Se oyó el clamor de la madre, que venía entre dos vecinas, con la cabeza cubierta, desesperada y ronca:

- ¡Permita Diosque se hunda en el mar ese navío de verdugos! ¡Permita Dios que un rayo los abrase a todos! ¡Permita Dios que náufragos salgan a esta playa y los coman los perros!

La vieja llegó adonde estaba el hijo muerto, y se derribó a su lado, batiendo con las rodillas en las piedras. Dando alaridos le enclavijó los brazos y le besó en la boca inerte y sangrienta:

- ¡Hijo! ¡Prenda! ¡Bieitiño!

En lo alto del balcón resonó la voz de Don Juan Manuel Montenegro.

- ¡Pobre madre!

La vieja levantó los ojos y los brazos:

- No tenía otro hijo en el mundo, pero mejor lo quiero aquí muerto, como lo vedes todos agora, que como yo lo vide esta tarde, crucificando a Dios Nuestro Señor.

Capítulo XVII

Don Juan Manuel se retiró al fondo de la sala, que estaba en oscuridad,

y comenzó a pasearse con el balcón abierto. Se oía un acompasado plañir de mujerucas, y de tiempo en tiempo el alarido de la madre:

- ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Don Juan Manuel Montenegro sentía una cólera justiciera y violenta, una exaltación de caballero andante. Soñaba con emular las glorias de su quinto abuelo, que una noche había puesto fuego a tres galeras de piratas ingleses, sin otra ayuda que la de sus hijos, todos niños, y el último de nueve años. Entró Don Galán con el resuello jadeante, y el vinculero le recibió gritando desde el fondo oscuro de la sala:

- ¡Es preciso que hundamos en el mar a ese navío del Rey!

- ¿La Almazora?

- Sí.

- ¡Como no sea con oraciones!

- La noche es oscura, y llegaremos al costado sin ser vistos.

- ¡Santo, si hay una luna blanca que parece día!

- Tú no vendrás conmigo. ¿Dónde andarán mis hijos?

- No andarán, que estarán echados. Pronto será la media noche.

Don Juan Manuel, con la cabeza caída sobre el pecho, fue y vino varias veces de uno a otro testero de la sala, paseando en silencio: Sólo se veía su sombra cuando cruzaba ante el balcón donde daba la luna. De pronto se alzó en la noche el grito de la madre:

- ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Los pasos del vinculero cesaron, y en la sala oscura, únicamente se oyó por algún tiempo el acompasado plañir de las mujerucas. Don Juan Manuel tornó a pasearse:

- La sangre de ese muerto ha manchado los muros de mi casa... ¿Habrá de secarse en ellos? Salpicó a mis ventanas, y de estar yo asomado me salpicara la frente... ¿Habría de secarse o de lavarse? ¡Esecrimen es una vergüenza para toda la villa! ¿Y si en lugar de sangre, esos asesinos me tirasen lodo a la casa y a la cara, cómo les hubiera yo contestado? ¡Si mis hijos quisiesen ayudarme!... Pero ellos no son como yo, y ni aun sabrán ver la afrenta... Yo debía llamarles ahora, como hizo Diego Laínez... ¿Para qué? Dios me ha desamparado y no hallaría entre ellos a mi Rodrigo... ¡Acaso, sin lo que ha mediado, pudo serlo Cara de Plata! ¡Ahora ese mozo está revuelto contra su padre! ¡He sentido pesar sobre mí su mirada de odio! ¡Y todo por una mujer, cuando hay tantas!...

Don Galán lavará mañana la sangre del muro. ¿Dónde estarán mis hijos?

El criado bostezó en un rincón:

- Durmiendo en la cama de las mozas. ¡Durmiendo o folgando!

Don Juan Manuel fue a sentarse en un sillón:

- Algunos pasos más, y ese hombre que está muerto sobre las losas de la calle se hubiera refugiado en mi casa. Si los asesinos querían entrar, yo le hubiera defendido. Dárselo, jamás. ¡Pobre madre, vendría con todas esas mujeres que ahora hacen el planto, y llenarían la calle con sus gritos para que no lo entregase a los sicarios!

El criado se incorporó con un relincho grotesco:

- ¡Jujú! Despiértese mi amo.

- No duermo, imbécil.

- Cuidé que estaba soñando.

Don Juan Manuel Montenegro reclinó la cabeza en el sillón:

- Sí, mejor es dormir. Enciende una luz y ven a descalzarme. Dejemos en paz a los vivos y a los muertos.

Al criado se le sentía andar a tientas, para encender la luz:

- No topo candela.

- Me acostaré alumbrado por la luna.

El criado, andando muy despacio, llegó a donde estaba su amo y arrodillóse ante el sillón.

- Venga un pie. ¡Jujú!

- Tira imbécil.

- ¡Jujú!

- ¡Que me arrancas la pierna!

Don Galán, dando un relincho se dejó caer de espaldas:

- ¡Jujú! ¡Jujú!

El vinculero, con la cabeza echada sobre el respaldo del sillón, hablaba a solas devanando sus pensamientos, mientras el bufón le descalzaba arrodillado a sus pies:

- ¡Que asesinato!... Debía levantar en armas a toda la villa... ¡Son liebres!... Estoy solo y no podré hacer nada... Pobre mozo, hubiera buscado asilo en mi casa, le hubiera defendido... Es la verdadera

hidalguía, y la verdadera caridad, y la verdadera doctrina del filósofo de Judea... Comprendo la guerra por una causa tan pequeña y no la comprendo por un príncipe. Jesús de Nazaret no hizo guerra, pero dio su sangre por la redención de los humildes,cuando todos la daban por los reyes y los emperadores. El clero reza en latín para que no se enteren los siervos que labran la tierra. Ese pobre mozo merecía ser amparado... Todos hubieran venido contra mí. Claro está que me habría defendido a tiros. ¿Entonces por qué predican el amor al prójimo? Si le amo como a mí mismo, le defiendo como a mí mismo. Ese mozo, hijo de pescadores, era mi prójimo. El que está por encima de mí, puede no serlo... Yo digo que no lo es... Pero ése lo era... Tengo hartura, pues mi prójimo es el que padece hambre... Partimos el pan, partimos la capa... El que tenga tanto como yo, será mi enemigo, aun cuando no quiera... Y el que tenga más, será mi verdugo, aun cuando no quiera...

Y don Juan Manuel, paternal y rudo, despertó con el pie al bufón, que, arrodillado delante del sitial, comenzaba a roncar.

Capítulo XVIII

La casa del vinculero daba también a una plaza verde y silenciosa, donde algunos clérigos paseaban al sol del invierno. Tenía una gran puerta blasonada y un arco que comunicaba con la iglesia del convento, siendo ese paso reservado para la tribuna que aquellos hidalgos disfrutaban a la derecha del altar mayor, en la capilla del Cardenal Montenegro. Micaela la Roja, una criada vieja, se levantó cerca de media noche y encendió luz, pero un soplo de aire la dejó a oscuras en el corredor. Parecía que una voz de mujer gritase tras la puerta de la tribuna pegando los labios a la cerradura. De tiempo en tiempo, se oían golpes que despertaban el ladrido de los perros. Era una voz muy afligida la que llamaba:

- ¡Don Juan Manuel!... ¡Don Juan Manuel!...

La criada pensó que era el ánima del muerto, y tuvo miedo. En el oscuro corredor, sentíase un soplo de aire, y parecía que fuese suya aquella voz. Resonaban los golpes en la puerta de la tribuna, y los perros ladraban atados bajo la parra del corral. Micaela la Roja comenzó a rezar en voz alta, arrodillada en el claro de luna que entraba por el montante de una ventana. Volvía aquella voz de misterio:

- ¡Don Juan Manuel!... ¡Don Juan Manuel!...

Micaela la Roja hizo ante ella en el suelo, el círculo del Rey Salomón, y santiguándose muchas veces, gritó con fuerza las palabras de un ensalmo:

- ¡Yo te conjuro, si eres el diaño mayor, a que te espantes de aquí y diez leguas alarredor! ¡Yo te conjuro, a la una, por la cara de la luna! ¡Yo te conjuro, a lasdos, por el resplandor del sol! ¡Yo te conjuro, a las tres, por las tablas de Mosén!

Calló estremecida, atenta a los rumores de la noche, y como un sacrilegio oyó el relincho del bufón que descalzaba a su amo, en la gran sala desmantelada. Después volvieron los golpes y aquella voz tan afligida. Ya no dudó que fuese alma en pena. Era sabidora, como todas las viejas, y caviló que a ser burla del Demonio, terminado el ensalmo hubiérase escuchado un gran trueno y toda la casa se llenara de humo de azufre. Comenzó otro ensalmo para las ánimas:

- ¡Palabra de misal, lámpara de altar, tu corona de llamas quebrantarán! Yo te conjuro, ánima bendita, para que dejes este mundo y te tornes al tuyo.

Arrodillada en el claro de luna esperó, con el terror del misterio, oír el vuelo del alma que dejaba el mundo para volver al Purgatorio. Pero los golpes volvieron a resonar en la puerta de la tribuna, y volvieron los perros a ladrar. Entonces, huyendo por el corredor, llegó a la estancia del vinculero y llamó:

- ¡Señor mi amo! ¡Señor mi amo!

Don Juan Manuel gritó desde su sillón:

- ¿Qué quieres, bruja?

Y ordenó al criado que abriese. La vieja entró despavorida:

- ¡Toda la noche estánse oyendo golpes en la puerta de la tribuna!

El vinculero se levantó:

- ¿No sueñas?

- ¡Ay, soñar!

- ¿Será el viento?

- ¡No es el viento!

El bufón murmuró bajando la voz:

- ¡Serán ladrones!

Micaela la Roja replicó todavía más quedo:

- ¡No son ladrones que, por veces, una voz muy temerosa clama por el nuestro amo!

Don Juan Manuel Montenegro se irguió con arrogancia:

- Pues si llaman por mí, será justo que vaya a contestarle. ¿Qué murmuras tú, bruja?

Y el vinculero salió de la estancia. La tarima del corredor temblaba bajo su andar marcial. Y en la calle, alrededor del muerto, seguía el planto de las mujerucas como en una pauta, y la luna, desde un cielo frío y raso, parecía mirar a la tierra, bogando en su cerco de sueño, indiferente al amor y al odio.

Capítulo XIX

¡Don Juan Manuel! ¡Don Juan Manuel! Era una voz apagada que parecía deshacerse en el viento y en la oscuridad. El vinculero interrogó, autoritario, deteniéndose ante la puerta cerrada:

- ¿Quién es?

- Un recado de la Madre Abadesa. ¡Abra por la Virgen Santísima!

El vinculero descorrió el cerrojo, y bajo la bóveda tenebrosa del arco, apareció la hermana lega, con un farol en la mano:

- La Madre Abadesa tiene que hablarle congran urgencia. Si no puede ir a verla, ella vendrá.

La bóveda ahuecó la risa de don Juan Manuel:

- ¿Ha malparido alguna monja con el susto de esta noche?

La lega inclinó los ojos, y tuvo intención de santiguarse, pero se contuvo temiendo nuevas impiedades, y echó delante. El caballero la siguió. Por un claustro, que era enterramiento de las monjas, pasaron al locutorio. Tras de la reja adivinábase la sombra de aquella María Isabel Montenegro y Bendaña. Otras sombras - alzándose de los sillones de moscovia que había al lado de los visitantes - fueron al encuentro del hidalgo. La lega despabiló con los dedos la vela de cera que ardía sobre una mesa, en candelero de altar, y luego alzó el farol para que pudieran verse las caras el vinculero y aquellos que le salían a recibir. Don Juan Manuel abrió los brazos, reconociendo al Marqués de Bradomín:

- ¡Bien hallado sobrino!

Después, el viejo hidalgo se acercó a la reja, pasando con altivez entre

unos clérigos y Cara de Plata:

- ¿Qué desea, mi santa sobrina?

Se oyó primero un gran suspiro, y luego la voz afligida de la monja:

- ¡Ay, qué favor tan señalado, tío Don Juan Manuel!

El Marqués de Bradomín, el segundón y los clérigos, se agruparon en torno del hidalgo. La Madre Abadesa tomó asiento en un sitial, al pie de la reja, y ordenó a la lega que aproximase otro sillón para su tío Don Juan Manuel Montenegro. Después se alzó el velo y cruzó las manos:

- ¡No sé cómo decirle, tío Don Juan Manuel!...

Hizo un gesto a otra monja, que estaba en la puerta del locutorio, para que viniese con la luz, y sacó del orario un papel plegado en menudos dobleces:

- Acabo de recibir esta carta, donde me anuncian que cayó prisionera una partida en San Pedro de Sil.

El hidalgo miró al Marqués de Bradomín:

- ¡Mala tierra es la nuestra para partidas!

El Marqués asintió con la cabeza. Volvió a suspirar la monja, y sus dedos acariciaron distraídos las cuentas del rosario.

- Esa partida la mandaba Roquito. ¿No se acuerda usted de Roquito?

- ¿El sacristán que teníais aquí en el convento?

- Sí, señor. Le han hecho prisionero y le han dado tormento. La persona que me escribe le visitó en la cárcel, y dice que le descoyuntaron las manos y los pies para hacerle declarar lo que supiese de la guerra.

Don Juan Manuel sonrió con menosprecio:

- ¡Habrá declarado!

La Madre Abadesa asintió con un leve movimiento:

- Esta persona queme escribe recibió su confesión, y dice que lloraba lamentando no haber sabido morir sin desplegar los labios.

La Madre Abadesa se enjugó las lágrimas. Los demás guardaron silencio. Se oía el chisporroteo de las velas de cera que lloraban sobre los candeleros, y el aletazo de la lluvia en una alta ventana donde el viento mecía una cortina negra. Después de un instante, continuó hablando la Madre Abadesa:

- Roquito llamó a la persona que me escribe para confesarse, rogándole al mismo tiempo nos avisase, con toda urgencia, del peligro

que corríamos. Para que cediese la furia de aquellos verdugos, había declarado que en este convento teníamos escondidos fusiles. Hoy han hecho un registro... Mañana acaso vuelvan... Roquito no dijo dónde estaban ocultos los fusiles, y hasta ahora eso nos ha salvado.

Don Juan Manuel interrumpió con grave y sonora voz:

- Si no lo dijo, lo dirá. Debisteis haberle arrancado la lengua antes de enviarlo a mandar soldados. Con esos villanos todas las precauciones son pocas.

El hermoso segundón interrumpió a su padre:

- ¡Esa partida debí haberla mandado yo!

Su voz tenía una amargura noble y sincera, que dejó admirado al Marqués de Bradomín:

- ¿Envidias tú la suerte de un sacristán de monjas?

- No envidio nada... Pero el ánimo para mandar, se necesita haberlo heredado, y mi padre tiene razón en cuanto dice...

Desde lejos, tendióle su única mano el caballero legitimista:

- Si no te entierran, tú mandarás una partida.

- ¡Dios te oiga, porque tiemblo de que otro me mande!

La Madre Abadesa murmuró con los ojos brillantes:

- ¡Cómo los hijos heredan el genio de los padres!

Y comentó el Marqués de Bradomín:

- ¡El genio del linaje!... Lo que nunca pudo comprender el liberalismo, destructor de toda la tradición española. Los mayorazgos eran la historia del pasado y debían ser la historia del porvenir. Esos hidalgos rancios y dadivosos, venían de una selección militar. Eran los únicos españoles que podían amar la historia de su linaje, que tenían el culto de los abuelos y el orgullo de las cuatro sílabas del apellido. Vivía en ellos el romanticismo de las batallas y de las empresas que simbolizaban en un lobo pasante o en un león rapante. El pueblo está degradado por la miseria, y la nobleza cortesana, por las adulaciones y los privilegios, pero los hidalgos, los secos hidalgos de gotera, eran la sangre más pura, destilada en un filtro de mil años y de cien guerras. ¡Y todo lo quebrantó el caballo de Atila!

Capítulo XX

Se oyó rumor de pasos muy apresurados, y momentosdespués una sombra se destacaba en la puerta: El Maestre-Escuela levantó su voz grave y prosódica de orador sagrado:

- ¿Es el amigo Minguiños?

- El mismo, Señor Maestre-Escuela. Mi saludo a todos... En esta oscuridad, apenas nos vemos las caras.

El Marqués se acercó a la mesa donde chisporroteaba la vela:

- Aquí nos tienes esperándote.

Tosió varias veces el clérigo, y con gesto amistoso y reacio sacó una carta del sombrero.

El Marqués interrogó:

- ¿Escribe Fray Ángel?

- ¡Ya no reconoce su propia letra! ¡Válganos Dios! ¡Ya no reconoce su propia letra!

Mientras el clérigo reía con una risa pueril, el caballero legitimista se acercó a la luz teniendo el pliego en la mano:

- ¡Cierto! ¡Es mi letra!...

- ¡La carta que me dio para Fray Ángel!

- ¿Está ausente?

El clérigo no cesaba en su risa de niño:

- ¡Ausente! ¡Ausente!... Bueno, pues le leí la carta, le mostré la firma para que no dudase, y vuelta a guardármela. No es prudente dejar armas en manos de nadie, aun cuando se trate de tan buenos amigos como Fray Ángel.

Vibró con generoso despecho el Marqués de Bradomín:

- ¡Siento que le hayas ofendido!

Minguiños se afligió de pronto:

- Xavierito, hay que ser prudente.

Con desdeñosa lentitud, el caballero legitimista dejó caer la carta sobre la mesa, y ante el gesto tímido del clérigo que alargaba una mano, sin decidirse a posársela en el hombro, se detuvo:

- Yo reconozco tu buena intención, y te estoy agradecido.

En la boca desdentada del clérigo volvió a retozar la risa pueril, al mismo tiempo que con un movimiento de ratón recogía la carta y la

quemaba en la vela:

- Lo hice todo con arreglo a mis luces. Si erré, ha sido con la mejor voluntad... Pues ahora verán... Llegué a la aldea de Bealo con el mayordomo Pedro de Vermo, y vimos a Fray Ángel. ¡Divino Señor, lo que tardaron en abrirnos aquella puerta! Creo que al pronto nos tuvieron por ladrones. Fray Ángel salió con nosotros, y fue avisando en algunas casas donde tiene amigos, para que al amanecer estuviesen aquí con los carros.

La Madre Abadesa mostró zozobra:

- ¿Es gente leal?

Repuso el clérigo:

- Fray Ángel así nos lo asegura... Después bajamos a la aldea de Bradomín, y el mayordomo habló con los que labran tierras del marquesado. Luego, al regreso, nos llegamos al Quintero de Rúa, y hablé yo con mis dos sobrinos para que también acudiesen con sus carros. Más no se pudo hacer.

El caballero legitimista estrechó la mano del clérigo, que volvíaa reír, los otros le alabaron con un murmullo, y la Madre Abadesa se puso en pie, tras de la reja, llamando con la mano a Don Juan Manuel:

- Tío, aún no le dije el favor que esperaba de usted.

- ¡Ya lo he adivinado, sobrina!

Hubo un momento de silencio, en que los ojos de la monja, explorando a través de la celosía, todos grandes y avizorados, parecían solicitar ayuda del Marqués de Bradomín. Pero como el caballero legitimista permanecía retirado en el fondo del locutorio, secreteando con el canónigo y con el segundón, entre un suspiro y una sonrisa, la monja aventuró:

- ¿Usted qué dice, tío?

El vinculero la miró iracundo:

- ¡Yo digo que por quién me tomas!

- ¡Salva usted a toda la Comunidad, tío Don Juan Manuel!

- ¡Y qué me importa la Comunidad! Me importas tú, que eres mi sangre. Necesitas mi ayuda, la tienes... Necesitas mi defensa, la tienes... Y eso no necesitabas preguntármelo, sobrina.

La monja suplicó con gracejo:

- No grite, tío Don Juan Manuel... ¡Puede hundirse la bóveda!

El vinculero rió sonoramente:

- ¡Tengo esta voz porque jamás ando con secretos!... ¡Yo, todo lo hago a la luz del sol!... Vamos a desenterrar esos fusiles... Que salga un criado al alto de Bealo para encaminar los carros a mi casa, y que traigan picos para desenterrar esos fusiles.

Minguiños interrogó con timidez:

- ¿De dónde se traen los picos, Don Juan Manuel? ¿De su casa, mi Señor?

- ¡Del Infierno, Señor Don Minguiños!

Capítulo XXI

El Marqués de Bradomín habló a media voz con Cara de Plata:

- ¡Tu padre sería un magnífico cabecilla!

El hidalgo se volvió con arrogancia:

- Sobrino, yo cuando levante una partida no será por un rey ni por un emperador... Si no fuese tan viejo, ya la hubiera levantado, pero sería para justiciar en esta tierra, donde han hecho carnada raposos y garduñas. Yo llamo así a toda esa punta de curiales, alguaciles, indianos y compradores de bienes nacionales. ¡Esa ralea de criados que llegan a amos! Yo levantaría una partida, para hacer justicia en ellos, y quemarles las casas, y colgarlos a todos en mi robledo de Lantañón.

El Marqués de Bradomín repuso con una sonrisa amable y mundana:

- Esa justicia que deseamos los que nacimos nobles, y también los villanos que aún no pasaron de villanos, la hará por todo el reino Carlos VII.

- Tendría que levantar horcas, durante un año entero, en todas las plazas y a lo largo de todos los caminos reales, y no es hombre para ellovuestro Don Carlos. Alabáis su clemencia en la guerra, y en la guerra no se debe ser nunca clemente. Contáis, como beatas compungidas, que anduvo huido por sus pueblos para no firmar una sentencia de muerte, y eso no acredita su ánimo de Rey. ¿Dónde están las horcas a lo largo de los caminos, y colgados de sus bandas los generales, y de los cordones de sus bolsas los indianos, los avaros, los judíos, toda esa ralea de tiranos asustadizos a quienes dio cruces y grandezas Isabel II?

- Don Carlos aún no gobierna en España.

- En Navarra sí, y en Álava y en Vizcaya.

La monja juntó las manos, con un gesto que era a la vez gracioso y asustadizo:

- ¡Ay, tío, para hacer esa justicia, habría que despoblar media España!

La voz del vinculero tuvo una hueca resonancia en la vastedad del locutorio:

- Dios ha despoblado el mundo con el Diluvio.

Intervino con gran mesura el Maestre-Escuela:

- Más que actos de una justicia cruenta, más que arroyos de sangre, los pueblos necesitan leyes sabias, leyes justas, leyes cristianas, sencillas como las máximas del Evangelio. Los pueblos son siempre niños, y deben ser regidos por una mano suave, y las leyes deben ser consejos, y sentirse en todos los mandamientos del soberano la sonrisa del Cristo.

Se oyó llorar muy paso. Era la hermana lega, que acurrucada en un banco, con el manojo de sus llaves en el regazo, esperaba a que se fuesen los visitantes, para cerrar las puertas del convento. La Madre Abadesa quiso saber lo que ocurría, incorporándose en su sillón, tras de la reja. Pero el banco estaba en la sombra de la pared, y apenas se veía el bulto de la lega:

- ¿Qué le sucede, Hermana Francisca?

La voz muy conmovida de la sierva se ahiló en un sollozo:

- ¡Qué tan bien lo pinta, Madre!... ¡Qué tan bien lo pinta!...

La Madre Abadesa tuvo una sonrisa indulgente y compasiva:

- ¡Válgala Dios, hermana!

Y la sierva aún susurró con la voz quebrada y enajenada:

- ¡Qué palabrinas de nardo y de miel, mi Niño Jesús!

Acurrucada en el banco, limpiábase los ojos con los puños y alentaba menudamente, sofocando una congoja: Su alma de aldeana gustaba una emoción infantil y feliz, algo que le recordaba el son de los rabeles en un villancico de pastores. La Madre Abadesa volvió a reclinarse en su sitial, abría y cerraba con dedos distraídos los broches del orario. Después, levantando los ojos hasta la monja que alumbraba cerca del sillón, murmuró queda y piadosa:

-¿Hermana, ha reparado qué inocente corazón? Tiene la simplicidad de aquella lega cuya historia refiere nuestra Madre Santa Clara.

Capítulo XXII

Con Minguiños entra un hombre pequeño, flaco y tuerto, a quien llamaban el Girle. Había sido soldado en la primera guerra carlista, y ahora, ya viejo, vivía a la sombra del convento. Era recadero, hortelano, y cavaba la sepultura de las monjas. Venía armado con el pico, y suspiró al dejarlo en un rincón:

- ¡Toda la santa noche en la posada esperando al capitán de la goleta!

Interrogó la monja:

- ¿Persiste en salir mañana?

- El capitán no desembarcó, Madre Reverendísima.

El canónigo intervino:

- ¿Pero no puede retardarse, siquiera el espacio de un día?

- El marinero que saltó a tierra con una carta para la niña dijo que ni una hora. La goleta está despachada de rol, y al anochecer sale. Dijo el marinero que el capitán solamente se aviene con recalar en alguna playa y tomar a bordo los fusiles, y que si eso no cuadra, se irá con la mitad del flete que tiene en el cinto.

Lamentó el canónigo:

- ¡Funesto! ¡Funesto!... Tendrán que salir los carros a la luz del día.

Hubo un silencio lleno de ansiedad. Duró tanto como el temblor del rezo en los labios de la Madre Abadesa, que al terminar se santiguó llevando la albura de sus dedos desde la frente al pecho, de hombro a hombro:

- ¡Dios mío, guárdanos de una traición!

Y aquella otra monja silenciosa, que sostenía la luz, se inclinó con recato al oído de la Madre Abadesa:

- ¿No es mucho riesgo sacar hoy mismo los fusiles? ¿No valdría más tenerlos algún tiempo escondidos en la casa grande?

La Madre Abadesa le impuso silencio con una mirada, y el canónigo comenzó a pasear en el fondo del locutorio, lamentando en voz baja:

- ¡El riesgo es grande, grande, grande!...

Callaba, seguía paseando en silencio, con la cabeza inclinada, con el manteo recogido sobre el pecho, y al cabo de algún tiempo tornaba a repetir obstinado:

- ¡Grande, grande, grande!...

Le interrumpió Don Juan Manuel:

- Los fusiles pueden estar un año ocultos en mi casa.

Entonces se levantó el viejo dandy, que parecía dormido en el sillón, tal era su inmovilidad:

- Los fusiles hacen mucha falta en la guerra, y la casa será registrada como lo fue el convento. A fuerza de sacrificios, se pudo fletar un barco, que espera anclado desde hace un mes. Ya no puede esperar más...

El Maestre-Escuela interrumpió:

- ¿No sospecha una traición?

- Sospecho que tiene a bordo contrabando,y que teme también una visita de registro. Asintió la Madre Abadesa:

- Eso mismo me dijo la niña cuando me trajo la carta de Míster Briand. Si quisiésemos esperaría, pero se expone a que le embarguen el barco.

Y continuó el caballero legitimista:

- Mala es la ocasión, pero quizá mejor no llegue nunca. Yo fié toda mi vida en los intentos audaces, y creo que los carros deben salir hoy mismo, a la luz del sol. La temeridad de la aventura alejará la sospecha.

Se oyó la voz admirativa y respetuosa de Girle:

- ¡Bien sabe de guerra!... Yo me encargaría de sacar los carros a una playa.

Se adelantó Cara de Plata:

- Abre tu ojo tuerto. ¿Aún no me has visto a mí? Yo saldré con los carros adelante y embarcaré los fusiles. Ya pasaron los tiempos en que las partidas se confiaban a los sacristanes. Tú quedarás aquí, y si quieres hacer algo, me cavas una sepultura por si caigo en el camino. ¡Que no será!

La Madre Abadesa levantó sus manos albas tras la reja del locutorio:

- ¡Hijo mío, será lo que disponga el Divino Señor! ¡Encomiéndate a su Misericordia!

Capítulo XXIII

El Girle comenzó a golpear con el pico, explorando donde sonaba a hueco. Los fusiles estaban ocultos bajo las losas del locutorio, en la bóveda de una antigua capilla subterránea, cerrada al culto hacía más de cien años. Se dieron prisa a desenterrarlos y conducirlos a la casa del vinculero. En aquella tarea, todos ayudaron con ardor silencioso y fanático. Era una procesión a lo largo de los claustros entristecidos por el alba, y a través de la iglesia oscura, donde habían ido poniendo luces de distancia en distancia, para determinar y alumbrar el camino. Brillaban desde lejos agujereando la sombra... Ya era un farol posado en tierra, ya era un cabo de cirio, resto de algún funeral, derramándose erguido sobre el balconaje del púlpito. Don Juan Manuel había despertado a sus criados para que ayudasen en aquel acarreo, y cuando el alijo estuvo en recaudo, los reunió a todos en una sala y cerró las puertas, jurando arrancarles la lengua si no guardaban bien guardado el secreto. Micaela la Roja se arrodilló:

- ¡Ay señor mi amo, puesta en el fuego no lo dijera!

Don Galán se rascaba la greña:

- Pueden otros decirlo y nos penarlo...

Se hincaron sobre el grupo de los criados los ojos del vinculero:

- Si se divulga, no trataré de averiguar quién lo dijo. Todos vosotros seréis a pagarlo. ¡Fuera de aquí!

Los criados salieron lentamente, y en voz baja sedecían los unos a los otros:

- ¡Ya lo sabedes!

El hidalgo volvióse a la vieja, que se alzaba del suelo con trabajo:

- ¡De ti no dudo, bruja del Infierno!

- ¡Dios se lo pague, mi reisiño!

En la calle volvía a resonar el planto de las mujerucas que, arrodilladas en torno del muerto, habían velado durante la noche con largos espacios de silencioso descanso. Se despertaban como los pájaros al salir el sol, y daban al aire sus gritos, levantando al cielo los brazos y mesándose los cabellos al modo de antiguas plañideras. La voz de la madre, cansada y oscura, apenas se oía entre el vocerío de las mujeres allegadas:

- ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Y los aldeanos, avisados durante la noche, comenzaban a llegar con sus carros, que traían el recuerdo de las veredas aldeanas en su viejo

canto monótono, evocador de siegas y de vendimias. Trepidaban sobre el enlosado de la plaza, y los bueyes, graves, pontificales, lucían en las testas verdes ramos para alejar los tábanos. Delante caminaba algún patriarca vestido de estameña, que de tiempo en tiempo se volvía acuciando con su larga y flexible vara:

- ¡To!... ¡Marelo!... ¡To!... ¡Bermello!...

Los carros entraban en la era por el gran portón abierto de par en par, y los aldeanos, raposos viejos, a quien les preguntaba, sabían responder sin apresurarse:

- Vamos para una derrama en el robledo de Lantañón. ¡Habrá compango!

El Marqués de Bradomín, el segundón y el canónigo, atalayaban tras las vidrieras de un salón que daba a la desierta plaza.

Capítulo XXIV

Don Juan Manuel se animaba recordando y narrando parecidos lances de la otra guerra, y la monja, que muy en sigilo había venido a la casa del vinculero, quiso mostrar aquel ejemplo a Cara de Plata:

- ¡Si tienes el corazón de tu padre, mucha gloria puedes alcanzar bajo las banderas del Rey!

Y advirtió el Maestre-Escuela:

- ¡Lástima que no quiera ser de los nuestros Don Juan Manuel!

Oyó su nombre el viejo linajudo, y volvió la cabeza hacia el rincón donde hablaban:

- ¿Qué ocurre?

La monja le dirigió una sonrisa, aquella sonrisa mundana y lánguida del año treinta, con que se retrataban las damas y recibían en el estrado a los caballeros:

- ¿Tío, por qué duda usted de la eficacia cristiana de las leyes?

- ¡No dudo, sobrina!

El canónigo, que con los ojos bajos hacía pliegues al manteo, le soltó de pronto:

- En la eficacia cristiana de las leyes tenemos puesta nuestra esperanza cuantos conocemos el corazón magnánimo de Carlos VII.

Don Juan Manuel rió sonoramente:

- ¡Hablan de las leyes comode las cosechas!... Yo, cuando siembro, todos los años las espero mejores... Las leyes, desde que se escriben, ya son malas. Cada pueblo debía conservar sus usos y regirse por ellos. Yo cuento setenta años, y jamás acudí a ningún alguacil para que me hiciese justicia. En otro tiempo, mis abuelos tenían una horca. El nieto no tiene horca, pero tiene manos, y cuando la razón está en su abono, sabe que no debe pedírsela a un juez. Pudiera acontecer que me la negase, y tener entonces que cortarle la diestra para que no firmase más sentencias injustas. La primera vez que comprendí esto, era yo joven, acababa de morir mi padre. El Marqués de Tor me había puesto pleito por una capellanía, pleito que gané sin derecho. Entonces me fui a donde estaba mi primo, y le dije: Toda la razón era tuya, córtale la mano a ese juez y te entrego la capellanía.

La Madre Abadesa murmuró entre asustada y risueña:

- ¡No lo haría!

- No lo hizo... Pero yo le devolví la capellanía.

- ¡Pobre Marqués de Tor, me lo figuro!... ¡Él siempre tan mirado!...

Don Juan Manuel levantó los brazos:

- ¡Y aquel mentecato aún siguió en pleitos toda su vida, acatando la justicia de los jueces!

El Maestre-Escuela desaprobaba moviendo la cabeza. Los demás casi hacían lo mismo, y a todos, las palabras del hidalgo les parecían ingeniosas, pero poco razonables. Después el canónigo declaró sin apresurarse, sonriendo con estudiada deferencia:

- Señor mío, que haya un juez venal no implica maldad en la ley.

- Hasta ahí conforme.

En los labios del canónigo se acentuaba la sonrisa doctoral:

- ¿Entonces, señor mío?...

Don Juan Manuel hizo un gesto violento:

- Pero si con ley buena hay sentencia mala, puede haber con ley mala sentencia buena, y así no está la virtud en la ley, sino en el hombre que la aplica. Por eso yo fío tan poco en las leyes, y todavía menos en los jueces, porque siempre he visto su justicia más pequeña que la mía.

El Marqués de Bradomín, que paseaba silencioso en el fondo de la sala, se detuvo un momento, y luego, con gran reposo, llegó a donde hablaban:

- Yo también pienso muchas veces si no convendría pasar una hoz segando las cabezas más altas, antes de que subiese al trono nuestro Rey.

Parecía convencido y, sin embargo, apuntaba en sus palabras un dejo de ironía, aquella ironía con que el viejo dandy lograba dar a todas las cosas, y a todos los sentimientos, un aire de frivolidad galante. La Madre Abadesacerró los ojos, murmurando con voz interior y meditabunda:

- ¡En otro tiempo no eran así los partidarios!...

El Maestre-Escuela interrumpió:

- Ni ahora lo son... ¡Bien se advierte que habla en broma nuestro ilustre Marqués!

El Marqués tuvo una sonrisa ambigua, que ni negaba ni consentía:

- Yo temo la hora del triunfo, porque en ese momento harán profesión de fe carlista todos los setembrinos, que hoy llevan el gorro frigio, y que antes eran un día devotos y otro día traidores a Doña Isabel.

La monja alzó el Cristo de su rosario:

- ¡Dios mío, aparta a los malos del palacio de nuestros Reyes!

Y declaró con su tono grave y doctoral el Maestre-Escuela:

- Carlos VII jamás transigirá con los traidores. Nuestro caro Marqués, que ha vivido por largo tiempo en la casa del Rey, puede decir si me equivoco.

Aprobó con un gesto, sin desplegar los labios, el caballero legitimista, y el canónigo volvió a insistir, acentuando sus palabras con esa pureza gramatical, entonada y clásica de los oradores sagrados:

- Confieso que deseara verle más explícito, y saber por entero lo que piensa nuestro ilustre amigo.

- Señor Maestre-Escuela, yo pienso que será mucho más difícil vencer en las antecámaras reales, que en la guerra.

- ¡Pero Don Carlos no transigirá con los traidores!

- Por eso yo digo que antes del triunfo, debía pasar una hoz segando las cabezas más altas. Es preciso destruir y crear. El Rey lo entiende así... ¡pero sabe que el hierro destinado a destruir, se rompe algunas veces con ese oficio miserable!

Y como si saliese de un ensueño místico, suspiró la monja:

- Tú quieres decir que la mano que arranque la cizaña, no sea la que

siembre.

- Yo quiero que la mano real, la que todos debemos besar, no se llene de espinas y se cubra con regueros de sangre.

- ¡Es verdad! ¡Es verdad!

Y aquellos ojos ardientes, sepultos en un cerco amoratado, quedaron fijos un momento sobre los ojos del Marqués de Bradomín. El Maestre-Escuela, que atendía desde una ventana a la faena de estibar los fusiles en los carros y cubrirlos con paja, se volvió para seguir la conversación:

- ¡Oh!... ¿Qué otro puede ser el deseo de todos los partidarios?

Y repitió la monja, con los ojos puestos sobre la cruz del rosario, ferviente la voz:

- ¡Dulce Jesús, dale la Gracia para que pueda ser a imagen tuya, un sembrador!...

El canónigo insistió grave y prosódico:

- No olvidemos que si las reales manos se desgarran al arrancar la mala yerba, hallarán bálsamoque las fortalezca en el amor y en la gratitud de su reino. La lenidad solamente es condición para el orden sacerdotal.

Y seguía sonriendo doctoralmente.

Capítulo XXV

Cuando los fusiles estuvieron en los carros, el hermoso segundón bajó a la era y por sí mismo los fue cubriendo con haces de paja. Era media mañana cuando se pusieron en camino, después de la parva de borona caliente y vino nuevo, que viejos y mozos saborearon puestos en hilera, a la sombra del hórreo. Cara de Plata, ya encima de su caballo, hablaba con el canónigo y la monja, que estaban en una ventana:

- Llegaremos con la puesta, y podremos embarcar durante la marea de la noche.

La monja alzó los ojos al cielo:

- ¡Dios lo haga!

Y el canónigo advirtió:

- ¿Pues qué distancia hay a Lantañón?

- Tres leguas... Pero seguiremos el camino del monte. Es el mejor para que podamos defendernos si nos atacan. Todo lo tengo dispuesto, en

cada carro van algunos fusiles ya cargados. Nos defenderemos bravamente.

Cara de Plata se levantaba sobre el arzón, bello y arrogante. El Maestre-Escuela pasó recuento con los ojos a la hueste de aldeanos que terminaba la parva:

- ¿Hay alguno que sea cazador?

Cara de Plata se volvió buscando entre ellos:

- Hay dos... Los Tovios, que son hermanos. Pero otros han servido como soldados... Y en todo caso, me defenderé yo solo.

Se acercó un viejo alzándose la montera sobre la calva tostada y luciente:

- ¿Qué esperamos, señorín?

- ¿Está todo dispuesto?

- Todo, señorín.

- Que suba un hombre a cada carro, y que los zagales se pongan delante de las yuntas. Si nos atacan, comenzáis haciendo fuego desde arriba. Ya sabéis que los fusiles con cartucho son tres, y que solamente tienen encima un haz de paja. Os tumbáis a lo largo, y lleváis una mano puesta en ellos.

- ¿Están todos advertidos, señorín?

- Todos.

La monja se inclinó sobre el alféizar:

- Será bien que se lo repitas, hijo mío.

Cara de Plata recogió las riendas del caballo y dio una vuelta por la era, hablando con los viejos y dándoles la mano. Después, solamente con el gesto, ordenó a un criado de su padre que abriese las hojas del portón. Casi al mismo tiempo apareció el cribero, y un poco zaguera la mujer, que arrastraba del burro:

- ¡A la paz de Dios!... Cribos buenos... ¿Hay algún cedazo que componer?

Cara de Plata se adelantó con los ojos violentos, echándoles el caballo encima:

- ¡Fuera de aquí, haraganes!

El asno hizo un extraño, y galopópor la plaza, arrastrando el ronzal. Corría la mujer para alcanzarle, y el hombre estábase en el umbral,

sonriendo cínicamente:

- ¡Cedazos finos!... Para harina de maíz, para harina de centeno...

Cara de Plata le suspendió por el cuello:

- ¡Voy a echarte en el pozo!

El rostro del vagamundo se amorataba hasta los ojos, y la lengua le pendía sobre el belfo cuajado de saliva. Rodaba las pupilas, ahogándose:

- ¡Soy un pobre!

La monja dio un grito:

- ¡Que matas ese hombre!

- ¡Merece la muerte!

Cara de Plata soltó al cribero que se dejó caer en tierra. El segundón saltó del caballo, y amordazándole, le arrastró del umbral hacia la era. Sentía en la palma de la mano el calor de aquella voz rastrera, sofocada e implorante:

- ¡Soy un pobre! ¡Compasión, noble caballero!

La monja, muy pálida, interrogó:

- ¿Es un espía?

- ¡Tres veces le espanté esta mañana!

Con los dientes apretados se incorporaba sobre el pecho del cribero, señalando al portón para que lo cerrasen. Y murmuró el criado al pasar el cerrojo:

- ¡Ronda desde que amaneció Dios!

- ¡Venga con que atarlo!

Se acercó un aldeano, llevando el ronzal de sus bueyes:

- ¡Tenga, señorín!

Cara de Plata maniató al pícaro, le puso un pañuelo a guisa de mordaza, y lo echó boca abajo en uno de los carros:

- Si me ocurre algún contratiempo, te corto el cuello. ¡Yo te enseñaré a ser espía!

Estaban los zagales al frente de las yuntas, y los carros comenzaron a salir uno tras otro, en larga y rechinante fila. El hermoso segundón volvió a montar, y revolviendo el caballo levantó la vista a las ventanas de su casa.

Capítulo XXVI

La mañana gris y anubascada era presagio de tormenta y temporal en la costa. Por las callejuelas que bajan a la playa aparecían trechos de un mar saltante y espumoso. Era una visión azul, clara y terrible, en la oscuridad lluviosa de aquellas cuestas, toldadas por un cielo plomizo, que serpenteaban entre casas mezquinas, con escalones en las puertas. Los porches de las iglesias parecían llenos por la voz del mar, se ofrecían sonoros y desnudos al paso del viento. La tarde transcurrió toda en chubascos, con un largo ulular nocturno. Dos mujeres, madre e hija, con las basquinas arremolinadas, atravesaron la plaza y entraron en el palacio de Bradomín. El caballero legitimista las recibió sentado cerca del fuego, en la gran biblioteca donde leía en latín los Comentarios de César. Las dos mujeres se detuvieron en la puerta, haciendo una reverencia, sonrientes y silenciosas. Se tocaban con mantillas de velludo, comolas aldeanas ricas, y arrollaban a las manos grandes rosarios de azabache, engarzados en plata. Habló la hija, con una gran expresión de inmovilidad extendida sobre la cara, y los ojos llenos de atención:

- En nuestra casa es donde come Míster Briand. Encargó mucho que fuésemos al convento... La Madre Isabel nos encamina aquí...

Tenía una sonrisa casta, que parecía perfumar de una manera triste su pobre voz apagada y oscura, que por veces se quebraba en un sonido caótico, dejando escapar el aire como el fuelle roto de una gaita. Se llegó al hueco del balcón más próximo y, vuelta de espaldas, desabrochóse con recato el corpiño, y sacó una carta, tibia del calor del seno:

- Nos ha dado este papelito, para que supiese quién somos... Pero ya se lo dije...

El Marqués pasó los ojos por la esquela, y contempló el mar a través de los vidrios llorosos. Se descubría una extensión verdosa, crestada de vellones blancos, y las arboladuras de los navíos, desnudas de velamen y cabeceantes:

- ¡La Señora Abadesa, mi prima, me advierte de una triste cosa!

La muchacha sonrió sin responder, y murmuró la madre:

- No le ha oído.

Ella se lo dijo por señas, y la muchacha las atajó con gestos vivaces,

indicándole que había comprendido:

- Míster Briand temía el temporal, y quería esperar... Está muy bravo el mar, y la goleta tiene resentida una cuaderna de proa... Lo peor, porque el viento y el mar también son de proa...

La madre explicó prolija:

- Sabe de náutica como un piloto... De tanto leer en los libros del hermano. El mayor, que ahora navega como segundo en la Joven Pepita. Estudiaba con él, y las cosas difíciles se las ponía por ejemplos, como si fuese una escolanta.

La hija, con una llama risueña y amable en los ojos, estaba atenta a cómo la madre movía los labios. Al cabo le tocó en el brazo poniéndose encendida:

- Calle, madrecita.

Y las dos mujeres sonrieron al caballero legitimista, al mismo tiempo que se arreglaban las mantillas. En las dos era igual la sonrisa, de una tristeza lejana y como hereditaria. Habló de nuevo la muchacha:

- Míster Briand, cuando supo que registraban el convento, pensó hacerse a la vela. Como Roquito todo lo declaró, y sabía que estaba fletada la goleta, el capitán recelóse...

Los ojos de la vieja tuvieron un guiño astuto, bajo el capuz de la mantilla:

- Recelóse de un cateo, porque escondía tabaco en la bodega.

Una onda de sangre arreboló el rostro de la niña:

- ¿Habla del contrabando? Eranuestro y el capitán quería salvarlo. Por sí, nunca hizo contrabando Míster Briand.

La vieja se encogía risueña, con un gesto confidencial:

- El furricallo de la posada apenas da para comer y hay que buscarse otro trato. Continuó la niña:

- Míster Briand esta tarde desembarcó, y como era tanto el mar, dijo que no salía... Fue cuando escribió a la Madre Isabel. ¡Todos pensábamos que los fusiles aún estarían en la villa! Pero en el convento nos dijeron que era muy preciso convencer al capitán, y que viniésemos aquí con su última razón...

La vieja interrumpió:

- ¡Saldrá, sí señor, saldrá!...

- ¡Me lo ha prometido!

Y la niña, toda en rubor, apartó los ojos del caballero legitimista, mirando aquella rasgadura de mar verdoso y tormentoso que se alcanzaba desde el balcón. Disimuladamente se enjugó los ojos, y la madre le dijo acompañando las palabras con gestos muy expresivos:

- ¡No tengas pena!... ¡Más negros temporales ha corrido, y salió con bien!... ¡Y no tenía por patrona a la Santísima Virgen del Carmelo!...

La niña lloró un momento, tapándose los ojos con el pañolito perfumado de estoraque, y luego, descubriéndolos, miró al Marqués de Bradomín:

- ¡Saldrá, sí señor, saldrá!... La Madre Isabel nos ha dicho que todo estaba perdido de no hacerse hoy a la mar... ¡Saldrá, señor, saldrá! ¡Si le dije que nunca más lo miraría, como no lo hiciese!...

Calló, ahogándose y dominándose, mientras por las mejillas de la madre rodaban fáciles las lágrimas.

- A la vuelta de este viaje se casarán...

- ¡Si la Virgen no nos desampara!

- Quiérense desde hace muchos años. Mi hija trabajó tanto, que le hizo bautizar, y, de no ser así, nunca casaran. ¡Fue una gran ceremonia que dispuso en el convento la Señora Abadesa!

Otra vez la niña, recatada y modesta, tocó en el brazo de la madre, murmurando:

- No cansemos, madrecita. ¡Vámonos!

Se despidieron, y el viejo dandy las acompañó como a dos princesas. Con la cabeza descubierta, bajó la gran escalera.

Capítulo XXVII

Las gaviotas volaban sobre la playa, y el mar entraba y salía en los socavones de las peñas, hirviente y rugiente. Eran las Ollas del Diablo. Y la niña de la posada, de tiempo en tiempo, aparecía en un ventano abierto bajo el alero, y cercado por una banda de añil. Suspiraba mirando hacia la goleta, que aparejaba dos velas. Un bulto que estaba en el puente era el capitán, y la marinería daba bandazos sobre cubierta, entre la zaloma y grita de la maniobra. Después, la niña de la posada derramaba la vista porel mar, hasta la línea del horizonte donde

se confundía con el cielo, y la mirada de sus ojos, y el rosa pálido de su boca, tenían una tristeza sagrada. La estancia era pequeña, toda blanca de cal, y con el techo partido por una gran viga. Percibíase el vaho de la taberna que estaba en el zaguán: El olor de la caña holandesa, de los serones de higos y del azúcar húmedo y moreno, que la vieja, sentada delante de las balanzas, repartía en cartuchos de a cuarto y de a dos cuartos. Era un vasto olor, triste como la llovizna, y como el mar, y como las disputas de aquellos marineros que jugaban a los naipes. La niña tomó la costura y fue a sentarse cerca del ventano, mirando al mar, con la aguja prendida en el lienzo. La goleta parecía esconderse en los pliegues de la llovizna, navegaba con los masteleros calados y dos palmos de vela, a sotavento del Faro Ruano. Con un sollozo, la niña inclinó la cabeza y besó su labor. Cosía el ajuar de boda. El Niño Jesús parecía sonreír a la blancura de la estancia, desde su rinconera con mantelillo, en un círculo de caracoles marinos, nacarados, fabulosos y sonoros. Y un barco de juguete, con banderas inglesas y aparejo de goleta, colgaba de la viga, pintada de añil como el encuadre del ventano. Resonaron en la escalera las pisadas de la madre que, al asomar en la puerta, se detuvo y agitó en el aire una carta que traía en la mano. La niña se levantó corriendo:

- ¡Suya!

La vieja respondió con un gesto expresivo, y luego gritó al oído de la niña, pasándole la mano por el cabello:

- Vino cuando estábamos en el palacio... No pudo esperar y te dejó carta...

La niña repitió muy despacio:

- ¡No pudo esperar!

- No pudo.

- ¡Nos retardamos mucho!

- Sí, algo nos retardamos.

- Bueno lo que Dios...

Y se apretó el pañolito contra los ojos. La madre le dijo:

- ¡Vamos, tonta, lee la carta!

La niña se acercó al ventano. Ya era escasa la luz, y abrió la vidriera. El viento le alborotó el cabello, y gruesas gotas de lluvia borraron la tinta de la carta. Bajo el alero revoloteaban dos gorriones, la tarde agonizante

tenía la tristeza de una vida que se acaba, y las luces de la goleta desaparecían en un horizonte de niebla. La niña, con el rostro mojado por la lluvia, permanecía en el ventano contemplando la carta, sin desdoblarla, y sus ojos tenían unsuspiro de luz como la tarde. Se acercó la vieja:

- Si no puedes leer, encenderé candelilla.

Le hablaba al oído, inclinada la cabeza de nieve sobre la crencha negra y brillante de la niña, que se volvió lentamente, los ojos como dos flores:

- No la leeré, madrecita... No la leeré hasta que vuelva él... Se lo ofrezco como un sacrificio a mi Niño Jesús.

Y muy pálida, sonriendo, puso la carta bajo la peana de madera olorosa, y arrodillóse. Acudió la madre a cerrar la vidriera, sacudida por una ráfaga, y volvió al zaguán donde disputaban los marineros jugadores de naipes. El viento, el mar y la lluvia estremecían la casa. La niña rezó toda la noche con una pena confusa, oyendo el tumbo de las olas al pie de su ventano, y los gritos de los pescadores que volvían de arribada. De pronto, la vidriera retembló tan fuerte, que la niña volvió la cabeza. La vio abierta, inmóvil bajo la furia del viento, como si una mano la retuviese, y sintió erizados los cabellos bajo un soplo húmedo y salobre.

Capítulo XXVIII

En un vaho de niebla aparecía y desaparecía el Faro Ruano. La goleta pasó bajo él, ciñendo el viento, y apenas doblada la punta del playazo, rectificó el rumbo, y con todas las luces apagadas hizo proa a la ensenada de Lantañón, paraje desierto al socaire de los Picos Lantaños. El arenal, de guijas ásperas y amarillentas, invadía parte del robledo, un bosque de maleza y carballos retorcidos, con los troncos descortezados, y los nudos grandes, lisos y redondos como calaveras. Algunos árboles muy viejos, arraigados entre peñascales, se inclinaban sobre el mar, y sufrían el salsero de las olas que entraban en los socavones del monte. A corta distancia del mar, comenzaban los molinos, que parecían esparcidos por esa mano ingenua que dispone los nacimientos de Navidad: Casucas viejas con emparrados en las puertas, prendidas sobre una quebrada del monte por donde baja el río, un río saltante y espumante que tiene, en la paz dorada de los días, la música del cristal, y remansos de ensueño bajo la sombra verde de los mimbrales. Pero entonces, el río, embarrado, amarillento, tenía la voz soturna del monte

y de los lobos. Cara de Plata había llegado anochecido. Los carros se anunciaban en la vereda con su largo canto, que parecía más triste en aquella soledad honda y granítica, bajo aquel cielo de lluvia donde algún buitre batía las alas. Los aldeanos, encapuchados con las corozas de juncos, iban sentados sobre la carga, silenciosos y cabeceantes. De tiempo en tiempo, oíase una voz acuciandoa la yunta:

- ¡To!... Marelo... ¡To!... Bermello...

Los carros seguían las rodadas que otros carros, en cientos de años, habían labrado en las piedras de aquel temeroso camino viejo como el mundo. Cara de Plata se apeó a la puerta del molino, que regía un viejo, antiguo criado de sus abuelos, y dejó el potro atado al abrigo del alpende: Los carros entraron en la era, y el segundón, con tres hombres de escolta, bajó a la playa por un atajo. Sentóse sobre los peñascales, mirando al mar. No se distinguía una sola vela. Las gaviotas revolaban en la playa. Una pasó muy alta, batiendo las alas. Cara de Plata la vio remontarse y bajar sobre una ola, y volver a subir dando graznidos. Se puso a pensar: Vuela muy alta, pero seguramente podré matarla de un tiro. Si la mato, será buena señal y embarcaremos los fusiles sin contratiempo... Si no la mato... Si no la mato... El hermoso segundón dudaba sin resolver nada y la gaviota volaba tan alto, que iba a perderse en el cielo. Todavía en aquella duda, echóse el fusil a la cara y disparó. Al pronto, el humo no le dejó ver, y luego creyó que la gaviota volaba más alta, casi en las nubes. Fue sólo un momento. Seguía mirando, y comprendió que bajaba muy lentamente, volinando con un ala rota. Cayó en la orilla. Uno de los aldeanos la recogió mojada del mar. Tenía las alas negras y el pecho blanco y sangriento. Ladraban los perros de todos los molinos: Cara de Plata saltó desde los peñascos a la arena: Con la mano sobre las cejas volvió a inquirir hacia el mar. Seguía sin descubrirse una vela en toda la extensión verdeante y ululante.

Capítulo XXIX

Cuando retornaba al molino, el segundón columbró dos bultos que saltaban la cerca, seguidos de un perro. Los bultos agazapáronse entre las zarzas, y el perro quedó avizorando el camino. Cara de Plata dio una gran voz:

- ¡Hijos de cabra!

Y corrió adonde los bultos se escondían. El perro huyó con las orejas

altas, después de lanzar algunos ladridos, y el segundón, cateó entre los zarzales que orillaban la vereda:

- ¡Aun cuando os escondáis bajo tierra!...

Uno de sus hombres le mostró la maleza horadada:

- Por aquí alguien pasó, señorín.

Cara de Plata saltó al otro lado. En la oscuridad profunda de la noche sin estrellas, apenas se perfilaba la sombra del robledo. Encaramado sobre un bardal, el hermoso segundón dio su voz a la noche, entre ráfagas de viento y de lluvia:

- ¡Mañana os atraparé,hijos de una cabra! Harto sé que estáis ocultos escuchándome. Si me ocurre una desgracia he de cortaros el cuello a vosotros, al perro y al borrico. ¡Yo sí que haré buenas cribas con vuestra piel!

Saltó del bardal, y entróse en el molino.

- ¿Dónde está el cribero?

Los aldeanos acordaron de pronto. Un viejo vestido de estameña apoyó tres dedos sobre la frente calva y luciente: Parecía una figura de retablo:

- ¡Esquenciérame del todo, señorín!

- ¿Venía en tu carro?

- Desuncí los bueyes, mas el cuitado quedóse a la intemperie.

- Acaba de escapar. Su mujer ha seguido los carros...

- ¿Y le desató?

- Ahora saltaban la cerca... Pero ve tú a mirarlo...

Salió el viejo con dos zagales, y a poco se oyó su voz:

- ¡Como el raposo!... ¡Mala centella sea con él!... Talmente como el raposo, que al verse perdido aparenta muerto, y en un cierre de ojos sale fugiendo...

Vino luego el comento de los otros aldeanos que calentaban a la redonda del hogar:

- ¿Cómo no ladrarían los perros?

- Esa gente que anda por los caminos, tiene mañas para los hacer callar.

- ¡Parece, talmente, que con los ojos los encantan!

- Los encantan con un hueso de res, que se ponen bajo el calcañar.

- ¡La mujer también es arriscada!

- Dicen que son amancebados.

- Otro tiempo ella andaba con el Ciego de Gondar.

- ¿Y es probado que llevando un hueso bajo el calcañar...?

- ¡Probado!

- ¿Tienes hecha experiencia?

- Téngolo siempre oído.

Hablaban graves y lentos, sentados en torno del fuego, con el reflejo bailante sobre los rostros, mientras por una tronera abierta en la tejavana, salía el humo, que el viento devolvía a la cocina, fungando como un gato montes escondido en lo alto. Entró un zagal que estaba de atalaya:

- Señor Cara de Plata, aparece una luz que encienden y apagan por la banda del mar.

El segundón salió al camino, y en el mismo momento, un relámpago le mostró la goleta cabeceando en una extensión de mar lívida, espumosa y desierta. El hermoso segundón se volvió a su gente:

- Sacad los fusiles de los carros.

Entróse al molino, encendió en el hogar un haz de paja, a modo de antorcha, y bajó corriendo a la playa. La goleta se le aparecía en la rasgadura de los relámpagos, sin velamen, batida de costado por el mar. Era un instante todo incierto, todo lívido, y después volvía la noche negra, llena del rugido del viento y del oleaje.De a bordo hicieron señas con una luz que bajaba y subía. Cara de Plata respondió agitando su antorcha y corriendo a lo largo del arenal. La luz se apagó y volvió a brillar: Parecía que la columpiasen furiosamente, tales eran los bandazos del barco: Tocaba las olas y luego remontábase a las nubes. De pronto se extinguió. Cara de Plata, encaramado en una roca, siguió mucho tiempo agitando la antorcha. Bajo sus pies rompía la resaca, y la ola espumante y saltante, le mojaba el rostro y le ponía en los labios un sabor amargo, como de lágrimas. Estaba atento a los relámpagos, por descubrir el mar y la goleta en la brevedad de aquella luz, y, al volver la oscuridad, agitaba desesperado la antorcha, en duda de cuanto había visto. Le parecía que la goleta se alejaba, zozobrante, entre crestas de espuma, con el casco de través. Al fin, los relámpagos solamente le

mostraron la vastedad tormentosa de las olas. La goleta había desaparecido. Cara de Plata la esperó hasta el amanecer, y, viendo que no tornaba, mandó enterrar los fusiles en la playa. Luego despidió a su gente. Él, todavía con una vaga esperanza, quedóse en el molino, pero a la tarde pidió su caballo y tomó al galope el camino real. Sentía con el fracaso de la empresa una interior satisfacción de ánimo. Por primera vez se le mostraba la vida llena de perspectivas atrayentes y temerarias. ¡Era aquella vida soñada y añorada desde niño!

Capítulo XXX

Por la Puerta del Deán, que aún quedaba en pie de la antigua muralla, entraba el hermoso segundón con el caballo cubierto de sudor, y al rodear el huerto del convento, cuya tapia daba sobre los esteros del río, distinguió luces y un gran bulto de gente caminando por aquella calzada aldeana que se aparecía envuelta en el vapor violeta de la puesta solar. Tocaban a muerto todas las campanas, y se oía un acompasado plañir de mujerucas:

- ¡Se lo robaron a su madre para las escuadras!

- ¡Era el rey de los mozos!

- ¡Era la flor de los marinos!

- ¡Otro amparo no tenía la madre!

- ¡Ay, qué bien cortaba castellano!

- ¡Ay, qué galán! ¡Ay, qué galán!

De tiempo en tiempo, entre el plañir monótono de las mujerucas, se alzaba el alarido de la madre:

- ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Caminaba tras de la caja, que llevaban descubierta, y se inclinaba sobre el rostro yerto del hijo:

- ¡Bieitiño! ¡Prenda!

Era una voz íntima y ronca, húmeda de lágrimas, de una tristeza irreparable. Enmudecía y caminaba encorvada sobre la fazlívida del hijo, con una intensidad dolorosa y terrible en los ojos:

- ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Cara de Plata arrendó su caballo a un lado del camino, y dejó pasar el entierro. Era una larga procesión de niños que corrían delante agitando

las gorras, de mujeres que llevaban farolillos de aceite, y de mariñeros descalzos caminando los últimos, con las cabezas descubiertas. Entre ellos, el hermoso segundón, vio un grupo de canónigos y señores aldeanos que conducían en medio al Marqués de Bradomín. Cara de Plata preguntó a una mendiga centenaria que se quedaba rezagada en el camino, salmodiando oraciones:

- ¿A dónde llevan al muerto?... Porque este camino no es el del cementerio.

- ¡Sí lo es, señorín! ¡Sí lo es!... No va a la cueva de los pobres... Tiene sepultura en la Orden Tercera. ¡Pero si lo sabe, bendita sea su alma, y solamente quiere burlar de la pobre vieja!... Mi Marqués, bendito él sea, dispuso que lo enterrasen en el gran sepulcro donde están sus padres y sus abuelos, y todos sus muertos, dende el comienzo de los siglos. Allá va, con este gran cortejo... Y no puede verlo el cuitado... Quiera Dios Nuestro Señor recibirle con su cortejo de ángeles y serafines, y santos y santas. ¡Ave María Purísima!... ¡Dios te salve María!...

La mendiga seguía su rezo, sola, en medio del camino, mientras se perdía a lo lejos galopando el hermoso segundón. Aquella vieja mendiga, temblorosa bajo el capuz del manteo, parecía hecha de tierra, y el vuelo de los murciélagos, y el son de las campanas que tocaban a muerto aumentaban la desolación de aquella sombra centenaria que caminaba renqueante, apoyada en su palo, por el camino crepuscular, tras un entierro.

Capítulo XXXI

Cara de Plata se apeó a la puerta del palacio de Bradomín. Ya era noche cerrada y en el charcal de la plaza, donde salpicaba el claro de luna, se columbraba la sombra de un perro, mirándose en el agua fangosa, en medio de un gran silencio y de una gran soledad. La plaza, con su hueca resonancia y sus cipreses, que dejaban caer de las cimas velos de sombras, parecía un cementerio. Muy de tarde en tarde, algún clérigo con los hábitos arremolinados la atravesaba, salvando los charcos con grandes zancadas, y desaparecían en el zaguán del palacio, apenas alumbrado por un farol de retorcidos hierros. Otras veces era un jinete, hidalgo aldeano, que se apeaba goteando agua de su monte-cristo. Se reunían todos en un salón largo y oscuro, que ostentaba en cada testero un canapé dorado, de gusto francés, con cojines de seda

florida y desvanecida. El caballerolegitimista los convocara secretamente para hacer recaudo de dineros y acudir a sostener la guerra. Algunos llegaban de villas y de aldeas remotas. Del otro lado del mar habían acudido el arcipreste de Céltigos, el escribano Acuña, y Don Pedro de Lanzós y Don Diego de Montesacro, que eran cuñados. De la montaña, se juntaban el capitán Cantillo, veterano de la otra guerra; el alcalde de San Clodio, el sumiller Aguiar, tres labradores ricos de Barrantes, y los abades de Gondar, de Gondarín, de Brandeso, de Bealo, de Lantañón y de Lantaño. El viejo dandy hizo su aparición tras larga espera, apoyado en el brazo de Cara de Plata. Volvía del cementerio. Estaba muy pálido y sus ojos tristes tenían una misteriosa consonancia con sus manos afiladas, de monje penitente. Llevaba sobre los hombros una taima aforrada en piel de marta, y en el lado izquierdo abría sus lises de sangre la cruz de Santiago. Cara de Plata, para poder enterarle a solas, había esperado fuera del salón. Al entrar aún hablaban en voz baja:

- Fletaremos otro barco.

- ¡Tú no pierdes la esperanza!

- ¡Yo, jamás! Pero guardemos el secreto... Pudiera suceder que nuestros amigos la perdiesen.

Y el caballero legitimista adelantóse y dio una vuelta al salón, con empaque de viejo gentilhombre. A los abades les llamaba leales amigos, a los hidalgos decíales primos, y para todos tenía un temblor en la mano, al darles las gracias en nombre del Rey. Estaba atento a las razones de dos abades, cuando entró un viejo apoyado en el hombro de su nieto. Era muy alto, con los ojos apagados y la barba toda blanca y crecida. Los dos abades se admiraron al verle. Dijo el de Gondar:

- Es el Maestrante. ¡Muchos años llevaba sin salir!

Y afirmó el de Gondarín:

- Esta Pascua Florida recibió la Comunión en su casa. Se ha obrado un milagro.

El Marqués se adelantó a recibirle, y el viejo le tendió la mano balbuceando con un esfuerzo tan angustioso, que la boca se le torcía, dejando escapar un hilo de baba. Convulso se volvió a su nieto:

- ¡Tú!... ¡Explica!...

El nieto explicó:

- El señor Maestre-Escuela ha visitado al abuelo, y habló de reunir dinero para la guerra... Y el abuelo quiso venir él mismo a traerlo.

El viejo asentía con un alarido, sujetándose la mandíbula siempre convulsa. Al cabo pudo decir:

- ¡Muy pobre!... ¡Beh!... ¡Beh!... ¡Muy pobre!... Arruinado... ¡Beh!... Aquel hijo... Ya murió... ¡Beh!... ¡Beh!...

El nieto volvió a explicar:

- Dice que está muy pobre, que mi padre le arruinó, y queno puede dar más para la guerra.

- ¡Beh! ¡Beh!

Y el viejo, con los ojos llenos de lágrimas, dejó caer tres onzas de oro que traía apretadas en la mano:

- ¡Para la guerra!

Pronunció estas palabras con la voz muy clara, y salió apresurado, vacilante, temblona la gran barba de nieve, los dedos enclavijados sobre el hombro del nieto que al sostenerle flaqueaba. El Marqués de Bradomín, por hacerle mesura, le acompañó fuera del salón. Al tornar tenía en los ojos una profunda tristeza. Después, los hidalgos, los abades, los ricos labradores, fueron dejando sobre la dorada consola los dineros que traían para el sostenimiento de la guerra. Se hacía todo en medio de un gran silencio, y los corazones se volvían, como en una oración, hacia aquel campo de batallas por donde galopaba la sombra prócer del Rey.

Capítulo XXXII

El huerto del convento: Una tarde cerca del anochecer. Dos monjas sacan agua del pozo, a su lado, unas pajaritas muy gentiles picotean las malvas que crecen en el brocal, y hay un vuelo de campanas que parece diluirse en la tarde azulada, y un ruiseñor que canta escondido entre los laureles de un seto, donde otras tardes bajo el oro del sol, la maestra enseña a las novicias calados y bordados de primor monjil. El huerto tiene el aroma de una leyenda piadosa. Sentadas en un banco de piedra, al pie de los laureles, están la niña de la posada y la Madre Abadesa. La niña viste de luto:

- ¡No pude venir antes, Madre!

- ¿Te arrepentirás?

- ¡Dios es muy bueno para que no me quiera!...

- Ya te esperábamos ayer.

- He tenido que coser la ropa de mi hermano el navegante, que llegó de viaje. Sale mañana y quise dejársela dispuesta, ya que era la última vez...

La niña se enjuga los ojos, y la monja le acaricia las trenzas con su mano de fantasma:

- Perdóname tu desgracia, hija mía.

La niña levanta la cabeza, sin comprender, y sonríe con un temblor angustioso en los labios, y los ojos suplicantes:

- ¡Me acuerdo del capitán y por eso lloro!... Le traigo sus cartas, Madre. ¿Tendré que quemarlas?

La niña saca del pecho un manojo de cartas atadas con una cinta negra. Le tiemblan las manos. La Madre Abadesa se cubre el rostro con una expresión de horror:

- ¡Mi remordimiento de toda la vida! ¡Mi remordimiento de toda la vida!

La niña suspira con voz débil:

- Madre, quémelas usted, yo no tengo valor.

La monja se pone en pie, pálida y estremecida:

- ¡Guárdalas!

-¿No será pecado?

- No sé... Guárdalas.

La niña queda con el manojo de sus cartas en el regazo, mirándolas tristemente. Luego, sus dedos trémulos, picoteados de la aguja, desatan la cinta de luto y muestran a la monja la cruz que hay en una carta:

- Es la última... Cuando la leí, ya no era de este mundo.

La niña cierra los ojos para no llorar, y besa la cruz. El ruiseñor canta escondido en los laureles, a lo lejos, por el sendero de mirtos, pasan dos monjas con cántaras de agua, y el huerto tiene un aroma inocente, de malvas y rosaledas. La niña conserva los ojos cerrados:

- ¿Madre, también será pecado guardar esta carta, ésta sola?

La monja, con un gran sollozo, se arrodilla al pie del banco y besa las manos de la niña:

- ¿Por qué me preguntas a mí? Nada que tú hagas puede ser pecado.

¡Yo fui tu verdugo! Yo tuve entre mis manos tu corazón y lo oprimí hasta clavarle las uñas. ¡Niña mía! ¡Santa mía!

- ¿Qué dice?... ¡Madre Isabel, por su vida, no me bese las manos!... ¡Dios mío, yo no sé bien lo que dice!...

La niña de la posada, toda anhelante, se pone en pie, y la monja queda mirándola con una intensidad dolorosa, sentada sobre la yerba, la cabeza apoyada contra el banco de piedra:

- ¡No!... ¡No tenía derecho para sacrificar tantas vidas!... ¡Pobre niña, qué ojos tan tristes me clava!... Los soldados caen en la guerra, y un día también puede caer muerto el Rey. ¡Dios mío, pero yo, cuando entregaba tantas vidas al mar, cuando vestía de luto a esta pobre criatura, era como los verdugos!... ¡Ay, solamente cuando sacrificamos nuestra vida, se puede pedir el sacrificio de otras vidas!...

En el silencio del huerto, la voz tiene una claridad dolorosa, y la monja parece una figura de niebla, toda velada en la sombra de los laureles. La niña, pálida bajo su mantilla de luto, la mira con los ojos suplicantes y tímidos:

- Madre Isabel, no llore, señora... Ahora comprendo lo que dice... Por mí no tenga pena... ¿Quién sabe si seré más feliz en esta paz?... Cuando Dios lo dispuso...

La monja se alza transfigurada, se acerca a la niña y la besa en la frente:

- Perdóname. Iré a la guerra, y entre los heridos, en los campos de batalla, ofreceré mi vida a Dios. Tú, hija mía, reza por mí.

Se abrazan en silencio. La madre Isabel oye el latido de sus corazones, y el canto del ruiseñor en loslaureles. El huerto, inmóvil en la sombra azul de la tarde, les ofrece el perfume inocente de sus rosas. Tras la tapia cubierta de yedra, pasa pregonera una voz:

- ¡Cribos! ¡Cribos!... ¡Cedazos buenos!... ¡Para harina de maíz, para harina de centeno! ¡Cribos, cedazos y arneros!

LA GUERRA CARLISTA II

El Resplandor de la Hoguera

(1909)

Capítulo I

OÍASE un lejano cascabeleo que parecía volar sobre la nieve. Y se acercaba aquel son ligero y alegre. Una voz habló desde el fondo del carro:

- ¡Pues no habíamos equivocado el camino!

Y respondió, desabrido, el hombre que iba a pie, al naneo del tiro:

- Todavía no lo sé.

- ¡Esas campanillas parecen del correo!

- Todavía no lo sé.

- El correo que anochecido llega a Daoz.

- Todavía no lo sé.

- Ayer le hemos visto entrar en la plaza.

- Digo que todavía no lo sé.

Para terminar chascó el látigo sobre las orejas de las mulas. Era un viejo encanecido en la vida de contrabandista, silencioso, pequeño y duro. Caminaba a la cabeza del tiro, embozado en la manta y fumando un cigarro de Virginia. Las ruedas se enterraban en la nieve, y las mulas, bajo el restallido del látigo, se tendían con una tristeza resignada y penitente. Aquel camino era una trocha a través de la sierra, entre quebradas y peñascales. Algunas veces el carro se atascaba, y para ayudar a empujarle, salían del interior dos mujeres y un mozo. Allá lejos, por la altura blanca de nieve, apareció un jinete, apenas una sombra negra, que venía trotando. El contrabandista rezongó:

- ¡Buen perro cazallo! ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

El mozo asomó la cabeza fuera del toldo, que goteaba agua de nieve.

- ¿Es el correo?

- Ya puede usted ir solo por las veredas. ¡Jo!... ¡Reparada!...

El mozo saltó a tierra y avizoró el camino:

- ¿Por dónde viene?

- Ahora no puede verlo, que baja la cuesta. Solamente el sombrero se le discierne, acullá, al ras de la nieve. Parece un pájaro negro que apeona.

Habló desde el carro una de las mujeres:

- Si fuese el correo nos daría noticias.

El contrabandista humeó su tagarnina:

- ¡Tendríamos todos la gloria tan cierta!

Encomió el mozo:

- ¡Buena vista!

- La vista no es mala, hijo. Pero no es negocio de la vista. Conozco el hablar de las campanillas, y bien las entiendo. ¿Usted no, hijo?

- ¡Fui el primero en oírlas!

- Las oye, pero no entiende su pregón. Pues las del jaco que trae el francés dicen: ¡Camino harás! ¡Camino harás! Y lasdel jaco de Míguelcho: ¡Din dan, rey serás! ¡Din don, rey de Dios!

- ¿Y quién es el que ahora llega?

- Míguelcho. Mírele allí.

El jinete asomaba en lo alto del repecho. Venía cubierto con un poncho, y en la cabeza traía una gorra hecha con piel de borrego negro, que le ocultaba las orejas. Aquel recuero viejo le interrogó adusto:

- ¡Hola, tú! ¿Cómo está el paso, amigo?

- ¡Malo!... ¡Malo está el paso!

- ¿Podremos llegar a Otaín?

- Como os digo, el paso está muy peor... Pero ya podréis llegar si os ayuda Dios.

Una de las mujeres, la vieja, interroga desde el carro:

- ¿Hermano, qué tropas hay en Otaín?

- Este amanecer, cuando yo salí, venía la carretera cubierta de roses. Yo solamente los vide de lejos. Pero las cornetas ya las entendí bien, ya.

- ¿Y las boinas, dónde están, hermano?

- ¡Remontadas por el monte, qué Dios!

Saltó el mozo:

- ¡Van como las águilas!

- ¡Qué Dios, van lo mesmo!

Se oyó suspirar a las mujeres del carro, mientras el mozo y el recuero se interrogaban con los ojos. A todo esto ya el correo se inclinaba para recoger las riendas abandonadas sobre el cuello del jamelgo, y el contrabandista le detuvo extendiendo la vara del látigo:

- Miguelcho, tú eres un amigo y mereces la verdad. Estos señores que

llevo en el carro vienen de la tierra de Francia.

- ¡Ya me lo maginaba!

- Se han puesto en mis manos, y ayer pasamos la frontera sin desavío. En Daoz hicimos noche, y allí nos informaron que estaba una partida carlista en Otaín.

- ¡Cierto! Pero como tendría aviso de que llegaban los roses para cercarla, una noche salió aprovechando lo oscuro.

- ¿No sabes dónde nos juntaríamos con ella?

- Con acierto no lo sé. De cualquier modo, habríais de internaros en el monte y dejar el carro. ¡Mal paso es, y si las mujeres no son capaces!

Habló desde el carro la vieja:

- Las mujeres son capaces, hermano.

- Pues entonces en el monte hallarán a los carlistas. Yo creo que por Arguiña y Astigar.

El contrabandista arreó las mulas:

- ¡Jo!... ¡Beata! ¡Jo!... ¡Centinela! ¡No te duermas. Reparada!

Las dos mujeres gritaron, asomando fuera del carro, para divisar al correo:

- ¡Dios se lo pague, hermano!

- ¡Mandar!

Miguelcho afirmó la valija sobre el borrén y se alejó trotando, entre el alegre cascabeleo de la collera. El contrabandista volvió la cabeza:

- ¡Consérvate en salud!

- ¡Amén, y que a todos vaya por loigual!

El carro tornaba a rodar sobre la nieve, y el mozo seguía a pie, hablando con el recuero, sin cuidado de la nevasca:

- ¡Jo!... Centinela.

El carro se atascaba, y las mulas, bajo el estallido del látigo, tendían la cerviz, agitadas las orejas. Al doblar la revuelta de Cueva Mayor, divisaron resplandores de lumbre sobre la nieve, y una pareja de hombre y mujer calentándose en la boca del socavón. Antes de llegar el carro, aquellas dos figuras de mal agüero se pusieron en pie, y por un atajo, a través de la gándara, desaparecieron. Murmuró el mozo:

- ¡Lástima que se vayan, porque acaso pudieran darnos alguna noticia!

- De querer, ya podrían, ya.

- ¿Son mendigos?

- Son espías que se visten de harapos para engañar mejor.

- ¿Y a cuál de los ejércitos sirven?

- Nunca se sabe. ¡Mala gente!

- ¡Parece que huyen!

- Frío que llevan. A esos creo conocerlos. Ella era mujer de uno a quien fusilaron poco hace, y ahora se ajuntó con ése. Son confidentes de Don Manuel Santa Cruz.

Los dos vagabundos, que se habían perdido entre los brezos del atajo, reaparecieron bordeando una esgueva, por la falda del monte. La vieja llamó desde el carro:

- Cara de Plata, hijo mío, sube y pongámonos de acuerdo. ¿Estamos muy lejos?

Capítulo II

El Cura había esparcido sus confidentes por toda la serranía, enviando cartas, recados y encarecimientos a Don Pedro Mendía, al Sangrador, al Manco y a Miquelo Egoscué: Cuatro capitanes de partida que también hacían la guerra por su cuenta y ventura. Santa Cruz en sus cartas les decía que se le juntasen para caer en una sorpresa nocturna sobre los batallones republicanos que habían ocupado Otaín. Pero Don Pedro Mendía, que era un viejo receloso y adusto, mandó, como respuesta, dar de palos al emisario. El Sangrador y el Manco ofrecieron ir. Pero más tarde, puestos de acuerdo, también entraron en sospecha y se internaron por la sierra. Solamente acudió al llamamiento Miquelo Egoscué. Era galán de mucho brío, y gozaba por toda aquella tierra de una leyenda hazañosa que tenía la ingenua y bárbara fragancia de un Cantar de Gesta. Las mujeres de los caseríos, cuando hacían corro en las cocinas para desgranar el maíz, contaban y loaban las proezas de aquel hombre. Y las abuelas, entonces, parecían enamoradas, y las mocetas suspiraban, contemplando la hoguera toda en lenguas de oro y de temblor. Egoscué se hallaba dormido en la borda de un cabrero, cuando llegó la carta del Cura Santa Cruz. El pastor, un mancebo rubio que tenía sobre losojos como la niebla de un ensueño, le movió blandamente para despertarle:

- ¡Amo! ¡Amo Miquelo!

El capitán, aún medio dormido, interrogó sin sobresalto:

- ¿Qué sucede?

- Vienen con una carta.

- ¿De quién?

- Diz que del Cura.

Egoscué, completamente espabilado, se incorporó sobre las pieles y los helechos que mullían su camastro:

- ¡Del Cura Santa Cruz! No pensaba que se acordaría de mí el Señor Don Manuel... ¿Y quién trae la carta?

- Son ellos dos... Pareja de hombre y mujer.

- ¿Adónde están?

- Afuera, que afuera los dejé.

- Pues no los tengas más a la intemperie.

Salió el pastor, y el capitán, para recibir a los dos emisarios, fue a sentarse cerca del fuego, en una silla baja que tenía el asiento de correas entretejidas. Volvió a poco el pastor:

- No quisieron entrar, pues habían priesa, y dejaron el papel, y con la misma se caminaron.

Miquelo Egoscué recibió la carta, y dándole vueltas sin abrirla, interrogó al cabrero:

- ¿Conoces tú a esa gente?

- La mujer estuvo casada con Tomi de Arguiña. En tocante al hombre, no es nativo de acá. Pero otras veces lo tengo visto.

- ¿Le conozco yo?

- Pues y quién sabe. Va de tiempo hace con los mutiles del Cura. Muestra mucha religión, y es allí en la partida quien guía el santo rosario.

Mientras hablaba el cabrero, el capitán pasaba los ojos por las letras del Cura: Al terminar se enderezó, mirando por el ventano hacia los montes.

- Parece ser que Santa Cruz quiere juntarse conmigo.

El pastor le miró con los ojos llenos de niebla:

- ¿Y qué harás tú, amo Miquelo?

- Ir allá.

- No vayas, amo.

- ¿Qué mal hay? Si luego no conviene, rifamos. Pero es bueno saber lo que va buscando el amigo.

- Lo que busca el lobo. Amo Miquelo, no hay que abrirle la majada cuando la ronda, por el aquel de averiguarle la intención. De antaño sabemos que baja del monte por comerse las ovejas.

El capitán sonrió con arrogancia:

- ¡Yo he sido cazador de lobos!

Se asomó a la puerta con la escopeta al hombro, miró al cielo, y se volvió al interior de la borda:

- Mete un queso en el morral, y dame mi canana. Quiero llegarme al cuartel de mis mocetes.

- Yo iré contigo, amo Miquelo.

- ¿Y tus cabras?

- Para siete que me quedan, nos las llevaremos y nos las comeremos.

Salió, juntó las cabras, silbó al perro, volvióse a entrar para recoger elcayado, y sin cerrar la puerta de su borda, echó por delante del capitán hacia las lejanas cimas de Astigar. Todo estaba blanco, y temblaba a lo lejos una luz cimera, de oro pálido. Ya no caía la nieve, y un aire frío volaba en silencio sobre los campos y los caminos.

Capítulo III

En la hondura de una quebrada, y cercado de pinos cabeceantes se ocultaba el caserío de San Paúl. El carro se detuvo en la trocha, a la puerta de una venta, y las mujeres asomaron los rostros desgreñados, tan pálidos, que parecían consumidos por el ardor calenturiento de los ojos. La muchacha interrogó a la vieja:

- ¿Es aquí donde pasaremos la noche?

Y la vieja respondió con un gesto muy expresivo:

- Aquí es.

- ¿Los liberales están en el poblado?

Hizo el mismo gesto la vieja:

- Eso dicen.

La muchacha se santiguó:

- ¡Ay, qué tierra triste!

Una niebla baja velaba el caserío, donde comenzaban a encenderse los fuegos de la noche, Las dos mujeres se apearon del carro y huyeron hacia la venta, inclinando las cabezas bajo el vuelo de la nieve. Desde la vereda se distinguía el resplandor de la cocina llena de humo.

Cara de Plata, dando un gran tranco, alcanzó a las dos mujeres en la puerta:

- Aquí estaremos seguros.

Respondió muy entera la vieja:

- ¡Dios lo haga!

Entraron y se acercaron a la lumbre. En la cocina adormecíase una abuela sentada en un sillón de enea. Se le había caído el pañuelo sobre los hombros y mostraba la cabeza calva, con dos greñas de pelo blanco, lacias y largas. Cara de Plata le gritó:

- ¿Abuela, dónde está el amo?

La ventera abrió los ojos, rebullendo penosamente en el sillón.

- ¿Y tú quién eres?

- Un caminante.

- ¡Los negros ocupan las casas de abajo!... ¿Los verías tú?

- No, no los he visto. ¿Dónde está el amo?

- ¡Han quemado las casas de abajo!... Pues ya lo verías tú.

- Yo nada he visto.

- La canana tengo metida en la ferrada. Así siempre que hay guerra, hijo. ¿No has visto a los negros? ¡Ay! ¡Ay!... Cuando a todos cortes la cabeza, hemos de bailar. Tú con la abuela, que tiene bajo la cama una hoz para degollar negros y franceses. ¡Ay! ¡Ay!... Muero aquí en este sillón. Cien años, cien años... Los hijos, unos para la tierra, otros, penar en esta vida... ¡Ay, cuantos!... Veintitrés llevé a la iglesia. Pues en dos veces, con los dedos de las manos, no los contarías tú.

Entróel hijo mayor, que venía de los establos:

- ¿Qué hay de bueno por el mundo, amigos?

Se acercó el contrabandista y le habló en secreto:

- ¿Tienes manera de guiar por los atajos del monte al mocé que se calienta a la lumbre con aquellas dos mujeres, y dejarlos en paraje

seguro?

- ¡Paraje seguro! Pues si la tierra aquesta, de cabo a cabo, toda es una hoguera. ¡Paraje seguro!... ¿Y dónde está, te digo?

- Date una puñada en el sésamo. ¡Dios, que jamás entiendes en las primeras! Es decirte que los dejes en tierras donde campen las tropas del Rey Don Carlos:

- Hasta antier demoraron en toda esta parte. Tenían su Cuartel en Otaín.

- Eso sabía yo, y fue por tanto los guiar acá.

El ventero se volvió lentamente, y miró hacia el fuego donde se calentaban las dos mujeres y Cara de Plata. Movió la cabeza guiñando los ojos:

- ¿Qué gente, tú?

- ¡Gente de nobleza!

- ¿Y de dónde vienen?

- Acá vienen de la frontera. Pero han atravesado la media España:

Otra vez el ventero volvió a mirar hacia el hogar. Las dos mujeres habían sacado los rosarios de las faltriqueras y rezaban en voz baja, sentadas en un banco sin respaldo. Cara de Plata permanecía en pie, envuelto en el resplandor rojizo de la llama:

- ¡El mocé aparenta buen garbo!

- ¡Y más arriscado que un león! Va para la Guardia del Señor Rey.

- ¿Pues y las mujeres, qué razón llevan a la guerra? No es la guerra para las mujeres.

- Las mujeres son monjas que van por la cuida de los heridos.

- ¿Y adónde dejaron los hábitos?

- En la frontera los dejaron, para poder andar con más recaudo. Y las ropas que ahora llevan, las sacó de su hucha aquella moceta espigada que sirve en el Parador de Francia.

- ¡Maribelcha, tú!

- Ahora anda de luto, que el padre murió cuando lo de Oroquieta.

- Pues no sé adónde podrían juntarse con una tropa del Rey Don Carlos.

El contrabandista frunció el cano entrecejo:

- ¡Dios, que eres tú piedra de pedernal como la que yo gasto para encender el yesquero! Tú lo sabes y recelas decirlo.

El ventero se rió, guiñando los ojos:

- ¡Eres un raposo muy viejo tú! ¿Me respondes cómo es leal la gente que conduces en el carro? ¡Que hay mucha traición, y mucho espía, y mucho disfraz para la intención del alma, has de contar tú!

- Todo lo cuento.Y para esparcirte el recelo, te dije al comienzo que los guiares tú por los atajos del monte. Tú sabes dónde está la partida del Cura.

- Saber, lo sé.

- Pues te encargas de llevarlos adonde sea.

- También. Pero irán a mi vera y sin preguntar más. En llegando, llegamos, y otra cosa no. Ni acá, ni en el camino, quieran saber dónde está la partida del Cura.

El contrabandista le dio una palmada en el hombro, acompañándola de un guiño:

- Conforme, mutil.

- Hay que perdonar... Pero una delación la pagaremos todos siendo afusilados.

El contrabandista repuso con adusta y grave sentencia:

- ¡Dios, y no fuera ello lo peor, sino el ditado de traidores!

Con esto se llegaron al hogar, y enteraron de lo convenido a Cara de Plata. Cuando el trato estuvo hecho, de una alacena empotrada en la pared, tomó el ventero un frasco de aguardiente, y llenó tres vasos pequeños de vidrio tallado, donde una fimbria de mugre destacaba el dibujo de las cenefas.

Capítulo IV

Entraron en la cocina dos mendigos, hombre y mujer. Venían disputando. La mujer, con la basquina echada por la cabeza, daba el pecho a un niño amoratado de frío. El hombre entró delante, corriendo como un gamo, aun cuando traía la pierna derecha, desde el muslo al tobillo, envuelta en trapos húmedos y sórdidos. El ventero se volvió y les hizo un gesto que suponía acuerdo entre ellos. Los otros callaron, y con los ojos bajos, alzando los hombros y estremeciéndose, se acercaron al

fuego. La vieja del carro y la muchacha los miraban de soslayo, sin interrumpir el rezo. Sentados cerca del hogar los dos mendigos parecían montones de guiñapos, y al calor del fuego exhalaban un vaho de miseria. El hombre tenía los ojos fijos sobre Cara de Plata. En voz baja dijo al oído de la mujer:

- ¡Paréceme un caballero de mi tierra!

- ¡Calla, borrachón!

- ¡No seas loba!

- ¡Borrachón!

- ¿Será engaño del enemigo malo?

El mendigo, con las manos cruzadas bajo la barba inculta y borrascosa, siguió mirando a Cara de Plata. La mujer metióse el pecho en el justillo:

- ¡Borrachón!

Dio al compañero una puñada en el hombro para advertirle, y poniéndole en los brazos el crío, se dispuso a remendarse la basquina, canturreando. El hombre insistió:

- ¡Vaites! ¡Vaites!... ¡Como que lo es!... ¡Vaites! ¡Vaites!... Un caballero de mi tierra.

La mujer le miró, quedando un momento con la aguja levantada en el aire:

- ¡Tu tierra! ¿Dónde es tu tierra? ¡Algún presidio, borrachón!

El crío empezó a berrear, y elmendigo trató en vano de acallarle:

- ¡Tiene hambre!

- También yo la tengo.

- ¡Bien harías dándole otra teta!

- ¡Calla, borrachón! Lo que tiene el hijo de mi alma es un dolor. Si estos señores caritativos podrían darnos una gota de anisado, veríaislo todos callar.

La vieja murmuró, pasando las cuentas del rosario:

- No tenemos.

Y la muchacha tomó en brazos al niño:

- ¡Qué pálido está!

La mendiga murmuró:

- Es condición. Siete tuve, y todos tenían la misma color.

Preguntó la vieja:

- ¿Le viven todos?

- No me vive ninguno, sino éste.

- Dios se lo conserve.

Y repuso el hombre, mirando las lenguas de la llama:

- ¡Para pasar trabajos!

- ¡Porque no eres su padre, borrachón!

El hombre repuso con el mismo tono meditabundo:

- ¡Para el cuitado, como si lo fuese!

La vieja interrogó:

- ¿No es su padre?

Y gimoteó la mendiga:

- No, señora. El padre murió afusilado por los negros.

Y afirmó el mendigo:

- ¡Un hombre de provecho!

La mujer volvió a canturrear mientras examinaba al trasluz los rotos de la basquina:

- ¡Ay, que conia!... No puede irse por caminos con una buena prenda. ¡Tres días que una guapa señora me la dio en Irache! ¡Era seda rica, de la que hace resol!

La vieja quiso inquirir:

- ¿Entonces, vienen de muy lejos, hermanos?

La mendiga tardó un momento en responder, ocupada en quebrar con los dientes la hebra que enhebraba:

- ¡Ay, que rajo de Dios! Pues venimos de Irache. El hombre, después de santiguarse, murmuró tímidamente:

- ¡No jures, Josepa!

- ¡Calla, borrachón!

- ¡Que tal me digas, cuando no lo cato!

Se volvió hacia el fuego para atarse los trapos de la pierna, y con los ojos en la llama empezó a rezar, moviendo todo el busto atrás y adelante:

- ¡Divino Señor, danos los tesoros de tu paciencia para sobrellevar las penas y trabajos de este gran valle de lágrimas! Padre Nuestro, que estás en los Cielos...

Sus palabras se hicieron confusas, y el rezo quedó en un mosconeo. La mujer alzó la cabeza, y suspensa la aguja entre los dedos, sonrió con ternura:

- No lo cata, no... Es la costumbre quedada de hablar al otro.

El hombre continuaba absorto en su rezo, y de tiempo en tiempo apartaba un tizón de la lumbre y lo ponía al borde del hogar. Iba formando una hilera. Viéndole revolver en la ceniza, le gritó el ventero:

- ¡Ya es tema, tú!

- ¡Vaites!... ¡Vaites!...

- ¡Ya podrías ver que esbaratas la hoguera, tú!

- ¡Vaites!...¡Vaites!...

Y el mendigo, con los ojos obstinados en la llama, sacudía muy de prisa los dedos, que tenían un son de choquezuelas. Después contó los tizones y diose otros tantos nudos en los cabos de la cuerda con que ataba el calzón a la cintura. Quedóse reflexivo un momento, y santiguándose, volvió los tizones a la hoguera, uno por uno. Al mismo tiempo en voz baja iba diciendo:

- ¡Gloria al Padre! ¡Gloria al Hijo! ¡Gloria al Espíritu Santo!

Y se acompañaba inclinando el busto atrás y adelante con una medida siempre igual. La vieja murmuró:

- ¡Edifica con su piedad!

Al oírla, el mendigo volvió la cabeza estremeciéndose, y con los brazos abiertos en cruz, se arrodilló:

- ¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Ahora el Señor me permite reconocerla! De antes la miré y los ojos estuvieron ciegos. ¡Ahora, sin la ver, vuelto de espaldas, oyendo su voz, sentí un susurro, y el alma me dijo quién era!

La vieja se puso en pie, muy sobre sí:

- ¡Pobre hombre, está loco!

- ¡Ay, cómo no la conocí por esas manos tan blancas, Señora Madrecita!

Y arrastrándose de rodillas intentó tomarlas y besarlas. La vieja luchaba por retirar sus manos:

- ¿Pero quién es? ¿Pero quién es?

El mendigo sollozaba:

- ¡Nadie me reconoce! ¡Tanto me pudo cambiar el pecado!

A la otra banda del hogar se alzó la voz jocunda del hermoso segundón, que estaba atento y en pie, de espalda a la llama:

- ¡El demonio me lleve si no es Roquito! ¡El gran Roquito! ¡El Sacris del Convento!

Y saltó por encima de la lumbrada, y le suspendió del cuello, todo en vilo. El otro arrugaba la boca con un gesto de humildad:

- El mismo, mi Señor Carita de Plata.

El segundón dejó oír su risa feudal.

- ¡Parece que te repelaron bien las barbas, compadre Roquito! ¡Vaites! ¡Vaites! ¡Vaites!

Capítulo V

La Madre Isabel, toda maravillada, se hacía cruces:

- ¡Nunca te reconociera! ¿Cómo llegaste a tanta miseria? ¿Cómo no escribiste a nuestro convento?

A las preguntas de la monja, el antiguo sacristán respondía dándose golpes de pecho:

- ¡Soy un gran pecador! ¡Soy un réprobo, Señora Madrecita!

Y tornaba la monja:

- ¿Cómo estás aquí?

- ¡Ya lo diré!

La Madre Isabel bajaba la voz, escandalizada y severa:

- ¿Y esa mujer que te acompaña? ¿Esa mujer?...

- Todo lo diré. Haré pública confesión.

La Josepa agachaba la cabeza y miraba de reojo, metiendo y sacando tres dedos por el roto de la falda. La monja seguía haciéndose cruces:

- ¡Dios mío, de qué manera te veo!

- ¡Negro depecados, Santa Madrecita!

- ¿Pides limosna?

El ventero se inclinó hacia Cara de Plata, haciendo un gesto malicioso,

que adquiría mayor interés bajo el reflejo de la lumbre, que le pasaba temblando de los ojos a la boca:

- Es la socapa para andar por los caminos sin oírse echar el alto.

El sacristán, puesto de rodillas, inclinaba la cabeza y abría los brazos en cruz:

- ¡Todo lo diré! El Señor Dios de los Ejércitos me envía un ángel de su casa y boca para quebrar la cadena del pecado que me puso al cuello el enemigo malo. ¡Todo lo diré!... ¡Ahora, almas cristianas, dejay que vaya a ocultarme donde nadie me vea! ¡Dejay que medite en mi culpa, en mi grandísima culpa!

Y golpeándose el pecho huyó hacia el pajar. La Madre Isabel quedó silenciosa, con una nube en el marfil de su frente y los ojos fijos en la mujer que remendaba la basquina. Después, volviéndolos al niño adormecido en el cuévano lleno de harapos y mendrugos, estuvo contemplándole gran espacio, levantada muy blandamente la punta del pañolito que el sacristán le había tendido sobre la cabeza para guardarle del reflejo que llegaba del hogar:

- ¿Qué tiempo tiene esa criatura?

- Nació a los tres días de haber los negros afusilado al padre. No es del tiempo.

Y se limpió los ojos con la basquina, después de haber guardado en un cañutero de cobre, el hilo y la aguja. Intervino el ventero:

- ¡Tú, y si los amigos no saben cuándo aconteció lo del padre!

- ¿Y quién no sabe cuándo afusilaron a Tomi de Arguiña?

- ¡Ya, pues quien no sea de esta tierra! ¡Pues si imaginas que era el Gran Napoleón!...

- Magino que para saberlo hay tres cruces en la vereda. Y bien lo dicen escrito que son las cruces de los tres afusilados. Tomi de Arguiña, Machín de Gaona y el otro Machín.

La abuela empezó a removerse en su sillón de enea.

- De aquí los llevaron... ¡Ay, hijos, no valió esconderlos, no valió!... Todo lo miraban aquellos verdugos. ¡Ay, cómo decían, tú!... ¡Y cómo decían de pegar fuego a la casa y al pajar!... Eran a me preguntar por mis hijos. Yo decía, pues a la feria. Ellos decían, a la guerra. Pues yo, a la feria... Fueron al pajar y descubrieron a los cuatro que venían persiguiendo. Aquel que ahora se fue, escapó por entre los soldados. Yo

lo vide entrar aquí espavorido, y lo llamé, y lo tuve escondido bajo el sillón. Todo lo volvieron a correr... ¡Ay,jurar y jurar, mas no lo encontraron! La abuela estaba quieta. ¡Y rezando al Señor, y rezando a la Santa Madre, y a San Martín de Arguiña, que hace tantos milagros!

El ventero guiñaba los ojos:

- Se salvó como dice. ¡Y a la madre se lo debe!

Preguntó la monja:

- ¿Pero quién? ¿Roquito?

- Sí, señora.

La Josepa explicó:

- Todos los cuatro eran fugitivos de aquel gran presidio, que dicen está en la tierra del moro. Escaparon acá, porque eran nativos de Arguiña.

Musitó la abuela:

- El que ahora se fue, ése no.

- Salvando Roquito, que tiene otra nación.

La monja interrogó, al mismo tiempo que cambiaba una mirada con Cara de Plata:

- ¿Por qué estaban en presidio?

Hallábase la Josepa sentada en tierra, y enderezó el busto afirmando ambas manos en la cintura:

- No maginar cosa mala ninguna. ¡Eran cristianos muy cabales!

Cara de Plata murmuró:

- ¡Pero estaban en presidio!

- Como tú, señorico, lo puedes estar.

El ventero afirmó con aquel inquietante guiñar de ojos que parecían desmentir siempre cuanto decía:

- Eran nombres muy cabales, y los mandaron al presidio contra la ley. Fueron los primeros en alzarse, y como eran contrabandistas, pasaban cientos de fusiles por esa raya de Francia. ¡Hombres de provecho!

Josepa la de Arguiña, levantó los brazos arremangados, que parecían de cobre en el reñejo del fuego: Alentó con furia:

- ¡No hay caravana peor que la justicia!... Habían llegado aquí con cientos de trabajos, y cuando ya se contaban seguros, los volvieron a coger, por una delación.

La mujer sollozó. Callaban todos. Y como si las almas se hablasen en el silencio, las miradas iban unas en pos de otra, hacia el niño que dormía en el cuévano lleno de mendrugos, y el niño se despertó llorando.

Capítulo VI

Roquito, después de hacer oración arrodillado cerca del pozo, en el corral blanco de nieve, entró al establo soplando los dedos:

- ¡Vaites!... ¡Vaites!... Una gran penitencia. ¡Vaites!... ¡Vaites!... ¡Yo te ofrezco mi sangre en descargo de mis pecados, amantísimo Jesús!

Descolgó la esquila de una vaca, la guardó en el pecho, y salió al camino. Un momento estuvo indeciso, mirando a todos lados, y luego partió corriendo hacia el caserío de San Paúl. En el camino se le hizo de noche. Sólo se oía el fragor de las torrenteras. Roquito, sin dejar de correr, se santiguaba invocando el nombre de los santos y de las vírgenes que tenía en mayor devoción:

- No me desampares en esta hora de prueba, Glorioso San Berísimo de Céltigos.

Atravesó un puente que iba casicubierto por la avenida, y luego una gándara encharcada, donde se perdió. Corría desalentado, hundiéndose en el lodazal de barro y nieve, sin ver ante los ojos otra cosa que el cendal de la bruma:

- ¡Señor, Dios de los Ejércitos, no me desampares en esta hora de prueba! ¡Señor, sácame de este encanto para que pueda derramar por ti mi sangre!... ¡Vaites!... ¡Vaites!... ¡Servicio del Rey, servicio de Dios!... ¡Sácame de aquí, Gloriosa Santa Euxia!...

Hasta que salió la luna no pudo encontrar el camino. Se puso a correr para no helarse, y cruzó ante una iglesia, oyendo el vago son de la campana movida por el viento. Se detuvo para colgarse al cuello la esquila, y bajó al caserío por una trocha honda, convertida en un torrente. Aletazos de huracán, traían en jirones el alerta de los centinelas. Roquito se puso a caminar encorvado, rondando las tapias de los huertos. La esquila campaneaba golpeándole el pecho. Algunos perros ladraron en la lejanía. Una voz asustada gritó en la oscuridad:

- ¡Quién vive!

Roquito se santiguó, y con el alma llena de luz siguió andando. El pregón de la esquila le anunciaba. Oía en las tinieblas los pasos del

centinela, y no veía su sombra. La voz volvía a desgarrar la noche:

- ¡Alto!... ¡Quién vive!

Y Roquito volvió a santiguarse, continuando su ronda arrimado al muro. Sentía un suave calor, una divina fragancia, como si deshojasen sobre su alma las rosas del Paraíso. En medio de la nieve y del viento, hallaban cuanto eran dulces los caminos de Dios. Sonó un tiro, y sintió como si le desgarrase la espalda la uña encendida de Satanás. Acababa de arrojarlo de sí. La carne aterida, gustó como un regalo correr la sangre tibia. De improviso abrióse una puerta que se iluminó con la lumbrarada encendida en el zaguán. Vio unas sombras que se destacaban y sobresalían por oscuro sobre el fondo rojizo. Oyó voces:

- ¿Qué ha sido?

- ¿Echaste el alto, quintarraco?

- ¿Tumbaste a Carlos Chapa?

- ¡Juy!... El miedo te finge facciosos.

Luego venía la voz humilde del bisoño que daba la centinela:

- He oído una campanilla... Eché el alto y no me contestaron.

En el fondo rojizo de la puerta negreaba la figura del sargento, que encendía el cigarro con un tizón, derribado el gorro de cuartel sobre la oreja.

- ¿En qué año te parió tu madre, quintarraco?

- Pues así de súbito no sé decirle, mi sargento.

- Te ha parido el año del miedo. Oíste una esquila y has cuidado que era lacampanilla que anunciaba la fin... Y nos espantaste la cena. Gran ladrón, cuando acá estábamos diciendo, vamos a coger por los cuernos a esa res descarriada, tú nos la espantas con un tiro.

Se oyeron otras voces haciendo coro a la del sargento:

- ¡Gran ladrón!

- No dispararas si serían facciosos.

- ¡Aguarday, que me parece oír la esquila!

- ¿Sería una vaca?

- No sería una vaca, pero sería una oveja. Para la cena ya llegaba.

Roquito, agazapado en el recodo de una tapia, con el ánimo en zozobra, sujetaba el badajo de la esquila, para que no sonase fuera de sazón. Aún duraba la zalagarda de los perros que olían la pólvora,

cuando los otros volvieron a entrarse y cerraron la puerta, quedando la noche en mayor negrura, al extinguirse el reflejo de la hoguera que ardía en el zaguán. A poco, se oía el rasgueo de una guitarra y el jaleo de la jota. Los pasos del centinela se apagaban en la nieve de la vereda: Roquito, sin salir de la sombra del muro, campaneó muy blandamente la esquila, que produjo un son apagado y huérfano, perdido en la noche. Lleno de ansiedad adivinó que la sombra del centinela venía para él:

- ¡Vaites!... ¡Vaites!... Tú procuras tomar del cuerno a la res...

Roquito, para llevar más lejos al centinela, se arrastró sigiloso. Oculto bajo el emparrado de una puerta, volvió a tañer la esquila. El centinela venía a tientas, sin ruido, con el gozo y la zozobra de dar caza a la res, y ofrecerla en la cena de su sargento. Entró bajo el emparrado. Roquito entonces fue hacia él, y para conservarle en su engaño, andaba encorvado, con las manos en la nieve y la esquila campaneante sobre el pecho. El centinela tendió un brazo y palpó en el aire. Roquito entonces saltó incorporado, y le clavó su cuchillo en la garganta, con tal golpe, que no pudo arrancarlo. Corrió a la casa, entró al establo, sacó a brazadas la paja y la amontonó ante las puertas, al pie de las ventanas, bajo los carros. De tiempo en tiempo se detenía a escuchar. Los soldados del retén se emborrachaban con el chacolí del casero, las coplas de la jota tenían un aire bárbaro, y en la guitarra sólo quedaban los bordones. Se oyó el canto de un gallo, Roquito se apresuró, puso fuego a la paja que acababa de esparcir y huyó agitando los brazos:

- ¡Vaites! ¡Vaites!

En el camino se detuvo, y puesto sobre un bardal, miró al caserío. Bajo la luna, que ahora bogabaen un gran cerco de ensueño, se alzaban las llamas del incendio.

Roquito pensó en el soldado muerto. Recordó que era un bisoño y tuvo lástima. De pronto se estremeció:

- ¡Virgen Santísima, no sería aquel rapaz tan nuevo que topamos ayer, y nos dio pan para el niño!

Se puso a llorar y a correr. Cerca de Otaín, unos soldados que vivaqueaban, le prendieron tomándole por loco, y como la herida que tenía en la espalda marcaba una huella de sangre, le enviaron al hospital en un carro de forraje. Cuando atravesó la antigua villa agramontesa, tiritaba de fiebre y daba voces de delirio. Dos monjas le recibieron en la portería del piadoso asilo, fundado cien años antes por Doña Juana Azlor

de Aragón, abadesa en Santa Clara de Viana.

Capítulo VII

Algunos oficiales jugaban al dominó en el único café de la villa, y otros paseaban en la plaza, bajo los arcos del palacio de Redín. Era la plaza grande y silenciosa, con una iglesia y un parador. De tiempo en tiempo pasaba sobre el silencio el vuelo de las campanas. Un capitán de cazadores, pesado y corpulento, con la ceniza del cigarro esparcida por la barba, salió del café muy sofocado, abrochándose el capote, y se acercó a dos oficiales que discutían:

- ¿Qué hay, caballeros? ¿Se sabe si vamos a dormir mucho tiempo en este maldito pueblo?

Alzó los hombros, muy desdeñoso, el más alto de los dos oficiales, un buen mozo que lucía sobre el dormán de los húsares la venera de Santiago:

- Eso nadie lo sabe. Dependerá de lo que hagan los carlistas. Lo de siempre... Ellos nos llevan y nos traen...

Interrumpió el otro oficial, que era alférez abanderado de Numancia:

- Yo creo que les atacaremos antes de mucho tiempo. ¿Usted qué opina, mi capitán?

- Que eso debió hacerse ayer. Hoy pueden ocurrir dos cosas...

El capitán se detuvo, tascando con rabia un cigarro apagado. Viéndole pensativo, el húsar santiaguista le interrogó con una sombra de burla:

- ¿Dos cosas, o tres?

El capitán sacudióse la ceniza de la barba:

- Vosé... Estaba con otra duda... ¿Tú has visto barajar a ese teniente andaluz? Yo creo que las amarra.

El húsar rió alegremente:

- ¡Habrá que pedirle lecciones! ¿De modo que te has dejado robar?

El capitán, siempre tascando el cigarro, golpeaba la piedra del yesquero con el eslabón:

- No me tengas lástima, niño. Ya hallaré el desquite... A los tramposos se les gana mejor en cuanto se les conoce la trampa.

El alférez abanderado cambió una mirada risueña con el húsar:

- Me parece queserá tarde el desquite, mi capitán.

- Esta noche hallaré quien me preste. ¿Si es por eso?...

- No, no es por eso, mi capitán.

- Entonces, usted dirá, señor alférez.

- Ese teniente está destinado al Batallón de Alcolea.

Y afirmó el húsar:

- Esta tarde sale para Tolosa. Nosotros le hemos visto tomar bagaje, querido García.

El capitán los miró frunciendo el ceño:

- ¿Estáis de broma?... ¡Bueno, pues que se lo lleve todo el demonio! Lo malo será que permanezcamos aquí hasta criar moho.

El alférez se impacientó:

- No, no es posible que dejemos de atacar al Cura. Hay confidencias de la gente que tiene... ¡Apenas cien hombres!

Oyéndole, el capitán movía la cabeza:

- No creo en los confidentes. Si han dicho cien hombres, serán mil. De atacarle, debió ser sobre la marcha.

El húsar le puso una mano sobre el hombro:

- Ya nos dijiste que ahora pueden ocurrir cinco cosas. Pero te has callado cuáles sean.

- Dos he dicho, niño. A mí con burlas, no. Una. que cuando lleguemos se lo haya tragado la tierra: Otra, que tenga noticia de nuestro movimiento, y nos sorprenda en el camino eligiendo el sitio bien atrincherado...

Interrumpió el alférez:

- Le atacaríamos, mi capitán.

- Y nos costaría muchas bajas... Para nada, porque al final se lo tragaría el monte.

El húsar sonrió cínicamente:

- Es posible que no le atacásemos... Después del paseo nos volveríamos acá cubiertos de gloria...

El capitán tiró el cigarro y lo pisó:

- ¡Es posible! ¡Es posible!

Continuó el húsar en el mismo tono:

- Veo que conocemos la guerra. Cuando tú llegaste, discutía eso mismo con el alférez Alaminos. Atacaremos a los carlistas. Pero no será para vencerlos, sino para justificar una propuesta de recompensas.

Hablaba sin despecho, con un cinismo sonriente, orgulloso de poder decir aquellas audacias que el capitán, un veterano amargado y lleno de deudas, oía en silencio, manoseando la barba. Se cruzaron con dos coroneles que también mataban el tiempo paseando bajo los porches, y el alférez, porque le oyesen, levantó la voz, sacando el pecho con aire fanfarrón:

- El Duque de Ordax no debía hablar así, permíteme que te lo diga. Nuestro honor es el honor del Ejército...

El otro apenas hizo caso:

- ¡Bah!... Palabras de arenga.

- Yo puedo asegurarte que no espero ninguna recompensa... Si la obtuviese, sería por haberla ganado.

El húsar le hincó los ojos que tenían una mirada clara y burlona:

- Yo, en cambio, la espero. La Duquesa de la Torre se lo ha prometido a mimadre.

- Insisto en que no debías hablar así. ¡Es un insulto que lanzas sobre todos nosotros!

El Duque de Ordax frunció las cejas un momento, y luego se echó a reír, entrándose al café lleno de oficiales. El capitán y el alférez se miraron. El abanderado con una interrogación muda, el otro sonriendo paternal:

- Acabaremos teniendo una cuestión. A mí no me imponen sus aires ducales. ¿Ha visto usted qué risa procaz? ¡Intolerable!

- No sea usted chaval, alférez Alaminos.

Capítulo VIII

El Duque de Ordax tomó asiento cerca de una ventana, y como los otros continuaban bajo los porches, tocó en los cristales y los llamó con la mano. El capitán y el alférez entraron. Alaminos tenía un gesto de reserva pueril. Viéndole llegar, el húsar murmuró con gran sencillez:

- Fuera hace demasiado frío, caballeros.

El capitán arrastró una silla:

- ¡Eres un demoledor!

Y dio a sus palabras ese énfasis que dan los predicadores a las sentencias latinas. El Duque murmuró con cierto empaque de antigua nobleza:

- ¡Dejemos eso!...

Y puso, su mano enguantada sobre el hombro del alférez, que sonrió forzadamente, atusándose el bozo, apenas una sombra de humo sobre su boca, que tenía el carmín de una boca de mujer. El capitán hundía las manos en los bolsillos de su pantalón:

- ¡Jorge, que los mozos conserven sus ilusiones!

Alaminos los miró enrojeciendo:

- ¿No negarán ustedes que hay oficiales valientes y que se baten?

Alzó los hombros el húsar:

- Cierto. Uno soy yo... ¿Pero a qué viene eso?

El capitán reía, soplándose la barba:

- ¡Eres un demoledor!

El Duque le miró con lástima:

- ¡Pero tú tienes que estar de acuerdo conmigo!

- ¡Hombre, tanto como de acuerdo!

- Tienes cien cruces, cien medallas y cien años de capitán. ¿Tú eres capitán desde la guerra de África?

- No, desde antes. Allí gané una laureada. El grado lo gané por haberme sublevado en Vicálvaro.

El Duque de Ordax y el alférez abanderado rieron ante la buena fe del veterano. En este tiempo se acercó a la mesa una vieja encorvada, vestida con hábito de estameña:

- ¿Qué desean, señores militares?

El capitán se volvió al húsar:

- ¿Tú convidas, Duque?

El otro afirmó con la cabeza, y la vieja se puso a limpiar el mármol:

- Como se han ido los mutiles, tienen, pues, que dispensar el servicio malo. Somos acá solicas las mujeres.

El capitán interrumpió:

- ¿No quedaba ayer, todavía, un mozo?

- Cuando cerramos pidió su cuenta, y en la misma noche se fue.

- ¿A los carlistas?

- ¡Puesqué hacer!

Él andaba rehacio, pero desde el caserío vinieron los padres suyos y lo decidieron. Lloraban los pobrecicos porque ya son tres las prendas que tienen en la guerra.

Fruncido el delicado entrecejo de damisela, descargó un puñetazo sobre la mesa el alférez Alaminos:

- ¡Esos padres merecían ser fusilados!

Replicó la vieja con gran energía:

- ¿Por qué? ¿No sabéis vosotros otra canción mejor que ésa? ¡Virgen, que tengo priesa y no mandáis!

El Duque se distraía avizorando la plaza, ocupado en cambiar guiños y sonrisas con una muchacha que, de tiempo en tiempo, asomaba en el gran balcón saledizo que tenía el parador. Al apremio de la vieja, el capitán le tocó con el sable:

- ¿Qué tomamos?

El Duque volvió la cabeza, con gesto lleno de indiferencia y luego continuó mirando a la moza. Un momento quedó el capitán en grave meditación:

- ¿Señor alférez, qué diría usted si encendiésemos luminarias?

El alférez repitió sin comprender:

- ¿Luminarias?

- ¡Con ron!

- ¡Admirable, mi capitán!

El Duque continuaba enviando sonrisas al balcón del parador, y el capitán encargóse de hacer el ponche. Sentado enfrente, el alférez contemplaba aquellas llamas de humorismo y de quimera con una obstinación dolorosa:

- ¡Yo había soñado ser general!

El veterano esbozó una sonrisa de león cansado:

- ¡Todos, cuando jóvenes, hemos tenido el mismo sueño!

Volvieron a quedar silenciosos, y en el fondo de sus pupilas temblaba la llama azul del ponche como el final de aquellos sueños. El alférez interrogó con un gesto vago:

- ¿Usted está resignado, mi capitán?

- ¡Hace mucho tiempo!

- No lo comprendo... Yo dejaría de batirme.

El Duque de Ordax les dirigió una mirada burlona:

- ¿Por qué se baten los carlistas?

Y el alférez respondió secamente:

- No sé. Nunca he sido carlista.

Afirmó el capitán, poniéndose una mano en el pecho, semejante a un santo resplandeciente de candor y de fe:

- Yo me bato como el soldado, por el honor de mi bandera.

Insistió el alférez Alaminos:

- El soldado, si lo dejasen, tiraría el fusil y se volvería a su casa.

El capitán enrojeció:

- No todos. Yo he sido soldado, y también me batí por mis ideas.

Interrogó el Duque de Ordax:

- ¿Qué ideas eran las tuyas, García?

Se puso en pie el veterano. La ola de su barba derramábase sobre el pecho y le tocaba los hombros. Parecía el gigantesco San Cristóbal:

- ¡Las ideas de la libertad y del progreso!

Se habían extinguido las llamas del ponche, y el veterano, aprovechando estar en pie, llenó los vasos. Los tres bebieron,chocando el cristal, y el alférez levantó su vaso sobre los otros:

- ¡Por el ascenso de nuestro amigo el noble Duque de Ordax!

Y era terrible la expresión rencorosa y envidiosa de aquellos ojos azules, casi infantiles. El capitán volvió a beber:

- ¡Por la República!

Los otros sonrieron vagamente, sin mirarse. Y cuando el capitán posó el vaso en la mesa, haciendo sonar el cristal, comentó burlonamente el Duque:

- Hubiera sido mejor un responso que un brindis.

El alférez dejó ver sus dientes blancos:

- Mi capitán, ahora debe brindarse por el hijo de Doña Isabel. ¿Verdad Jorge?

- No sé.

- ¿Tú no sabes?...

Una risa solapada corría por su voz, y el veterano, con su gesto plácido, desaprobaba moviendo la cabeza. En esto vio entrar a un oficial de cazadores y le llamó lleno de cordialidad:

- Teniente Velasco, venga usted a beber con nosotros.

El oficial saludó llevándose la mano a la visera del ros enfundado de hule:

- Hacen ustedes bien en tomar ánimos. Está ya decidido que salgamos en persecución del Cura.

Interrogó Alaminos:

- ¿Se sabe cuándo?

- Mañana tal vez... Pero solamente fuerzas de Infantería.

El Duque de Ordax apuró el último sorbo y se puso en pie:

- ¿Qué fuerza de Infantería?

- Ontoria y Arapiles.

- Voy a solicitar permiso para ir con ustedes. Aquí me aburro demasiado. Hasta luego.

Saludó militarmente y salió a la plaza arrastrando el sable. El alférez sonrió con despecho:

- ¡Qué farsante!

- ¡Un buen chico! No olvidemos que nos ha convidado, alférez Alaminos.

Y el veterano volvió a llenar los vasos con las mejillas resplandecientes y una llama dulce y expansiva en los ojos:

- ¡Beba usted, teniente Velasco!... ¿Se sabe dónde está el Cura?

- Las confidencias le daban en Astigar...

- ¡Saldrá mentira!

- ¡Y tan mentira!... Ya se dice que fusiló al destacamento que teníamos en San Paúl.

- Pues no se anda ese camino en una noche. ¡Lo conozco bien!

Interrogó el alférez:

- ¿Pero está confirmada la noticia?

- La noticia del fusilamiento aún no está confirmada definitivamente. Lo único que se sabe con certeza es la defensa heroica que han hecho

los nuestros. El Cura tenía más de dos mil hombres, y los sorprendió dormidos. Esta mañana llegó un soldado cubierto de heridas.

- ¿Y los otros?

- Se teme que hayan caído prisioneros. El capitán suspiró:

- ¡Pues no me extrañaría que hubiesen sido bárbaramente inmolados!

Comenzaban a tocar las cornetas en la plaza. El café rebosaba de oficiales que hablaban a voces,golpeando el mármol de las mesas con las fichas del dominó, manoteando y gesticulando en un vaho de humo. Y en o aquel seno caótico, sobre los roses relucientes, se hacían guiños cuatro lámparas de petróleo, con pantalla verde.

Capítulo IX

El Mariscal de Campo Don Enrique España había entrado en la antigua villa agramontesa como en un campamento de moros, desplegadas las banderas, sonantes los tambores, la soldadesca hambrienta y desmandada, soberana y soberbia. Los sargentos veteranos jaleaban a bisoños que, por cobrar fama, se mostraban audaces y rompían filas, entrándose a las casas, abrazando a las mozas, sacando afuera las herradas llenas de vino... Por castigar a la villa de su claro abolengo legitimista, el anciano general asentó sus cuarteles en un convento de monjas y mandó clavar la campana que anunciaba los rezos. Solamente días después, al terminar un agasajo de chocolate y confituras, le venció el ruego de las monjas, y con galantería de viejo gentilhombre dejó aquel alojamiento para trasladarse al palacio de Redín.

La Condesa, dama en otro tiempo muy famosa por sus ideas liberales, hacía muchos años que llevaba vida retirada entre aquellos muros, sin pisar jamás la calle. Era una anciana de gran talento y de extraordinaria energía, con una vanidad un poco rancia por su belleza pasada, por su literatura epistolar y por la gloria del general Redín. Al conocer el triunfo de las armas liberales, habíase calado los espejuelos de concha, y requirió la pluma para ofrecer su palacio al vencedor de las partidas carlistas reunidas en Otaín. En la carta, muy larga y de letra ya temblona, hacía recuerdo de su luto y de su soledad, con una melancolía que evocaba el buen tiempo de los rizos cayendo sobre las mejillas y de las camelias en los corpiños. Consagraba un suspiro a los días felices, aquellos cuando aún la muerte no había segado la hermosa vida de su inolvidable esposo, el Capitán General de los Ejércitos Don Francisco de

Redín y Espoz, Conde de Redín y Marqués de los Arapiles. ¡El héroe nacional en la gran epopeya de la guerra contra Bonaparte!

Al cabo de los años se abrieron nuevamente los grandes balcones de palacio, y el sol, iluminando rayólas de polvo, entró en las estancias, y vio pasar la sombra de la anciana señora y el claro vestido de su nieta. En el patio, todas las mañanas cantaba un clarín, y a lo largo de los corredores se acompasaba el son de las espuelas con el son de los sables. La Condesa sentíase revivir. Con una sonrisa de abuela se asomaba a las ventanas para ver entrara los ayudantes del general cuando volvían de correr el campo, en alegre tropel, a la caída de la tarde. Y nunca ponderó su bizarría sin tener que enjugarse los ojos. En el patio, las herraduras de los caballos resonaban con noble estrépito, y aquellas piedras viejas se animaban con el golpe de uniformes y el aleteo de as banderas.

La llegada del general y de su Estado Mayor llevó gran mudanza al oscuro palacio de Redín. La Condesa, desde muy temprano, poníase una pañoleta de encaje sobre la nieve de sus canas, y se colgaba al cuello un gran medallón de oro, que aprisionaba en cerco de diamantes rosas, el retrato en miniatura del inolvidable General Redín. En cuanto a la nieta, pasábase las horas en el salón hablando con algún oficial del Estado Mayor. Ellos la cortejaban muy respetuosos, y ella los miraba con un hechizo riente, sintiendo un poco de calor en las mejillas. Alguna vez, para templar las hipérboles galantes, hablaba de su aburrimiento en aquel palacio, con sus tertulia de señoras graves, que seguían discutiendo las batallas de la primera guerra carlista, encorvadas, gruñonas, haciendo hilas, apartadas en bandos. Doña María Liñán, el aya, y la abuela, para los heridos liberales. Y las otras, un grupo de cinco viejas solteras, para los heridos de la Causa.

Eulalia, si algún momento quedaba sin escolta, mirábase al espejo, se prendía una flor, y en el clavicordio de la abuela tocaba un vals, que había bailado mucho en otro tiempo, cuando sus padres daban fiestas en su palacio de Madrid. Aquel caserón tan viejo y tan alegre, que parecía haber recogido entre sus muros el rumor de una verbena, adonde acudiesen princesas manolas, y duques chisperos. Algunas veces la abuela buscaba la compañía de la nieta. Eulalia oía desde lejos el golpe de su bastón, y se volvía hacia la puerta para enviarle una sonrisa, con los dedos volando sobre el rancio marfil. La Condesa tomaba asiento en un sillón, y cruzaba las manos, con mitones de seda,

sobre la muleta de plata de su caña de Indias. Enfrente tenía el retrato del inolvidable General Redín. Era un lienzo de enorme tamaño, pintado en el año treinta por Antonio Esquivel. Representaba al héroe vestido de gran uniforme, con casaca azul bordada de oro, calzón blanco y altas botas. Tenía una mano en la empuñadura del sable y la otra en el pecho, con tres dedos desapareciendo bajo la banda de Carlos III. Unos rizos muy negros, aplastados sobre la frente, le caían hasta el arco de las cejas, y los ojos tenían una hermosa miradaguerrera y fiera. La Condesa, después de suspirar varias veces abriendo y entornando los párpados, solía dormirse ante el retrato de su inolvidable esposo, arrullada por los recuerdos y por el vals que tocaba su nieta.

¡Oh, música ligera que el viejo clavicordio desgrana lleno de pesadumbre! Eulalia la tenía olvidada, y de pronto creyó oírla muy lejana, con vaguedad de sueño, bajo la mirada de un húsar que luce sobre el dormán la cruz de Santiago. Habían bailado juntos el último vals. El húsar se lo recordó, y ella se puso encendida. Ahora, con una tristeza que le llena los ojos de lágrimas y que no sabe explicarse, sin terminar el vals inclina la frente sobre el marfil del clavicordio, que produce un largo gemido:

- ¡Qué loco! ¡Qué loco! ¡Y se ha casado!

Capítulo X

Las cornetas alzaban su coro entre un son de campanas que tocaban a misa. Reunidos en el atrio de la iglesia, esperando la llamada del esquilón, atendían a la formación de la tropa algunos viejos señores, prez de la antigua villa agramontesa. Paseaban embozados en sus graves capas, y de tiempo en tiempo se detenían para hacer algún comentario. Don Teodosio de Goñi dejó oír su risa clueca:

- Desde el campanario de la iglesia, un buen tiro, y cazaba al petimetre de la cruz encarnada, que sale ahora del palacio. ¡Si pudiera, aún entraba en mi casa por la escopeta!

Afirmó Don Iñigo de la Peña:

- Si lo hubiéramos pensado con antelación pudimos tener escondidas las escopetas en el campanario y cazar a unos cuantos.

Sacando fuera del embozo la boca sumida, que semejaba una gran arruga, volvió a reír Don Teodosio:

- A mí no me iba el húsar de la cruz colorada, y tampoco aquel sargento de los bigotes. ¡Le tengo gana al sargento aquél!

Susurró un viejo alto y espiritual, que llevaba una anguarina sobre los hombros:

- ¡Coincidimos, querido Teodosio!

- ¡También tú!

Todos aquellos señores hicieron extremos de sorpresa, a la par de Don Teodosio. El caballero de la anguarina les fijaba los ojos, unos ojos dulces que tenían el misterio de dos flores:

- Ese sargento está alojado en mi casa...

- ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!...

Y reían todos con esa risa lenta y cascada que acababa siempre en toses. Barboteó Don Teodosio:

- ¿Te ha dejado sin gallinas?

Y, dándolo por cierto, afirmó con gravedad socarrona el tonsurado Don Eulogio:

- No suponía en usted ese espíritu de venganza...

El anciano de la anguarina interrumpió:

- ¡Ya sabéis que no tengo corral!... Pero ese sargento es un mal hombre. En micama está acostado un pobre pistolo a quien medio mató a palos. Lo hubiera matado si no bajo a las voces y se lo saco de entre las manos.

Don Pelay de Leza hablaba con la emoción de un niño. Su rostro viejo, de ojos tan puros, tenía la blancura transparente de la hostia y una claridad infantil. Los otros sentían el contagio de aquella emoción. Don Teodosio preguntó iracundo:

- ¿Le tienes en tu casa a ese pistolo?

- Sí.

- Bueno... No debe volver a las filas..., Será un soldado más para la Causa.

Don Diego Elizondo, un gigante de huesos, que llevaba antiparras negras, hizo gestos terribles y desdeñosos:

- ¡Mal soldado el que se deja pegar! Que vuelva al regazo de su madre ese mocete... No sirve para carlista.

Cloqueó Don Teodosio:

- Pero que deje en prenda el fusil.

Se habían detenido haciendo corro, y volvieron a continuar su paseo al abrigo de la iglesia. En la plaza se reunían los cazadores al son de las cornetas. Llegaban apresurados por las callejuelas angostas, con el fusil al hombro y los roses enfundados de hule. A la puerta del palacio, un soldado sin armas tenía del diestro la oronda mula que solía montar el general, y a corta distancia unos bagajeros esperaban con varios caballos matalones que tenían enfundados los hocicos en sendos alforjines de cebada: Eran las monturas para los capitanes de aquella tropa de infantes, tributo de guerra que, después de largo pleito, otorgaba la merindad. De pronto hubo gran movimiento en la plaza, y dos criados que abrían de par en par las puertas del palacio, arrendáronse a los lados con respeto. El general salía entre su Estado Mayor. Andaba muy despacio, atusándose el frondoso mostacho, inclinada ligeramente la cabeza para oír a los que le hablaban. Antes de montar se acercó a los soldados, revistándolos en silencio, con las cejas fruncidas y un resuello gruñón. Habló con algunos sargentos veteranos, enderezó a un bisoño, sacudiéndole por los hombros con cierta brusquedad paternal, y estrechó la mano del capitán García:

- ¿Qué hay, capitán? ¿Usted ha sido de la expedición del coronel Zurbano?

- Sí, mi general.

- ¿Conocerá usted el valle de Arguiña?

- Sí, mi general.

- ¿Y los montes de Astigar? ¿O no llegó a cruzarlos el coronel Zurbano?

- Cruzamos entre los dos picos. Una marcha de diez horas para tres leguas, mi general.

- ¿Mal camino?

- No lo hay peor.

Halagado por aquel interrogatorio, el veterano tenía una sonrisa radiante. El general, de pregunta a pregunta, deja un gran espacio de silencio:- ¿Qué fuerzas carlistas perseguía aquella columna?

El capitán plegó el ceño e hizo semblante de meditar.

Acababa de revelarse como un goce nuevo el arcano de las pausas. Quería imitar al general en aquellas lagunas de silencio, y se sumergía en ellas como en un misterio voluptuoso y religioso:

- Obedecíamos órdenes secretas del Cuartel General... El coronel me distinguía, y varias veces escuché de sus labios que era empeño de honor acabar con las kabilas de Santa Cruz...

Y se puso una mano sobre el corazón, como si quisiese recordar el ademán heroico del coronel Zurbano:

- ¿Dónde sorprendieron al Cura?

- No le sorprendimos. Cuando nosotros dominamos los montes, se había corrido a la raya de Francia. Tuvimos algún tiroteo con otra partida que nos vino hostilizando parte del camino, y acabó por huir ante nosotros. Un pastor nos dijo que era la partida de Miquelo Egoscué.

El general quedó un momento caviloso:

- ¡De suerte que tan malo es el camino!

- ¡Muy malo!

- Pues es preciso que nuestra gloriosa enseña flote victoriosa sobre las cumbres de Astigar.

El general levantaba la voz al mismo tiempo que iba corriendo la mirada por las filas de soldados. El capitán sintióse inspirado y conmovido, como si acercase a sus labios la copa de los brindis, en el final de un banquete:

- Mi general, guiados por vuecencia, llegaremos a clavar nuestra gloriosa bandera en el mismo sol.

Don Enrique España sonrió. De pronto, reparando en el bisoño, que volvía a torcerse bajo el peso del fusil, le preguntó:

- ¿Todavía no has olido la pólvora?

El soldado le fijó las pupilas llenas de interrogaciones, como si no hubiese comprendido. Un cabo le advirtió:

- Te pregunta si estás fogueado.

Y el soldado gritó como si el general estuviese a una legua de distancia:

- ¡No, mi general!

- Pues hoy sabrás cómo silban, hijo.

Volvióse haciendo seña para que acercasen su mula, y montó con la lentitud de un canónigo. Sonaron de nuevo las cornetas, y la escuadra de zapadores rompió marcha. Los viejos legitimistas que paseaban en el atrio se detuvieron para ver el desfile de la tropa. Don Teodosio de Goñi

susurró bajo el embozo:

- ¡Habrá que ver cómo vuelven!

Y Don Diego Elizondo repuso, afirmándose las negras antiparras:

- Con un poco más de barro en las polainas.

- ¡O descalabrados!

El gigante de las antiparras volvióse al caballero de la anguarina:

- ¿Tú crees en esta persecución contra el Cura?

Don Pelay de Leza miró a todos sonriendo con timidez, como si quisiese desagraviarlos, y luegomurmuró con una dulzura triste y cordial:

- ¡No puedo creer en esas cosas!

Gritó don Diego Elizondo:

- ¡Yo tampoco! ¡Y afirmo que los guiris se entienden con el cura!

Suspiró Don Pelay:

- ¡Están de acuerdo para desacreditar a los carlistas! ¡Las naciones nos hubieran concedido la beligerancia sin las ferocidades de Santa Cruz! No es afirmación gratuita: Son palabras del general Don Antonio Lizárraga.

Hacía tiempo que sonaba el esquilón, y el caballero de la anguarina entró a oír la misa. Los otros, le siguieron. Cloqueaba Don Teodosio:

- ¡Manuel Santa Cruz podrá ser un equivocado, pero no es un traidor!

Rebatía Don Iñigo de la Peña:

- ¡Hace la guerra como un bandolero!

- ¡Como debe hacerse la guerra! ¡Como debe hacerse la guerra!

Y gritaba Don Diego Elizondo:

- El Cura está de acuerdo con los guiris. ¡Pero no han contado con Miquelo Egoscué, ni con Don Pedro Mendía, ni con el Manco, ni con el Sangrador!...

Capítulo XI

Miquelo Egoscué capitaneaba una tropa de cien boinas rojas, gente valerosa y sufrida. Aquellos mutiles parecían hermanos entre sí, hijos de algún viejo patriarca que todavía repartiese justicia bajo el roble de Astigar. Miquelo Egoscué se juntó con ellos en la cueva del monte, donde tenían su cuartel: Hizo matar las siete cabras que llevaba el pastor, y

mientras se asaban para el banquete, en la gran hoguera de urces, enteró a sus mutiles de la carta del Cura.

- Yo voy allá con los que quieran seguirme.

El segundo de la partida respondió por todos:

- Está bien.

Era un viejo molinero de Arguiña. El capitán continuó:

- Lo primero es ir... Luego veremos... ¿Conformes?

- Conformes, mi capitán.

Y en la oscuridad del roquedo, la voz de todos se juntó en un son oscuro, y despertó el eco que había repetido el rugir de los leones milenarios. La figura del pastor se alzó entre el humo de la hoguera:

- Amo Miquelo, bajo a la rectoral por la yegua del Rector. No vayas tú a pie. Si te hemos de ver, tienes que ponerte más alto.

Se agachó para meter en el morral las siete esquilas ensangrentadas, y escapó gritando:

- Para no tardarme saldré al camino con la yegua.

- Pues espera en la Venta del Camino de Francia.

El molinero de Arguiña, que estaba tendido cerca de la hoguera, se incorporó lentamente, poniéndose la boina:

- No me fío mucho, Miquelo.

Interrumpió el otro con fiereza:

- ¿De quién no fías?

- Del cura... ¿Pues de quién?

- Yo tampoco me fío. Por tanto, quiero saberlela intención.

- Hoy mismo nos contó un veredero que había desobedecido órdenes del Rey Don Carlos.

Murmuró un mozo volviendo en la hoguera el cuarto de una cabra:

- ¡Quiere ser solo! Otro tiempo anduve en su compañía, y bien lo conozco.

El molinero estuvo conforme. Más lejos se alzó una voz:

- Juaneo, el veredero, cuenta que ha sido recibir la orden, y leerla en presencia de su gente, y romperla y tirar los pedazos con una gran risa...

Venía la voz del otro lado de la hoguera, donde tiritaba un mozo enfermo que mostraba el demacrado perfil, incorporándose sobre el

poncho, convertido en cabezal. Se alzó más lejos otra voz que la oquedad de la cueva hacía resonante y profunda:

- ¡Estaría yo en las filas! ¡Dios, que allí lo vuelco con una bala en la cabeza!

Y entre el tumulto dorado de las llamas se destacó la figura de un hombre, con el torso desnudo y los brazos ensangrentados hasta el codo, que desollaba una cabra, atada por la cuerna a un saliente de la roca. Y las voces se encadenaban como los ecos:

- ¿Se sabe que la orden era del Rey Don Carlos?

- ¡Es la palabra de Juaneo!

- La orden no era del Rey. Era del general Lizárraga.

- Santa Cruz quiere ser solo en el mundo.

- ¡Mala cosa es la envidia!

- Por ella ya le ponen tacha de traidor.

- ¿No lo es? Otros lo han sido con mayor renombre.

- ¡Lo fue Cabrera!

Gritó el capitán:

- Si es traidor o leal lo sabremos mañana. En tanto yo seguiré teniéndole por amigo.

Sacó del fuego un pernil de cabra, y comenzó a partirlo sentado a la redonda con algunos soldados. Hizo reparo un mozo de Roncesvalles:

- Aún chorrea la sangre, capitán.

- Crudo te lo comieras.

Afirmó otro soldado:

- Así es más sabroso.

- ¿No tenéis vino?

- Yo tengo una pellejuda, capitán.

- Tráela para acá, mutil.

Miquelo Egoscué bebió largo y despacio. Tras él bebieron los otros. Dijo un soldado:

- ¡Es puro de uva!

Y el capitán:

- Dejad para otra ronda, muchachos.

Cuando dieron fin de aquel pernil, retiraron otro. Los cien hombres de

la partida bebieron y se holgaron en el rústico banquete. El molinero de Arguiña comenzó a cantar, y puso en hilera las cabezas degolladas de las siete cabras: Eran de aspecto brujesco bajo el resplandor de la hoguera, con sus ojos lívidos, y sus barbas sangrientas, y sus cuernos infernales. Se oían los tiros de la salen el fuego. Miquelo Egoscué ofreció vino a un soldado que estaba en su corro:

- Mutil, disponte a cantar.

El soldado se alzó dando un relincho, y plantado en medio de la cueva tiró la boina por alto:

- ¡Jujurujú! ¿Quién sale a contender con Pedro Larralde? ¡No me proclamo versolari, amigos! ¡Es por el honesto divertimiento!

Hubo un largo silencio, y luego resonó una voz:

- ¡Aquí se encuentra Martín Rojal!

Con los brazos ensangrentados y el torso todavía desnudo, adelantó el mozo que había desollado las cabras. Gritó animoso el molinero de Arguiña:

- ¡Viva el versolari de Albéniz!

Y clamaron otras voces:

- ¡Viva el de Astigar!

El de Albéniz salió de la negra humareda, gigantesco y desnudo, y fue a ponerse en la boca de la cueva. El de Astigar le siguió meditabundo. Era pálido, con grandes barbas negras y los ojos cavados como un monje. Había sido novicio en un convento de Francia. Cerró los ojos y empezó a cantar improvisando:

Señora Reina, rosa blanca,

de la clara sangre real;

Señora Reina que hace hilas

su pañolico de cendal;

cuando del pecho me sacaban

una bala en el hospital,

eran sus manos con anillos

a sostener mi cabezal.

Tenía una voz grave. Después de terminar seguía con los ojos cerrados. Cantó el de Albéniz:

- Blancas manos de la Señora;

aún más que flor de limonero,

más que vellón, más que fariña,

y el pedrisco del aguacero,

más que la boina del Rey Carlos

y que la luna en el Enero...

Blancas manos de Señoría,

en cada un dedo su lucero.

El versolari de Astigar abrió los ojos, sonriendo vagamente:

- ¡Da la mano!

Pero apenas pudo ver la sombra del otro, que saltaba por encima de la hoguera, tendidos los brazos ensangrentados:

- ¡Jujurujú!

La luna caía sobre la nieve y entraba en la cueva el resplandor. Terminó el banquete entre gritos y cánticos, y el capitán dio orden de partir. Se alinearon fuera, bajo el azul nocturno, y en las almas tenían el temblor misterioso y luminoso de las estrellas. En la bajada del monte, entre la masa fosca de un pinar, tiembla también una luz. Allí es la Venta del camino de Francia.

Capítulo XII

Cara de Plata y el contrabandista se calentaban en la cocina de la venta, esperando la hora de media noche para ponerse al camino, bajo la fe del ventero. La monja y la muchacha habían subido al piso alto, donde, tras largo rezo, descabezaban un sueño, juntas las dos en una cama de siete colchones. Se oyó en el camino el paso de un caballo. Luego llamaron a la puerta. El ventero saliósoñoliento del pajar, quitó una albarda vieja que servia para cegar un ventano, y asomando preguntó quién era el caminante. Pero le reconoció al mismo tiempo, y sin respuesta, fue a quitar los tranqueros. Entró el pastor tirando del caballo:

- ¡Ave María Purísima!

Atravesó la cocina con el caballo del diestro, y se ocultó por la puerta de los establos. El ventero le seguía con el candil de aceite que descolgara del velador. Quedó la cocina alumbrada por la llama del hogar. Cara de Plata y el contrabandista se hablaron en voz baja:

- ¡Me recelo alguna traición!

- Usted, hijo, no conoce a esta gente. ¡Más leales que una onza de oro!

Hizo un gesto el segundón, atizando la lumbre, y a poco volvía el pastor y el ventero:

- ¡Pues no van a tener poca escolta las dos señoras, y el mocé!

El ventero, que guiñaba los ojos al contrabandista, llenó un vaso de chacolí y lo ofreció al pastor:

- Para echar fuera el friaje. El otro repuso en voz baja:

- Se agradece la buena voluntad... Se agradece, pero no lo cato...

- ¡Es manía!...

El pastor movió la cabeza:

- Es más de la media noche, y ha comenzado el día del viernes. En tal día, todo el año hago ayuno de pan y agua.

El cabrero acercóse a la lumbre, y pidió permiso para sentarse en el escaño donde estaban el contrabandista y Cara de Plata. Le hicieron sitio, y el hermoso segundón le miró de alto a bajo con un mirar arrogante:

- ¡El ayuno no reza con los soldados!

Y apuró la taza que, mediada de vino, tenía sobre el banco. Murmuró el cabrero:

- ¡Ser partidario no priva la Ley de Dios!

El contrabandista soplaba para esparcir el humo de su tagarnina: Luego tosió con una tos socarrona y pícara, atisbando de reojo al pastor:

- Es bueno para los ermitaños... Tú, como habitas en el monte con tus cabras, algo tendrás de ermitaño.

- Ni tengo cabras, güelo, ni habito el monte desde agora. También hago mi propósito de ser soldado del Rey Don Carlos... Y firme como el mejor, y sin dejar el ayuno.

Cara de Plata sonrió con desdén:

- Mal haces en pasar hambre si no te sirve para ser humilde, mozo. ¿Sabes tú hasta dónde puede llegar el coraje de un hombre?

El pastor tenía las manos cruzadas:

- Yo digo que adonde otro llegue, llegaré con la ayuda de Dios.

Gritó de lejos el ventero:

- ¿Y si no te ayuda, Ciro Cernín?

El pastor quedóun momento con la mirada vaga sobre las llamas:

- A morir como es debido, siempre me ayudará.

Y el ventero, que ponía los trancos a la puerta, se detuvo para replicar:

- ¡No será sola para ti la santa ayuda! A todos tocará, aun cuando no todos ayunen.

El pastor respuso bajando los ojos y estremeciéndose:

- ¡Yo hago mi penitencia para que no me falte!... ¿Pero por qué sois contra mí?

Cara de Plata le interrumpió:

- Las penitencias de los soldados son otras... Andar caminos cuando hay que andarlos, y pasar hambre cuando no hay pan, y dormir al raso cuando no hay cama. Pero en la hora buena hay que regalarse.

Corearon el contrabandista y el ventero:

- ¡Cabal!

- ¡Así es!

El pastor movía la cabeza, sentado enfrente del hogar, con las manos en cruz. La niebla de sus ojos era de oro:

- ¡Ciro Cernín, no! ¡Ciro Cernín, no!

Cara de Plata le miró con burla:

- ¿Y piensas ser en la guerra tan valiente como el primero?

El pastor repuso en voz baja:

- Como el primero.

- ¿Como yo?

- ¡Lo mesmo!

- ¿Como el Rey?

- El Rey no cuenta con nosotros.

Cara de Plata se puso en pie, estrellando contra el suelo la taza del vino:

- ¡El Rey se cuenta conmigo, que también vengo de reyes!

El pastor le dirigió una mirada clara y bella:

- No maginaba que fueses de nobleza.

El hermoso segundón se alejó, paseando la cocina silencioso y altivo.

Luego volvió a sentarse en el escaño, y quedó con la cabeza entre las manos, contemplando el fuego, mientras los otros, en su vieja lengua vascongada, comenzaron a loar las proezas de Miquelo Egoscué. Seguían en el relato de aquellas gestas, cuando los mutiles de la partida invadieron la venta con alegre tumulto. En lo alto de la escalera la monja apareció, sobresaltada:

- ¿Qué sucede, Cara de Plata?

- Soldados de los nuestros, tía.

La señora descendió lentamente, y con los ojos buscó al capitán para saludarle. Miquelo Egoscué se acercó en compaña del ventero:

- Señora Madre, aquí estamos para lo que mande.

La monja murmuró con una dulzura noble y entera:

- ¡Gracias, hijo!

Se apartó el ventero para retirar un gran jarro talavereño, que comenzaba a desbordar roja espuma bajo el odre del chacolí, y la monja y el capitán siguieron hablando:

- Ya estoy al cabo... Su deseo es verse en el Cuartel Real.

- Al lado de la Señora... Poder ayudarla y asistirla en estos momentos que son supremos paraella y para la Causa. Creo que no basta ayudar desde lejos, a todos nos reclama la guerra.

El capitán repitió con energía:

- Sí, a todos.

- Los soldados para dar su sangre; nosotras, las pobres mujeres, para restañarla. Aquí debían estar todas las madres y todas las hermanas. ¿Qué pensará el soldado cuando se muere en un hospital o en un camino sin tener quien le cierre los ojos?

- Pues pensará que son pocas las mujeres que tienen alma para ver la guerra, y la sangre y la muerte... ¡Y monjas menos, que todas se asustan de la pólvora!

- Yo también me asusto. He sido siempre muy cobarde, y ahora quiero ser valiente... El valor es una virtud tan grande como la humildad, como la caridad, como la pobreza.

Miquelo Egoscué se quitó la boina con arrebato:

- ¡Bien por la Madre Isabel!

La monja plegó los labios con malicia, y al mismo tiempo enrojecían

sus mejillas pálidas:

- El valor purifica todas las virtudes, y el miedo las tiene soterradas entre escorias. Yo antes no lo sabía; lo aprendí hace poco...

Murmuró el capitán en voz baja, como si estuviese en una iglesia:

- ¡El valor es lodo!

La monja miró al hermoso segundón que venía hacia ella, y sonrió con melancolía mostrándoselo a Miquelo Egoscué:

- ¿Ve usted aquel mozo?

- ¿El que llaman Cara de Plata?

- Sí... Su padre, que vive en el pecado desde hace muchos años, es mujeriego, despótico, turbulento: pero su valor y su caridad son ejemplares... Yo creo que en la hora última se salvará por esas dos virtudes... Como no conoce el miedo, a sus criados y a sus amigos los ayuda en los mayores peligros. Y al que tiene una culpa se la descubre... Así pone miel en muchas heridas, y arranca muchas máscaras.

Cara de Plata estaba en pie, atento, con los ojos luminosos y una sonrisa atrevida:

- Sin las virtudes de mi padre, los hijos seríamos bandidos. Pero algo se hereda. El valor y la caridad son los fundamentos de una raza. En otro tiempo hubo órdenes religiosas que entre sus votos tenían el de la valentía, como el primero. ¡Eso, al menos, dicen las historias de los Caballeros Templarios!

La monja le reparó hondamente:

- Cuenta primero la Fe.

Y subió al piso alto para despertar a Eladia. La pobre niña sorda seguía durmiendo a pesar del tumulto que alzaban aquellas cien boina rojas. La Madre Isabel la despertó suavemente, y pegando la boca a su oído le contó la llegada de la partida. Después,antes de bajar a la cocina, la monja y la niña rezaron el Santo Rosario.

Capítulo XIII

Se oyó la voz de la abuela y el canto de los gallos. Una moza soñolienta descorrió la cortina de estameña verde, que resguardaba el camastro donde la vieja descansaba con el gato a los pies. La Mai Cruz se incorporó en el cabezal, dando un suspiro:

- ¡Ay, mis huesos, viejines!

Llamó a un soldado, sacando de entre las cobijas una mano consunta. El soldado se llegó al camastro, y la vieja, con el dedo, le apuntó hacia el horno. No entendió el mozo lo que quería decir, y le gritó:

- ¿Qué se ofrece, ama?

- Mutil, que abras el horno... Hijo, con los otros, como hermanos, te repartas el pan.

El soldado fue al horno y quitó la tapa, que era una losa de piedra con una cruz labrada en el centro. La abuela le acompañaba con los ojos, alzándose cuanto podía sobre la almohada, conmovida la cabeza por un temblor senil:

- Cuento que serán cinco los panes, hijo.

El soldado desnudó su cuchillo y repartió la borona caliente y dorada entre unos pocos que se le juntaron alrededor. Algunos la desmigajaban en las tazas llenas de chacolí, y les decía la Mai Cruz:

- Esas migas son buenas cuando es mosto... Y cuando salta a los ojos en el Enero... ¡Ay, había una olla con miel, pues este día se me acabó!... Poniéndolo a la lumbre, cómo tendríais para endulzarlo... No sé que gato se come la miel... La moceta es nueva acá... ¡Ay, hijos, cómo tendríais para endulzarlo!... Puesto a la lumbre es cordial...

La Mai Cruz hablaba sonriendo como una niña, sin que nadie la atendiese. Los soldados se disponían para el camino, y era gran tumulto en la cocina. Miquelo Egoscué había disputado con el contrabandista para que llevase a las monjas en el carro, pues no era el paso tan difícil como encarecía aquel viejo apicarado. Cobijadas bajo el toldo, las monjas oían pacientemente los denuestos del contrabandista, que iba y venía al establo, sacando las mulas de tiro:

- ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Espabila, Reparada!... ¡Si un rayo te partiese!...

La Madre Isabel llamó a un soldado enfermo para que fuese en el carro. Era un mozo de pocos años, con la frente vendada. Subió ayudado por las manos señoriles de la monja, mientras la niña le tenía el fusil con una sonrisa esforzada y asustada. La Josepa asomó de pronto, dando voces. Venía del pajar, donde había dormido:

- ¡Borracho! ¡Borrachón! ¿Adónde te escondes, arrenegado?

El molinero de Arguiñala amenazó desde lejos:

- ¡Atrancar la boca, Josepa!

La mendiga entró por su niño, y luego llegóse al carro gimoteando:

- ¿Adónde está mi Roque? ¿No han visto sus señorías a mi hombre?

Respondió severa la Madre Isabel:

- No lo hemos visto.

- ¡Tendrían una caridad para este hijo de mis entrañas!

Y levantaba al niño, que medía el aire con sus manos lechosas y arrugadas. Eladia le tomó en brazos:

- ¡Está amoratado de frío!

Suspiró la mendiga:

- ¡Pobres hijos!

Olía a vino y se restregaba los ojos con las dos manos: Llevaba una chaqueta de soldado atada a la cintura. La Madre Isabel la miró con lástima:

- ¿Ha desaparecido Roquito?

- Sí, mi señora.

- ¿Estará escondido?

Gimoteó la Josepa:

- ¡Por todas partes tengo mirado!... Acaso parezca cuando sepa lejos de estos lugares a la Madre Isabel. No es la primera vez que se huye. Por veces éntrale ese ramo de locura.

- ¡Lucha por salir de las garras del demonio!

La Josepa comenzó a rascarse la greña:

- No piense que vivimos como mal casados... Muy santamente... Andamos juntos por nos ayudar. Yo le adoctrino en las veredas, yo le guío en parte a la otra, porque no es nativo de acá. Sus señorías saben que no hablo mentira. Y él parte conmigo lo que tiene, y con el pequeño... ¡Resalado! ¡Lindo! ¡Valeroso! ¡Ligero!

Abría los brazos llamando a su hijo, que saltaba en el regazo de Eladia. Comenzaba a rodar el carro, y el contrabandista, al flanco del tiro, restallaba el látigo:

- ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

Murmuró brevemente la Madre Isabel:

- Hija, sube al carro.

La mendiga pestañeó con fuerza, se atirantó las puntas del pañuelo

que llevaba a la cabeza, y subió. En la puerta de la venta estaba el capitán, jinete en la yegua del Rector de Astigar. Las cien boinas rojas se alineaban por el camino. Volvía a restallar el látigo del contrabandista:

- ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

Aún no era día claro cuando abandonaron el camino real, internándose por los atajos del monte. Se les veía de lejos saltar por cuetos y vericuetos, dando alegres gritos, espantando a las cabras. El carro, con algunos hombres de escolta, seguía un camino de ruedas, entre crestones de granito: Caminaba lentamente bajo el vuelo de los buitres y la amenaza de los grandes peñascos desarraigados del monte. Poco antes de la media tarde llegó a la villa de Urdax. En la plaza bailaban las mozas con los voluntarios carlistas, llegados mucho antes por los caminos de cabras, y en el balcón de sucasona, tocaba la gaita un viejo que había sido cirujano en la primera guerra. Cuando vio aparecer el carro bajó a la plaza y dio voces al contrabandista para que viniese a pararse bajo el porche de la casona. Después, quitándose la boina, se dirigió a la Madre Isabel:

- Por Miquelo ya tengo noticias de quién son ustedes, señora mías. En mi casa harán penitencia por conspiradoras.

Tomó en volandas a la monja, que le alargaba una mano para bajar del carro, y luego hizo lo mismo con Eladia. La Madre Isabel le miraba sofocada y risueña:

- ¡Muchas gracias!

- Son las que usted tiene. A una monja no se le debe decir eso, pero yo lo digo: ¡Y si se incomodan, peor!

La Madre Isabel reía llena de simpatía:

- No nos incomodamos, señor.

- Serafín Fornoza. Nada de señor. Aún cuando tengo la cabeza blanca, yo no soy viejo. De la edad de esta señorita.

Y quitándose la boina y haciendo una gran cortesía, saludó a Eladia. La pobre niña le respondió con un gesto triste y vago, lleno de cordialidad. Murmuró la monja:

- Es sordita. Hay que esforzar la voz.

- Le hablaré por señas como a una novia. ¡Ya podría ser que no me acordase!

Y moviendo muy deprisa los dedos, le alabó los ojos, comparándolos

con los luceros. Eladia, poniéndose encendida y riendo, se lo contó a la Madre Isabel. Entraron en la casa, y las hijas del cirujano, siete señoritas lugareñas, se agolparon a la escalera para recibirlas. Halagos, gritos, aspavientos.

Capítulo XIV

Aquella misma tarde, un aldeano trajo noticia de que estaba cerca la caballería republicana, y en seguida se reunieron en la plaza los voluntarios y algunos viejos de la villa, mal armados con escopetas antiguas. Una viuda que vivía al pie de la iglesia, y un niño, hijo suyo, tocaban a rebato las campanas. Se interrumpieron los bailes, desapareció la tranquilidad que reinaba, y todos se dispusieron para volver al monte. No era posible arriesgar un combate con la caballería republicana, pero tampoco querían huir al solo anuncio de que estaba cerca, sin esperarla en los riscos del camino real y derribar algún jinete. El aldeano que había traído la noticia, limpiándose el sudor, se bebía un tanque de sidra a la puerta de la casa rectoral:

- ¡Chaquetos colorados! ¡Por cima de los trescientos, y...!

Miquelo Egoscué decidió esperar hasta saber los movimientos de aquella tropa, que aún estaba a tres leguas de camino. En una sala grande, donde había una mesa de alas y un Cristo sobre la pared encalada, el cabecillaexplicábale a Cara de Plata:

- Tengo algunas parejas apostadas en el camino, buenos tiradores que algo harán con sus disparos, al mismo tiempo de avisarnos. Con esta prevención es difícil que nos sorprenda el enemigo, porque estoy al cabo de sus movimientos y puedo burlarles.

Sentada en un sillón, bajo los pies del Cristo, estaba la monja. La guerra comenzaba a parecerle una agonía larga y triste, una mueca epiléptica y dolorosa. Aquellos campos encharcados, aquella nieve enlodada cubriendo los caminos, le producían una indefinible sensación de miedo y de frío: Era la misma sensación que experimentara otras veces al ver un entierro en medio de chubascos, y oír sobre la caja el hueco azotar de la lluvia. Había imaginado la guerra gloriosa y luminosa, llena con el trueno de los tambores y el claro canto de las cornetas. Una guerra animosa como un himno, donde las espadas fueran lenguas de fuego, y el cañón la voz de los montes. Deseaba llegar a la hoguera para quemarse en ella, y no sabía dónde estaba. Por todas partes advertía el

resplandor, pero no hallaba en ninguna aquella hoguera de lenguas de oro, sagrada como el fuego de un sacrificio:

- ¡Que mi alma toda se consuma en la llama de tu amor, mi Señor Jesucristo!

Al caer la tarde se supo que la caballería republicana se había repartido por Elorza. Ergoy, Ayanz y San Pedro de Olaz. El molinero, que era segundo en la partida, trajo la noticia al cabecilla, que se volvió y dijo a los otros con su ingenua sencillez de guerrero antiguo.

- Ya no hay esperanza de que vengan.

Interrogó la Madre Isabel:

- ¿Por qué, señor Miquelo?

- Porque tienen tanto miedo a correr por estos montes, que apenas oscurece se cierran en los pueblos, hasta que raya el sol.

Dijo Cara de Plata:

- Según eso, la guerra se hace de día.

- Por parte de los guiris, que por la nuestra se hace a todas las horas, y más de noche que de día.

Comentó el viejo Fornoza:

- A los carlistas, la oscuridad no les da miedo. Son lobos que conocen las madrigueras del monte, y lo corren de noche con toda seguridad.

La Madre Isabel insinuó con una leve sonrisa señoril y monjil:

- Pues yo creo que también atacan de noche los republicanos, como hace poco en Monreal.

Brillaron los ojos de Miquelo Egoscué:

- ¡Yo estuve allí! Es verdad que atacaron de noche, pero entonces escarmentaron. Nouvilas, su general, estuvo ya rodeado por los nuestros, y les quitamos las escobas delos cañones... Ahora ya se acuestan con el sol, como las gallinas.

Volvió a sonar el tamboril en la plaza, y el cirujano salió al balcón con su gaita de grana. Comenzaron de nuevo los bailes y los relinchos guerreros del zorzico:

- ¡Jujurujú! ¡Jujurujú!

Un corro de rapacines encendió una hoguera. Corrieron por las casas pidiendo a las viejas jara, pinocha y paja del maíz. Agrupados en las puertas, salmodiaban su demanda como una lición en la escuela:

- ¡May Mari! ¡May Juani! ¡May Rosa! ¿Hay un brazado para una hoguera?

Tornaban a la plaza con alegre tumulto, que tenía un eco en aquella sala lugareña, de muros encalados, donde el cabecilla y el segundón paseaban de testero a testero, en el gran silencio de la tarde, ante los ojos abstraídos de la monja, que permanecía con las manos en cruz sentada en el sillón de cuero, bajo los pies del Cristo. De tiempo en tiempo, alguno de los hombres quedaba inmóvil delante del balcón, y esparcía los ojos mirando los bailes. En una de estas veces, el cabecilla vio venir a una mujer mendiga, que desde la plaza le llamó dando voces:

- ¡Señor Capitán! ¡Señor Capitán!

Era Josepa la de Arguiña. El capitán salió al balcón:

- ¿Qué hay?

- Diz que no vienen ya los negros. ¿Quieres tú, valiente, que me llegue adonde sea?... Manda que me pongan un pan en este cesto, y mañana tendrás noticias.

Miquelo Egoscué dejó vagar los ojos por los montes lejanos:

- ¡Hay mucho camino!

Replicó la mendiga:

- Mandarías darme un pan y una gota de anisado para este hijo, que el mucho camino no hace.

Y levantaba hacia el balcón al niño, que parecía amortajado en unas horribles bayetas amarillas. Una vecina salió con un pan y un jarrillo verde. Murmuró el cabecilla:

- En derechura a San Pedro de Olaz.

Comentó la vecina:

- ¡Cerca de las cuatro leguas!

Saltó la Josepa:

- ¡Dios se lo premie, Mai Rosa! El mucho camino no hace. Zapatos de fierro rompiese yo por el Rey Don Carlos... ¡Y por ver en una horca a todos los negros, que me dejaron viuda, y pusieron a pedir por las puertas!

Advirtió brevemente el cabecilla:

- ¡Ten cuidado que no te fusilen!

- ¡No tendrán alma para ello! Si entrasen en sospecha, veinte palos

pudiera ser que me mandasen dar...

Se puso al niño en una cadera, y engalló el cuello saludando. La monja, que había salido al balcón, la vio partir cargada con el niño, y con el pan para el camino. Le pareció sentir una voz enel misterio interior y en la vaguedad del aire:

- ¡Aprende tú la senda de esos pies descalzos! Toma ejemplo en esa vida humilde y pecadora, toda encendida en el sentimiento religioso de un pueblo, que une su sed de justicia, con la esperanza resplandeciente de hallar un día, al final de la guerra, padre clemente en su Rey. Josepa la de Arguiña es como los perros abandonados que corren por la orilla de las carreteras, buscando su amo, y que, sin haberlo encontrado, rabian de sed en los soles de Agosto: ¡Perros perseguidos a pedradas, perros de ojos lucientes, que un día mata la Guardia Civil!

Capítulo XV

La Josepa durmió en una cueva, cerca de San Pedro de Olaz. Rayando el día, se dirigió al molino donde se alojaban algunos soldados, y andando entre ellos comenzó a pedir limosna. A lo lejos sonaba un clarín. Los soldados se apresuraban almohazando los caballos: Algunos, embozados en las mantas, bajaban al río, y sus cantos tenían una claridad juvenil en la mañana fría y lluviosa. Eran cantos regionales, donde se sentía el alma primitiva del pueblo pastoril y guerrero. La Josepa entró al molino, y descubriendo la cara pálida del niño, que dormía en sus brazos, comenzó una letanía para que le consintiesen secarse al fuego. Un soldado compadecido, le dejó algunas rebañaduras de su rancho. La Josepa comenzó otra letanía de gracias:

- ¡Dios te lo pague, hijo de buena mai! ¡Dios te lo pague, ligero! ¿Llevas mucho tiempo en la tropa? ¡Así te camines a tu casa en el mismo día de hoy, con el cañutero de la licencia! ¡San Cernín Glorioso, si aparentas que no has de tener los quince años entodavía! ¿Ya habrás pasado lo tuyo? ¡Penas y trabajos! ¡Penas y trabajos!... ¿Cómo es el nombre de tu escuadrón, mocé?

El soldado sonrió con orgullo:

- ¡Primero de Numancia!

- ¿Y eso qué dice?

El soldado hizo un gesto vago:

- El nombre del escuadrón... ¡Como lo han bautizado!...

La mendiga enterró las uñas en la greña:

- Menos mal que vosotros sois de caballo... ¡Los pobres que tienen de ir a pie, como están los caminos de nieve! ¿Y de aquí vosotros a dó vais?

- Adonde cuadre.

- Con los buenos caballos que montáis, en un día ya correréis un sinfín de leguas. ¡Seréis muchos miles!

El soldado miró a la mendiga con una vaga sospecha que se disipó al verla encorvada dando el pecho al niño, temblando de miseria bajo sus harapos. Sin responder, se acercó a una puerta baja, y llamó a voces:

- ¡Patrona!... ¡Ya nos vamos!...¡Perdonar!...

Se oyó una voz de mujer:

- ¡Que no vendríais más!

Fuéronse los soldados, en un trote sonoro sobre el camino endurecido por la helada, y salió la molinera a la puerta para verlos partir. Era una moza de buen donaire, con el cabello blanco de harina, y los ojos verdes como el agua de río, y las mejillas llenas de un encanto campesino y solar. Hasta que los últimos jinetes desaparecieron en una revuelta del camino, estuvo en la puerta sin hablar, mirando a lo lejos, con una mano levantada e inmóvil como figura de retablo:

- ¡Yo les hago la cruz! No tienen rabo ni cuernos, pero son diablos.

Afirmó la Josepa:

- ¡De los mismos profundos!

La molinera miró al niño colgado al pecho de la mendiga:

- ¿Qué le das a ese hijo? ¡Solimán!

Entróse y abrió un arcaz de donde sacó un jarro tapado con un paño de lino casero que tenía cenefa bermeja. La de Arguiña aún estaba en la puerta oteando el campo:

- ¿Hay mucha tropa por el contorno?

- Pues ayer todo el día no dejó de pasar, tanto de a caballo, tanto de a pie. Hoy ya dicen que seguirá lo mismo.

- ¡Si no andaría lejos Don Manuel, no les faltara escarmiento!

La molinera movió la cabeza al mismo tiempo que vertía en un cuenco de leche del jarro:

- Dale al pequeño.

La Josepa tomó el cuenco y se agachó con la espalda pegada al muro:

- Está mal acostumbrado... No cata si no es la teta... He de tomarlo yo, y él cuidará de sacármelo.

La molinera hizo un gesto de lástima, mientras con el regazo lleno de mazorcas de maíz iba a sentarse cerca del fuego para desgranarlas. Quedó de pronto quieta, con el oído atento, y fue como un susurro la voz de la Josepa:

- ¡Tropa que llega!

Se oía la marcha acompasada de una escuadra que cruzaba el camino. La molinera dejó caer las mazorcas, y corrió a la puerta:

- ¡Forales, tú!

Los forales, afamados por valientes desde la otra guerra, conocían los montes como los voluntarios del Rey. Aventureros en su tierra, tenían la alegre fiereza de los soldados antiguos, y el amor de la sangre y de la hoguera. ¡La hermosa tradición española! Las partidas odiábanlos como a gente renegada, y todavía era mayor el odio en aquellos caseríos patriarcales, donde entraban a saco sin respetar a las mujeres ni al amo viejo, que ya no puede moverse del sillón de enea. Al verlos hacer alto, la molinera se entró cerrando la puertadel molino. Venían repartidos en dos hileras, dando custodia a una cuerda de cinco presos. Adelantóse un soldado, y llamó con la culata del fusil. Dijo dentro la molinera:

- ¡Derribarán el postigo, tú! Abre, Josepa.

La mendiga obedeció, amenazando en voz baja:

- ¡No habría una ponzoña para echar en el agua de la fuente!

Entró al molino la tropa, empujando a los prisioneros que tenían las manos atadas y estaban cubiertos de lodo, con huellas de haber sido arrastrados por los caminos. La Josepa rompió la fila de soldados para acercarse a uno de los presos:

- ¡Así te ves, borrachón!

El hombre levantó la cabeza y arrugó el hocico con una vaga risa de viejo y de niño:

- ¡Así me veo!... ¡Vaites! ¡Vaites!... Sabes que andan por fusilarme, Josepa.

La de Arguiña miró a los forales con gesto desdeñoso:

- No tendrán alma para ello.

Roquito se encogió guiñando los ojos:

- ¡Vaites! ¡Vaites!

Sentado cerca del fuego, con la barbeta apoyada en las rodillas, parecía menguar de una manera grotesca, y sumirse en su risa, y rodar dentro de ella como la bola de un cascabel. La Josepa le vio las manos amoratadas por las ligaduras, y sintió una gran lástima:

- Pues te llevan como los judíos al Señor.

Los ojos de Roquito tuvieron una llama de amor en la sombra de una vaga demencia:

- ¡Bien se va a repelar el demonio, que ya me tenía cogido!... ¿Tienes un poco de pan, Josepa?

La mendiga sacó un mendrugo de la faltriquera, y se lo acercó a la boca:

- Arranca un pedazo.

Roquito hincó los dientes con avidez:

- ¡Vaites! ¡Vaites!

- Es ley de verdugo no aflojarte las manos para que podrías tener el pan.

- Deja que pase trabajos.

- ¿Cómo fue prenderte?

- Unos soldados me llevaron al hospital por una herida que tengo en la espalda. Has de mirármela, que me escuece, y darle una untura de tocino, si el ama es caritativa. En el hospital, con un delirio que me entró, todo lo declaré.

- ¡Pues tú mismo te pierdes, borrachón!

Roquito empezó a reír, mirando a los forales:

- Dicen que me llevan a comparecer en un Consejo de Guerra: Me llevan a ser fusilado en un camino.

Murmuró estoico uno de los prisioneros:

- Todos vamos a lo mesmo... La tropa no lo niega... En Otaín nos dijeron que éramos conducidos a Pamplona... Algunos lo creyeron, mas ahora ninguno deja de saber ya su suerte.

Roquito se volvió a la Josepa:

- Llégame el pan a los dientes. ¿Oísteque perecieron abrasados todos los negros que estaban en el caserío de San Paúl? ¿Sabes quién puso

fuego a las puertas? ¡Míralo aquí!

La Josepa exclamó con la voz rota por una carcajada que tenía la emoción de un sollozo:

- ¿Y serías capaz, borrachón?

Roquito agachaba la cabeza entre los hombros, y arrugaba el hocico, riendo con aquella risa pueril, de vaga demencia:

- ¡Vaites! ¡Vaites!

En esto vinieron algunos forales, y con las culatas de los fusiles hicieron levantar a los presos. Dos viejos rogaban porque les dejasen descansar mayor tiempo, pero el que mandaba la escuadra se opuso. Salieron al camino y cuatro forales rompieron filas, llevándose a uno de los viejos. Se les vio abandonar el camino real e internarse por una senda entre peñascales. Los presos se miraron en silencio. Murmuró el otro viejo:

- Ése es el primero.

Pasado algún tiempo, y después de hablarse en voz baja, rompieron filas otros cuatro forales, llevándose a un mozo de Roncesvalles. Al hacerle torcer de camino, se volvió gritando:

- ¡Viva Carlos VII!

Roquito fue el último. La mendiga estaba en la puerta con los ojos enjutos, y la boca blanca de tan pálida: Tenía al niño en brazos, y el antiguo sacristán la llamó:

- Acércame al pequeño para que lo bese, con permiso del señor oficial.

La Josepa llegóse con el infante y lo alzó hasta la boca del prisionero que, al intento de doblarse, se dolía de su herida:

- ¡Adiós, carabel! ¡No seas un pecador!

Se alejó en medio de la tropa. Josepa la de Arguiña quedó un momento inmóvil en medio del camino, y luego echó a correr siguiendo al preso:

- ¡Tendríais alma de matarlo!... ¡Pues tendríais alma!

Josepa, con el crío cabalgado sobre la cadera, seguía tras el pelotón de forales, sin cesar en sus gritos. El antiguo sacristán, las manos atadas, la cabeza erguida, la expresión demente, era bajo sus trapos mojados un heroico y resplandeciente fantoche.

Capítulo XVI

- Hay que hacer las cosas conforme lo manda Dios.

Diego Mail, el sargento de los forales, decía tales palabras a modo de sentencia, al entender que los mozos de la escuadra se iban concertando en voz baja, para poner sus balas en la cabeza de Roquito. El corneta guiñó un ojo, indicando a la Josepa:

- Si la señora da en seguirnos... ¡Y al fin, ello tendrá que ser...!

Iban atravesando un pinar todo en silencio y en sombra triste. Sentíase, de tarde en tarde, el aleteo de algún pájaro enramado, y una vez distinguieron al raposo, que volvía de la aldea: Pasó a lolejos corriendo con el hopo agachado. Le dieron voces:

- ¡Oh!... ¡Oh!...

La carretera cruzaba por entero el pinar, que tenía cerca de una legua. Roquito marchaba entre fusiles, con las manos atadas, rezando a media voz. Y por un lado de la carretera, con el niño en brazos y los ojos al mismo tiempo que asustados, bravíos, iba Josepa la de Arguiña. Los forales seguían hablando y concertándose en voz baja:

- ¡Y que nos da escolta hasta Olaz!

- ¡Y que nos cansa, tú!

- ¡Lo bueno sería dejarla atada a un pino!

- Pasado el pinar no hay otro paraje oportuno.

Pedro Guillen y Juan de Olite se acercaron al sargento. El veterano, antes de oírlos, movió la cabeza, repitiendo la grave sentencia:

- ¡Hay que hacer las cosas conforme lo manda Dios!

Advirtió en tono misterioso Pedro Guillen:

- Pasado el pinar, no hay otro paraje oportuno, mi sargento.

- Lo entregaremos, conforme a la ley, en la cárcel de Olaz.

Replicó Juan de Olite:

- Y mañana a correr nuevo camino, mi sargento.

Rió, con sonrisa bárbara, Pedro Guillen:

- A lo último, siempre habrá que tronarlo... Y si la señora tiene gusto de verlo, yo no se lo quitara.

El sargento entornaba los ojos mirándose las guías de su mostacho blanco:

- A vista de esa mujer, yo digo que, como cristianos, no podemos darle mulé.

La Josepa los miraba vengativa, sin proferir palabra. Llegaron a un gran raso, convertido en charcal por las lluvias, e hicieron alto para deliberar. El sargento esparció los ojos por aquel paraje todo en sombra verde y perenne, bajo el alma crepuscular de los pinos:

- ¡Aquí, cuando la otra guerra!... ¡Aún no habían hecho el camino real!...

Anduvo algunos pasos mirando los troncos, y levantó los ojos a las cimas:

- ¡Han crecido!

Respondió Juan de Olite:

- ¡También pasaron años!

- ¡Sí que pasaron!

Comentó Pedro Guillen:

- Pocos hombres quedan de aquel tiempo.

- Los hombres duran menos que los pinos, y con menos fortaleza. Míralos tú el cuerpo que han echado, tan y mientras que yo ni sombra soy de aquel mozo que era.

Preguntó Juan de Olite, que era sobrino del veterano:

- ¿Pues qué hacemos, tío?

- Si la mujer no se desvía, no hay otra que entregar al reo en Olaz.

- La mujer no se desvía.

Pedro Guillen mostró los dientes en su gran risa alegre y bárbara:

- Aquí, por voces que diera, solamente sería escuchada de los pájaros del cielo.

El sargento fue a sentarse en una piedra que marcabaun lindar:

- Luego correría por esos caseríos dando el pregón. ¡Ay, mocés, poco sabéis de la vida! La guerra pasará, y nosotros quedaremos, y hemos de vivir juntos acá, que para ello somos de una misma tierra. No afondéis mucho en la hoya. La vez pasada era yo a la conformidad que ahora sois. Se hizo la paz y tuve que andarme por otras tierras, pues en la mía me era un acedo la vida por la grima que me daba entrar en las casas, y ver que donde menos, faltaba uno. Yo entonces ya no miraba los bandos, sino el hueco, y el luto de las mujeres.

Quedó pensativo, y lentamente alzó la cabeza mirando a la cima de los pinos. Toldaba el cielo una nube negra que parecía cerrar el raso

como lo cerraban el silencio y la sombra del pinar todo en torno. Límites de impresión y de sugestión. Pedro Guillen golpeaba los troncos con la culata del fusil y aplicaba el oído:

- ¡Zumban tal que si tendrían una bala de cañón!

El veterano murmuró con los ojos en alto:

- ¡Cómo han crecido! Y aún verán muchas guerras, en tanto que nosotros...

Gritó un mozo que estaba echado en tierra:

- Ahora hacen una tala, mi sargento. Se oye el golpe del hacha.

Todos guardaron silencio y escucharon. Se oía el golpe de los leñadores lejano y enorme en una medida lenta. Los forales se pusieron en marcha. Josepa la de Arguiña corría detrás, y con los dientes cascaba piñones para dárselos al niño. El sargento refería un lance de la otra guerra:

- Entonces no había camino real. Era una senda que no valía para los carros. Camino de herradura, aun cuando le decían de ruedas. Pues Don Pedro Mendía, padre del que ahora anda en la facción, sorprendió con una partida a una tropa de veinte hombres y a todos los mandó fusilar. Antes de irse ordenó de marcar veinte árboles con una cruz. Era como a modo de escarmiento. A los pocos días pasamos nosotros con el gran general Mina. Vio las cruces y mandó contarlas: Veinte, mi general. Quedó muy tranquilo. Llegamos por la tarde a Lecaroz. Pues yo creo que ninguno se acordaba, y el general, sin bajarse de su mula, nos dijo: Coged cuarenta hombres. No los había si no eran viejos y muchachos, que los mozos todos estaban en la facción. Siempre ha sido gente muy carlista la de Lecaroz. Pues viejos y muchachos, se trajeron aquí en el número de cuarenta, y fueron fusilados. En los pinos dejamosnosotros cuarenta cruces.

Resonó la voz y la risa de Pedro Guillen:

- ¡Eso era hacer la guerra!

El veterano volvió la cabeza y miró atrás:

- ¡Todavía creo haber reconocido alguno de aquellos árboles!...

Se despidió con una mirada larga y nublada, que tenía esa tristeza que tienen en los ojos los mastines viejos. Por la tarde, entregó al preso en la cárcel de Olaz. Josepa la de Arguiña durmió en el quicio de la puerta.

Capítulo XVII

Dos días permanecieron en la villa de Urdax y sus contornos, los mutiles de Miquelo Egoscué. Al alba del tercero, todavía con estrellas, se pusieron al camino. El carro iba en la retaguardia con una escolta de tres soldados aspeados. Cerca de San Martín de Goy se juntaron con una partida de siete hombres, que venían atajando por un campo encharcado, lívido bajo las luces del amanecer. Todos se conocían y desde lejos comenzaron a darse voces:

- ¡Teneos! ¡Teneos!

- ¿Qué ocurre?

- Está encima el enemigo. Viene por la carretera.

- ¿Muy lejos?

Contestó por todos un viejo que sólo estaba armado con un palo:

- Pues que nos atrapan si nos tenemos acá en mucha plática.

Miquelo Egoscué se adelantó, rigiendo el caballo con gallardía:

- ¿Por dónde viene y quién lo ha visto?

Respondieron muchas voces:

- Todos los hemos visto.

Y añadió el viejo:

- Ahora estarán llegando al pinar quemado...

Ciro Cernín, con los ojos en lumbre, levantó su cayado:

- ¡Es traición del Cura!

El capitán le impuso silencio con un gesto violento: Inclinado sobre el arzón oía a los siete aldeanos que, confundidos con su tropa, iban pregonando el peligro. El molinero llamó al viejo, que estaba apoyado en el palo con una expresión abismada y adusta:

- Pero Mingo.

El viejo levantó la cabeza:

- ¡Mandar!

- ¿Qué cavilas, tú?

- Pues cavilaba en la manera de hacerme con un fusil... Poco vale un palo en la guerra.

Y enseñaba su garrote, nudoso como un basto, a los mutiles de

Miquelo Egoscué. Le gritó el versolari de Albéniz:

- Si caigo, heredas mi carabina, Pero Mingo.

- A ti no te parte una centella.

- Voy en la fila de alante.

- Yo, con mi palo tengo de ganarme un fusil, si hacemos cara...

Miquelo Egoscué llamó al viejo, e inclinado sobre el arzón le interrogó en voz baja:

- ¿Has visto bien que eran roses, tío?

- ¡Bien lo vide!

- ¿Mucha fuerza?

- ¡Un sin fin! Las tropas republicanas se mueven para juntarse en el Valle de Olaz.

Egoscué se pusola mano sobre los ojos, y así estuvo un momento, como si quisiese oír dentro de sí la voz de la corazonada:

- ¿Qué conviene hacer?

Repitió muchas veces las mismas palabras, doblado sobre el borrén, dejando sueltas las riendas del caballo. Al cabo, el viejo Pero Mingo le interrumpió adusto:

- ¡Hijo, lo que conviene, tú lo verás, que para ello eres el capitán!

- ¡Y usted lo es de los mutiles que ahora se nos juntaron!

- Yo los encaminaba por aquello de ser más viejo, que a esos no hay quien los mande. ¡Son lobos de Roncesvalles, de la ascendencia de los que devoraron el gran Carlomagno! ¡A ésos no hay quien los mande!

- Tío, que me hablen a mí.

- ¡Pues ni que serías el gran Bernal del Carpio!

- Soy Miquelo Egoscué.

Con los ojos brillantes y alzado sobre los estribos, avizoró el camino. Después, vuelto a su gente que se apretaba en un haz alegre y palpitante, habló con el calor ingenuo de un soldado antiguo, y era su voz como un bronce sonoro:

- ¡Muchachos, vamos a pelear por el Rey Don Carlos! Si vencemos, a todos nos dará su mano por leales y por valientes, como hizo la vez pasada cuando lo de Aoiz. ¡Muchachos, vamos a pelear por el Rey y por Doña Margarita! Si hallamos la muerte, también hallamos la gloria como soldados y como cristianos. La gloria de la tierra y la gloria de luz que da

Dios Nuestro Señor. ¡Ay, mutiles de Navarra, vamos también a pelear por nuestros niños los príncipes, que son tan pequeños que yo los vi estar al pecho de la Reina!

Los soldados gritaron:

- ¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!

A una voz del capitán corrieron hacia el monte en desbandada, y desaparecieron agazapados entre la maleza y los peñascales. Se veía de tiempo en tiempo alguna boina roja que pasaba corriendo al abrigo de un ribazo, y más lejos, en lo alto de las peñas, aparecer y desaparecer. Miquelo Egoscué se acercó al carro donde iban las mujeres:

- ¿Qué hacemos?

Y se volvió, interrogando con los ojos al contrabandista.

El viejo le miró socarrón:

- ¡Buen avío se nos presenta!

Dictó el capitán:

- Aquí no pueden estarse las señoras. Si deciden seguir camino, les daré una escolta.

El contrabandista arreó el tiro con la vara del látigo.

- ¡Jo!... ¡Reparada!... Una escolta y un tambor que nos pregone. El carro con las mujeres, yo lo hago pasar por medio de un campamento. ¡Dios, que algo se aprende con cincuenta añosde estudios por caminos y veredas! Pero nada de escolta... Amo Miquelo, el carro con sólo las mujeres.

Murmuró la niña, que estaba atenta al movimiento de los labios:

- ¿Y adónde saldremos?

- ¡Dios que lo sepa, y puede también que algún santo!

- ¿No sería mejor volvernos a Urdax?

La Madre Isabel hizo un gesto negativo, y llamó a Cara de Plata, que oteaba encaramado sobre una barda:

- Hijo, puesto que no podemos estarnos en medio del camino, vamos adelante...

El contrabandista volvió a ceñir la vara sobre el lomo de una mula:

- Ningún avío nos hace el mocé, ¿Hay conformidad o no hay conformidad?

Cara de Plata le dio una palmada en el hombro:

- Hay conformidad. Yo me quedo, y tendré aquí mi bautismo de soldado.

La Madre Isabel le miró fijamente:

- ¡Dios haga que no sea de sangre!

Cara de Plata hizo un gesto alegre y violento:

- Lo que yo quiero es ocasión para señalarme.

El viejo recuero parecía mascullar una sonrisa socarrona y pícara, al mismo tiempo que miraba de soslayo, guiñando un ojo bajo la aspereza gris de la ceja:

- Pues agradézcame el regalo.

Le miró desdeñoso el hermoso segundón, y sin esperar más tiró de su fusil que tenia escondido en el carro:

- ¡Adiós todos!

Eladia se incorporó con una sonrisa tímida, y le ofreció su rosario. Cara de Plata se acercó, y la niña se lo puso al cuello:

- Llévelo siempre, Don Miguelito.

Cara de Plata afirmó con la cabeza, y se alejó alegremente, apostándose en el borde del camino, al abrigo de una barda. Una ráfaga le había llevado el sombrero, y le revolaban sobre el limpio marfil de la frente los rizos de un oro sangriento. El capitán, viéndole tomar posiciones, le dio una voz:

- Más lejos, Señor Cara de Plata. No es bueno querer señalarse tanto. Entrémonos por el monte. Hay que sorprender al enemigo. Ésa es nuestra guerra.

Se apeó del caballo, y tirando de las riendas, se juntó con el segundón. Marchando a la par, se emboscaron monte arriba. Poco después, por todo aquel camino entre montañas, sólo se oía un cascabeleo de colleras.

Capítulo XVIII

El sol se levantaba sobre los montes. Había un prado que parecía de esmeralda y un bosque negro, con las ramas sin hojas, inmóviles, destacándose sobre el oro de la luz, como dibujadas con tinta china. El carro rodaba por la carretera, lento y bamboleante. Sólo conducía a las mujeres, pues el soldado enfermo, también se había quedado con la

partida. Eladia mecía al niño, la monja miraba alcamino, y el contrabandista, sentado entre las varas, con el vaivén, se adormilaba. La Madre Isabel, de tiempo en tiempo, separaba los ojos del camino y se recogía en sí misma. Hojeaba su libro de oraciones, leía algunas palabras y miraba una estampa de la Virgen y el Niño: Era copia de un cuadro italiano, y tenía para la monja el encanto inocente de sus viejos rosales conventuales. La monja sentía venir de aquella estampa el aroma campesino del Evangelio: Lo sentía en la manzana que el Niño alzaba como en juego y en el copo de lino que hilaba la Virgen María.

Otras veces, la Madre Isabel miraba los campos tendidos bajo el oro de la luz, y suspiraba pensando en la guerra. Recordaba el ardimiento de aquellos aldeanos que acechaban el paso de las tropas republicanas. Era un pueblo de cruzados que luchaba por la fe. Y, sin embargo, cuando iban a morir y a dar la muerte, no entraban en sí mismos, no sentían el alma toda en temblor ante el misterio de la eterna justicia. ¿Era así la guerra? ¡Un olvido de la vida y del fin! ¡Un resplandor que calcina todos los pensamientos! ¡Un resoplar y un golpear de fragua que enrojece las almas y las bate como el hierro! De aquellos aldeanos ocultos en los breñales, y prontos a caer sobre el camino, nadie podría decir cuáles eran los que llevaban consigo la muerte. Estaba ya con ellos y ninguno la sentía.

La Madre Isabel recogíase en sí misma, y con los ojos en su libro de oraciones, dejaba caer las lágrimas sobre las hojas, conmovida por el candor milagroso de la estampa donde la Virgen hila su copo y el Niño sostiene la manzana. Lloraba contrita. Aquella debía ser la pauta del mundo: Una sucesión de vidas en la gracia de una paz familiar: Y la ley para todos los hombres, aquel libro campesino y divino donde estaban las parábolas de Jesús. Pero este sentimiento se quemaba como un perfume en la llama de otro sentimiento, cuando la monja alzaba los ojos con rocío de lágrimas, y los hundía en la bruma matinal: Muy a lo lejos brillaban los fusiles de la tropa republicana. Flameaban las banderas y se veía descollar a los jinetes dominando las filas de roses. La monja temblaba con el anhelo de la victoria, era un temblor apasionado y fuerte. Comprendía entonces el fin de la guerra, y que la sangre, sobre aquellos campos, era también signo de redención.

El sol naciente hacía relumbrar los botones de los capotes al herirlos de soslayo. Venía delanteuna sección de cazadores deshilados por las cunetas de la carretera. Marchaban desprevenidos, cantando para hacer

más llevadera la jornada, y traían como verederos a dos aldeanos, padre e hijo. Los descubrieron haciendo leña en un hayal, y con amenazas los forzaron a que les sirviesen de guías. Cuando la tropa estuvo cerca, el contrabandista detuvo su carro sobre una orilla del camino y desunció el tiro, espantándolo con algunos latigazos. Las mulas huyeron, arrastrando las correas del atalaje, y se internaron en una gándara, donde comenzaron a pacer, mordisqueando los brotes de la retama:

- ¡Al avío!

Y el viejo golpeó la piedra del yesquero para encender la tagarnina. Después explicó, hablando con la monja:

- Si los guiris quieren el carro, tendrán que hacer alto, tan y mientras engancho... Pudiera ocurrir que por la demora nos lo dejasen.

La monja asintió, inclinando muy lentamente los párpados, hasta que el velo de las pestañas tocó la sombra de la ojera. Llena de dulce serenidad, al cabo de un momento volvió a mirar el camino, y vio llegar a los soldados que rodearon el carro dando voces. Eran mozos imberbes, pequeños y trasquilados, a quienes la holgura de los capotes daba cierto aspecto de náufragos. Un sargento que se había sentado en la cuneta con el fusil entre las piernas, al paso de un oficial se levantó, tocando con el borde de la mano la visera del ros:

- ¿Mi teniente, nos llevamos el carro?

El oficial miró a uno y otro lado con aire perplejo:

- Vamos bien sin impedimenta... Ya resolverán en la retaguardia... En fin, haga usted un cateo...

Siguió adelante, y dirigiéndose a otro oficial comentó riéndose:

- El carro no, pero la carga si que me la llevaba. ¡Es guapa la mocica!

- No está mal.

- Ya la quisieras para después de la cena en Olaz.

- ¡Que alojamiento hallaremos!...

- Nosotros, bueno. El que llega primero, siempre tiene alojamiento.

- Todo en esta tierra nos es hostil.

- La retaguardia será la que duerma al raso.

- ¿Tú has estado en Olaz?

- Una vez.

Formaba la retaguardia una compañía de cazadores, tan rezagada que casi había perdido el contacto con el resto de la columna. Eran bisoños y enfermos, mezclados con algunos veteranos. Un soldado se detuvo mirando al carro:

- ¡Así se va mejor que a pie!

El contrabandista humeó su tagarnina con adusto desprecio. Otro soldado, más audaz, intentó meter la cabeza bajo el toldo y jalear a las mujeres. Otro imploró como un mendigo:

- ¡Abuela, tenga caridad! ¿Quiere darmea esa niña, ya que nunca me ha dado cosa ninguna?

El recuero se le puso delante:

- Anda y sigue tu camino sin tocar con la gente de bien, mocé.

Gil García, el veterano capitán, que iba a mujeriegas sobre el asno de un molinero, se detuvo en medio del camino:

- ¡A ver! Que se acerque ese hombre. Y con la mano señalaba hacia el contrabandista.

El viejo acercóse con la cabeza descubierta:

- ¿Qué manda usía?

- ¿De dónde vienes?

- Amanecido salí de Urdax. Luego, en el camino, nos dijeron que andaba una gavilla de facciosos y me di la vuelta con el carro.

- ¿Y por qué desunciste las mulas?

- Por hacerlas agradecidas. ¡Ganado más ladrón! Venían cansadas y quise darles un huelgo.

El veterano le miró entornados los párpados y cabeceando sobre la albarda:

- ¡Estás un buen pájaro!

Con el ademán de un santón, levantó su diestra sobre las orejas del asno, y un sargento se acercó disimulando que cojeaba. El capitán señaló el carro:

- Registradlo.

Murmuró desabrido el contrabandista:

- Por mí que lo registren... Ya lo han hecho. Molestia para las mujeres y para todos... Ya sabe usía que yo, ni con carlistas ni con liberales. Yo no tengo otro rey que el de la moneda.

El capitán se mecía sobre el asno, manoseando la barba:

- ¡Buen pájaro estás!

El sargento interrogó:

- ¿Qué se hace con el carro, mi capitán? Viene de vacío. Las mujeres lo tomaron de retorno.

Meditó el veterano. Ante sus ojos vagos y absortos subía y bajaba el asno sus largas orejas. Gil García, fortalecido por la meditación, levantó la cabeza y metióse en la boca un puñado de barbas: Tascándolas contempló el carro inclinado sobre la cuneta, con una rueda en alto, y las dos mujeres que rezaban:

- Déjelo usted seguir, sargento Moróle.

Se alejó balanceándose sobre su bíblica montura. El recuero saludó con aspereza leal y bravía, de buen navarro:

- ¡Señor capitán, que tenga usía mucha salud y mucha suerte!

Y derribado el chapeo sobre las cejas de lobo cano, miró al sargento, que se alejaba sin disimular la cojera, maldiciendo del capitán y de sus borceguíes, unas cormas con las suelas desclavadas:

- ¡Cómo va en el borrico, predicando la bula!... ¡Malditos caminos!...

La niña sorda tocó el brazo de la monja:

- ¿Nos dejan seguir adelante?

La Madre Isabel entornó los ojos, al mismo tiempo que se llevaba un dedo a los labios. Las dos mujeres, en silencio, sin moverse del carro, vieron desfilar la tropa. Pasaron los últimos variossoldados de infantería: Unos cojeaban, y otros iban cargados con dos fusiles. La monja, llena de lástima, sentía como un reflejo de aquel cansancio y de aquella miseria, contemplando la cinta de la carretera que subía por el monte. Cuando acabó el desfile, bajáronse del carro las mujeres, y sentadas en la orilla del camino se pusieron a rezar, esperando a que las mulas fuesen uncidas. De pronto, rodó el eco de un tiro bajo el cristal matinal. Gritó el contrabandista:

- ¡Uno que la ha hincado!

Eladia adivinó, y angustiada volvióse mirando a la monja. La Madre Isabel estaba muy pálida. En el espejo interior se le aparecía aquel pelotón de soldados embarrados y aspeados, donde algunos, los más fuertes, llevaban los fusiles de los otros. Era un recuerdo que se abría en su alma como una flor y como una herida. El último soldado del desfile

tenía el bozo de oro y los ojos de niño, esos ojos aldeanos que parecen guardar el misterio de los paisajes que han visto. La monja le juntó en su recuerdo con los rapacines que había contemplado tantas veces, desde la ventana de su celda, apacentando las vacas en los prados de Viana del Prior. Sentada en la orilla del camino real, en medio de aquel paraje de rocas y montes, suspiró por los verdes horizontes nativos, por el sol de su ventana alegrando la vejez de una malva.

El tableteo de las descargas pasó sobre los montes: Se dijera una tronada distante. La Madre Isabel se puso en pie con el anhelo de algo oscuro y religioso que no se hacía luz: Vio las nubes de humo que volaban sobre los matorrales del monte y sintió crecer su angustia ante la cinta de la carretera, que daba vueltas para escalarlo. Era un camino hecho por los hombres, y parecía que sólo condujese a la muerte. Aquellos rapacines aldeanos, vestidos con capotes azules y pantalones rojos, que un destino cruel y humilde robaba a las feligresías llenas de paz y de candor antiguo, iban a la guerra por servidumbre, como podían ir a segar espigas en el campo del rico. ¡Qué diferentes con aquellos otros soldados del Rey Don Carlos! ¡Verdaderos Cruzados!

Capítulo XIX

Aquella retaguardia de enfermos y bisoños, perdido el contacto con las compañías de vanguardia, desfilaba entre dos lomas que parecían los pechos de una giganta. Más lejos se perfilaba un puente de madera que tenía el pretil blanco de nieve, y a uno y otro lado, enriscados montes, con las quebradas cubiertas de pinar. Y entre el pinar y el río, al flanco izquierdo, unasiembra encharcada. Gil García espoleó su asno al mismo tiempo que le gritaba a un capitán muy joven, ocupado en liar el cigarro, con las riendas abandonadas sobre el cuello de su montura:

- ¡Buen sitio para asar carne!

- ¡No es malo!

- ¡De órdago!

El otro se puso el cigarro entre los labios y miró en torno, inclinándose para cobrar las riendas. En el mismo instante sonó un tiro, y el veterano se volvió con la sonrisa oronda de un clérigo glotón:

- ¿Tengo buen atisbo?

Nadie le respondió. Los soldados aclaraban las filas, y el otro capitán

se apeaba guiñando el ojo izquierdo con una contracción que le movía todo el lado de la cara. Sobre el pretil del puente aparecieron los cañones de algunos fusiles que brillaban al sol como una gloria fuerte. Al verlos, los cazadores hicieron alto en medio de la carretera, con movimiento instintivo y unánime. Algunas nubes de humo, cirros negros, volaron sobre los matorrales del monte. Sonó una descarga y se aclararon más las filas. Cuatro o cinco soldados cayeron a lo largo de la carretera como peleles en un tinglado de feria. Emboscados en el monte, los carlistas hacían fuego por los dos flancos. El veterano capitán gritó enfáticamente:

- ¡Celebraremos consejo a caballo!

Era en todas partes el capitán más antiguo, y siempre lo recordaba en la ocasión oportuna, y lo hacía valer para su gloria. El asno, estacado en medio de la carretera, saludaba el paso de las balas moviendo la cabeza con cierto aire bufonesco. García le halagó el cuello y le habló paternal:

- ¡So!... Tengo que ponerte arracadas si te abren bien los ojales, hijo mío.

Cuatro oficiales y el capitán imberbe se congregaron para deliberar en torno del capitán García. Miraban, azorados, de dónde venían las balas, y a hurto procuraban guarecerse con la figura del veterano que, alzado sobre el asno, se acariciaba las barbas, sonriendo beatíficamente, como pudiera hacerlo en un Concilio un Padre de la Iglesia. Sin apresurarse hizo un gesto pidiendo su parecer al oficial más joven, que miró a los otros, retorciéndose el bigote con los dedos temblorosos. Apremió el veterano:

- ¿Su opinión?

El oficial, que oía silbar las balas por primera vez, cerró los ojos, murmurando con la voz seca y desesperada.

- ¡Ataquemos, mi capitán! ¡Aquí nos abrasan!

El veterano, que exploraba el campo, se alzó sobre los estribos con un grito animoso:

- ¡Allá van! ¡Allá van!

Algunas boinas rojas salían de los riscos y bajaban corriendo hacia el puente. Se veía la silueta negra de los soldados destacándose sobre el claroazul de las alturas, ágiles y saltantes. Oyendo sus gritos, sonoros en el silencio de las rocas, aquella hilada de cazadores que cruzaba como un rebaño por la carretera, sintió de pronto el aire encendido de la

guerra agitar las almas, revolar en ellas, hincharlas y darlas al viento como el paño de una bandera. Cada sargento veterano fue un caudillo y un ejemplo en la ocasión. El veterano capitán se apeó dando gritos heroicos:

- ¡Hijos míos, vamos a cubrirnos de gloria! ¡Es nuestro honor el honor de la patria! Tenemos dos madres: La santa que preside el hogar, y nuestra bandera. Corrió a la cabeza de la tropa con la barba trémula y los ojos brillantes, prontos a llenarse de lágrimas, porque era siempre el primero en sentir la emoción de sus arengas. Un zagal de doce años, hijo de un bagajero, gritaba a par del capitán, huroneando por las filas para cobrar el asno. El animal, libre del peso del jinete, sacudía con esperezo los lomos, y daba rebuznos tan sonoros, que el eco milenario de aquellas montañas pudo despertarse recordando el son de la bocina de Rolando. Cuando alcanzó al asno, el muchacho cabalgó alegremente, y espoleándole con los talones, corrió confundido entre los cazadores. Cerca del puente, una bala le abrió un agujero en la frente. Siguió sobre el asno con las manos amarillas y un ojo colgante sobre la mejilla, sujeto de un pingajo sangriento. Fue inclinándose lentamente hasta caer, y el asno quedó inmóvil a su lado. El padre, que le vio de lejos, acudió corriendo, muy pálido. Los cazadores hacían fuego por descargas sobre los carlistas que ocupaban el puente, y sólo respondían con un tiroteo graneado. Advertíase que apuntaban y disparaban despacio, como a las liebres en el acecho y a las codornices en los trigales. El bagajero, inclinado sobre el cuerpo yerto del hijo, movía incesantemente la cabeza al oír el silbido de las balas. Un soldado que cayó herido en medio de la carretera le llamó suplicante, para que le arrastrase hasta la cuneta. Gemía con ambas manos apretadas sobre una herida que le desgarraba el vientre:

- ¡Amigo, dame la mano!

El bagajero se incorporó con los ojos secos y le arrastró por el cuello del capote, dejándole en la cuneta a la par del hijo muerto. El soldado le miró agradecido, con una sonrisa dolorida, inmóvil sobre la boca pálida:

- Iban a pisarme como a la uva.

El bagajero, alzando los brazos, le dijo con violencia:

- ¡Cata al mi hijo muerto!

Los cazadores retrocedían sobre el flanco izquierdo, y dejabanla carretera, derramándose en huida por una siembra. En tanto, al flanco

derecho, un pelotón procuraba escalar los riscos para dominar el puente que intentaban volar los mutiles de Miquelo Egoscué. A la cabeza de los cazadores daba sus voces heroicas el capitán García:

- ¡Firmes, hijos míos! ¡Vais a ceñir vuestras frentes invictas con el lauro de victoria! ¡Acordaos de Numancia!

Y sucedíanse los ataques de corneta, que tenían una vibración animosa y luminosa. Algunos oficiales iban confundidos con los soldados. Uno, muy joven, sólo parecía preocupado de no enredarse en la vaina del sable, que al correr le golpeaba las piernas. Todos dejaban a los sargentos veteranos que ordenasen las filas. Aquellos soldados, derramándose por la siembra, tenían, con los movimientos de un rebaño, la conciencia oscura de que podían vencer. Los sargentos gritaban roncos:

- ¡A formar! ¡Firmes!

El bagajero se levantó rechazando con fiereza a un soldado que, al retroceder de espaldas, iba a poner sobre el rostro del niño muerto su zapato lleno de clavos. El soldado volvióse con ojos de espanto, y siguió corriendo, sin darle ya cara al enemigo. A mitad de la carrera soltó el fusil, un poco más lejos tropezó y cayó. Retrocedían otros soldados pisoteando la yerba ensangrentada, y el bagajero, cargando a la espalda el cuerpo del hijo, entróse por la siembra. De pronto se vio envuelto, empujado, sacudido: No podía andar, no podía moverse. Una corneta cambió el toque. Los cazadores, rehechos lejos del fuego carlista, atacaban para tomar el puente. El bagajero tuvo que abandonar el cuerpo de su hijo, bajo los pies de los soldados. Las boinas rojas aparecían sobre los riscos. Al ver el empuje de los cazadores, hacían fuego a pecho descubierto y se enardecían con alegres voces, como en la siega y en el zorzico.

Capítulo XX

Asomaron dos voluntarios en lo alto de una barranca donde se apoyaba la retaguardia carlista. Habían trepado corriendo y daban voces. Se les veía en silueta sobre el pálido azul, agitar los brazos y blandir los fusiles. Luego, más lejos y más alto, surge un voluntario solo, que da las mismas voces, y luego otro que baja saltando de risco en risco. Eran las parejas destacadas sobre el camino para vigilar y noticiar los movimientos de la vanguardia republicana. Las voces no se

entendían en la distancia, pero al cabecilla le bastó ver el afán desesperado con que alzaban los brazos aquellas figuras ágiles, amenguadas en la lejanía azul. Sin duda, los republicanos, advertidos por el tiroteo, volvían para proteger la retaguardia. Miquelo Egoscué vio de pronto a su lado al molinero de Arguiña:

- Ordenala retirada, Miquelo.

- ¿Se hizo cuanto se podía?

- Y bien, Miquelo.

- ¿No haría más el Cura?

El molinero cerró los ojos.

- El Cura tiene otro invento que nosotros.

Oyendo el canto remoto de las cornetas republicanas, dijo el capitán:

- Les hemos encendido la sangre a los guiris.

- Si quieren seguirnos, ya nos defenderá la maraña del monte.

Había comenzado la retirada, y los voluntarios carlistas iban agazapados entre el matorral. A veces se tendían en tierra y apuntaban despacio, con los ojos lucientes y las caras llenas de humo. Se levantaban santiguándose, y en una gran carrera, se iban monte arriba: Cuando estaban sin aliento, era otra vez el echarse boca abajo y reanudar el fuego. Cara de Plata, con la frente negra de humo y toda la faz oscura, donde los ojos eran de una gran belleza arrogante y fiera, se acercó al cabecilla:

- ¿Y nos dejamos la yegua, Señor Miquelo?

La yegua enderezaba las orejas al amparo de grandes peñascales, sujeta del ronzal al tronco de un espino quemado por los carboneros. El cabecilla miró de un modo extraño al hermoso segundón:

- ¡Pues qué hacer, si no hay manera de llevarla por los riscos!

- ¡Yo me la llevo!

- Pues rodarás.

Cara de Plata bajó corriendo adonde estaba la yegua. El capitán y el molinero cambiaron una mirada sagaz. Dijo el viejo de Arguiña:

- ¡Los valientes y el buen vino tienen poca dura!

- En la guerra no se anda por alargar la vida.

- Tengo yo mal pensar de todos estos que vienen de otra tierra.

Seguían con los ojos a Cara de Plata. Sin otras palabras le vieron

desalar la yegua, desjaezarla y cabalgarla en pelo. Regíala sin bridas, y era como si le diese alas para salvar los brezos y uñas para tenerse en las rocas sin desjarretarse. El cabecilla se volvió al viejo de Arguiña:

- ¡De los buenos jinetes!

- ¡De los buenos, Miquelo!

Los cazadores se rehacían en la carretera y pasaban el puente. Algunos heridos, arrastrándose hacia el camino, pedían que los llevasen a los carros. Sudoroso y sediento, un corneta bajó a la orilla del río y se tendió sobre la yerba para beber. Al incorporarse, vio entre jarales a un voluntario carlista que le apuntaba, y casi al mismo tiempo sintió tierra en los ojos. El carlista, allá en lo alto, gritaba abriendo los brazos, mientras volaba en torno de su figura una nube de humo. El corneta echóse el fusil a la cara:

- ¡Ahora va lamía!

Y el otro permanecía sobre los peñascos haciendo un trenzado de zorcico: Vio rebotar la bala, y trenzando los pies, lanzó su grito animoso y antiguo:

- ¡Jujurujú!

Como cabra montes fue saltando de picacho en picacho, hasta lo más alto, y allí comenzó a cargar su escopeta de aldeano cazador. En la orilla del río descubrió al corneta que hacía su mismo alarde, y esperaba con el fusil al brazo, zapateando sobre la yerba. Disparó y quedó inmóvil, retando al otro que se destacaba entre los árboles y remontaba la ribera para hacerle puntería. El corneta calculaba la distancia con los ojos, al tiempo que iba levantando el fusil en una medida lenta. De pronto, vio que el voluntario agitaba un momento las manos, y se hacía en el aire un garabato grotesco. Se despeñaba rebotando contra los picachos, enfundándose en la maleza y desprendiéndose luego entre desgarraduras, para seguir botando monte abajo. Al final chapotea en el río que lo arrastra y lo sepulta. Volvióse el corneta a mirar en torno, y descubrió al bagajero sentado entre dos muertos, y cargando un fusil:

- ¿Has sido tú?

- Yo he sido...

El corneta le miró con rabia:

- ¡Era mío!

El bagajero se levantó y, lentamente, fue hacia el soldado. Le puso una

mano en el hombro, y sus rostros casi se juntaron:

- ¿Cornetilla, y el hijo mío, de quién era?

Parecía que le echaba encima los ojos, nublados y profundos. Después, con el andar desconcertado de un autómata, volvió a sentarse entre los dos muertos.

Capítulo XXI

Sonaban las cornetas. Era una alegría luminosa y cruel, como la del sol en el aire de la mañana. ¡Aquel aire ermitaño y de milagro, con aroma de yerbas frescas, profanado por el humo de la pólvora! Había cesado el fuego, y sólo muy de tarde en tarde pasaba silbando una bala perdida, y rodaba el eco de un tiro por las quebradas sonoras del monte. Ninguna boina roja asomaba entre jaras y picachos, ningún grito... Veíase a lo lejos las líneas de cazadores desplegarse para envolver a los carlistas: Las tropas de retaguardia y de vanguardia convergían en un movimiento y escalaban el monte por los flancos. Dos compañías formaban en la carretera, y permanecían inmóviles en orden de batalla. Cambió de pronto el toque de las cornetas y el movimiento de las líneas: Hecho el alarde de perseguir a los carlistas, venía la orden de replegarse. Continuaron las compañías del frente formadas en la carretera. Un ayudante joven y con lentes, tomaba notas arrimado al petril del puente. Más lejos repartía su tabaco con algunossoldados, el veterano capitán García. Estaba sentado sobre un montón de piedras, con la levita desabrochada y un pie descalzo a causa de una herida contusa. No podía andar sin grandes dolores, pero seguía mirando todas las cosas con una sonrisa radiante. Les decía a los soldados:

- Hemos vencido. ¡Bravo, muchachos!

Llegaron dos sanitarios para curarle, y los rechazó jovial:

- Tenéis las manos muy duras. Llamad que vengan aquellas mujercitas.

Y tomando del montón de grava una piedra menuda, la tiró para señalar al grupo de las dos mujeres, que allá lejos, en la orilla del río, llevaban agua a los soldados y los curaban. Murmuró uno de los sanitarios:

- Deben de andar cumpliendo un voto. Se presentaron en un carro.

Las dos mujeres, avisadas por un soldado que les dio voces, sin llegar adonde estaban, subían el camino. Eladia traía en las manos un azafate

con hilas y vendajes. Las dos caminaban a la par con el mismo gesto de humildad sonriente. Llegaron, y la monja saludó con estas palabras:

- ¡Aquí estamos para que nos manden!

Se arrodillaron cerca del capitán, sobre la yerba hollada y ensangrentada. El veterano encendió un cigarro:

- ¡Vamos allá! Si me quejo, no hagan caso, hijas.

La monja tomó una venda del azafate que sostenía Eladia, y la desplegó para ligar aquel pie amoratado y monstruoso: Las manos le temblaban como dos lirios, sin resolución para oprimirle, y se hundían los dedos, dejando una huella lívida en la gran hinchazón. Los dos sanitarios se hacían guiños. Eladia los vio, y poniéndose muy encendida, advirtió en voz baja a la monja:

- No desenvuelva la venda, Madre. Vaya enrollándola poco a poco en el pie, al mismo tiempo...

El veterano vio la burla de los sanitarios y los miró adusto:

- ¿De qué hacéis risa, bárbaros?

La Madre Isabel se volvió despacio, llena de nobleza:

- ¿Hijos míos, queréis enseñarme?

Gritó el veterano:

- No, señora... Ellos lo hacen peor... Son unos bárbaros.

La monja seguía llamándolos con la mirada. Se acercó uno de los sanitarios, y con gran destreza se puso a vendar aquel pie tumefacto y deforme. La Madre Isabel tan pronto estaba atenta a la cura, como al semblante del veterano. Le sorprendía la entereza con que soportaba el dolor, y la mano hábil y sin ternura con que el otro le vendaba la herida. Al terminar, el capitán le dio un cigarro y le tiró de una oreja:

- ¡Así se cura a los caballos!

Después, volviéndose a los soldados que le rodeaban, mandó que le buscasen su asno. La monja leofreció lugar en el carro, y desde lejos hizo señas al contrabandista para que lo acercase. El viejo le guió por entre las filas deshechas, y en una manta, cuatro soldados trasladaron al capitán, luego de haber esparcido alguna yerba en el fondo del carro. Gil García, que era hijo de aldeanos, al sentir el aroma y la humedad del heno, sintió que su alma florecía con los recuerdos. Cerró los ojos para verse niño y para ver los campos, mientras era llevado en aquel convoy de heridos, que avanzaba lentamente por un camino real desconocido,

con dos compañías al frente y dos en la retaguardia, entre filas de soldados que cantaban y reían. En un atolladero abrió los ojos:

- ¿Qué pasa?

- Un barrizal muy disforme, mi capitán.

- ¿Cuántos heridos van?

- Nueve, mi capitán.

- ¿De qué clase?

- Quitante usía, todos de la clase de tropa.

- ¿Y aquellas mujercitas?

- Atrás vienen, mi capitán.

Las mujeres seguían a pie, zagueras del último carro: Un carro de aldea tirado por bueyes, donde iban amontonados tres muertos, cuyas manos lívidas asomaban bajo las orillas de una manta vieja que cubría a los tres. Por no detenerse a cavar una hoya, los llevaban a San Pedro de Olaz. Pero antes hallaron cristiana sepultura en el cementerio de una aldea donde las tropas hicieron alto. Y allí quedaron solas la monja y la novicia, cuando las cornetas tocaban marcha. Se quedaron solas en la paz de la aldea, rezando por los muertos a la sombra de los cipreses, donde cantaba un mirlo en la puesta solar.

Capítulo XXII

En el cementerio estaba un viejo con dos cabras que pacían la yerba de las sepulturas. La monja y la novicia, para no equivocar el camino de la aldea, aprovecharon salir con el pastor. Era un sendero verde, todo en paz de oración, y el viejo hablaba en vascuence y reía enseñando su boca sin dientes. Era todo cristalino el paisaje, y los montes parecían de amatista. Cerca de la aldea, una mujer que descansaba en la orilla del camino, se alzó y corrió al encuentro de las monjas. Era Josepa la de Arguiña: Habló alborozada, despidiendo un vaho de aguardiente.

- Pues antes las descubrí entre los negros, y maginé que las conducían presas. Por sonsacar anduve enseñando las casas, a los que acá se quedan alojados... ¡Y de Roquito, la gran valentía!... Todo les contaré... ¿Y agora, por este camino, adonde es el caminar, con mi güelo de las cabras?

Respondió la Madre Isabel:

- ¿Tú sabes dónde podríamos pasarla noche?

Murmuró Eladia que había entendido la pregunta:

- Un rincón en un pesebre.

- Su buena cama tendrán, donde reposarse. ¡Ay, y qué arriscos me traen!

Repitió Eladia:

- Un rincón en un pesebre, con su vaca y su mula, que no tuvo más el Niño Jesús.

- Acaba, señorica, por pedir su santa cruz... ¡Pues de Roquito, la gran valentía!...

Interrogó a Eladia:

- ¿Qué fue del niño?

- Lo tengo en un caserío. Allí es donde tendrán hospedaje sus señorías... Pues el ama joven está criando, y me hace la caridad de darle una teta. Yo quédeme sin gota de leche... Toda se me ha esparcido por el cuerpo. Ayer al echarme a dormir, quitéme la camisa, y encontréme el cuerpo muy más blanco, con todo de estar a las escuras.

Torció por un sendero el viejo de las cabras, y las tres mujeres continuaron solas hacia la aldea. Entraron por una calle de huertos y casucas bajas que humeaban en la paz tardecina, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Fue cosa de momento atravesar la aldea y salir al campo por el otro lado, un campo de nogales viejos, donde había una capilla. La Josepa señaló el caserío que se destacaba en silueta sobre el oro de la puesta:

- ¡Allí es!

Era una casa negra, con una parra negra y sin hojas, tras una cerca asombrada por la copa negra de un nogal. Murmuró Eladia, mirando a la monja:

- ¿Nos recibirán, Madrecita?

Interrumpió la Josepa:

- Es gente toda muy leal al Rey Don Carlos. Viene ello desde la otra guerra donde ya anduvieron los abuelos. ¡Al uno lo afusilaron!...

La Madre Isabel posó en la mendiga sus ojos serenos y profundos:

- ¿Tú conoces a los amos?

Josepa la de Arguiña sonrió humilde:

- Mi verdad, sabía quiénes eran, pero hasta ayer, nunca había comido su pan.

- ¡Y nos lo ofreces ya!

La Josepa, después de mirar a todos lados, dijo al oído de la monja:

- Roquito está oculto ahí.

Llena de terror y misterio, levantaba la mano señalando el caserío. Eladia, como nada comprendía, fijaba en la monja sus ojos de una timidez serena y amante. La Madre Isabel le acarició la cabeza:

- ¡Florecita Franciscana!

Continuó la mendiga, siempre mirando en torno:

- Aún no les dije. En la cárcel de Olaz estaban de concierto todos los presos para escapar a los carlistas... Ello fue la misma noche que dormía allí Roquito. Pues escaparon con el carcelero a la cabeza, y levantaron la partida. Lo primero fue venira este caserío, donde tenían muchas carabinas ocultas.

- ¿Roquito no se fue con ellos?

La mendiga bajó la voz:

- No podía. Quedó escondido hasta curarse una herida que tiene en la espalda, desde que hizo la gran valentía de San Paúl. Porque fue Roquito quien hizo aquella gran valentía, cuando escapó de la venta.

Estaban llegando a la casa, y salió al camino un perro que arrastraba un pedazo de cadena. Las monjas se detuvieron asustadas, mientras la mendiga andaba agachada buscando una piedra. Con ella en la mano avanzó dando voces:

- ¡Ugena! ¡Ugena!

Salió una labradora joven, que sin gran apuro, llamó al perro y recorrió el camino, hasta cogerle de la cadena:

- No hace daño.

Josepa la de Arguiña se acercó sin soltar la piedra que llevaba empuñada:

- ¡Te quebraba una pata, borrachón!

La mujer del caserío dirigió una mirada de recelo a las dos mujeres que continuaban inmóviles en medio del camino, y bajó la voz, hablando muy quedo con la de Arguiña:

- Vinieron cuatro soldados con la boleta.

La mendiga abrió los ojos poblados de sombras:

- ¿Y Roquito?... ¡Mi Dios Sacramentado, nunca hay sosiego!

Aquella voz, acostumbrada a la canturía humilde de pedir por las puertas, se ungía de terror y misterio. Contestó el ama, después de llevarse un dedo a los labios:

- ¡Bien escondido te está!

La Josepa espantó los ojos al mismo tiempo que se metía las manos en el pecho, con un escalofrío:

- ¡Mi Dios, os quemaban a todos dentro de la casa si llegarían a descubrirlo!... ¡La misma pena que él dio a los otros! ¡Ay, Ugena, estoy a temblar!

Se desvió un momento del ama, y llamó a las monjas para que se acercaran. Las cuatro mujeres se juntaron en medio del camino, bajo la sombra del nogal, y comenzó la mendiga un susurro de plegaria:

- ¡Ugena, hija de buenos padres, dije a estas almas benditas quién tú eras! ¡No las engañé, si les dije que tenía el corazón más blando que la manteca el ama joven de Urría! ¡Más dulce miel tiene mi ama en el corazón que una sandía de Calahorra! Pues estas dos señoras venían por pasar aquí la noche recogidas.

Saltó el ama:

- ¡Ay, que no podrá ser! Tenemos alojados...

La Madre Isabel inclinó la cabeza, y luego dijo con una sonrisa austera:

- Venimos de muy lejos, y llegamos a esta casa, solamente guiadas por su fama de caridad... Pero si atan el perro, pasaremos la noche en el quicio de la puerta.

La mendiga tocó a hurto el brazo dela monja:

- Descúbrase ante ella, señora Madre.

Sonrió la monja:

- Nuestro vestido no dice nuestra condición.

El ama atendía con un vago recelo, mal escondido bajo la sonrisa de su boca toda bermeja y campesina. La Josepa alzó las manos que parecían de humo en la niebla del crepúsculo:

- Son monjas que van al hospital, donde cuida de los heridos la Señora Reina.

Sobre las cuatro mujeres, inmóviles en medio del camino, caía la

sombra del nogal, y Josepa la de Arguiña ponía en su acento la vaguedad medrosa de la hora, y un sentido popular, milagrero y trágico. El ama joven, al oír que eran monjas, aquellas que había tomado por aldeanas, quería besarles las manos. Después, caminando a su vera, las condujo al caserío, con la sonrisa sana y geórgica de las buenas caseras cuando entra por sus puertas el don de las vendimias y de las siegas. La bendición de Dios.

Capítulo XXIII

Las monjas durmieron en el sobrado, las dos en una cama con sábanas de hilo casero, bien espliegadas, y jergón de maíz hopado y esponjado como el pan de fiesta al salir del horno. Durmieron vestidas y con gran zozobra, oyendo abajo el ronquido de los alojados, y el andar receloso de los caseros, toda la noche alerta, rondando por los establos y a la redonda del huerto. Los alojados del caserío eran cuatro ampurdaneses que hablaban un catalán violento, de rudeza visigoda. El ama les había dado leña, sal y un caldero para que pudiesen hacer su rancho en un rincón del hogar. Pasaron la prima noche jugando a las cartas, y luego se tumbaron a dormir en la cocina. El amo viejo los miraba como a bárbaros. Para aquel aldeano que aún regía su casa por usanzas patriarcales, el extranjero había hablado siempre en el austero rezo de Castilla. Oía a los ampurdaneses con una sonrisa maliciosa, acariciando la tabaquera, y ponía igualdad entre la zalagarda de los canes y aquel tosco vocear agresivo y sanguíneo, que desgarraba las bocas y violentaba los gestos. No salió de la cocina hasta que los vio dormidos: Entonces fue al establo para la ordeña, y allí se le juntaron la nuera y Josepa la de Arguiña. Hablaron los tres con gran sigilo. El viejo:

- No me acostaré en toda la noche.

Ugena, la nuera:

- ¡Ay, qué perdición nos vino con el tal Roquito Roque!

Josepa la de Arguiña:

- ¡Pues si está seguro!

El amo viejo comienza la ordeña arrodillado sobre los granciones que cubren el suelo del establo. Tiene la grave serenidad de un patriarca:

-¡Seguro!... Si un ángel lo cubre con sus alas, estará seguro...

Lamentó Ugena:

- ¡Si lo descubren nos afusilan a todos juntos!

El amo viejo movía la cabeza:

- Dios, que nos da la vida, nos manda por igual, la muerte. Pero podría acontecer que sólo a mí afusilasen, mirando a que soy el amo, y donde hay amo, no manda criado... Pues entonces con vosotras las mujeres no tocarían.

Susurró la Josepa:

- ¿Adónde está escondido...?

Ugena agachó la cara contra el hombro de la mendiga:

- Pues en la chimenea está.

El amo sonrió al recuerdo:

- ¡Cómo trepaba, tú!

Comentó la nuera, con la voz llena de sombra:

- ¡Parecía el trasgo cabrón!

Y saltó la mendiga:

- ¡Ay, qué comparanza trae el ama Ugena!

Las dos mujeres se santiguaron, y el viejo se levantó despacio para ir a la cocina. Estuvo un momento en la puerta, y luego se llegó al hogar. Acurrucado sobre la piedra, fingía calentarse en el rescoldo, y ponía en alto los ojos para escudriñar la negrura de la chimenea. Los soldados seguían dormidos, brillaban en un rincón los fusiles, y los ojos del gato acechaban entre la ceniza. El viejo volvió a salir con la misma cautela que había entrado momentos antes, y halló que las mujeres ya no estaban en el umbral del establo. Arrecidas de frío, recogiéranse al calor de las ovejas, y hablaban a media voz, sentadas sobre las rodillas. El viejo entró, y ellas se encogieron más al interrogarle. Dijo la nuera:

- ¿Sigue en la chimenea?

- Nada pude ver.

Se removió la mendiga con un estremecimiento:

- Bien pudiera haber salido al tejado.

Habló con pausa doctoral el amo viejo, al mismo tiempo que rascaba el testuz de una oveja despabilada:

- De todos los lados del camino lo descubrirían, tú.

Quedaron los tres en silencio, y al cabo, como si despertase de un sueño, dijo suspirando la nuera:

- Pues si quisiera salir al tejado, tampoco acertaría. Pedrín Domingo, Dios me lo guarde, puso en lo alto una reja de fierro para los ladrones. ¿No acuerda, señor?

El viejo afirmó, moviendo en el aire la misma mano con que acariciaba el testuz de la oveja. Volvieron a quedar en silencio. Las mujeres se adormilaban cabeceando, y de pronto, llenas de sobresalto, abrían los ojos. Una vez, porque lloraban los niños que dormían en el pesebre bajo unas jalmas; otra vez, porque cantaba un gallo; otra, porque batía una puerta sin sujetadero. Se despertaron juntas, oyendo las campanas de la madrugada: Salieron al huerto, y para disimular su zozobra, mientrasse lavaban en el pozo, se pusieron a cantar. Estando en esto, vieron al viejo que, muy demudado, avanzaba por debajo de la parra:

- ¡Apenas salís del sueño, ya estáis con el cantolari!

Las mujeres callaron y se pusieron a sacudir en el aire las manos mojadas de agua: Susurraron a una voz:

- ¡Ay, nos diga qué pasa, tío Tibal!

- ¡Esos negros han encendido una gran hoguera!... Pues abrasan vivo al sacristanico.

Las mujeres, con los ojos llenos de susto, miraron el humo que volaba sobre el tejado. La de Arguiña se dejó caer al pie del brocal, rascándose la greña al mismo tiempo que hablaba lastimera:

- ¡Querías el martirio como los santos, pues ya lo tienes, borrachón!

Ugena se acercó al viejo:

- Escape usted al monte, güelo. El sacristanico comenzará a dar voces cuando el cuerpo le escalde, y todo se declarará... A usted si lo cogen, lo afusilan. Vayase al monte, güelo, vayase al monte.

Y le empujaba varonil y entera. El viejo parecía acobardado:

- ¡Ya se verá! ¡Que ya se verá!... Pues si el sacristanico habría gateado a lo alto, el fuego no arriba tan cimero...

La nuera seguía empujándole:

- Escape usted al monte, güelo:

- ¿No alcanzas que lo pagarán contigo, hija?

- Yo le culparé a usted muy bien culpado... ¡Que si haré!...

Suspiró la Josepa:

- ¡Dios vaya con él!

Y Ugena, el ama joven:

- ¡Roquito, Roque, qué mala ventura nos trujiste!

Con esto entraron a la cocina, que estaba llena de humo. Ateridos de la noche, los soldados habían echado al hogar un haz de tojo dispuesto para la cocedura del sábado. Viendo aquella gran llamarada, las dos mujeres se dijeron con los ojos su terror.

Capítulo XXIV

Un momento que los ampurdaneses se divertían fuera con el juego de las chapas, la mendiga asomó la cabeza mirando bajo la campana de la chimenea:

- Ten paciencia, Roquito.

Llegó de lo alto una voz lastimera:

- ¡Me abrasan vivo!

- Ten paciencia.

- Mira de esbaratar la lumbre.

La Josepa quiso hacerlo, pero en aquel momento entró un soldado, que le dio una aguja enhebrada para que le asegurase los botones del capote. Sin esperar respuesta, le tomó al niño de los brazos y empezó a cantarle:

- ¡Ay, ay, ay, mutillá!...

A poco, los otros soldados se metían dentro, corriendo bajo la amenaza de una nube negra que empezaba a descargar en gruesas gotas. Cerró la mañana en agua, y los cuatro ampurdaneses se congregaron a la redonda del fuego, limpiando las armas. Las mujeres rezaban en el sobrado,arrodilladas ante una ventana estremecida por el viento y la lluvia, toda trágica cuando se llenaba con el resplandor de los relámpagos. Ugena, de tiempo en tiempo, salía sin ruido, y vagaba del establo a la cocina, con los ojos agrandados y el andar silencioso. Otras veces, quien venía a sentarse en un canto del hogar y procuraba a hurto desbaratar el fuego, era Josepa la de Arguiña. Los soldados la amenazaban con las bayonetas entre bárbaras risas, mientras cocía su rancho como el caldero de los ladrones. De pronto el perro apareció en la cocina y comenzó a ladrar furiosamente debajo de la chimenea. Llamó a voces el ama desde fuera, y explicó muy pálida a los soldados, Josepa la de Arguiña:

- ¡Ha visto algún gato!

Los otros reían, con el caldero ya separado de la lumbre, y en las cucharas de peltre, le ofrecían del rancho al can y a la mujeruca que lo arrastraba de la cadena. Seguía lejana y clamante la voz del ama:

- ¡Poca Pena! ¡Poca Pena!

Hubo algún escampo y los soldados salieron de la cocina para seguir el juego de las chapas bajo la parra que goteaba. La Josepa habló, metiendo la voz por la campana de la chimenea:

- ¡Bien te curas al humo, Roquito!

Gimió el sacristán en lo alto:

- ¡Ya más no puedo!

- ¿Querías el martirio como los santos? ¡Pues ya lo tienes, borrachón!

- ¡Me abraso de sed!... ¿No podrías alcanzarme una gota de agua?

La mendiga llenó una herrada, y con ella en las manos, antes de trepar al hogar, asomó a la ventana:

- ¡Están en la codicia del juego!... ¡Bebe y afógate, Roquito!

Sostenía la herrada con los brazos en alto, sin apartar los ojos de la puerta. Bajaron las manos negras del sacristán: Se le sintió beber en la sombra. La Josepa recogió la herrada vacía. Aparecióse el ama:

- ¿Tendrán algún recelo, tú? Todo es mirar el humo que vuela sobre el tejado, y hablar en su lenguaje.

Respondió la de Arguiña:

- Antes pasó mismamente. Es ello por conocer el tiempo.

Gimió Roquito:

- ¡Sacaime de aquí! ¿No tenéis otro lugar en donde me esconda? ¡El humo me ahoga!

Saltó el ama con los ojos en alarma:

- ¡Roquito, Roque, qué ventura nos trujiste! Pues otro sitio no tenemos, si no es el ruedo del halda, como dice la güela del caserío de Briz.

Lloró Roquito:

- ¡Aquí muero!... ¡Vaites! ¡Vaites!... ¡Aquí muero abrasado!

Respondió Josepa con la voz ronca, metiéndose bajo la chimenea:

- Así te acostumbras para cuando caigasen la caldera de los demonios, borrachón. Haz agora lo que hiciste cuando te mandaron con la partida

las señoras madres. ¡Baja ya, mujerica, y decláralo todo y que a todos nos afusilen!... ¿Por qué es alabarte de la gran valentía de San Paúl?

Roquito empezó a reír y a llorar en lo alto:

- ¡Viva Carlos VII!... ¡Calla tu lengua de escorpión!... ¡Moriré abrasado! ¡Quiero el martirio de un santo bendito!... ¡Viva Carlos VII!

Las dos mujeres suplicaron:

- ¡Calla, Roquito, que nos pierdes!

El sacristán reía con una risa loca, enorme y resonante en el hueco de la chimenea:

- ¡Si tuviera un cañón de veinticuatro!

- ¡Que nos pierdes, Roquito!

Extinguióse la risa del sacristán, y la cocina quedó en silencio. Pálidas del susto, las mujeres subieron al piso alto para rezar con las monjas. Toda la casa estaba llena de humo: Sentíase tras de las puertas el ulular del viento, y los soldados volvían a refugiarse en la cocina, esquiciados por otro chubasco, y el ama, luego de rezar un rato, volvía a vagar de una parte a otra, con los ojos agrandados. Y así pasaba el día, entre chubascos y claros de sol, lleno de tristeza y de susto... Ya de tarde, sonaba una corneta con el claro canto de llamada, y los alojados se partían por el camino aldeano, de dos en dos. Ugena y las monjas, desde la ventana del sobrado, los vieron desaparecer a lo lejos. Bajaron corriendo y dando gritos:

- ¡Ya no se les alcanza con los ojos!

- ¡Estás en salvo, Roquito!

- ¡Dios lo hace!

La Josepa, con las manos trémulas, barría el fuego del hogar. Roquito se dejó caer de lo alto de la chimenea. Tenía la cara toda en una ampolla negra y roja. Sin levantarse comenzó a clamar:

- ¡Nada veo! ¡Nada veo!

La mendiga se acercó y dio un grito:

- ¡Tiene abrasado el cristal de los ojos!

Con silencioso espanto, las mujeres juntan las cabezas en un racimo para contemplar aquellos ojos ciegos y llagados. Eladia se levantó silenciosa, y sus manos, suaves bálsamos, comenzaron a curar los ojos llagados del sacristán, arrodillado ante ella con los brazos abiertos en

cruz. La Madre Isabel estaba atenta, turbada por un oscuro remordimiento: Sentíase culpable ante el dolor de aquellas vidas, y estalló en un sollozo.

LA GUERRA CARLISTA III

Gerifaltes de Antaño

(1909)

Capítulo I

SANTA Cruz volvió a caer sobre Otaín. Desde los hayedos del monte, bajó como los lobos al ponerse el sol, y corriendo en silencio toda la noche llegó a las puertas de la villa, cuando cantabanlos gallos del alba. Llevaba consigo cerca de mil hombres, vendimiadores y pastores, leñadores que van pregonando por los caminos y serradores que trabajan en la orilla de los ríos, carboneros que encienden hogueras en los montes y alfareros que cuecen teja en los pinares, gente sencilla y fiera como una tribu primitiva, cruel con los enemigos y devota del jefe. Aldeanos que sonreían con los ojos llenos de lágrimas oyendo cuentos pueriles de princesas emparedadas, y que degollaban a los enemigos con la alegría santa y bárbara, llena de bailes y de cantos, que tenían los sacrificios sangrientos, ante los altares de piedra, en los cultos antiguos.

Quinientos infantes habían quedado guarneciendo la villa, cuando con un revuelo de gerifaltes, cayó sobre ella la partida del Cura. Dos escuadras de cien hombres entraron delante dando gritos, una por el camino del río, y otra por la Calle del Mercado. Quemaban las puertas de las casas, apaleaban a los viejos y hacían correr a las mujeres con los niños en brazos. Los soldados republicanos, sorprendidos en los alojamientos, salían despavoridos, restregándose los ojos. Sostuvieron algún tiroteo en las calles inmediatas a un convento, convertido en fuerte cuando ganó la villa a los carlistas Don Enrique España. Retrocedían sin orden, revueltos con los voluntarios, que cargaban a la bayoneta. El Cura, con el resto de su gente, guardaba todas las salidas de Otaín. Pero como las cornetas republicanas tocaban retirada en lo alto del fuerte, comprendió que la guarnición se encerraba entre aquellos muros, y entró por la villa a sangre y fuego. Sobre su cabeza se abrían las ventanas y clamaban muchas voces:

- ¡No hagáis mal! ¡Todos somos partidarios! ¡Viva Carlos VII!

Capítulo II

Santa Cruz levantó parapetos y emplazó dos cañones que había ganado en el encuentro de Hernani. Después de haber intimado la rendición a los del fuerte, que no quisieron admitir las condiciones impuestas por el faccioso, rompió el fuego, que duró todo el día. Por la tarde, cuando cesaba el tiroteo, se le unió la partida de Miquelo Egoscué. Los dos cabecillas se saludaron secamente: Egoscué, con bien declarado despecho, el otro, receloso y sin mirarle. Santa Cruz estaba entre una guardia de doce partidarios, en el atrio de la iglesia. Egoscué se le acercó a caballo:

- Don Manuel, todos se quejan en la villa de que los ha tratado como a enemigos.

El Cura repuso sordamente:

- Los he tratado como merecían... Y lo que tengas que decirme, no me lo digas a caballo.

Se destacaron tres hombres de la guardia del Cura. Egoscué les dejó las riendas y se apeó entre ellos.Santa Cruz se había arrimado al muro de la iglesia, y el otro cabecilla se le acercó con la mano tendida:

- ¡Pues aquí estoy con mi gente, Don Manuel!

- Como siempre, a media misa. ¿Y cuántos son los tuyos?

- A trescientos no llegan.

- ¿Tienen municiones?

- No tienen ni un cartucho.

El Cura quedó con la vista en el suelo, y levantándola lentamente, miró de través a los voluntarios que había en la plaza. Eran como cien hombres, y entre ellos no se contaban veinte de la partida de Egoscué. Los otros corrían las casas en busca de alojamiento. Don Manuel Santa Cruz estrechó con fuerza la mano del otro cabecilla y le miró a la cara:

- Pues soldados sin cartuchos para nada valen... Y no te agradezco la ayuda que me traes. Tener a la gente sin cartuchos, en la otra guerra fue de traidores y en ésta también.

- ¡Yo no soy traidor, Don Manuel!

- Tampoco te digo que los seas. Te digo que tener a la gente sin

cartuchos, cuando no dice traición dice no saber mandarla. Tú ibas bien cuando andabas con doce hombres...

- ¡Y ahora voy bien!

- No seas un bárbaro orgulloso. Ya hablaremos de eso. Hoy cenaremos juntos, y mañana se batirán juntos tus mocetes y los míos. Yo tengo cartuchos para todos.

Don Manuel Santa Cruz entró en la iglesia con los doce de su guardia. Iba entre ellos con la mirada recelosa, sin armas, sin insignias, y más parecía un prisionero que un capitán vencedor. Era fuerte de cuerpo y menos que mediano en la estatura, con los ojos grises de aldeano desconfiado y la barba muy basta, toda rubia y encendida. Su atavío no era sacerdotal ni guerrero. Boina azul muy pequeña, zamarra al hombro, calzón de lienzo y medias azules, bajo las cuales se descubría el músculo de las piernas. Aquel cabecilla sobrio, casto y fuerte, andaba prodigiosamente, y vigilaba tanto, que era imposible sorprenderle. Los que iban con él contaban que dormía con un ojo abierto, como las liebres.

Capítulo III

En Octubre de 1873, las tropas republicanas ocupaban muchas aldeas y caseríos en el valle de Baztán. Cada día llegaban nuevos regimientos que empobrecían con tributos aquella tierra feraz. Estas fuerzas, siempre volantes, ahora tenían orden de concentrarse para caer sobre Estella. Moriones, que acababa de ser nombrado comandante general, deseaba apoderarse de la ciudad, arca santa del carlismo. Era la victoria que mayor sonoridad podía tener, y también el deseo de todo el ejército republicano. Era la voz unánime en el EstadoMayor:

- Hay que dar una gran batalla, y ganarla.

Los soldados sentían el cansancio de la guerra y deseaban volver a sus casas. En continuas marchas y contramarchas, apenas tenían tiempo de reposarse en alguna aldea, oyendo detrás el paso redoblado de las partidas carlistas, señoras de Navarra. Y el comandante general buscaba la ocasión de una batalla para darle el triunfo, como un pan de comunión, a todo el Ejército. Era preciso apagar el grito que resonaba por valles y montes:

- ¡Viva Carlos VII!

Don Enrique España tenía el mando de las fuerzas concentradas en el Baztán. El veterano general dictaba órdenes llenas de malhumor, pasaba revista a los batallones y salía a caballo con sus ayudantes. Algunas veces murmuraba, tascando el cigarro:

- Farsas del Estado Mayor.

Don Enrique España temía que no se hubiese pensado nunca en llamarle sobre Estella. Lleno de años y de experiencia, oía distraído la lectura de las órdenes que llegaban constantemente del Cuarte General. Si alguna vez tomaba el pliego de manos del ayudante que leía, era sólo para ver el prodigio caligráfico del escribiente. Le gustaban los limpios rasgos de la letra española, y sonreía, dejando caer en el papel la ceniza del cigarro. Sin duda recordaba cómo en una oficina, con galones de cabo en las mangas, había comenzado su carrera militar hacía treinta años. Y levantando el papel y sacudiéndolo en el aire, solía decir:

- Estos pobres son los que trabajan en el Estado Mayor.

Obedecía las órdenes sin concederles ningún valor, convencido de que la guerra acabaría cuando todos se cansasen. Tenía la misma desilusión que los soldados y la misma desconfianza. En medio de un constante malhumor, porque perdía al juego y no adelantaba en la guerra, apenas recataba sus pensamientos:

- Todos los generales conspiran por el hijo de Doña Isabel. Yo soy el único leal a la República... ¡Por eso me paga como el diablo a quien bien le sirve!

Sentía un sordo despecho por haber tenido que retirar sus tropas de Otaín. Juzgaba la concentración como una malicia pueril del nuevo comandante general y del Estado Mayor. Era una censura solapada de todos los planes anteriores, una labor de intriga para desprestigiar a los que habían tenido el mando y el consejo. Del Estado Mayor llegaban todos los días órdenes tan oscuras, que parecían dictadas por antiguos oráculos. Don Enrique España las mandaba archivar y pedía una aclaración que no llegaba nunca. El Estado Mayor, en medio de un gran vacío de pensamiento, quería mantener el prestigio de que meditaba profundas combinaciones estratégicas. Era un afán hueco ysonoro, un mugir de bueyes que no aran. Don Enrique España no les guardaba el secreto:

- Nos sacan de donde hacíamos falta, para llevarnos no saben adónde. Atacarán Estella, pero será con las fuerzas de la Ribera. Nosotros

perderemos todo lo ganado, detenidos en estas delicias de Capua. No caben tantos soldados en las cabezas del Estado Mayor General.

Y rodeado de sus ayudantes, dejando al caballo que mordiese la yerba del camino, tendía los ojos por el valle, todo en verdor y en paz. Era de un encanto primitivo, con la gracia de esos paisajes donde los evangelarios antiguos hacen florecer la infancia del Niño Jesús. Por los caminos blancos, entre mieses estremecidas, viñedos en fruto y dorados castañares, veían llegar nuevas tropas, que dejaban sin guarnición todas las villas desde Urdax a Tolosa.

Capítulo IV

Tres confidentes llegaron uno en pos de otro, con la noticia de que atravesaba los puertos la partida del Cura. Iba de prisa y en silencio, como los lobos cuando bajan al poblado. Oyendo a los perros había cruzado sin detenerse las aldeas dormidas: San Paúl, Astigar, Arguiña. Pero las confidencias no aventuraban adonde fuese el terrible cabecilla, que anochecía en un paraje y amanecía a veinte leguas. Los tres espías, sentados en el banco que tenía a su entrada el alojamiento del general, loaban aquel prodigio, hablando en vascuence. Aún estaba descansando cuando llegó un viejo con noticias de la sorpresa de Otaín. Montaba su buena mula y dijo que lo enviaba la Señora Marquesa. Después de oírle, el general le mandó salir, señalándole la puerta con leve movimiento de la mano, y se volvió a sus ayudantes:

- ¡Tejer y destejer! Ahora correrán órdenes para que reforcemos la guarnición de la villa, porque es indudable que resistirá en el fuerte.

Entró un coronel con levita de uniforme y pantalón de paisano. Era el jefe del Estado Mayor:

- ¿Y si no resiste, mi general?

Don Enrique España hizo un gesto lleno de aspereza:

- Será cuenta suya.

Replicó el coronel:

- Y lo peor es que ahora no puede enviarse ni un soldado sin consultar al general en jefe. Acabamos de recibir esta orden telegráfica.

Y desdoblaba un papel azul que traía en la mano. Don Enrique España lo rechazó:

- ¿Qué dice?

- Que estemos dispuestos para operar con las tropas que ocupan la línea de Tafalla a Puente la Reina. Hasta las jornadas nos fijan.

El general movía la cabeza con aire aburrido:

- ¿Ya no debemos bajar a Vera?

- No, señor.

- ¿Pero no era el plan que entrásemos por laBarranca? ¡Tienen la estrategia de las veletas! ¿No íbamos a operar con la columna del general Primo?

Y extendió el brazo reclamando el telegrama, que volvía a recorrer con la vista el jefe del Estado Mayor. El general se acercó a la ventana, miró por todos lados el papel y se lo entregó a uno de sus ayudantes:

- Lea usted despacio.

Todos atendieron con religioso silencio. El Estado Mayor General ahora quería atacar a Estella por las posiciones carlistas de Santa Bárbara de Mañeru. Se le comunicaba un itinerario al general España. Por el puerto de Velate debía ser el avance de todas las fuerzas concentradas en el Baztán: Bajarían por Alcoz a Oteiza. Tomarían posiciones dominando la orilla del Arga: El flanco derecho en Cizur, el izquierdo en Puente la Reina, el centro en Belascoain.

Todos seguían con la imaginación aquella marcha larga y pesada por una tierra donde hacían constante correría las partidas carlistas, dueñas de los montes. Cuando el ayudante terminó de leer, el anciano general se limitó a decir:

- Hay que pedir aclaración de esa orden.

Preguntó el jefe del Estado Mayor:

- ¿En qué sentido, mi general?

- En cualquier sentido. Telegrafíe usted también el suceso de Otaín. Como hemos dicho antes, no puede enviarse ni un soldado sin consulta previa. Yo confío que la guarnición resistirá en el fuerte.

- Es de suponer. Nada dispone tanto para las defensas heroicas como la crueldad del enemigo.

Murmuró estas palabras a media voz el jefe del Estado Mayor. El general aprobó con la cabeza:

- Lo hemos visto en la otra guerra...

- Como que eso explica tantas hazañas colectivas en la antigüedad.

Y se puso a redactar un largo telegrama para el Estado Mayor General. De pronto ladeó la cabeza:

- Me parece que tardarán en recibir ayuda los sitiados de Otaín.

Y miró a todos burlón y enigmático. Don Reginaldo Arias era un hombre pequeño y calvo, con la nariz torcida y la mirada aviesa de usurero pleiteante y sagaz. El general alzó los hombros:

- ¿Por qué dice usted eso, coronel?

- Si quisiese explicarlo no sabría...

Interrogó desde la ventana un capitán de húsares, que estaba en el grupo de los ayudantes:

- ¿Que no sabe usted explicarlo, mi coronel?

- No sé, querido Duque... No sé...

- Pues yo sí... La República necesita que haga una degollina Santa Cruz. Los carlistas trabajan en las cortes europeas por obtener la beligerancia.

Aprobaba con una mirada maliciosa el jefe del Estado Mayor:

- Y se comprende, querido. La beligerancia equivaldría a tener abierta la fronteray el comercio de armas.

El Duque de Ordax exclamó riéndose:

- Pues pensamos lo mismo. Hace falta una degollina para presentar a los carlistas como hordas de bandoleros. Entonces Castelar alzará los brazos al cielo, jurando por la sangre de tantos mártires, y pasará una nota a todos los embajadores. Ahora, la suprema diplomacia es ayudar al Cura.

El general se levantó encendiendo el cigarro:

- Yo desearía que fuesen ustedes más prudentes al emitir esos juicios. Es un ruego amistoso.

Concluyó el jefe del Estado Mayor:

- Que Santa Cruz ande ahora más perseguido de los carlistas que de nosotros, nada dice. Santa Cruz es fuerista, sin reconocer la suprema autoridad de Don Carlos.

Y continuó escribiendo el telegrama para el Estado Mayor General. Los ayudantes hablaban en voz baja, retirados al fondo del balcón, y entre la pared y la mesa, en un hueco de tres pasos, iba y venía, tarareando, Don Enrique España. De pronto, se detuvo y miró a los ayudantes:

- Imposible que por una intriga política el general en jefe sacrifique a esos valientes encerrados en el fuerte de Otaín. Les prohíbo a ustedes que lo digan y que lo piensen. Rompa usted ese telegrama, coronel. Ahora mismo van a salir fuerzas en socorro de esos valientes. Rompa usted ese telegrama.

El veterano se acercó a la mesa, y arrugó el papel entre sus manos trémulas.

Capítulo V

Santa Cruz quiso castigar a la villa, porque, olvidando su claro abolengo legitimista, había consentido a la tropa republicana que sacase bagajes y raciones. Temerosos andaban escondiéndose los merinos, y dio un pregón condenándolos a muerte si antes de la noche no se presentaban en la rectoral donde tenía el Cuartel. Era tal el terror que inspiraba, que acudieron todos... Y después de oírlos un momento, mientras bebía un vaso de vino y tomaba una rebanada de pan blanco, les mandó dar cincuenta palos en la plaza de los Fueros:

- ¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!...

Marcaba la pauta un tambor redoblando. Los contaba muy recio un sargento destacado al flanco, y a coro con él contaban los niños de la escuela encaramados a los árboles, y alguna vieja antigua que tenía el recuerdo sagrado de la otra guerra:

- ¡Veintuno! ¡Veintós! ¡Veintrés!...

Toda la villa acudió a presenciar el castigo. Se llenaron balcones y ventanas. Sólo estuvo cerrado el palacio de Redín. Algunos voluntarios habían entrado con un teniente para prender a la Marquesa. La anciana señora, advertida por sus criados, los esperó en la saleta de su tertulia sentada en un sillón, erguido el busto y la mano apoyada sobre el cojín de lamuleta. Era la misma actitud solemne con que había recibido al señor general Don Enrique España. A su lado, en pie, un poco trémula, estaba Eulalia. La Marquesa de Redín, viendo entrar a los voluntarios, levantó muy severa los ojos hasta su nieta, y le advirtió en voz baja:

- Eulalia, no olvides que esta gente puede matarnos, lo que no puede es vernos temblar... ¡Nada de lágrimas ni de súplicas, hija mía!

Y acarició a hurto la mano de la niña. Eulalia no respondió, suspensa y con los ojos fijos en aquellos soldados que invadían la saleta. La

Marquesa, que se había puesto los espejuelos, los interrogó con ese tono avinagrado y cortés de algunas viejas:

- No les conozco a ustedes, y me extraña mucho esta visita.

Los voluntarios sonreían, mirándose en los espejos con un destello de honradez aldeana sobre las frentes meladas, francas y anchas bajo las boinas azules. El teniente se detuvo en el centro de la sala:

- Tiene que comparecer en la rectoral, donde está el Cuartel. Si no puede andar, se la llevará en el sillón.

La Marquesa de Redín miró a su nieta, que se inclinó ayudándola a ponerse en pie. Las dos estaban muy pálidas y Eulalia dijo al oído de la vieja:

- ¿Voy con usted, abuelita?

La Marquesa movió la cabeza:

- No sé... No sé... Mejor será que te quedes.

Y fue hacia los voluntarios sola, encorvada sobre la muleta. En medio de la sala se detuvo y requirió los espejuelos para ojear al teniente que era muy alto. Dejándolos caer, murmuró seca y desabrida:

- Vamos al cuartel.

Salió reprimiendo una lágrima y sin volver los ojos para mirar a su nieta, que la siguió hasta la escalera, en medio de la servidumbre consternada. En el primer peldaño se detuvo y llamó a su doncella:

- Tú vendrás conmigo.

La doncella, que ya tenía los cabellos blancos, se adelantó muy compungida y le dio el brazo. Bajaron entre los soldados, con gran lentitud. En la plaza seguía resonando el tambor, y el coro de viejas y niños llevaba la cuenta de los palos al último merino que sufría el castigo impuesto por el Cura:

- ¡Ocho!... ¡Nueve!... ¡Diez!...

Cuando salió la Marquesa de Redín hubo un instante de silencio: Cesaron algunas voces, y otras siguieron contando más indecisas. La gente se apartaba y hacía sitio con temeroso respeto a la vieja dama que iba entre soldados. Caminaba apoyándose en su doncella, con los ojos adustos, levantados sobre el populacho, y murmurando de tiempo en tiempo:

- ¡Qué inquisidores!

Capítulo VI

Santa Cruzestuvo alerta toda la noche, paseándose solo en la solana de la rectoral. Al amanecer bajó al zaguán, y a los voluntarios que dormían escombrando el paso, les tocaba con el garrote para despertarlos. Después de oír misa, hizo formar en el atrio y municionar a los doscientos hombres que habían venido con Egoscué:

- ¡Ahora a tumbar herejes!

Y con gesto taciturno y huraño los vio desfilar hacia las trincheras, donde ya comenzaba el fuego contra los sitiados del fuerte. Había dispuesto que se hiciese una mina, y trabajaban en ella sin descanso todos los vecinos leales, ayudados de algunas mujeres. A las doce, los voluntarios fueron racionados en las trincheras, ración de balas, de vino mosto y pan caliente, que recibieron relinchando. El Cura paseaba entre ellos, taciturno, con la frente obstinada y el garrote en el puño. En algunos sitios se detenía y daba orden de no interrumpir el fuego. Los cañones del fuerte respondían alternativamente, y las balas se enterraban en la tierra de los parapetos. Santa Cruz iba tranquilo, sin alarde, con la cabeza inclinada y santiguándose. En el camino de los viñedos, donde estaba la vanguardia, sentóse a descansar en una piedra, contemplando las líneas de tiradores. Reparó que venía a caballo por la misma senda un viejo, a quien todos en la partida llamaban el Secretario. Y viéndole correr, sintió una ráfaga jovial:

- Aquí no hace falta el tintero de cuerno, Don Rafael.

Cabeceaba el viejo sobre la silla:

- Salí por inspeccionar esas viñas tan lozanas.

- ¿Son de usted?

- ¡Mías!... Ni aun al dueño conozco.

Vieron caer muy cerca una bomba que levantó al sol, en surtidores, el agua de una acequia y Santa Cruz continuó sentado, mientras el caballo del otro daba una huida por el campo:

- Vuélvase, Don Rafael. En el establo de la rectoral han metido a la Marquesa de Redín. Mándele un confesor, Don Rafael.

Hablaba con voz vagarosa y soñolienta, sin mirar al viejo, que ponía un gesto muy apenado.

- ¡Ilustre caudillo, primero le formaré tribunal, y la haré comparecer!

Así, Lizárraga no dirá que fusilamos sin proceso.

Santa Cruz, al oír el nombre del general carlista, volvió a poner los ojos sobre las filas de tiradores y quedó mudo, con un frío reír entre la barba de cobre. El Secretario hizo una reverencia de letrado, y revolviendo su jaco trotó hacia Otaín. Santa Cruz entonces se levantó de la piedra, y subió hasta el viñedo donde estaba la vanguardia. Sus dos cañones, emplazados en lo alto de un cerro, no conseguían abrir brecha en losmuros del fuerte. Era todo de piedra aquel antiguo convento, y los republicanos lo tenían aspillerado. El humo de las descargas parecía inmóvil sobre los paredones, rojos por los siglos. Al caer la tarde había cinco voluntarios muertos, que fueron llevados al cementerio en angarillas. Un clérigo con bonete iba detrás, entre algunas mujerucas que se cubrían con mantillas y lloraban. Rezó el clérigo un responso deprisa, y se volvió galgueando entre las mujeres, que corrían con las puntas de las mantillas apretujadas sobre el pecho. Santa Cruz, en el camino del cementerio, vigilaba el paso por donde retirarse hacia los montes. Comprendía que los republicanos esperaban ayuda y que no había tiempo de rendirlos. Al volver de las líneas, le salió al paso un confidente. Santa Cruz le miró despacio:

- ¿De dónde vienes?

- De Elizondo.

El Cura oyó la confidencia con lo ojos bajos, apoyado en el bordón. Se confirmaba su recelo: Ya sabía que llegaban refuerzos para los republicanos. Mandó esperar al confidente, y entró en la rectoral. Cerrado a solas en una sala blanca con tarima lustrosa, comenzó a pasearse. Aún estaba intacta la cama que la madre del vicario le había mullido el día antes de la toma de Otain. Santa Cruz recapacitaba a media voz:

- Voy, los espero... Se retiran escarmentados... Ya estoy de vuelta y hago volar a estos... Que sale mal, pues al monte conmigo... ¡Y me olvidaba de la justicia que hay que hacer en la vieja de Redín!

Abrió bostezando la boca, grande y tan bermeja, que parecía hilar sangre por la barba encendida, y fue a descabezar un sueño en la cama que le esperaba hacía dos noches.

Capítulo VII

El cabecilla hizo un sueño ligero. Por la calle, bajo sus ventanas, pasaba un tumulto regocijado. El tamboril y la gaita tocaban en desacuerdo, y trenzaban sus sones con fantasía grotesca. Santa Cruz, de una gran voz, llamó a los voluntarios de su guardia, siempre en centinela mientras dormía. Los sintió venir desde el fondo del corredor:

- ¿Qué pasa?

Los mozos tenían una ingenua alegría en los ojos:

- La sentencia del Consejo, Don Manuel.

Seguía el son desacordado del tamboril con la gaita y el clamor alegre de mujeres y niños. El Cura se asomó a la ventana. En la plaza, sobre el fondo rojo del ocaso, vio a una vieja que marchaba a la jineta en las ancas de un burro, con el tamborilero delante y el gaitero detrás. Iban por medio de un gran corro de gente, y las mujeres levantaban en alto los niños. El cabecilla, sin volver lacabeza, interrogó a los de su guardia:

- ¿Es la Marquesa de Redín?

- Sí, señor.

Se retiró de la ventana, entornados los ojos y el gesto de fatiga:

- ¡Con que hay un Consejo que dicta sentencias!

Los mozos quedaron serios, mirándose a hurto. Sentían la cólera del cabecilla en aquellas palabras pronunciadas a media voz. El Cura salió a la solana, donde había más voluntarios, y los miró a todos, pasando entre ellos. Llegado al otro testero, preguntó:

- ¿Y el Secretario?

Respondió un mozo:

- ¡Iré por él! En la bodega estaba.

Santa Cruz movió la cabeza y se fue en silencio, apoyándose en el palo con el aire huraño de un mendigo. Llegó a la bodega y se detuvo en el umbral, a la escudriña del fondo oscuro. Tres viejos arrugados, con las calvas encendidas, estaban sentados en odres a la redonda del banco de la matanza, cubierto con una toalla de lino, para que pudiese servir de mesa. Y sobre aquellos manteles, a canto de un plato con rosquillas, templaba el jarro fresco y talavereño. Los tres viejos reían contemplando el tumulto de la plaza, y por las bocas desdentadas se les escurría el vino. El Cura adelantó lentamente:

- ¡Ave María Purísima!

Los viejos respondieron, levantándose, en coro:

- ¡Sin pecado concebida!

Interrogó Santa Cruz con un temblor de toda la barba:

- ¿Es el tribunal?

Los viejos le rodearon con los brazos abiertos:

- ¡Ya tenemos aquí al gran partidario!

- ¡Al que se ríe de todos los generales!

- ¡El que vale más que el Rey!

El Cura dio un salto de gato y dejó caer su mano, redonda y blanca como un pan, sobre el hombro del Secretario:

- ¿Qué ha hecho usted?

El Secretario empezó a reír, y, poco a poco doblándose bajo el peso de aquella mano, acabó por llorar:

- ¡Perdón, ilustre caudillo!

- ¿Qué ha hecho usted?

- ¡Formé tribunal!

Y volvió a reír, haciendo una mueca a los otros viejos arrodillados en una gran mancha de vino, entre cachizas del jarro. Santa Cruz, con aquella astucia soñolienta que daba frío, miraba a los tres. Se oyó hablar a la madre del Vicario:

- ¡Ay, me dejen cerrar la puerta! ¡Divino Jesús, qué vergüenza si los pudieran ver!

Era una señora alta y seca, con el pelo muy alisado, recogido sobre la nuca en un moñete como una nuez. Murmuró el cabecilla con la voz contrariada y apenada:

- ¡Cierre usted pronto, Doña Angelita!

El Secretario jadeaba bajo la mano del Cura:

- ¡Ha sido condenada en toda regla, yse la hizo comparecer aquí para juzgarla!

Saltó uno de los viejos:

- ¡Muy entera para las balas!

Y cantó el otro, moviendo la cabeza como el badajo de una campana:

- ¡Qué balas ni qué castañas pilongas! ¡Qué balas ni qué castañas pilongas!

Detuvo la cabeza, y comenzó a hipar un sollozo largo, largo, que

reventó como una ola. Pero entonces el otro viejo comienza a repetir:

- ¡Castañas pilongas! ¡Castañas pilongas! ¡Castañas pilongas!

El secretario temblaba como una res, bajo la mano del Cura:

- ¡Ahora están calamucos, porque han bebido! ¿Quién puede negarlo? Pero antes no lo estaban... ¿Quién puede negarlo?... Como se ponía la vieja tan entera pidiendo ser fusilada, pues vino sobajarle el orgullo... Pues fue decir ella vuelo muy alto, pues fue decirle ya te daremos plumas... Pues fue decir no temo las balas, porque soy la esposa de un héroe, pues fue nosotros el decir, castañas pilongas.

Se oyó la voz ronca de la madre del Vicario, que atendía a espaldas de Santa Cruz:

- ¡Borrachos!

El Secretario, revolviéndose bajo la mano del cabecilla, gimió con una voz muy cortesana:

- ¡Los que lo sean, los que lo sean Doña Angelita!

Santa Cruz le sacudió con gran violencia:

- ¡Alma de Faraón!

El otro se dobló, gritando:

- ¡Todo el mal viene de las mujeres!... ¡Sin aquella sobrina mía que vive en la Calle del Mercado Viejo!... Me trajo una orza de miel, y como al ir a catarla le hallé un sapo dentro, pues intacta la dejé. Tampoco quise regalarla, por ser el sapo un animal con ponzoña. ¡Y era una miel dorada!

Exclamó, enternecido uno de los viejos:

- ¡Cuando untamos el cuerpo de la acusada, parecía un caldero de cobre!

El Secretario le miró lleno de amor, y luego comenzó muy de prisa:

- Pues me vino la idea de mandarla emplumar. Era un castigo que divertía mucho a los antiguos...

Interrumpió la madre del Vicario:

- Y a los modernos. Yo lo he visto cien veces en la otra guerra.

- Había que aprovechar la miel regalo de mi sobrina... A la buena señora la dejamos con enagüillas por la decencia, y se le untó el cuerpo. ¡Sí que parecía un monstruo! Se llevó en el pergamino una miel de regalo... Esta sobrina es hija de la mayor de mis hermanas, que fue para

mí como una madre... ¡Sí que parecía un caldero de cobre! En nada se faltó a la decencia. Como es muy vieja, la señora conserva muy pocos encantos, sin que yo, pobre de mí, le quite el ser Marquesa. Se lavistió con el plumaje de unas gallinas que matamos, y se la echó a volar sobre el borrico del aceitero. Es un castigo de los antiguos, que en sus sentencias cumplían siempre dos fines: Penar al malo y divertir al bueno... Pan y circo... ¡Pan de justicia!

Terminó de hablar con un gemido, porque el cabecilla le empujó violento contra los otros dos, que permanecían arrodillados en la charca sangrienta del vino. Silencioso salió Santa Cruz de la bodega, la barba en el pecho, la mirada esquiva, y muy en lo alto del bordón, que le ayudaba a mesurar el paso, la mano blanca y pecosa, cubierta de un vello dorado. Fuera tocaba un aire el tamboril y otro el gaitero: Se trenzaban grotescos, como los zuecos de esos vejetes ladinos que en las fiestas de aldea rompen bailando el corro de las mozas.

Capítulo VIII

El Cura abrió la ventana y miró al cielo. Apenas brillaban las estrellas. Estúvose quieto y meditando, con los ojos fijos en la sombra de los montes. Bajo la bóveda de la noche, todos los rumores parecían llenos de prestigio. El ladrido de los perros, el paso de las patrullas, el agua del río en las presas, eran voces religiosas y misteriosas, como esos anhelos ignotos que estremecen a las almas en su noche oscura. Y todas las cosas decían una verdad que los hombres aún no saben entender. Las sombras y los rumores, las estrellas que se encienden y se apagan, las aguas de plata que las llevan en su fondo, los pasos que resuenan sobre la tierra, todo tenía una eternidad y una eficacia en el gran ritmo del mundo, donde nada se pierde, porque todo es la obra de Dios.

Pero aquel cabecilla que había dejado su iglesia para hacer la guerra a sangre y fuego, sólo veía en la noche la oscuridad propicia para sus sueños de batallas. Meditaba ir con su banda al encuentro de las tropas que venían sobre la villa. Temblaba antes de decidirse, y toda su alma se tendía en acecho, iluminada por un resplandor como el que tienen los gatos en los ojos. Era preciso levantar el cerco y salir en las tinieblas con tal sigilo que los sitiados no lo advirtiesen. Se decidió con un sentimiento torvo y lleno de recelo que le ponía un gran frío en las mejillas. Sólo dejó cien voluntarios, porque al alba del día hiciesen alarde ante el fuerte y

entretuviesen a los sitiados con parlamentos para que se rindieran. Salió la partida en grupos de pocos hombres, tal que los del fuerte no pudiesen descubrirla línea oscura de la formación en el claro de la carretera. Santa Cruz, al salir de Otaín, llevaba consigo, atados en cuerda, a los tres viejos. Cuando subía un alto del camino se detuvo y mandó detener a su gente:

- Muchachos, ya visteis la justicia que hice en los merinos de Otaín. Fue por la ayuda que dieron a los republicanos cuando entraron en la villa. Si alguno lo ignoraba, ya lo sabe.

Los voluntarios respondieron a una:

- ¡Conformes! ¡Conformes!

El cabecilla quedó un momento silencioso ante el vocerío de la hueste tendida por el vericueto del camino. Se fundía con el murmullo del hayedo la respiración de aquella banda de aldeanos. El Cura miró muy fijo a los tres viejos que llevaba en cuerda:

- Ahora cumple castigar a los que hicieron de una sentencia un carnaval. Burla de judío, que inventaron el cetro de cañas para escarnecer a Nuestro Señor Jesucristo. La Marquesa de Redín debía ser fusilada por traición, que nacida en esta tierra va contra los fueros y favorece a la República. Yo mandé darle un confesor, pero tres odres de vino la condenaron a pasear sobre un asno. ¿Qué se hace con ellos?

La banda respondió con un murmullo, y luego resonaron algunas voces escalonadas:

- ¡Que castigue Don Manuel! ¡Que castigue Don Manuel!

El Cura volvió lentamente la mirada a los tres viejos, y los reparó despacio. Luego, apoyadas las dos manos en el bordón, habló a la banda inmóvil ante él, bajo la luna naciente:

- También os digo que hasta hoy fue gente leal, con buenos servicios para la Causa... Por tanto, que les sean desatadas las manos y que vayan al frente. ¡A cada uno su fusil!

Gritó el Secretario con la voz aguda y penetrante:

- No es castigo, es honra, y le doy a usted las gracias, Don Manuel.

Los otros hablaron entre sí muy quedo mientras los desataban. Después del concilio volvió a levantar la voz el Secretario:

- Mis compañeros tampoco lo estiman como castigo, y le dan a usted las gracias.

Hicieron los tres un saludo y marcharon alineados a ocupar su puesto en el frente. Allí, uno de ellos murmuró volviéndose al Cura:

- Le agradecería a usted que no me entregasen el fusil hasta dar vista al enemigo. Señor Don Manuel, tengo setenta años y el hombro derecho roto de una bala. Pero he sido soldado y cazador, y todavía, todavía...

El Cura respondió brevemente:

- Está bien. Que vaya sin fusil.

Se apartó entre los árboles y mandó desfilar. Unido a la retaguardia iba porla orilla del camino, meditando, apoyado en su bordón. Era su pensamiento constante el de la guerra. Sentía a su paso nacer el amor y el odio, pero se miraba en el abismo del alma, y veía todas sus acciones iguales, eslabones de una misma cadena. Lo que a unos encendía en amor, a los otros los encendía en odio, y el cabecilla pasaba entre el incendio y el saqueo, anhelando el amanecer de paz para aquellas aldeas húmedas y verdes, que regulaban su vida por la voz de las campanas, al ir al campo, al yantar, al cubrir el fuego de ceniza y llevar a los pesebres el recado de yerba. Era su crueldad como la del viñador que enciende hogueras contra las plagas de su viña. Miraba subir el humo como en un sacrificio, con la serena esperanza de hacer la vendimia en un día del Señor, bajo el oro del sol y la voz de aquellas campanas de cobre antiguo, bien tañadas.

Se acordaba entonces de su iglesia de Hernialde, en lo alto de Hernio, y de su misa al amanecer. Con ternura memoriosa de aldeano, sentía dentro de sí ondular los caminos en el amanecer, cuando bajaba a otras aldeas para cantar en las fiestas de los viejos Patronos Gloriosos: Santiago, San Clemente, San Frutos. La noche serena acrecentaba aquel ensueño, y al pasar bajo los hayedos oscuros, que apenas dejaban ver la luna, toda su alma temblaba y abría las alas en la niebla luminosa de las procesiones, entre el humo del incienso y el oro de las vestiduras. Anhelaba volver a sentir aquella gracia que le hacía amar el presbiterio y su casa frugal y campesina, con el galgo a la puerta y el maíz secando en la solana. La casa vecina de la iglesia y la misa al alba.

El cuervo tenía el benigno volar de una paloma.

Capítulo IX

En el Crucero de Belda halló el cabecilla a un confidente que venía

cruzando los prados, llenos de amorosa fragancia, bajo la luna. Santa Cruz se apartó mucho de su gente para hablar a solas con aquel hombre, y al emparejarse murmuró las palabras torvas con que recibía a todos los confidentes:

- ¿De dónde vienes?

- De Arguiña.

- Puedes empezar. Cuida de no engañarme.

- Pues a los guiris no los tengo visto, y nada digo, que tampoco quiero aparentar. Mi vereda ha sido toda por medio del valle desde que salí. Para llegar antes, no me detuve siquiera a mirar que estaba todo en sudor, y pasé el río por el vado, que mequedaba la puente a la mano izquierda y no quise ir a buscarla.

El cura le interrumpió muy reposada la voz:

- Di, qué traes.

Saltó el otro con una gran viveza:

- ¡Pues que ha muerto de las heridas el Estudiante! Mañana lo entierran.

- ¿Tú lo viste?

- Yo lo vi. Toda la casa estaba llena con los gritos de las mujeres y de los mutiles de la partida.

- ¿Cuántos hombres?

- En Arguiña habría hoy cerca de los doscientos. Se fueron de tarde para ir a juntarse todos con los voluntarios del general Lizárraga.

Nada repuso el cabecilla, que con la barba en la mano, siguió andando. Cerca de una foz, por donde la gente tenía que desfilar muy despacio, llamó a un voluntario de tierra del Roncal. Era el andarín de la partida, donde todos le llamaban Cepriano Ligero. Se cuadró ante el Cura, sonriendo:

- ¿Qué me mandaba, Don Manuel?

Habló muy lento Santa Cruz:

- Vuelve a Otain, y a los hombres que dejé, me los encaminas a Larraga.

- ¿Hay que correr, Don Manuel?

En la voz del voluntario temblaba una risa ingenua. El Cura repuso, poniéndole la mano en el hombro:

- Hay que correr, Cepriano... Que sea aquello de llegar tú y ponerse todos al camino.

Y Cepriano exclamó con cierta alegre timidez:

- ¿Aventuro que salió otra liebre mucho más grande, Don Manuel?

- ¡Mucho más grande!

- ¿Se deja lo de Otaín?

- Por ahora, sí.

- ¡Pues vamos a correr!

El roncalés se aseguró bajo los dientes las cintas del sombrero, y trepó como un chivo por aquellos cuetos.

Santa Cruz permaneció apartado de su gente, con cierto remordimiento por abandonar la empresa de Otaín. Pero una ambición más grande le llamaba como llama en la guerra una bandera tremolante. Quería reunir bajo su mando todas las partidas guipuzcoanas, y realizar el sueño que tuvo una mañana inverniza, al salir con tres hombres de su iglesia de Hernialde. Iba a ser sólo. Haría la guerra a sangre y fuego, con el bello sentimiento de su idea y el odio del enemigo. La guerra que hacen los pueblos, cuando el labrador deja su siembra, y su hato el pastor. La guerra santa, que está por cima de la ambición de los reyes, del arte militar y de los grandes capitanes. El Cura sentía dentro de su alma palpitar aquella verdad, que le había sido dada en el retiro de su iglesia, cuando leía historias de griegos y romanos: En las tardes doradas, paseando en la solana, y durante las nocheslargas, bajo el temblor de la vela que se derrama. Ahora, aquella verdad era su verdad, la sentía sagrada y sangrienta, toda llena del arcano profético, como las entrañas de una res sacrificada por el vate druida.

Caminando bajo el hayedo del monte, apoyado en el bordón como un peregrino fatigado, tenía los ojos llenos de lágrimas al recordar la destrucción de las ciudades antiguas que no querían ser esclavas de los grandes Imperios. Le resonaba interiormente la armonía clásica con que narran tantas hazañas Nepote y Salustio. Era un divino son latino, más bello y más grave que el canto llano. Y con el odio por las legiones y las águilas augustanas, como solía decir recordando el lenguaje del púlpito, sentía el entusiasmo por las tribus patriarcales y guerreras de los libres vascones. Soñaba que su hueste fuese el ejemplo de aquéllas, y que saliese de las batallas con sangre en las armas y en los brazos. Llevaba

consigo segadores con la hoz, y pastores con hondas, y boyeros con picas. Su alma se comunicaba en el silencio con el alma de todos, sabía cuáles eran los más fuertes, cuáles los que se consumían en una llama fervorosa, y los que peleaban ciegos y los que tenían aquel don antiguo de la astucia. Para gobernarlos y valerse de ellos, los tenía en categorías: Lobos, gatos, raposas, gamos. A uno solo le llamaba el ruiseñor, porque era un versolari. Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de la raza, llenando el cáliz de aquel cabecilla tonsurado. Y en medio de la marcha, de tiempo en tiempo se detenía y rogaba de quedo, con la fe ardiente de un guerrero antiguo:

- ¡Señor, líbrame de enemigos!

Capítulo X

Pasada la foz, donde el camino se ensanchaba, emparejó con Miquelo Egoscué. Después de ir a su lado buen espacio, con la mirada esquiva y silencioso, musitó como si saliese de un sueño:

- Miquelo, mañana entierran a Sorotea.

El otro levantó los ojos hasta las estrellas, con serena calma:

- ¡Sorotea!... Era un buen partidario. ¡Valiente! Salimos juntos de Larraiz, y tuvimos que pasar el río a nado para llegar al campo carlista. No dejaré de rezar por el bien de su alma.

El Cura adelantóse sin que mediasen otras palabras, y comenzó a marchar con paso de lobo, recorriendo el flanco de la partida y dando órdenes en voz baja a todos sus tenientes. Llegó hasta las últimas parejas del frente y se detuvo a un lado del camino, en medio de su guardia.Se apoyaba en el bordón como un cabrero que hace desfilar bajo los ojos su rebaño, para contarlo. Al pasar Egoscué, le llamó y retuvo a su lado:

- Hemos de seguir hablando, Miquelo.

Había desfilado toda la banda, y los dos cabecillas quedaban sobre la orilla del camino oyendo cantar los ruiseñores. El Cura se recostó en una piedra, con la cara vuelta al cielo estrellado. En torno, conversaban despacio los voluntarios de la guardia:

- Hoy ha muerto en Arguiña uno de los buenos.

- No es verdad.

- Lo tiene dicho Don Manuel.

- ¡Y hablaban que no eran graves las heridas!

- Mala cura que tuvo.

- ¡Era un buen partidario!

- ¡Bueno!

- Aún no tenía bien cerrada la barba y podía contarse de los primeros. Para que digan que la muerte no elige.

- ¡Vaya, y se prenda de los buenos mozos!

- ¡Condición de las viejas, malditas sean!

- Dicen que la gente ha recibido emisarios para que se una al general Lizárraga.

- Lizárraga anda por cerca de Tolosa.

Santa Cruz se incorporó en la peña y miró a todos vagoroso y huraño, como si no los reconociera:

- ¡Miquelo! ¡Miquelo!

El otro cabecilla, que estaba al pie de un roble, se volvió con arrogancia:

- ¡Aquí!

Y salió de la sombra del ramaje al claro de la luna. Santa Cruz se puso en medio de su guardia, de pronto prevenida y muda. Rodaban de la altura algunas piedras desprendidas al paso de los partidarios que cruzaban los puertos. Iban ya muy lejos. Egoscué sintió en torno suyo aquel silencio del monte y concibió un gran recelo. El Cura, con la frente contra el bordón que tenía abrazado, le hablaba sin mirarle:

- Miquelo, un secreto mío lo vendiste al general Lizárraga.

- ¡Mintió quien lo dijo!

- ¿Dónde están los fusiles que enterré en el caserío de Gorostiza?

- Allí estarán, si no fueron por ellos.

El Cura repuso con la voz encalmada:

- Otros irían... Y para fin de traiciones, tienen que acabarse tantos cabecillas, y no quedar más que uno. ¡A ti te lo digo!

Egoscué adivinó de pronto la sima de vértigo y de sombras que cavaba la ambición en el alma del tonsurado, y sintió frío en la raíz de los cabellos. Le increpó dando voces:

- ¡Me llamaste a tu lado, y estoy viendo que era un cepo para que cayese, mal clérigo!

Santa Cruz replicó muy frío, sin apartar la frente del bordón:

- Tienes media hora.

Egoscué le clavó losojos fieros y angustiados, respirando con ansia, sin poder desatar el nudo de la voz. Quiso poner mano a sus armas, pero en el mismo instante, obedientes a una señal, le cercaban los mastines de la guardia y le ponían preso. El Cura levantó su mano, que era como un vellón blanco en la noche azul y serena del monte:

- Llevadle a la foz, y cuatro tiros.

Sin oír los denuestos del otro cabecilla, se echó el palo al hombro y corrió monte arriba para juntarse con sus partidarios. Se veía mandando todas las partidas guipuzcoanas y haciendo la guerra conforme la tradición pedía. No le turbaba el remordimiento. Era su alma una luz clara y firme como piedra de cristal. Sabía la verdad de la guerra y el mezquino don de la vida. Cuando al ordenar un fusilamiento, en pos de otro fusilamiento, veía palidecer a sus tenientes, recordaba, despreciándolos, el duelo de las mujerucas enlutadas mientras cantaba los responsos en su iglesia de Hernialde. Sentía renacer aquella mística frialdad y aquella paz interior. Consideraba con una delectación áspera, el hilo tan frágil que es la vida, y cómo el aire, y el sol, y el agua, y un gusano, y todas las cosas, pueden romperlo de improviso. Muchas veces, al cruzar ante los prisioneros vendados y pegados a una tapia, los miraba a hurto y pensaba como si les pagase un tributo:

- También yo caeré algún día con cuatro balas en el pecho.

Y si había inquietud en su conciencia, con aquel pensamiento la soterraba.

Capítulo XI

Muchas horas después de haberse retirado los últimos voluntarios carlistas, aún permanecía encerrada en el fuerte la guarnición republicana de Otaín. Con recelo de una celada, seguía arma al brazo, avizorando tras los muros aspillerados, puestas atalayas en la torre sin campanas. A media tarde asomaron por la vega algunos jinetes de húsares que venían destacados en patrullas, explorando por el frente y flanco izquierdo, únicos sitios donde los carlistas podían emboscarse

para un ataque. La infantería avanzaba por secciones a paso de marcha, metiéndose a veces en las siembras, porque era el camino muy angosto y pedregoso. De pronto se llenó la vega con el son de las cornetas, y otras cornetas respondieron roncas y claras, desde los muros del viejo convento. Cuatro compañías de África y cien jinetes, llegaban en socorro de los defensores de Otaín. El Duque de Ordax, ascendido a capitán, mandaba el pelotón de los húsares, y toda la fuerza el coronel Guevara. Se ordenó el alto en la Plaza de los Fueros. De tiempo en tiempo, asomaban corros de chiquillos,que gritan al amparo de una esquina, y escapan corriendo:

- ¡Abajo los guiris!

El Duque de Ordax estaba bajo el balcón saledizo de la posada, viendo cómo le herraban el caballo, cuando llegó un soldado que le habló en voz baja:

- ¿No podrías darme la boleta de alojamiento para casa de mi abuela?

El Duque se echó a reír:

- ¿Temes que sin ella no te admitan?

- ¡Naturalmente! Mi abuela me tiene en entredicho, como toda la parentela, y mandará que los criados me pongan a la puerta. Con la boleta le haré comprender que no entro allí como su nieto. ¡Ten compasión, querido Jorge! Mira que me tienen abandonado y necesito conmover el duro bronce de mi abuela para sacarle algún dinero. Con mis padres, no hay que contar. Son cosa perdida.

El Duque de Ordax se negaba con un leve movimiento de cabeza:

- Parecería una burla. Preséntate sin boleta.

Lamentó el soldado, que era casi un niño, con los ojos azules, las cejas de oro pálido y la tez lechosa:

- ¡No tengo desahogo bastante, Jorge!

- ¡Por Dios, Agila!

- No, no lo tengo.

- ¿Desde cuándo?

- Desde siempre. Yo, para atreverme a una cosa, necesito no haberla pensado.

El Duque repitió con mayor seriedad:

- Lo siento, pero no puedo prestarme a esa burla, Agila... Y menos

ahora, cuando tu abuela acaba de sufrir un ultraje tan grave de los carlistas. Me dicen que está enferma. Yo iré a visitarla dentro de algunos momentos, apenas sepa el forraje que hay para los caballos. Tú debes hacer lo mismo.

- ¡Si fuese grave su enfermedad!

- En los viejos, todas las enfermedades son graves.

- Si la sacramentasen, yo entraría muy devoto con el cortejo, hasta el borde de su cama, y le besaría la mano. Entonces puede ser que me perdonase...

El Duque volvió a reír sonoramente:

- ¡Hombre, puede ser!

- Un perdón como yo lo necesito. ¡Si no afloja la bolsa, qué consigo con su bendición, querido Jorge! ¿Tú no quieres darme la boleta?

- No.

- ¿Resueltamente?

- Resueltamente.

- Pues, desesperado, haré un disparate.

- Pues hazlo.

- A la orden, mi capitán.

Agila saludó, alzando a la carrillera del chacó la mano derecha, y se fue dejándola caer de palma y con estruendo sobre el anca del caballo que herraban. Jorge le gritó:

- ¡No seas bárbaro!

Y ayudó a contener el caballo, que se alzaba. Comentó el posadero santiguándose, metiéndose los dedos en la faja:

- ¡Vaya un mozo!

En la plaza se oía elrasgueo de las guitarras, los soldados encendían fogatas, y en grupos, cogidos de las manos, se acercaban a las mozas que estaban en las puertas, y les proponían armar un baile. Pero las mozas casi sin oírlos, se entraban esquivas en los zaguanes.

Capítulo XII

El Duque de Ordax cambió de uniforme en la posada, y después de rizarse los mostachos ante un espejo roto que le presentó su asistente,

se dirigió al palacio de Redín. En la antesala halló a un viejo vestido de negro, con la levita salpicada de rapé. Era el mayordomo tan arrugado y consumido, que parecía una momia descubierta en el fondo de alguna alacena polvorienta. Tenía el rosario entre las manos, y rezaba sepultado en un sillón de cuero, frente a una litografía de Napoleón en Santa Elena. Se levantó consternado:

- ¡Señor Duque, qué afrenta para una familia de tanta alcurnia, y para toda la nobleza, y aun para los que servimos en estas casas conociendo lo que representan y lo que fueron en la Historia!

Moviendo el cráneo pelado y amarillo, donde se dibujaban las suturas de los huesos, levantó el tapiz de una puerta para ofrecer paso al Duque. Entraron los dos al salón, colgado de damasco carmesí como una sala capitular, frío y sin alfombra, luciendo dos grandes braseros apagados, uno a cada testero. Y cerca de un balcón muy chato, con cortinas de muselina en los cristales, están como una tradición familiar, la butaca y el velador donde jugaba a las damas la Marquesa. El Duque se detuvo en medio del salón, mirándose en los espejos de las consolas, también velados por muselinas. Se oyó el roce de una puerta y entró Eulalia. Tenía los ojos llorosos, estaba un poco pálida y sonreía:

- ¿Lo sabes todo?

- Sí.

- ¿Qué te parece?

- Una barbaridad.

- La abuela no ha dejado de delirar. Fue una cosa horrible las burlas del populacho. Iban detrás tirándole lodo. Me la entregaron medio muerta. ¡No, no es posible que pueda resistirlo!

Se cubrió los ojos sollozando. Jorge le tomó una mano, y la retuvo entre las suyas:

- No llores, que te pones más guapa, y eso es terrible para mí.

Eulalia le miró risueña y sofocada:

- Deja ahora esas tonterías, Jorge.

Se levantó del sofá donde estaban juntos, y fue a sentarse algo más lejos, en un sillón, sin mirar al Duque. Al cabo de un instante, preguntó con aturdimiento, y como si quisiera recordar que los separaba un abismo:

- ¿Qué es de tu mujer? ¿No habéis hecho las paces?

Se nubló de prontoel rostro del arrogante capitán.

- Ni aun sé por dónde anda.

Dejó caer las palabras lentamente, y sostuvo con afectación en los labios una sonrisa tirante. Eulalia, inquietada por otro pensamiento, murmuró sin advertirlo:

- ¡Pobre mujer!... ¡Cómo has labrado su desgracia!

Jorge echó hacia atrás la cabeza, mortificado y violento, mientras la muchacha sonreía mirándole de pronto franca y fraternal:

- ¿Pero, tú conoces a mi mujer?

Y el Duque de Ordax, con una expresión extraña, que cambió de ser dolorosa hasta ser cínica, se corrió un poco en el sofá para acercarse a Eulalia. La muchacha recogió el ruedo de su falda y escondió los pies enderezándose en el sillón. Sentía una gran alarma interior, y que le recorría los nervios la memoria sensitiva y oscura de un sueño, el sueño de aquella noche, en que ella iba por un camino desconocido, a la caída de la tarde. Jorge, que estaba un poco pálido, entreabría los labios pasando los dedos por su barba de oro. De pronto, acentuando la sonrisa, exclamó:

- No sé nada de mi mujer... Ni siquiera quién es ahora su querido.

Eulalia se puso roja, con tal llamarada de sangre, que hasta los ojos le encendía. Respiraba con angustia:

- Perdóname, Jorge... ¡Y no me digas a mí esas cosas!

Jorge le tomó la mano:

- ¡Perdóname tú!

Quedaron los dos silenciosos y conmovidos. En aquel gran salón de la abuela evocaban el aspecto amoroso y romántico de los héroes novelescos que en las litografías del año treinta se dicen sus ansias bajo una cornucopia, enlazados por las manos en el regazo del sofá, que tiene caído al pie un ramo de flores. Jorge se alejó lentamente, y estuvo algún tiempo en el balcón de la abuela. Su figura desaparecía entre los cortinajes de damasco carmesí. Experimentaba una emoción dulce y familiar en aquella sala, tan distinta de los alojamientos que le solía deparar la vida de campaña. Era el renacer de un amor juvenil y lejano bajo el perfume de las rosas, marchitas en los grandes floreros de las consolas. Del cardo seco que era su alma, volaba una mariposa. Y aquella vida, triste en medio del ruido de una baja locura, abrasada por

el aguardiente de todas las cantinas, llenas de todas las músicas plebeyas de los cuerpos de guardia, ahora sentía, como en un tiempo lejano, llegar el amor con la melancolía. Una divina emoción de adolescente, anhelo y recuerdo, era la gracia lustral que le purificaba. Respiró con delicia, cerrando los ojos:

- ¡Qué feliz soy!

Sintió abrirse una puerta allá en el fondo,y pensó que salía Eulalia. Pero en el mismo momento oyó la voz melosa de Agila:

- ¡Hermana! ¡Hermanita del alma!

Y volvió la cabeza, y en el umbral descubrió abrazados a los dos hermanos.

Capítulo XIII

Eulalia se conmovió un poco ante su hermano vestido de soldado y oliendo a cuadra:

- ¡Pero, Agila, qué has hecho!

El muchacho repuso con una sonrisa infantil, que reclama indulgencia:

- Estoy arrepentido, hermanita.

- ¿Y cómo te acostumbras a esta vida?

- No me acostumbro... Me han cogido como a un criminal y me llevaron al cuartel. ¡No me acostumbro, pero me resigno!

Eulalia le miró muy grave:

- ¿Por qué has dado motivo con tus locuras a ese castigo?

Agila levantó la mano con aire desdeñoso y un poco fanfarrón:

- ¿Quién no hace locuras en la vida, hermanita?... Nadie intercedió por el pobre Agila. ¡Ay, si hubieras estado tú en Madrid!

Eulalia seguía mirándole, con una llamarada en las mejillas:

- ¿Y no te avergüenzas de verte así?...

- ¿Con uniforme de soldado? No, no me avergüenzo. Me avergüenzo de que mi padre me lo haya impuesto como un castigo por mis locuras, por mis vicios.

- ¿Por qué no le escribes pidiéndole perdón?

- Aún no es tiempo... Cuando haga una heroicidad... Si tengo la suerte de que me hieran, le escribiré desde el hospital... A la abuela es a quien

deseo pedirle perdón. ¿Está muy enojada conmigo?

Una sonrisa serena y buena iluminó la boca de la hermana:

- Está enojada, como lo estamos todos.

Agila inclinó la cabeza sobre el pecho, con una mirada mortecina:

- ¡Qué enfermo me encuentro, Eulalia!

Y empezó a toser cavernosamente. Eulalia, con un poco de zozobra, le dijo risueña:

- Déjate de comedias, Agila.

El muchacho hizo un gesto de trágica conformidad con el destino, y se oprimió el pecho. Eulalia llamó a Jorge, que permanecía alejado en el fondo del balcón, y le recibió con una carcajada:

- ¿Cómo tenéis a este chico en filas? ¡Se está muriendo!

Jorge, acariciándose la barba, se encaró con Agila:

- ¿Ya estás en rol de Margarita Gautier?

El otro acogió tales palabras con una sonrisa suprema y generosa. Vago el gesto, y levantando un poco la cabeza, prestó atención a los clarines lejanos, que tocaban en el fuerte:

- ¡Adiós, Eulalia!

- ¿Te vas? ¡Espera, muchacho!

Agila respondió hueca la voz y dolorida, como un ermitaño que hablase desde su cueva:

- Es el toque de rancho, y no quiero quedarme sin comer.

Ya no pudo Eulalia reprimir las lágrimas, y con losojos brillantes se volvió a Jorge:

- ¿Es verdad?

El Duque de Ordax humeó lentamente el cigarro:

- ¡Ni media palabra, hija!

El muchacho se cuadró:

- Perdone vuecencia, mi capitán.

Eulalia los miraba y sonreía un poco recelosa:

- ¿Vuecencia también? ¡Cuánto respeto!

Explicó apresurado Agila, humillando la cabeza:

- Por Grande de España, no por ser capitán.

Jorge dio algunos pasos, riendo con aquella risa insolente, un poco de gallo:

- ¡Qué farsante eres, maldito!

Y como Agila permanecía cuadrado, mordiéndose un labio, Jorge vino y le cogió por los hombros:

- ¡Vamos a ver!... ¿Cuándo has comido tú rancho?

El muchacho le sostuvo la mirada y respondió con la sequedad de un pistoletazo:

- ¡Siempre!

El Duque le soltó asombrado, echándose atrás para mirarle a todo talante:

- ¡Estás loco!

Agila repitió obstinado:

- ¡Siempre, mi capitán!

Eulalia se cubría los ojos con el pañolito, muy agitado por un sollozo el pecho de suprema armonía. Jorge la mira y siente una ternura inefable, como si un rocío de lágrimas regase la rosa recién abierta en su alma.

- ¡No llores, Eulalia!... Yo te doy mi palabra de honor... ¡Es mentira!

Olvidado de Agila, se acercaba, pero ella le detuvo con el gesto, al mismo tiempo que retrocedía. Y Jorge, entonces, se vuelve al muchacho, mirándole como a un sacrílego:

- No hagas llorar a tu hermana.

Agila, siempre cuadrado, parpadea muy de prisa:

- Con el permiso de vuecencia, me retiro.

Dio media vuelta para salir, pero su hermana le agarró por un brazo:

- ¡Si no creo una palabra! ¡Lloro porque soy una tonta! ¡Tú no tienes que comer rancho! ¡Eres un farsante!

Y abrazándole por el cuello, le besó en las mejillas, que tenían un reflejo impasible y burlón. De pronto se apartó, mirándole dolorida y resentida:

- ¡Tienes dentro del cuerpo el demonio manso!

Eran las mismas palabras, llenas de un perfume supersticioso e ingenuo, con que de niños expresaban los momentos malos de Agila, la terquedad pérfida, silenciosa, encalmada, que oponía ante los castigos y los halagos. Eulalia le miraba como entonces, y a su rostro parecía

volver algo infantil. Jorge se emocionaba un poco:

- ¡Eulalia, tú tienes fe en mi palabra!

- Sí, hombre, sí... ¿Dispongo de este recluta?

Jorge se inclinó:

- ¡Y del capitán, y de todo el escuadrón!

- No quiero que me nombren patrona de la Caballería.

El Duque rió largo y sonoro, volviéndose con las barbas de oro iluminadas hacia el hermano, que permaneció cuadrado e impasible, con el labio entre los dientes. Pensaba recriminarle, pero se olvidó oyendo la voz de Eulalia:

- Elcapitán y el recluta se quedan a cenar. Voy, que necesito preparar a la abuela.

Y salió ligera y muy feliz. Jorge, al verla desaparecer, clavó en Agila una mirada de desprecio, y se alejó sin hablarle.

Capítulo XIV

Agila, muy despacio, llegó hasta la puerta, y pegando los hombros, se escurrió. Anduvo por los anchos y vacíos aposentos, misteriosos y olorosos como cajas de sándalo llenas de secretos. Perdido en ellos, sin oír voz ni rumor, le parecía que eran sus pasos grandes y resonantes. Al verle de lejos hacía su reverencia el mayordomo, que daba cuerda a un reloj. Agila pasa, y al desaparecer por otra puerta, siente en la espalda la sensación magnética de unos ojos que miran fijos. Por un salón reflejado en el fondo de un espejo, viene una vieja muy encorvada. Agila sonríe pensando que aquella vieja tan menuda, presa en el cristal, quiere salir para bailar sobre la consola dorada, entre los daguerrotipos. Pero de pronto, la vieja huye del espejo y entra por una puerta. Anda menudamente, y sobre el halda negra, las manos son amarillas. Salen de unos puños muy apretados. En una mano trae el bolsón de la calceta, y en la otra una alcuza de aceite. La sombra de la vieja es muy grotesca en la pared, y la alcuza marca el garabato de una nariz bajo el borde pringado del manto. Agila se acuerda de la Rosalba... ¡Tía Rosalba, que vivía en un desván del palacio y salía siempre al trasluz! ¡Tía Rosalba, hermana de la abuela, hija de una criada y del bisabuelo! Después recordó de niño, cuando había tenido fiebres y aquella vieja menuda estaba a la cabecera de día y de noche. Y recordó la convalecencia a su

lado en el desván, jugando con un yesquero de oro, que había pertenecido al bisabuelo:

- ¡Eres tú, Marquesito!

- ¿Cómo va, tía Rosalba?

- ¿Y cómo quieres que vaya? ¿Y cómo quieres que vaya?... Ya sé tus historias, y que has salido un perdido. ¿A quién te pareces, hijo? ¿Aún no has visto a mi hermana Paquita?

- No, señora.

- Pues eso no está bien.

Agila mostró una gran humildad:

- Tengo miedo, tía Rosalba.

- ¡Miedo! En los años que cuento, poco oí decir de cobardes, Marquesito.

- Soy muy culpable con toda la familia, tía.

Agila se pasaba la mano por la frente de terso marfil, donde las cejas parecían dos arcos de oro. La vieja tosió levemente:

- Tía Rosalba es un parche mal pegado en la familia, y nadie la oye. Pero desde quecontaron aquí tus historias, tuviste mi absolución, y dije que la culpa era toda de tu padre.

Suspiró Agila:

- ¡Es usted muy buena, tía Rosalba!

- No, hijo, no. Soy muy vieja, y las viejas tenemos que ser alcahuetas de los jóvenes. Cuéntame qué has hecho para merecer tanto rigor, criatura. ¿Saltar por la ventana e irte de mozas? ¡Vaya un pecado grande!... ¡Mira qué cosa, nunca pude soportar a tu padre! Reconozco que es un gran señor, pero tiene por alma un fierro de estoque... Es una prevención de toda la vida. Ahora tu padre dice que soy una bruja. Antes, cuando era pretendiente de tu madre, no decía eso, y me hacía sus regalitos, y me llamaba tía Rosalba... ¡Pues hijo, a mí siempre me pareció lo mismo!... Vaya, ven conmigo y le pedirás perdón a mi hermana Paquita.

A todo esto, la vieja le ofrecía el bolsón de su calceta para que se lo llevase, como cuando era niño. Agila se puso a su lado, con una risa de burla en los ojos verdes e infantiles. Salieron a la antesala, y dijo la tía tocando el brazo del muchacho, al mismo tiempo que sacaba la alcuza bajo el borde pringado de la mantilla:

- Antes nos llegaremos al Cristo del Gran Poder. Tengo que alumbrarle.

El Cristo del Gran Poder era una imagen antigua que había en una calle estrecha, cerca del palacio. La devoción de la vieja movió en el alma de Agila un despecho egoísta y frío. Hubiera querido que le llevase derechamente al lado de la abuela. Comenzaron a bajar la escalera en silencio. Agila miraba a la vieja y sentía la tentación de empujarla para que rodase. Era un pensamiento que le salía a los ojos, un deseo pueril y bárbaro de niño cruel. Le atraía la escalera larga, toda de piedra, un poco oscura, con el claro de la puerta abierto sobre el vasto zaguán, allá en lo hondo. Se quedó un poco atrás y empujó a la tía Rosalba. Al mismo tiempo sentía un gran frío en las mejillas y oprimido el corazón. Rodó la vieja con ruido mortecino, y a su lado la alcuza iba saltando hueca, metálica y clueca.

Capítulo XV

Eulalia estaba en la saleta arrodillada a los pies de su abuela, oidora en silencio, la cabeza con tembleque y un poco torpe la atención. La nieta le lava las manos en una salvilla de cristal que adornan filetes de oro. Después le recoge y prende la toca de encaje, caída sobre un hombro todo a lo largo de la espalda. LaMarquesa mira tan obstinadamente, que da miedo. Había sido trasquilada con grandes escaleras, por quitarle la miel, que ya de otro modo no se soltaba del cabello, y tenía el aire de una mendiga vieja y loca. No cesa un momento el temblor de aquella cabeza cenicienta y salpicada de róeles blancos, con las orejas despegadas, casi tocando los hombros, que se hispan como dos alones sin plumas. Eulalia intercede por su hermano, pero la vieja señora, con los ojos parados, divaga y se distrae. De pronto, la nieta se levanta y mira en redor suyo, hacia las puertas. En otra sala resuenan voces de susto. Una doncella asoma pálida y apresurada. Eulalia se vuelve, hurtando con el cuerpo la vista a su abuela, y se lleva un dedo a los labios. La doncella queda incierta un momento y luego se va. Ante los ojos de Eulalia flota un lazo blanco del delantal. La Marquesa interroga torpemente:

- ¿Qué sucede, hija?

- Nada, abuela.

La vieja escucha mientras su nieta le pone los mitones de seda:

- Sí... Algo sucede. ¿Por qué dices que nada?

Eulalia intenta sonreír:

- Nada, abuela.

La abuela acrecienta el temblor de su cabeza:

- No seas embustera, niña. Ve a enterarte.

Eulalia sale. Va corriendo. Tras ella las puertas quedan abiertas. Por el fondo de una sala llevan en brazos a la tía Rosalba. Agila ayuda a llevarla. Eulalia, cuando llega, interroga en voz baja:

- ¿Qué fue, tía Rosalba?

Agila tiene un momento de ansiedad, y siente que los labios se le hielan. Pero la tía se remueve suspirando:

- ¡Los años, hijita, los años!

Entonces el mayordomo explica arqueando mucho las cejas:

- Algún soponcio, señorita. Ha rodado toda la escalera.

Tía Rosalba, con un hilo de voz, ruega por que la dejen sobre el canapé. ¡Que no se fatiguen! ¡Que no se cansen! Y los criados, con ese aire de los cofrades que llevan las andas en la procesión, la posan y esperan a su lado. Tía Rosalba sonríe y se mete una mano por el justillo para palparse. Desde la frente, un hilo de sangre le corre hasta la mejilla. Eulalia se entera por palabras sueltas que tienen un rumor de vuelo, y se acerca a la tía para que beba un sorbo de agua con vinagre:

- Se le irá el susto, tía Rosalba.

La tía aparta a todos con una mano:

- Dejadme, dejadme. ¡Que no se entere mi hermana Paquita! ¡Tendría un disgusto muy disforme!

Da un suspiro, y cierra los ojos palpándose un hombro. Todos guardan silencio y esperan enredor.

Eulalia, después de un momento, toca en el brazo a su hermano que se mira en un espejo, con el gesto fijo y obstinado de un magnetizador:

- No hagas eso, Agila.

Agila parece salir de un sueño:

- ¿Qué hago?

- Eso... Mirarte así... Oye, intercedí con la abuela.

- ¿Qué dice?

- Ten paciencia.

Agila responde alzando los hombros:

- ¡Todo me es igual!

Sus palabras tienen un dejo de fría vaguedad, que tanto les da un aire pueril como desesperado. Eulalia hace un gesto incrédulo y gracioso:

- ¡A tus años debes aborrecer la vida!

Y vuelve a fijarse en la tía Rosalba. La vieja sigue suplicando que la dejen reponerse sin moverla del canapé. Eulalia, viéndola ya serena y con la frente vendada, sale muy veloz, para que la abuela no esté en alarma. Jorge, asomado a una puerta sobre fondo de antigua tapicería, le sonríe. Eulalia se pone encendida:

- ¡La Rosalba, chico! ¿Te acuerdas de la Rosalba?

Y pasa sin otra explicación. Pero a corta distancia, se detiene viendo a un soldado de caballería, que con el sable recogido, adelanta pisando lleno de respeto la tarima encerada. El soldado se cuadra ante su capitán:

- Orden de coronelía para que inmediatamente se presente vuecencia, mi capitán.

- ¿Qué ocurre?

- Yo recibí esa orden del cabo Turégano.

- Ya lo supongo que recibirías la orden, idiota. ¿Pero has visto si hay alguna novedad en la fuerza? ¿Si ha llegado algún confidente?

- Trajeron el cuerpo de un centinela que apareció muerto cerca del río. Debieron matarlo los carlistas tirando de la otra vera.

Jorge se acercó a Eulalia:

- Si puedo volver, aquí estoy.

Ella preguntó un poco emocionada:

- ¿No sabes lo que sea?

- No sé... Tal vez quieran destacar patrullas de caballería.

- ¿Tú tendrías que salir?

- Según... Hasta luego o hasta siempre, divina Eulalia.

Tenían enlazadas las manos, y se miraron en el fondo de los ojos, los dos muy fijos, hasta que bajó los suyos Eulalia.

Capítulo XVI

Veintitrés voluntarios se desertaron en las angosturas del monte, cuando corrió por las filas aquel rumor medroso y cauteloso que anunciaba la desaparición de Egoscué. Fue el primero en volverse desandando camino, el pastor que una noche había sacrificado sus siete cabras para ofrecerlas en un banquete con cantos de versolaris, como en un pasaje antiguo, a los soldados del amo Miquelo. Descarriado de la partida, Ciro Cernín, trepaba a los riscos más altos, negro y quimérico bajo la luna. Erguido sobre ellos llamaba, dando a la voz un ronco y prolongadoson de bocina:

- ¡Amo Miquelo!... ¡Amo Miquelo!...

Y la voz, llenándose de sombras, rodaba por el nebuloso cimear de los hayedos, y pasaba por entre las foces resonantes.

- ¡Amo Miquelo, corazón de león!

Iba corriendo anhelante, sin saber nada cierto, y seguro al mismo tiempo de la desgracia del amo Miquelo. Repetía en alta voz con el aliento entrecortado y una obstinación fiera:

- ¡Fue traición del Cura! ¡Fue su traición!

Y otras veces gemía con un dolor cristiano metiéndose en los jarales y andando por ellos de rodillas, desgarrándose la carne:

- ¡Tú que lo ves, Rey de los Reyes!... ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves!

Y se alzaba sollozando e iba así muy largo camino. De pronto se embravecía mirando los peñascales erguidos como ruinas de torreones, y trepaba de nuevo a lo más alto. Allí, la voz aún impregnada de lágrimas, volaba en grandes ondas de bocina:

- ¡Amo Miquelo, mastín leal!

Seguía el sendero de las cabras por la cornisa de una foz, cuando sintió frío en las sienes y en los párpados. Se detuvo, presintiendo que el lobo andaba cerca, y requirió fuerte el palo, endurecido en la majada al fuego de las hogueras. En el mismo tiempo se encomendaba al ángel San Miguel. Temblando, vio cómo el lobo estaba en un saliente de la peña. Destacaba por oscuro, a mitad del tajo en claro de luna. El pastor, con ánimo de espantarle, hizo rodar algunas piedras de la altura, pero estaba encarnizado devorando una presa, y no se movió. Ciro Cernín catea entonces un guijarro recio, y lo pone en la honda. La piedra se disparó silbando, y el lobo apartó el hocico de la presa, rugiendo fiero y lastimero. El pastor, con lo ferrado del palo, luego se puso a socavar un peñasco, que al desarraigarse y rodar llevó un fragor de torrente por el

hayedo bajo que llena la hondura de la foz. El lobo dio un salto y desapareció. Ciro Cernín, llevado de un impulso extraordinario, bajó a la piedra donde le había visto estar devorando, negro en el claro de luna. A poco de meterse por la jara, le pareció que en una quiebra se levantaba y abatía el brazo de un hombre. Con un respeto sobrenatural, siguió bajando. Aquel brazo que se levanta y abate desigualmente, simula llamarle. Pero de pronto esta ilusión de sus ojos desaparece, y reconoce el poncho del amo Miquelo: Está prendido en los espinos y tremola un pico al paso del viento. Prorrumpe el pastor en voces que despiertan una gran onda en labravía oquedad:

- ¡Capitán valeroso! ¿Qué enemigo te mató? ¿Qué bala traidora muerte te dio?

El cuerpo ensangrentado y roto del cabecilla está clavado en el ramaje de las hayas. La cabeza, negra de sangre, le cuelga hasta posar en tierra. Ciro Cernín se abrazó con aquel despojo y lo subió hasta el camino. Estaba enterrándole al pie de un gran roble que tenía la copa vieja y armoniosa, toda llena de paz, cuando el frío de los párpados le advirtió que tornaba el lobo. Se apercibió requiriendo el palo. Venían por entre los árboles unos ojos en lumbre: Se detuvieron mirándole muy fijos, y comenzaron a cerrar camino, más despacio. Se le vinieron de pronto encima, con un gañido fiero. Ciro Cernín pasó el palo zumbando, al vuelo de la tierra. Era el molinete que hacen los pastores para quebrarle las patas al lobo. Comenzó una lucha de astucia y de fiereza. Ciro Cernín se esquivaba rodeando el tronco del roble, y alguna vez subiéndose a las ramas. Al fin, el lobo quedó vencido: Se arrastraba sobre la yerba, todavía con los ojos en lumbre, pero aullando lastimero. Ciro Cernín le dio un gran golpe en la cabeza, enarbolado el palo a mandoble, y luego, desenvainó el cuchillo, clavándoselo por el ijar, para llegarle al corazón. Acabó de echar tierra sobre el cuerpo del capitán, y cargó con el lobo, como un trofeo. Iba repitiendo:

- ¡Tú que lo ves, Rey de los Reyes! ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves!

Le sorprendió el rayar del día por una cima lejana, y se sentó a descansar. Entonces se durmió, y como un niño, tuvo un sueño, bajo el oro angélico de la aurora.

Capítulo XVII

Agila, al cruzar la cocina de su alojamiento, vio dos sombras que estaban calentándose cerca del fuego. Y al subir la escalera del sobrado, oyó la voz asombradiza de la dueña:

- ¡El Demonio lo hace!... Cubre con la anguarina el cuerpo del lobo. ¡El Demonio lo hace, pues se me representa mi marido, Don Diego!

Agila iba casi huyendo, con el alma recogida y atenta. Salía del palacio donde la vieja se quejaba apretando los labios, ¡y había tenido un gran miedo de que viéndole salir le llamase! ¿Qué le hubiera dicho entonces la tía Rosalba? Agila recordaba su expresión dulce y pueril, con la frente vendada, y seguía pensando en lo mismo. ¿Qué le hubiera dicho? Probablemente le hablaría bajando mucho la voz, para que los criados no se enterasen, y le amenazaría con la mano igual que a un niño:

- ¡Eresmuy travieso, Marquesito!

Agila recordaba aquel momento de rodar la vieja. Lo recordaba claramente con una gran sequedad interior, y experimentaba la sensación desengañada del niño que ha roto un juguete para sacar tan sólo una espiral de alambre. Cruzaba la cocina de su alojamiento con una basca triste, con una angustia de odio y de venganza. Hubiera querido que los carlistas incendiasen el palacio de su abuela, tras de haber emplumado a todas las brujas de Otaín. Se acostó en una sala grande, donde había otra cama, y con los ojos cerrados para no ver luz, siguió removiendo ideas de odio, como remueve el sepulturero la tierra llena de larvas. Pero acabó por sumergirse en los círculos infernales de la idea fija, por devanar un pensamiento largo, constante, igual. La impresión de mareo que esto le producía, acabó por recordarle el cable que una noche de luna soltaban en el mar fosforecente, desde la sombra de un bergantín carbonero. Y de pronto, vuelve a encontrarse mirando dentro de sí con una obstinación egoísta y sentimental. ¡Se dejaría matar! Agila, en aquel momento, tendido en el lecho, con los ojos cerrados, con las manos juntas, encuentra que la muerte es un paso muy suave. Sus ideas, enlazadas con el quimérico razonar de las pesadillas, le muestran en el sacrificio de su vida una bella venganza. La evocación de su casa, trastornada bajo la noticia de su muerte, le da una impresión dolorosa y voluptuosa. Recorre todas las estancias con el pensamiento: Ve a los criados, que llevan libreas de luto y andan como sombras, ve a sus padres, lívidos por el remordimiento, sentados frente a frente, odiándose y acusándose. ¡Se dejaría matar! Devanaba incesantemente aquel pensamiento largo, igual, que ahora se

correspondía con una sensación oscura, tan lejana, que parece sensación de otra vida. Descubría en sí el recuerdo anterior de todo aquello que pensaba, el hilo inconsútil de otra conciencia que, al seguirlo, se quiebra en círculos de sombra. Tan vago era todo aquello, tan en los limbos del olvido, que ya ningún recuerdo podía florecer en ellos su rosa de luz. Agila modula a media voz con ahogo de niño:

- ¡Me dejaré matar!... ¡Me dejaré matar!

En el mismo momento abre los ojos. Ha sentido un soplo magnético en los párpados, que se hacen ligeros, casi ingrávidos. Un hombre vestido de pieles está mirándole muy fijo desde el fondo de la estancia, y la puerta se va cerrando quedamente por sí sola. El hombre que acaba de entrar y le está mirando parece un pastor. Tiene en las pupilas una luz montañera, y enlas pieles del vestido el aroma de las urces quemadas en la majada. Recogido en sí mismo, le reprende con los ojos extáticos, y tienen sus palabras la clara ingenuidad de los que beben en la fontana de Cristo:

- ¡Mal idear tienes, compañero! ¡Malas ideas son las tuyas si eres cristiano!

Agila no recuerda que habló en voz alta, y se estremece oyendo al pastor. Bajo la mirada fija de aquel iluminado, cierra los ojos, y con los labios helados, aún intenta sonreír.

Capítulo XVIII

El cabrero sacó del zurrón un ángel, esculpido por él en madera olorosa de limón, y sentado sobre la cama, cerca de la luz, se aplicó a perfilarle el plumaje de las alas con la punta de su cuchillo. Agila le miraba lleno de curiosidad. El pastor, al cabo de un momento, levantó los ojos, que tenían la pureza de los horizontes montañeros:

- ¡No es buena cosa la guerra!

Agila respondió moviendo la cabeza:

- No, no es buena cosa.

- ¿Extrañas la casa de tus padres, mocé?

Agila, temeroso de que la voz delatase su emoción, afirmó con un gesto. Y el pastor le miraba profundamente:

- Tienes malos pensamientos. Tú dices: Esta vida no es buena, me dejaré matar, y no piensas que si tus padres te la dieron, no será tan

mala.

El cabrero se detuvo contemplando el rayado que hacía su cuchillo, en las alas del ángel. Agila le interrogó:

- ¿Tú, cómo estás aquí?

- Voy al Santuario de San Miguel.

- ¿Muy lejos?

- Cimero, cimero en el monte Aralar.

- ¿Tienes allí tu rebaño?

- Tengo mi devoción. Si no te gusta la guerra, bien harías en seguir conmigo.

Agila quedó caviloso:

- No puede ser... Me cogerían.

El pastor le reconvino dulcemente:

- Si no te gusta la guerra, no andes en ella más tiempo.

Agila cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho. Sólo se oía el cuchillo del pastor rascando la madera olorosa a limón. Al cabo de algún tiempo detuvo la punta, y calentándola en la luz, posó los ojos en Agila:

- Yo también anduve en la guerra... Y me fui por la gran maldad de un capitán que hizo matar a otro.

- ¿Tú eras carlista?

- Sí.

- ¿Y no temes que te delate?

Agila interrogaba con una sonrisa antipática y llena de indiferencia, sin alzar la cabeza de las almohadas. El pastor contemplaba el cuchillo que enrojecía en la luz del velón:

- No lo temo, no... Algún día pudo ocurrir que nos hallásemos frente a frente enuna trinchera para matarnos... Pero ahora ya por nada de este mundo me determinaría a causarte mal. ¿Y tú a mí, compañerito?

Los verdes ojos de Agila eran dos piedras verdes, de una dureza cruel:

- ¿Yo a ti?...

Pero los ojos del pastor estaban llenos de luz, y Agila sintió una emoción extraña. Había querido replicar con perfidia, y le quebraba la voz aquella emoción que le invadía. Balbuceó apenas:

- Tampoco yo a ti, compañero.

Se le humedecieron los párpados hasta cegar en gran resplandor, como si volasen sobre ellos las tórtolas de luz que temblaban en los mecheros del velón. Murmuró en voz muy baja:

- ¿Por qué no temes, hombre de Dios?

- Hombre de Dios soy... Es la verdad del mundo que todos lo somos.

Agila le miraba sin comprender:

- Todos, sí...

- Los hombres todos son de Dios. Las almas, unas son de Dios y otras del Demonio. ¡Pero los hombres, todos de Dios!

- Todos, sí...

- Tú, por muy malo que seas, siempre eres de Dios. Tienes tú que morir para ser del Demonio.

Agila hizo un esfuerzo para responder:

- ¡No hay Demonio!

El pastor se rió abrazado a su ángel:

- ¡Dice que no hay Demonio! Mi San Miguel pequeño, dice que no lo hay porque tú le tienes puesta la lanza encima.

Agila repitió con mayor firmeza:

- ¡No hay Demonio!

Empezó a temblar el pastor:

- ¡Lo hay! ¡Lo hay! ¡Lo hay! ¿Pues quién está hablando dentro de ti?

Agila sintió que le recorría la carne una sabandija veloz. Se cubrió los ojos con la mano:

- ¡Calla, hombre de Dios!

- ¡De Dios, porque todos en el mundo lo somos! Digo, tocante al nombre que me dieron con la santa agua, Ciro Cernín.

Agila le sonrió como a un hermano infeliz:

- ¿Y por qué no temes, Ciro Cernín?

- Porque el Ángel se me apareció, ordenándome ir con los pastores que tienen sus ganados por los contornos del Santuario. Y el mandato del Ángel toda su vida se ha cumplido. Un caballero que murió sin quererlo cumplir, tuvo por castigo hacerse piedra. Y rodando, rodando por los caminos miles de años, llegó aquella piedra a la misma puerta del Santuario. Y conforme llegó fue perdonada.

Agila pensó desesperado:

- ¡Piedra mía, corazón mío, piedra la más dura, qué caminos aún rodarás para ser perdonada!

Osciló la luz. Una patrulla de caballería pasaba trotando bajo la ventana.

Capítulo XIX

Todas las confidencias daban en la frontera al Cura Santa Cruz.

El terrible cabecilla, perseguido de los carlistas y de los republicanostenía que andar con un pie en la raya de Francia. El Rey Don Carlos, tiempo atrás habíale mandado llamar, pero el rebelde, fingiéndose enfermo, esquivó presentarse en la Corte de Estella. Desde entonces, por los mercados de las villas se anunciaba que iba sobre él, con muchas tropas, el general Don Antonio Lizárraga. El Cura, ante aquellas nuevas, permanecía en los montes de la frontera, al acecho de una ocasión propicia para invadir el solar de Guipúzcoa. Tenía allí muchos amigos, y esperaba poder burlar a republicanos y carlistas, aún cuando los dos bandos se juntasen para perseguirle. Y tal suceso, de juzgarle como a un bandolero, lo iban pregonando por aquellos caseríos algunos cabecillas parciales del general Lizárraga.

En Arguiña, donde sólo una noche tuvo campo, se le habían unido los voluntarios de Sorotea. Pocos iban de grado, pero contrario a seguirle no se declaraba ninguno. Estaban faltos de capitán, y sin descubrir entre ellos quién pudiera serlo. Fue en esta gran desesperanza cuando llegó y los metió en sus filas Santa Cruz. Cayó la partida con revuelo de gerifaltes. Él les preguntó de dónde eran, y los mandó formar. Rezaron juntos el rosario los veteranos y los nuevos, y aquella misma noche, cantando la letanía, los sacó a todos de Arguiña. Encomendó a Juan Elizalde, primo hermano suyo y gran veredero, que guiase la partida a través de los montes, y él, sólo con treinta perros mastines, se volvió desandando camino.

El Cura Santa Cruz, por castigar las deserciones que comenzaban en su hueste, bajó a incendiar los caseríos, donde, al huir de su bandera, se habían acogido algunos partidarios de Miquelo Egoscué. En esta correría, que parece un romance de algara, retornó hasta las puertas de Otaín. Hizo con sus mastines una jornada de veinte leguas. Cerca de Belza cogió prisioneros a siete fugitivos y, después de llevarlos descalzos por

caminos fragosos, los mandó fusilar, bajo la gloria del sol, en el robledo centenario de Arguiña. Los cuerpos fueron entregados a las mujeres para que los amortajaran. Y después, como los otros desertores ya podían estar en salvo, por caminos escusados salió al encuentro de los suyos, que aún iban atravesando los montes. En la marcha sobre la frontera, fue dejando como retaguardia patrullas de pocos hombres, que, corriendo el campo por la línea del río, llegaron alguna vez a tirotearse con los centinelas de Otaín y de Elizondo.

Un día tuvo libre el paso a Guipúzcoa. Y aquel día supo que un viejo cabecilla, recuerdo de la otra guerra, estaba escondido en un caserío, enfermo de mal de piedra. Esto bastó para encenderley abrirle las alas. Con aquella ansia por juntar en su puño todas las partidas, bajó del monte, y en una marcha nocturna, atravesó las líneas carlistas y las republicanas. Al rayar el sol, ya tenía cercado el caserío donde agonizaba sentado en un sillón, con la capa sobre los hombros y la barba crecida, el veterano Don Pedro Mendía.

Estas audaces apariciones, repetidas muchas veces, ponían un acento de asombro a las confidencias que seguían dándole en la raya de Francia.

Capítulo XX

Eulalia, cuando entró en la saleta de su abuela, venía sofocada y riente, seguida de Jorge. Al verla, un grupo de muchachas que rodeaba a la vieja señora, se alzó con rumor de bandada volando a besarla. Sólo una dama flaca, morena y bizca, permaneció sentada cerca de la Marquesa. Era la madre de aquellas niñas, y tenía un parentesco de tradición con la casa del general Redín. Muy amable, de palabra melosa, estaba casi en el suelo, y acariciaba sobre sus rodillas una mano de la tía Paquita. Su figura se destacaba por oscuro sobre una cortina de encaje, delante de un balcón. Tenía el perfil triste, la silueta flaca, toda la figura muy severa, de una rancia hidalguía castellana. Pero hablando se metía en el corazón con sus palabras de miel, a veces de una malicia bobalicona y graciosa, un poco de priora. Por su matrimonio con un viejo calavera y devoto, muy afecto a los fueros, era Condesa de Santa María de Vérriz, Las niñas, feas, morenas y con los ojos negros, tenían el perfil de su madre. Eulalia les decía al pagar sus besos:

- ¿No pensaréis en iros hoy?

Acababan de llegar en un landó, tirado por cuatro mulas que aún cascabeleaban a la puerta del palacio. Venían de su granja, un predio de leguas, con iglesia en su término, dependiente en lo antiguo de los abades de Vérriz. Era una jornada muy larga por el camino real, y algunos trajinantes la dividían en dos, haciendo alto en la Venta del Galán. Eulalia les preguntó cuándo habían salido, y el coro de niñas hizo una escala de huecas flautas:

- Aún era de noche. Comimos en vuestro robledo de Ormaz. ¡Estaba un día de sol!...

La Condesa levantó su voz dulce y persuasiva:

- Venimos para llevaros, Eulalia. Eso le estoy diciendo a la tía. Con esa condición nos quedamos, hermosa.

Eulalia se acercó a la Condesa de Vérriz:

- ¡Tú estás muy buena, Estefanía!

- Muy resignada con mis arrugas, hija... Pues tuve telegrama de tus padres, suplicándome que convenza a la tía...

Eulalia preguntó con descuido:- ¿Dónde están ahora?

- ¿No te han escrito?

- Sí, pero no recuerdo dónde están.

Comentó, con los labios estirados, la vieja Marquesa:

- Sabe que están buenos, pero no recuerda dónde fechaban. ¿Qué extraño es? Yo tampoco lo recuerdo... Si Rosalba no hubiera perdido la carta.

Toda mieles hizo un mimo la otra señora en la mano arrugada de la vieja:

- Tiene razón, tía, razón que le sobra. A mí me pasa lo mismo, tampoco leo nunca la fecha, y me suceden unas cosas...

La vieja desentendióse, y dándole un temblor a la cabeza, preguntó a la nieta:

- ¿Qué le pasó el otro día a Rosalba?

- Le ha dado un soponcio, abuela. ¿Cómo se acuerda ahora?

- Porque no estoy desmemoriada, niña. Aun cuando tengo muchos años, no estoy desmemoriada. ¿Y qué me has dicho? ¿Que se ha caído?

- Si, señora.

- Se habrá lastimado.

- No, señora.

- Hija, pues que te diga cómo ha hecho. La contrataremos en un circo.

Viendo reír a la nieta, le hacía coro la abuela, con esa risa rasgada de las encías sin dientes. Estefanía Vérriz daba un nuevo apretujón a las manos amomiadas de la tía Paquita:

- ¡Qué ingenio tan lozano! ¡A Madrid con nosotras, tía Paca! Tiene usted que conocer a Cánovas del Castillo. Son ustedes muy parecidos, tía Paca.

Se animaron lo ojos de la anciana:

- Dicen que tiene mucho talento. ¿Tú le conoces. Estefanía?

- Si, señora. Pero donde usted tendrá mil ocasiones de verle es en casa de sus hijos.

Estas palabras quedaron flotantes en un círculo de silencio. Las cuatro niñas feas interrumpieron su escala de flautas, y hubo rápido cambio de miradas entre aquellos ojos negros, impregnados de una malicia grave. Eulalia, un poco sofocada, tomó el brazo de sus dos primas mayores, poniéndose en medio, y se las presentó a Jorge:

- ¿Cuál eliges por patrona del Arma de Caballería?

La Marquesa se ponía su lente de carey:

- Eulalia, si estas niñas no están cansadas, llévalas al jardín. No las tengas aquí prisioneras.

Las niñas no estaban cansadas, y se agruparon en torno de su prima, felices de poder murmurar sus secretos en la soledad del jardín, paseando del brazo entre los mirtos centenarios. Al cruzar la antesala, percibieron una voz desvariada que hablaba de prisa y se interrumpía quejándose con mucho dolor. Ante el asombro de las primas, Eulalia les explicó:

- Es la tía Rosalba.

Miraron todas por la puerta de cristales. La vieja estaba en el canapé: Se recogía sobre el pecho un brazoamoratado, tenía el pelo revuelto en una greña sucia, y los ojos vidriados. A sus pies, sentada en un taburete de escuela, hacía calceta una niña. La vieja habla muy voluble entre quejidos, y la niña se mece en el banco. Era la hija de una criada antigua en la casa, y su madre le había encomendado el cuidado de la tía Rosalba. Eulalia cuchichea entre sus primas:

- Lleva tres días sin acostarse. No quiere que nadie la toque ni se le

acerque. ¡Es una vieja más ridícula!...

Hizo un gesto la menor de las primas:

- ¡Se llenará de miseria!

La reprendió una de sus hermanas:

- ¡Calla, tonta! Insistió la pequeña:

- ¡Cómo nos está mirando!... Y tiene los ojos de loca...

Todas sintieron miedo y se alejaron corriendo hacia el jardín.

Capítulo XXI

A prima noche, después de haber comunicado el santo y seña, salió de su alojamiento el coronel Guevara. Era pequeño y tripudo. Viéndole andar, sin saber por qué, daba la sensación de un viejo maestro de baile. Con saltos menudos atravesó la plaza, toda clara de luna, y entró en el palacio de Redín. Desde el comienzo de la guerra, los jefes que hacían alto en la villa, concurrían a la tertulia de aquella dama contemporánea de Espartero. Hablando con el coronel, preguntándole noticias de la guerra, la vieja se animaba. Pero de pronto, tenía un gesto de enfado:

- Lo que hacen ustedes no puede llamarse guerra.

La Marquesa murmuraba de los generales, se quejaba de los robos que hacían los soldados, y refería una historia muy larga, de cuatro valencianos y de un convoy que iba, que venía. Los valencianos se hacían ricos y continuaban llevando nuevos convoyes, que se perdían muchas veces. De repente, se quedaba con los ojos obstinados, fijos en el coronel:

- ¿Es usted casado?

- No, señora.

- ¿Ni tiene usted hijos?

- Tampoco. ¡Así estoy más libre para batirme!

- No sé... Los hombres solteros, son ustedes unos egoístas... Y el egoísta ama mucho su vida. Si usted no tiene ni mujer ni hijos a quien dejar su nombre, lo estimará menos que otro obligado a dejarlo por herencia.

- Yo puedo querer dejárselo a la Historia.

Se rió la vieja hablando con su sobrina la Condesa de Vérriz:

- ¡La Historia! ¿Sabes tú quién hace la Historia, hija mía? En Madrid los periodistas, y en estos pueblos los criados. ¡Vaya unos personajes! En Inglaterra, ahora acaban de publicar una biografía del difunto general Redín.

Estefanía puso sus manos, con extremo de cariño, sobre las manos de lamarquesa:

- ¡La devoré, tía Paca! ¡La devoré!

Quedó la vieja mirándola, adusta y un poco en babia:

- ¿De cuándo sabes inglés?

La Condesa sonrió encantada:

- Como era la biografía del tío, al aya de mis hijas hice que me la tradujese. Y hubiera ido a la Embajada. ¡Ay, qué tía más picarona!

La tía desentendióse, dando a su cabeza aquel temblor de vieja adusta y desengañada:

- Toda la biografía está hecha sobre datos del ayuda de cámara que tuvo mi marido cuando la emigración en Londres.

Preguntó con energía el coronel Guevara:

- ¿Datos ciertos?

La vieja empezó a reír, moviendo la cabeza:

- ¡Como decir que tuvo dos hijos de una inglesa! Yo podría negarlo, pero sería ofender la memoria de mi pobre marido. No pudieron buscar mayor imposible esos hijos de la pérfida Albión. ¡Ay, qué extranjis de mis pecados! Los franceses son peores, una gente que nunca se entera. Nosotros también estuvimos emigrados en París. ¡Nos visitaba Luis Felipe!

Estefanía quiso cortar la divagación:

- ¿Es verdad, señor coronel, que se prepara una gran batalla sobre Estella?

El coronel respondió midiendo las palabras:

- Todos hablan de eso, pero ninguno sabe nada... La batalla, en mi opinión, será cuando nadie hable... Nosotros tenemos orden de incorporarnos a la columna que opera cerca de Tafalla.

La Marquesa de Redín inclinó el busto poniendo atención:

- ¿Qué decía usted, señor coronel?

- Que tenemos orden de corrernos por la Barranca.

- ¿Pero, qué decía usted de Tafalla?

- Tafalla es el final del movimiento, donde debemos unirnos con la columna del general Primo.

La barbeta de la vieja empezó a temblar:

- ¿Qué guarnición dejan ustedes en Otaín?

- Hay orden de levantar todas las guarniciones. Muy numerosas merman el número de combatientes, y reducirlas es entregarlas a los carlistas. Ya se ha comprobado más de una vez. El Estado Mayor aleccionado por la experiencia...

Crecía el temblor de la Marquesa:

- ¡Y las villas que se defendieron contra los carlistas, quedan entregadas a la venganza de esos fanáticos! El Cura Santa Cruz volverá para quemarnos vivos...

Dijo la Condesa con su voz de mieles:

- ¿Por qué se apura, tía? ¿No está decidida a dejar este infierno? Pues no vale la pena de que usted se disguste.

Insistió la Marquesa:

- Todo quedará bajo ese castigo de Santa Cruz. ¿Usted es soltero, señor coronel?

- Sí, señora.

- Yo, si fuese hermosa y joven, le ofrecería mi mano a cambio de la cabeza de Santa Cruz. Soy una vieja, pero el que me trajese en unsaco la cabeza de Santa Cruz, y me la pusiese sobre la mesa...

Gritó la Condesa:

- ¡Jesús, qué horror, tía Paca!

- ¡Horror! ¿Te da horror?... Mírate al espejo, hija mía.

Intervino Jorge, hablando con la voz un poco bronca, protectora y simpática:

- Querida tía, puede usted ofrecer como galardón la mano de Eulalia. Seguramente se formaría un ejército para perseguir a Santa Cruz.

Eulalia le gritó, descollando la cabeza por encima de sus primas, agrupadas en torno de un clave del tiempo de Carlos IV.

- ¡Calla, guasón!

Y los ojos de la muchacha, llenos de luz bajo los rizos, le llamaban al corro. El coronel se inclinó hacia las señoras mayores:

- Acaso pueda yo ofrecer la cabeza de Santa Cruz, sin otro premio que el de su buena amistad, Señora Marquesa.

La anciana se estremeció:

- ¿Piensan en perseguirle activamente?

El coronel hizo un gesto imponente, cerrando el puño:

- Le tenemos ya cazado. Hay cartas de los mismos generales carlistas proponiendo una suspensión de hostilidades para perseguirle. Lizárraga le cerrará el paso a la frontera, y nosotros lo estrecharemos por el frente. Es seguro que cae. Esta noche a las dos tocamos diana.

Preguntó alarmada la Marquesa:

- ¿Qué tropa queda en Otaín?

- Cuarenta hombres en el fuerte. Lo bastante para defenderlo de un golpe de audacia. Señora Marquesa, mañana estaremos de vuelta trayendo prisionero a Santa Cruz.

Se irguió la vieja muy agitada:

- Coronel Guevara, sólo le pido a usted que lo fusile en lugar donde yo pueda verlo desde mis ventanas.

El coronel, después de prometerlo solemnemente, levantó la voz dirigiéndose al Duque de Ordax:

- Ya sabe usted, querido Jorge, que se toca diana a las dos en punto.

El Duque se acercó un poco sorprendido:

- ¿Pero el general autoriza el movimiento?

- Sí, señor, lo autoriza.

- ¿Y el Estado Mayor General?

- A mí me basta con que lo autorice el general España. No se puede perder tiempo en consultas.

La Marquesa se volvió con los ojos llenos de lágrimas:

- Señor coronel, permítame usted un ruego. Entre los soldados va un nieto mío, una mala cabeza... Coronel Guevara, póngale usted donde le sea dado distinguirse, para que su abuela tenga el consuelo de poder perdonarlo. Él, que ha olvidado tantas cosas, no olvidará que corre por sus venas la sangre del héroe de los Arapiles.

El coronel Guevara, muy conmovido, estrechó las manos de la anciana Marquesa de Redín, Condesa de los Arapiles.

Capítulo XXII

Era casa cristiana y de mucha labranza aquella donde tenía su alojamiento el soldado dehúsares Agila Palafox y Redín. Los dueños, carlistas de abolengo, le trataban con generosa largueza, pero sin agasajo. Tampoco sabían que fuese nieto de la Marquesa. Hasta el domingo no corrió la voz por Otaín. Don Teodosio de Goñi supo la nueva en la misa mayor, y al retorno, por encima de la puerta, enteró a la dueña de la casa. Hicieron los dos un comentario lamentando el extravío de los jóvenes, y el caballero se despidió porque le esperaba su chocolate. Sacando por el embozo de la capa la punta de los dedos en un guante verde, saludó con finura de antiguo lechuguino:

- ¡Vaya, consérvate siempre tan guapa, Serafinita!

Doña Serafina Peralta estaba casada con aquel gigante de las antiparras negras, llamado Don Diego Elizondo. Era una familia patriarcal, con cinco hijos mancebos, castos, silenciosos y fuertes. Los hijos, aconsejados por los padres, esperaban dejar hecha la vendimia para irse a la guerra. Aquella noche, Don Diego y Doña Serafina, ya sentados ante la cena, encomendaron al mayor que fuese en busca del alojado y le dijese si quería honrar sus manteles. Descendió Agila con el primogénito, y los amos le recibieron con gravedad de señores antiguos. Cenaban en la cocina, bajo la gran campana de la chimenea, y le dejaron sitio en un banco adosado a la pared del fondo, toda negra. Gritó Don Diego, llenando un vaso y ofreciéndoselo al nieto del famoso guerrillero navarro:

- En ese banco, cuando la guerra de los franceses, dormía el general Redín. Siempre lo contaba mi padre, y decía que entonces sólo mandaba once hombres. Después vino el hacerle Conde, y Marqués...

Los hijos sonreían oyendo el discurso del padre, y acabó Doña Serafina:

- Pues que se siente el nietecico donde el abuelo.

Y su mano menuda y blanca, de señora enferma, se posó sobre el hombro de Agila. Luego bendijo la mesa, y todos se sentaron. Don Diego Elizondo se quitó las antiparras, y descubrió los ojos estriados de sangre, que tenían una expresión carnicera. Se ocupaba en llenar el vaso de Agila:

- Es vino de casa, y se puede beber a la confianza.

Agila se encandilaba:

- ¡El mejor que hallé en Navarra, Don Diego!

La madre y los cinco hijos, mirándose con una vaga sonrisa, también alzan los vasos y tocan el vino con el borde de los labios, para convencerse. No habla ninguno de los cinco mancebos, familiares con la madre y llenos de respeto con el padre. En torno de aquel lobo cano y ciego, parecen cinco lobeznos guardando la cueva. Dijo Doña Serafina, al mismo tiempo que,subida en su escabel, alcanzaba un queso puesto a curar:

- También es de casa... Regalo del pastor que teníamos. Su regalo, pero de nuestras ovejitas.

Agila recordó a Ciro Cernín. Habíale ya buscado, sin encontrarle, y preguntó dónde estaba. Murmuró con un gesto de lástima Doña Serafina:

- Ya se fue el pobrecito.

Agila, al pronto, no comprendió la razón de aquella lástima. Luego, recordando las palabras del pastor y su aspecto de iluminado, percibió una claridad. Don Diego Elizondo le llenaba el vaso:

- ¡Ciro Cernín!... Nuestra dueña dice que está loco... Si está loco el pastor, nuestra dueña no está muy cuerda.

Los ojos encarnizados del gigante, llenos con el reflejo de las llamas, eran bien los de un lobo. Reía con una risa violenta que le volvía el vino a la boca y le amorataba la cara. Doña Serafina cruzó las dos manos y arqueó las cejas:

- Dice lo que dice, porque se le dio un rebaño... El pobrecito de Dios está loco, pero no tanto que no pueda guardar un rebaño.

Don Diego Elizondo mordió una rebanada de queso:

- ¡Muy sabroso! ¡Ya veremos si para hacer los quesos no está loco el nuevo pastor!

Doña Serafina se puso muy seria, estirando la barbeta dentro del cuello de su casabe:

- ¡Claro está que no, hombre!

Entonces el lobo se volvió a los lobeznos, que devoraban al redor de la mesa, siempre mudos:

- ¡Probadlo, muchachos!

Luego levantó el vaso hasta los ojos del huésped:

- ¡Hay que beber, amigo! Hay que beber, o no decir que el vino es bueno.

Sostenía el vaso muy alto, y la mano temblorosa y velluda lo estaba derramando. Agila volvió a pensar en Ciro Cernín:

- ¡Una noche tuve de compañero al pastor!...

Murmuró Doña Serafina como niña ruborosa:

- Eso habrá de perdonar. Fue no pensarlo. Como se llevan las camas para los hospitales, sólo esa alcoba tenemos habilitada para los huéspedes. A los alojados siempre les gusta dormir con compañía.

Agila se rió con la alegría violenta del vino, mirando muy burlón a la vieja:

- Y a todo el que tiene calzones, patrona.

Los cinco lobos se miraron asombrados y airados, prontos a incorporarse. La madre se lleva un dedo a los labios y les impone quietud. Agila sigue riendo brutalmente. Y permanece impasible, con los ojos llenos de sangre y de llamas, Don Diego Elizondo. De pronto se ha vuelto rostro con rostro para Agila:

- ¡Hay que tener respeto con las canas de nuestra dueña, Don Periquito!

Y le temblaban las manos, y le temblaba la cabeza, ytemblaba toda aquella torre de huesos. Agila le sintió el aliento. Quiso levantarse, en un impulso de rabia, pero la mesa le dio vueltas. Se tambaleó para caer. Acudió a tenerle Doña Serafina. Le reclinó sobre el pecho, y como a un hijo, le limpió en los labios las heces del vino. Agila, con los ojos entornados, en un reír de boba insolencia, tarareaba compases sueltos de una canción francesa.

Capítulo XXIII

Doña Serafina y una maritornes se fueron por la escalera, sosteniendo en vilo el cuerpo de Agila. Y los hombres, con una burla grave en los ojos, parecían desdeñarlo mientras lo miraban. A poco de subir, bajó Doña Serafina muy compadecida, y uno de los hijos le tomó de la mano el farol que traía:

- No apague madre.

- ¿Está por acomodar el ganado?

- Ahora vamos a ello.

Desaparecieron algunos lobeznos por el arco negro que había en el fondo de la cocina, y la dueña murmuró, sentándose en el banco al lado del marido:

- ¡Mucho le hiciste beber, pecador!

Y le acariciaba el hombro con su mano menuda y arrugada. El lobo cano ríe muy socarrón, mascando una cuerda de tabaco, y bajo los ojos ensangrentados, dos bolsas se le inflan y desinflan. Aún le dura la risa cuando vuelve el hijo mayor:

- ¿Está seguro el alojado?

La madre se levanta:

- Para toda la noche.

El mozo habla quedo, y la madre responde en el mismo son. Pero el hijo insiste, mirando en redor:

- Pásele usted el cerrojo a la puerta de la escalera, señora.

Don Diego clava en el primogénito sus ojos autoritarios y carniceros:

- ¿Qué hay, muchacho?

- Que parió el heno, padre.

- ¿Y qué ha parido el heno?

- Tres partidarios de los que andaban con Miquelo.

La maritornes, acurrucada cerca del fuego, deja de roer un mendrugo de la cena, muy atenta a la cara de los amos, y la dueña le manda que ponga el cerrojo a la puerta de la escalera. Y va explicando el hijo:

- Cuando entramos, estaban los tres enterrados en el heno, bien cubiertos... Uno se descubrió, y luego los otros fueron asomando las cabezas. Cuentan haber pasado el río nadando, y que mataron a un centinela...

Estaba el lobo viejo sentado en el banco y muy atento a las palabras que decía el hijo:

- ¿Y no dicen dónde está Miquelo?

- ¡Sí dicen! ¡Sí dicen!

Y en la voz recatada del mancebo había un asombro. Exclamó la madre adivinando:

- ¿Sale cierto lo que contaba el pastor?

El hijo afirmó:

- ¡Todo cierto,madre!

Le temblaron las manos al viejo, que se puso entre el primogénito y la dueña. Tenía un aspecto horrible, con la boca apretada hasta sumirse los labios entre las arrugas, con los párpados encarnizados y lacrimosos:

- ¡Santa Cruz le hizo traición!

Repuso el hijo ahogando la violencia de la voz:

- ¡Tal como lo declaró el pastor!

Suspiraba Doña Serafina:

- ¡Ved cómo no estaba loco Ciro Cernín! ¡Ay, mi alma me lo daba, Divino Señor!

Interrogó el hijo, apremiante, sin que su voz perdiese aquella oscuridad de asombro:

- ¿Qué hacemos, padre?

Los brazos del gigante tocaron la ahumada techumbre de la cocina:

- ¡Qué hacemos! Mozo, sólo una cosa puede hacerse. Tú la sabes como yo, y como tu madre.

Murmuró resabida la dueña, hundiendo la barbeta en el cuello del casabe:

- Sólo una cosa, mi hijo, sola una, es bien entendido... Solamente una, o sea aquella que manda Dios.

Dijo entonces el viejo lobo:

- Serafina, cubre el fuego. Hijo, coge la bota. Vamos al establo, que es paraje más apartado para hablar en secreto.

Con las manos trémulas, cubrió el fuego Doña Serafina. A la zagala y a la vieja que intentaron ayudarla, les ordenó que subiesen al piso alto y velasen en la escalera, atentas a la puerta de la sala donde dormía el nieto de la Marquesa de Redín.

Capítulo XXIV

Los tres voluntarios carlistas estaban chorreando agua, con las ropas pegadas al cuerpo. Traían sus armas, aun cuando el río lo hubieron de pasar a nado, buceando bajo la puente, para no ser descubiertos por los

centinelas, y surgiendo lejos, en los rieles de la luna. Después habían venido agachados por las huertas, unas veces deteniéndose a escuchar cerca de las higueras y entre las viñas, otras, arrastrándose por los surcos donde dormían las codornices. Los tres habían pertenecido a la hueste de Miquelo Egoscué. Contaban que, con otros siete, luego extraviados en el monte, venían huyendo de la partida del Cura. No querían servir bajo sus banderas, después de la traición con que anduvo para juntarse con ellos y matarles el capitán. Les preguntó Don Diego:

- ¿Y adónde vais?

Los tres voluntarios se miraron indecisos. Al cabo, uno se decidió con gesto arrogante:

- Vamos adonde no pueda fusilarnos el Cura Santa Cruz.

- ¿Y os metéis en Otaín?

Respondió con alegría ingenua un viejo que había sido molinero en Arguiña:

- ¡Tan estrechados estábamos!... Don Manuel anda empeñado en cogernos para fusilarnos. Ante toda su gente lo sentenció, y solamente así pudo evitar el escarrio de muchos... En cuanto a meternos acá en la villa, fue cosade todos.

Miraba a sus compañeros, y dijo uno de ellos:

- Ya le tenía yo contado a este mozo castellano, y a este otro, un navarro bueno, cómo me había ido a la facción pasando el río.

Preguntó Doña Serafina; muy cordial:

- ¿Hijo, tú eres nativo de Otaín?

- No soy de aquí, pero aquí tenía mis amos cuando me fui a la guerra. En una noche nos fuimos once, y en la pared de la iglesia le dejamos una despedida en coplas al general España.

Dijo el carlista castellano con altanería inusitada en Navarra:

- Óigame a mí, Señor Don Diego. Nos metimos acá, porque era el único paraje donde estar seguros del Cura. Así lo pensé y así lo propuse a éstos, si sabían alguno con pecho para escondernos. Dijeron ellos que lo sabían y lo abonaban, y acá nos metimos, Señor Don Diego.

El voluntario, al terminar, se levantó de entre el heno, y el lobo cano le vio con asombro entre sus lobeznos descollando toda la cabeza. El mozo castellano era muy hermoso, y tenía la estatura agigantada de Don Diego. Preguntó Doña Serafina:

- ¿De dónde eres, hijo, que tanto imperio traes?

- De Viana del Prior.

- ¿Y adónde cae de la España?

- Cerca de Santiago de Galicia.

Sonrió desdeñoso Don Diego:

- ¡Gallego eres! ¿Por qué te dicen castellano?

El voluntario miró con reto al padre y a los hijos:

- ¡Porque no estoy cavando la tierra para que otros coman! ¡Porque tenía criados en mi casa! ¡Porque hago mi ley! ¡Porque cuando un soldado va por el mundo, ya es de Castilla!

Murmuró Doña Serafina:

- En eso lleva razón, pues acá no distinguimos.

También estuvo conforme Don Diego:

- De Álava para allá, todo el que viene, ya forma en las partidas castellanas.

Replicó Doña Serafina:

- ¡Extraño que no vayas en ellas, mocé!

- Aún no tuve tiempo de incorporarme. ¡Ya oirán hablar de mí!

- Dinos cómo te llamas, hijo, que de otro modo, aun cuando oyésemos tu historia a los ciegos, no sabríamos que era la tuya.

- Miguel Montenegro me llamo.

Los otros fugitivos se rieron con risa aldeana y maliciosa:

- Dos mujeres que venían escoltando en un carro, le llamaban Cara de Plata.

Don Diego le dio la bota:

- No te lo podrán llamar cuando te crucen las cicatrices.

Suspiró Doña Serafina:

- ¡Y en último término, los años!

Bebió Cara de Plata, y a un gesto del amo, pasó la bota a los otros que venían con él.Doña Serafina trajo queso, tasajo y pan. Se disculpaba de no darles cosa caliente, porque en hora tan avanzada, el humo sobre la casa era ya motivo para infundir alarma. Reconfortados con la bota, los voluntarios se lo agradecían a Doña Serafina. La señora notándolos cansados, se lo advirtió al marido y a los hijos, ordenándoles, al mismo

tiempo, que trajesen unas jalmas para que aquellos mozos pudiesen dormir más a gusto en la cama del heno.

Con el alba, vino ella misma a despertarlos, y los tres voluntarios salieron al campo, escondidos en las tinajas de la vendimia, que los hijos del lobo cano conducían en carros de bueyes, cantando por los caminos.

Capítulo XXV

Santa Cruz, de quien andaban huyendo aquellos tres voluntarios, ahora tenía cercado y preso, en el caserío de Urría, a un viejo guerrillero de la otra guerra, Don Pedro Mendía, que achacoso y ochentón, había juntado una partida de sesenta hombres, siendo de los primeros en echarse al campo por Carlos VII. Este Don Pedro Mendía, hidalgo de cuenta en la montaña navarra, es el mismo capitán a quien, en algunos escritos de la otra guerra, llaman Don Pedro de Alcántara. Ahora, enfermo de mal de piedra, habíase refugiado en el caserío de Urría, y los días dorados del otoño le sacaban en un sillón a la solana. Desde allí, sus ojos cavados contemplaban los montes, menos altos y enteros que su fe. Una mañana, rayando el alba, vio entrar en la sala donde dormía al Cura Santa Cruz. El viejo, insomne por los grandes dolores, se incorporó en las almohadas con el rostro amarillo y el ceño adusto:

- ¿Qué traes, hijo?

El Cura, desde que entró, miraba la escopeta de caza que el veterano tenía a la cabecera de la cama:

- Pues visitarle, Don Pedro.

Murmuró el viejo con una burla incrédula:

- Cumples las obras de misericordia... ¿Pero alguna otra cosa traerás?

Santa Cruz sonreía astuto, viendo adivinada su intención, y esquivaba los ojos:

- Alguna otra cosa, cierto que sí, Don Pedro. ¿Sabe usted la persecución que me hace el general Lizárraga?

El veterano pareció recapacitar, aun cuando sabía muy bien toda aquella historia. Hidalgo y clérigo se conocían de antiguo, y tenían las mismas mañas astutas:

- Algo me contaron... Ya veremos de poner acuerdo entre vosotros.

El Cura respondió con la voz muy apagada:

- Eso tiene que ser... Si usted quiere mediar, mi consentimiento lo tiene, Don Pedro. Pero en tanto, yo necesito saber quiénes son mis amigos. No se me acalore, que ya conozco su genio.

Se levantó presto, y se acercó ala cama apoderándose de la escopeta. El viejo caballero, le miró con apagamiento desdeñoso, hundido en la almohada:

- ¡Por lo visto ya sabes con quién está Don Pedro Mendía!

- Sí, señor.

- ¿Y qué intentas? ¿Fusilarme como a Miquelo?

El Cura volvió a sentarse, muy despacio:

- Miquelo nos hacía traición, y usted es el más leal de los cabecillas, Señor Don Pedro.

- ¡A mí no me incienses, cogulla! Poca autoridad tienes tú para dirimir el pleito de quiénes son leales y quiénes traidores. ¿Por qué no te has presentado en Estella cuando el Rey te llamó?

- La orden no venía firmada por el Rey. Era un engaño de Lizárraga.

- ¡Lizárraga!... ¡Es demasiado santurrón!... ¡Tampoco me gusta cómo hace la guerra!

Se levantó el Cura riendo con una expresión franca, de buen aldeano:

- ¡Más tiene ése de clérigo que yo!

Replicó malicioso Don Pedro:

- ¿Tienes tú algo de clérigo? Por no tener, ni el ama.

Santa Cruz seguía riendo con aquella expresión abierta, en él tan desusada, y Don Pedro reía con una mueca, retorciéndose en la cama con el dolor triste del mal de ijada. Hizo un esfuerzo y murmuró con los labios apretados:

- ¡Siempre queda tu recelo de comparecer ante el Rey!

- Fue recelo de la camarilla. No nací para pisar estrados. Don Pedro. ¡En el campo no me vencen, pero allí me vencieran!

Don Pedro guardó silencio. Acaso recordaba, cerrados los párpados y las manos en cruz, como si hubiese llegado la muerte, que también él, treinta años antes había estado en entredicho con el abuelo de Carlos VII. De pronto abrió los ojos, mirando a Santa Cruz:

- ¡Cura de Hernialde, tú vienes por llevarte mi gente!

Afirmó Santa Cruz con el rostro terrible de impasible:

- Lo adivinó, Don Pedro.

- ¡Manda que me fusilen!

Santa Cruz tuvo un leve movimiento en los ojos, al mismo tiempo que decía con la voz exenta de cólera:

- Amigo Don Pedro, no le fusilo porque he visto desertarse, aún hace muy pocos días, a veintitrés voluntarios de Miquelo Egoscué. Sin esa lección, no hubiéramos hablado tanto.

El moribundo levantó la cabeza, melancólico:

- ¡Es lástima, porque me habrías ahorrado los dolores de este mal tan triste!

Y la dueña del caserío, que ha llamado con los nudillos en la puerta, entra empujándola despacio. Trae en las manos una taza que bailotea en su plato azul y esparce el aroma de un cocimiento de yerbas. El veterano se incorpora en las almohadas, y sonríe muy amarillo, alargando una mano de huesos.Santa Cruz, puesto en pie, le mira con aquella hondura triste y experimentada de los que han visto muchos moribundos. Era la mirada del clérigo, que, en su aldea acompañaba en la hora de la muerte a todos los feligreses, desde los niños de siete años a los viejos de cien.

Capítulo XXVI

Los dos cabecillas estaban en la solana. El cuadrante de piedra puesto en un esquinal de la casa marcaba la hora de mediodía. Santa Cruz, con las manos a la espalda, paseaba despacio, y el veterano de la otra guerra, hundido en su sillón, temblaba bajo el hermoso sol de Otoño, con los ojos puestos en los montes y una noble expresión sobre el rostro mortal. En el ambiente campesino resonaban los gritos de algunos voluntarios que jugaban un partido de pelota, corriendo por el fondo de un campo húmedo, verde y sonoro. Don Pedro se levantó muy encorvado, y dio varios paseos con el Cura. Realizado aquel esfuerzo de entereza, volvió a sentarse. Santa Cruz le miró con lástima:

- Don Pedro, déjese de valentías.

Replicó colérico el viejo:

- No son valentías. Caíste acá pensando hallarme moribundo, y te duele no verlo realizado.

Santa Cruz murmuró con fría entereza:

- Peor lo hallé que pensaba. Pudiera ocurrir que yo muriese antes, y para ello estoy preparado, pero usted nunca muy largo plazo tiene, Don Pedro.

El hidalgo había cruzado los huesos de sus manos:

- ¡También yo estoy preparado!...

El Cura vino y tomó asiento a su lado, en un banco sin respaldo, donde la dueña solía subirse para alcanzar los racimos que maduraban en la cuelga. Se miraron los dos profundamente y austeramente: Dijo Don Pedro con la nobleza de quien aconseja exento de mira egoísta y sólo por el fuero del bien:

- Si tan cercano tengo mi fin, no te aceleres, hijo, haciéndome fusilar, y echando sobre tu alma otro remordimiento.

Respondió el Cura, casi humilde en su gravedad:

- Tengo remordimientos, porque solamente los pecadores empedernidos no los tienen... Pero ninguno tengo por haber fusilado.

- ¡Yo sí!

A los ojos áridos del viejo acudían dos lágrimas, y Santa Cruz tuvo lástima de aquella ruina de soldado:

- Ese remordimiento lo tiene ahora porque está enfermo, Don Pedro. Yo también los tendré en su día, cuando acabe la guerra, pero en tanto no les doy entrada. Necesito saber que hago bien, para seguir haciéndolo. Si una vez admitiese la duda, había concluido por siempre jamás Manuel Santa Cruz. ¿Sabe cuáles son ahora mis remordimientos? Las faltas que cometí cuando estaba en mi iglesia de Hernialde. Ahoraque soy soldado, llevo ante los ojos la vida anterior de cuando decía misa... ¡Y cuando vuelva a mi iglesia, tendré la vida de cuando era soldado!

Murmuró Don Pedro:

- Yo este remordimiento lo tuve siempre... A veces se me esparcía por un año entero, pero volvía... Unas veces de noche, otras yendo solo por un camino... ¡Siempre ha vuelto!

Santa Cruz le interrogó muy severo:

- ¿Lo tiene confesado en el Tribunal de la Penitencia?

Sonrió con amarga dignidad aquel clásico hidalgo de Navarra:

- ¡Pesaba demasiado para llevarlo solo!

Aprobó el Cura con aire taciturno, y los dos quedaron silenciosos. Don

Pedro, todo amarillo, temblando bajo el sol, miraba a una niña que jugaba en la corraliza, le sonrió primero, y luego la llamó:

- Ven acá, Mari-Juanica.

La niña subió con una mimbre verde en la mano.

Avanzaba un poco recelosa, balanceándose sobre los zuecos, anegada en el ruedo de su refajo azul:

- ¿Llamo a mi madre, Señor Don Pedro?

Denegó el hidalgo moviendo la cabeza, al mismo tiempo que ponía una mano sobre el hombro de la niña:

- ¿Oye, Mari-Juanica?...

La pequeña, muy resabida, cruzó los brazos como al dar la lección de doctrina:

- Mándeme usted.

- ¿Cuándo ha dicho tu madre que me enterraban?

- No me arrecuerdo bien.

- ¿Dijo en esta semana?

- No me arrecuerdo bien. ¿Quiere que le pregunte?

- No, hija.

Se fue corriendo la niña, y Santa Cruz murmuró severamente:

- ¡Es usted contumaz, Don Pedro! ¡Tiene el alma pagana! ¡Aún no está convencido!

Don Pedro movió la cabeza muy despacio, con una sonrisa triste, y una claridad mortecina, un poco burlona, en el fondo de los ojos:

- Ya no tengo ánimos para contradecirte, hijo. ¿Pero, qué quieres? ¿Encaminarme el alma?

- Ya le dije lo que quiero. Que me deje su gente, Don Pedro.

Repitió pensativo el viejo:

- ¡Que te deje mi gente!... Tú te la llevarás, que para eso has venido, pero no será mientras yo viva, so pena de hacerme violencia.

- ¡Usted aconséjelos para después!

- Los aconsejaré. Y te hago juramento que si pudiese disponer de mis mocetes como de mis bienes, mejor te los dejaba a ti en herencia que a otro cabecilla... Y a cualquier cabecilla mejor que a los generales de Estella. No conocen la guerra, y, por hacer un ejército, dan por el pie a

las partidas.

Repuso el Cura austeramente, poniéndose una mano en el pecho:

- ¡Tengo la espina aquí! La guerra se perderá por los generales.

- ¿Habrá otro convenio?- Habrá muchos convenios.

- ¡También yo me muero con esa espina!

Y el viejo guerrillero dobló la cabeza como si en realidad fuese a morir.

Capítulo XXVII

Santa Cruz había dispuesto que una parte de sus voluntarios, distribuida en parejas, vigilase las veredas del monte y los vados del río. Hecho esto, bajó con su guardia de doce hombres a pedir raciones en los poblados de Belza, Urría y San Pedro de Olaz. Por aquellas labranzas, alquerías, molinos e iglesarios, estaban repartidos los setenta mozos que iban en pos de Don Pedro Mendía y que comenzaban a mal sufrir el enojo de tantos días de paz. Sentían renacer el tiempo de los romances viejos, oyendo el relato de las mujerucas que por las tardes les remendaban los ponchos, bajo la parra sin hojas. Eran aquellas las abuelas que parecen hermanas de los sarmientos. Encendidos los mozos con el recuerdo de la otra guerra, ardían como cirios votivos. Santa Cruz, avizorado y astuto, de todo se daba cuenta, e hizo que los suyos, mezclándose en los antiguos juegos, ágiles y fuertes, pudiesen hacer algún alarde de sus correrías mientras descansan bebiendo la sidra en el nocedal. Al mismo tiempo, por ganar la voluntad del cabecilla moribundo, enviaba a pedirle una orden para el alojo de la gente, aparentando que en toda aquella tierra no regia otro fuero que el de Don Pedro Mendía.

El Cura veló toda la noche esperando la llegada de sus confidentes. Acudían en rosario adonde quiera que ponía el real. Llegaban de todas partes y por todos los caminos, con las almas llenas de fe, como a una romería. Eran de muy varia laya: Aldeanas de gran refajo, que hablan con los brazos quietos y abiertos, asustados los ojos bajo el pelo tirante; graves labradores que vienen en su mula; algún mozo con capusay y larga vara; algún mendigo que duerme en los pajares; el loco que duerme en los caminos y habla con la sombra de las cosas; un leñador, un afilador, un ciego de romances, que hacen la vía para una feria; y la mujer del borracho, que al ir a la busca del marido escuchando por las

puertas, se enteró y vino corriendo... Pero los que llegan siempre en mayor número, son los pastores. Viejos y niños zagales, como en las Adoraciones: Entre las pieles del zamarro traen una gracia de rocío y un bautismo lunar.

Santa Cruz oía todas las confidencias con la cabeza baja y sin hablar palabra. Oyéndolas parecía tranquilo, pero sentía revolar el pensamiento, con aquella violencia del pájaro que bate en lo oscuro. Paseando bajo los nogalesdel huerto, experimentaba una gran amargura sabiéndose cercado por los batallones carlistas, que se concertaban con los republicanos para prenderle y matarle. Su vida y su campaña se le aparecían claras y fuertes, sujetas a la pauta de la conciencia. Las torturas, los incendios, las muertes, eran males de la guerra, no pecados del hombre. Él había salido de su iglesia, puro y con las manos inocentes. Jamás había tomado venganza de los enemigos ni derramado sangre mientras fue pastor que guiaba un rebaño de almas. Ahora sentía una gran inquietud mística, y arrodillado en la sombra de los nogales, rezaba con los brazos abiertos. En aquella oración, ardiente se fortalecía para seguir en la guerra y hacer frente a todos los enemigos. Salía mejor armado, con el alma fuerte y resplandeciente, dispuesto a pasar entre las foces enemigas como el acero de una hoz.

Capítulo XXVIII

El Cura Santa Cruz, despedido el último confidente en la cancela del huerto, se volvió despacio, mirando receloso bajo la sombra de los manzanos donde ladraban tres perros atados con cadenas. Había luz en una ventana del piso alto. Recogido en la cocina del caserío, al amor de la lumbre, oía los gritos con que en el sobrado dolíase Don Pedro Mendía. Se levantó cauteloso y subió la escalera, sin despertar a la dueña que sentada en el primer peldaño, adormecía con el gato en la falda. Santa Cruz se detuvo en la puerta de la sala donde el viejo guerrillero jadea dolido, postrado en el sillón. Tiene un libro de rezos entre las manos, y el candil que cuelga de la viga, pone sobre ellas un resplandor de oro pálido. El resto de la figura, arrugada y consumida, queda en la sombra.

Murmura el Cura desde la puerta:

- ¿No puede dormir, amigo Don Pedro?

- ¡Dormir!... ¡Cuánto tiempo que no duermo!... El sueño es peor que la vigilia cuando está poblado de fantasmas. Hay un mozo de pocos años

que yo hice matar por sospechas de que me vendía... Siempre se me aparece en el sueño y mana sangre del costado, como el Divino Jesús... Tú tampoco puedes dormir. ¡Cura de Hernialde, sientes hervir bajo la almohada las ollas de la sangre!

Respondió muy firme Santa Cruz, inmóvil en el umbral de la puerta oscura:

- Yo, Señor Don Pedro, no duermo, porque quien manda soldados, no debe dormir. El buen capitán ha de ser como aquellas aves del Capitolio. ¡Semper Vigilans!

- ¡Tú no eres hombre, sino fiera!

- Hombre soy y materia flaca, porque siento las tribulaciones y el sudor frío. Pero quisiera ser depiedra dura, como me dicen los enemigos y las monjas de la Corte del Rey. ¡Ay, quién pudiera ser clara roca de cristal, con la luz del alma y de la inteligencia para alabar a Dios!

Suspiró el viejo caballero con los ojos fijos en su libro de rezos:

- ¡Clara como la roca de cristal es el agua, pero con el alma más benigna! ¿Tú la has visto correr? Es una vida. Agua yo la quisiera ser... El agua tiene la misma virtud que las buenas obras y las palabras santas. De todas las cosas, es la que se reparte entre los hombres con más igualdad. Yo me muero de este mal tan triste, porque las partes del agua se descomponen dentro, de mí y se hacen piedra. ¡El agua está en todas las cosas criadas y hasta en el centro de las rocas se encuentra!

Dijo el Cura contemplando la sombra del viejo:

- Y es una gracia lustral la que redime nuestro primer pecado.

Murmuró de pronto Don Pedro con una risa extraña:

- En esa puerta oscura, otras noches se pone un perro... Entra tú. ¿No quieres entrar?... ¡Tú rondas como el perro!

Repuso Santa Cruz con la voz oscura, como cerrada en niebla:

- A los dos nos ronda la misma bestia flaca, lucida de ojos.

- ¿Tú también le viste la cola en la sombra?

- Le sentí el aire frío, Don Pedro.

El viejo sonrió y quedó pensativo, dejando decir a los labios, como si pasase sobre ellos un eco lejano:

- ¡Pecador de mí! ¡Pecador de mí!

Capítulo XXIX

Don Pedro parecía muerto en el sillón. Ya no se quejaba, y la cabeza caída sobre el respaldo recibía, como las manos, el reflejo del candil. Era pálida y consumida, con la mitad de los pómulos temblando en un círculo de sombra, y en claro la frente y el perfil. Santa Cruz, inmóvil en la puerta, como guardándola, le miraba duro y obstinado:

- Amigo Don Pedro, haga por recobrar el habla.

El veterano no cambió de actitud:

- ¡Quieres arrebatarme mi gente, y dejarme morir olvidado en este caserío!

Apremió el Cura:

- Don Pedro, estoy cercado, y con su gente me salvo. Para matarme, vienen en un acuerdo carlistas y republicanos. Don Pedro, hablando franco, estoy seguro que con su gente y sin su gente, yo me salvo, pero no quiero dejarle a Lizárraga la herencia de los setenta cachorros del más bravo león de Navarra: Es mucha herencia, amigo Don Pedro, y si usted no quiere entregármela ahora, yo quedaré aquí hastaque usted cierre los ojos.

Murmuró Don Pedro con apagado y compasivo desprecio:

- ¡No eres generoso!

- ¿Y es generosa tu obstinación? O me cuesta caer prisionero en este caserío, o me cuesta cien hombres. Porque Lizárraga se le llevará la gente, Señor Don Pedro.

El viejo se afirmó en el sillón con gran entereza, sobreponiéndose a los dolores de su mal:

- ¡Ni tú, ni él!

El Cura le miró con fría lástima, recogiéndose en sí mismo:

- Él sí, amigo Don Pedro. No viene con sólo treinta hombres, como Manuel Santa Cruz. Lizárraga tiene gente para hacerle fuerza, y se la hará.

Gimió el viejo con un estertor que le ahogaba:

- ¡No me la hará!

- Como yo se la hubiera hecho, y se la haré si algún día puedo volver con toda mi gente. ¡Ya está emplazado, Señor Don Pedro!

Iba a salir, y le llamó el viejo, con la voz trémula:

- ¿Qué dicen tus confidentes?

- Me dan por cercado... Adiós, Don Pedro, si caigo, cuente usted que acaba conmigo la guerra de partidas, la verdadera guerra.

Declaró muy afligido el viejo:

- ¡La nuestra!

Y contestó recogido y apagado Santa Cruz:

- ¿Por qué la traiciona si es la nuestra? ¡Me niega sus hombres para tenerlos en mando una hora más, y mañana vendrá por ellos, un general del Rey! Así, una tras otra, se acabarán las partidas y acabaremos nosotros. Quedará la guerra de los generales de farsa que van con el Rey.

Se acercaba, y el moribundo le apartó con desvarío:

- ¡No me acoses, verdugo! Te veo negro y con dos hileras de dientes blancos, como un mastín de la muerte. ¡No me acoses más, mi señor el arcipreste, que canta en latín y cobra en romance!...

Le habló el Cura inclinándose a levantarle la cabeza y mirándole en los ojos turbios:

- ¡Don Pedro, rece el Yo pecador!

El hidalgo cruzó las manos, obediente como un niño, y rezó balbuceando. Al terminar se quedó fijo en Santa Cruz, con los ojos cargados de tristeza:

- Si me tienes puesta la horca, huye, verdugo, y llévate la gente mía.

El Cura afirmó con la cabeza, y acabó su rezo santiguándose. Después preguntó sin mostrar agrado ni sorpresa:

- ¿Podrá tenerse a la ventana para verlos desfilar?

Declaró Don Pedro:

- No, no podré. Que me dejen cavada la sepultura.

El Cura sonrió vagamente:

- Yo me la dejé cavada el día que salí de Hernialde.

Suspiró con gran ahogo Don Pedro:

- ¡Te llevas setenta leones!

- ¡Bien fieros los necesito!

Empezó adolerse Don Pedro:

- ¡Cuatro que me caven la sepultura! ¡Cuatro que vengan y me metan en ella! ¡Señor, acelerarme esta vida ya tan corta!

Quedó inmóvil, con las manos en cruz. Fuera cantaban los gallos, y en la ventana estaba el día. Santa Cruz la abrió de par en par, miró al campo, y estuvo breves momentos silbando un aire de la montaña. Salió murmurando:

- ¡Ya llega nuestra gente!

El viejo guerrillero, con el libro de rezos entre las manos, estaba atento al rumor de pasos y armas con que los voluntarios se juntaban en torno de la casa. Reconocía las voces cuando algunos subían por la escalera para darle un adiós. Entraban con los fusiles y sin quitarse las boinas, pero se arrodillaban para besarle las manos. Los rostros melados, las frentes anchas, los ojos de un alegre brío, todos tenían una apariencia de hermandad campesina, como esas cuadrillas de segadores que devoran el pan moreno a la sombra de un camino. Ninguno mostraba duelo por dejarle, que era mayor en todos el afán de la guerra. Muchos le decían:

- ¡Aún nos veremos, Don Pedro!

Pero aquel hidalgo antiguo, respondía con la querella noble y austera de un santo rey a sus vasallos fieles:

- ¡Otra vez nos veremos, si es voluntad de Dios! ¡Otra vez, pero no será en esta vida!

Y algunos replicaban con alegre ahínco:

- ¡Don Pedro, sea lo que disponga Dios!

El viejo, afirmando con la cabeza, les hacía la recomendación de que fuesen valientes, y ellos reían mirando los fusiles:

- ¡Como a su lado, Don Pedro!

- ¡Buen capitán lleváis!

Alguno afirmaba requiriéndose la boina:

- ¡De no estar con usted, con él!

- Andad, hijos míos, y rezadme un padrenuestro por el alma.

Los voluntarios le besaban la mano: El moribundo, alguna vez, les daba los brazos y los veía partir con una pena desolada que sabía ocultar. El rumor de armas y voces al formar los voluntarios bajo la ventana, le parecía oscuro y lejano como rumor de mar. Su pensamiento y su voluntad se desvanecían en él, perdidos como en el hueco de una

cueva. El moribundo comenzó a ver sombras lejanas, perfiles desvanecidos de la juventud y de la infancia. Santa Cruz subió el último al sobrado y lo encontró ya frío en su sillón, muerto de aquel triste mal de piedra.

Capítulo XXX

Llovía menudo y ligero en aquella fértil tierra de Baztán. Era una cortina gris, que a los prados húmedos, tendidos detrás, daba un reflejo de naranja, agrio como una desafinación de violín. Con aquel reflejo, sol anaranjado,armonizaban extrañas las cornetas militares tocando diana. Era agresiva la clara voz del metal en la paz aldeana y religiosa del valle, con campanarios entre arboleda y caserío, con rebaños de vacas marchando bajo los castaños o metidas por los herbales. En el puente de Elizondo, y todo a lo largo de la carretera, formaba una compañía de cazadores, entre el son de las cornetas y las voces de los sargentos. Los oficiales, caladas las capuchas de los impermeables y las polainas manchadas de barro, estaban guarecidos bajo el balcón, pintado de añil, de una casa nueva, donde había taberna. De tiempo en tiempo, asomaba un hombre, que en una bandeja traía vasos de aguardiente para los oficiales. Era el tabernero, tripudo y risueño, lleno de recuerdos de sus viajes a las Islas de Ultramar. Un Sileno con chaleco de bayetón colorado y faja azul, mal ceñida, que al hablar de las islas hablaba siempre de la canela y de la hoja del tabaco. El capitán que mandaba la fuerza le dio un cigarro. El tabernero encendió, usando un yesquero de plata, y ufano de lucirlo, ofreció fuego a todos los oficiales. Humeando el cigarro, preguntó:

- ¿Al fin cae Santa Cruz?

Los oficiales se miraron, y el capitán repuso entre dientes:

- ¡Esas cosas, en tanto no se realizan!...

El tabernero guiñó un ojo:

- ¡Me parece que ahora!

Recogió los vasos, y entró en la taberna para servir a cuatro sargentos que esperaban en la puerta. Les puso los vasos alineados sobre el mostrador, y llamó con una voz:

- Pasen, señores militares.

Al acercarse los sargentos, repitió la pregunta:

- ¿Al fin cae Santa Cruz?

Repuso con enojo un viejo, limpiándose los bigotes con su pañuelo a cuadros azules:

- ¡Si no cayó, ya no cae! Insistió el tabernero:

- ¿Tendrá pena de la vida?

Repuso el mismo sargento viejo:

- ¡Siete penas de la vida!

Fuera, al abrigo del balcón pintado de añil, discutían los oficiales. Por un alto de la carretera aparecía un coche tirado por mulas, llenas de cascabeles, y el grupo de oficiales saludó militarmente a los que iban dentro, envueltos en mantas y capotes. Los sargentos acudieron a la puerta. Uno dijo:

- Ya tenemos nuevo general.

Y otro replicó:

- Todo sale cierto.

Pagaron y se volvieron a las filas, con lentitud de gente descontenta. Los oficiales se aprestaban calándose los guantes. Decía el teniente Velasco:

- Se confirma la llegada del general Venegas. ¿Se confirmará también el relevo del general España?

Repuso el teniente Nicéforo:

- ¡Por confirmado!

Carmelo Nicéforo era sobrino del jefe de Estado Mayor.El capitán García, al oírle, se sopló las barbas pontificales:

- ¿Usted lo sabe, Nicéforo?

El teniente se distrajo haciendo seña al tabernero que estaba en la puerta:

- ¡Otra ronda, Don Baldomero!

La compañía se formaba despacio en la carretera. Muchos soldados se rezagaban: Venían por el fondo de las calles corcovadas, salían de los postigos, con el fusil al hombro, doblando el cuerpo para no tropezar en el dintel. Llegaban todos con el aliento corto y vivo, encendidos por el aire de llovizna. Se juntaban en grupos, antes de ponerse en fila, y concertados, se dirigían a una taberna que estaba en frente al parador de los oficiales. Los veteranos se distinguían de los bisoños por el aire

más despierto y sagaz, pero todos tenían el mismo talante marcial, aplastados como tortugas bajo las mochilas, y sacando el brillo de los ojos entre la carrillera y la visera de ros. Las cornetas iniciaban el último toque. El capitán dio la mano a los tenientes. Fueron los tres a sus puestos, y comenzaron las voces de mando. Se oyó como un aletazo el rumor de los fusiles al ser alzados y puestos en descanso. El cacareo de un toque y el son de la marcha.

Capítulo XXXI

Como el camino es llano y todo el campo descubierto, el capitán y los tenientes se han reunido entre la primera y segunda sección, para seguir hablando. Decía Carmelo Nicéforo:

- ¡Por confirmado el relevo del general España!

El teniente Velasco manifestaba alguna duda moviendo la cabeza:

- ¿Y le sustituye el brigadier Venegas?

- En estos primeros momentos, parece que sí.

Entre amistoso y grave, le tocó en el hombro el capitán García:

- Vuelvo a preguntarle si usted lo sabe, Nicéforo...

- ¿Cree usted que lo sé, mi capitán?

Murmuró García:

- ¡Hombre, yo!...

- Pues, aquello que usted crea, aquello es.

- Yo me atengo a la orden que llevo... No sé más, ni quiero saberlo.

Declaró el teniente Velasco:

- Si para hablar como amigos nos encerramos dentro de la Ordenanza...

Repuso García, abriendo los ojos mansos como los de un buey trabajador:

- Señores, yo sé lo que ustedes quieran decirme, más no. Las instrucciones secretas que me haya comunicado el general han caído en una tumba. ¿Hablemos, pues, de lo que saben ustedes?

Murmuró Nicéforo:

- Creo que todos sabemos lo mismo...

Preguntó Velasco:

- ¿El relevo del general España?

- El relevo y las causas.

- Las causas yo todavía no me las explico.

Declaró el capitán soplándose las barbas:

- Usted está en lo cierto, teniente Velasco.- ¡Yo estoy en la duda, mi capitán!

- La duda es lo cierto.

Los tenientes se miraron y sonrieron. Insistió Carmelo Nicéforo:

- A cualquier cosa que yo dijese, ustedes le atribuirían un valor que no tiene. Pondrían debajo el nombre de mi tío, que como jefe del Estado Mayor...

El otro teniente tiró varias veces del cigarro:

- De las tonterías que aquí hablemos, no puede ser responsable tu tío, el coronel Arias.

García aprobó, metiendo la cabeza en el pecho:

- ¡Cierto! ¡Muy bien dicho!

Aún insistió Nicéforo:

- Todo va a mi cuenta... Pues el general ha sido relevado por aceptar la proposición de los carlistas para perseguir a Santa Cruz.

Dijo muy solemne García:

- ¡Ha caído como una inocente codorniz! ¡Yo declaro que hubiera caído lo mismo!

Carmelo Nicéforo continuó explicando:

- Una falta imperdonable. Si los carlistas quieren fusilarlo, será porque les hace daño. ¡En Madrid es donde han visto claro!

Sonrió García con patrio orgullo:

- ¡Buena gente hay allí! Castelar, que está reputado como la primera cabeza del mundo.

Contrapuso Velasco, con el gesto del mercader honrado que pone la balanza en el fiel:

- La primera no, una de las primeras.

El capitán se mostró conciliador:

- ¡Conformes! ¡Una de las primeras cabezas del mundo!

Carmelo Nicéforo guiñaba un ojo, socarrón:

- Las cabezas hay que tomarlas a cala. La cala es el tiempo... Ya veremos lo que deja detrás. En este negocio de Santa Cruz, ha visto lo que hemos visto todos.

Replicó Velasco:

- ¡Aquí!... Pero allá es más difícil hacerse cargo.

- ¡Más fácil! A distancia, ciertas cosas se comprenden mejor. Es como si hubiese pasado tiempo. Por lo demás, en este asunto hay muchos hilos que nosotros desconocemos.

Declaró ingenuamente Velasco:

- ¡Yo, todos!

- Yo también. Pero se confirma en cierto modo aquello que decía una noche el Duque de Ordax: Santa Cruz es nuestro mejor aliado. Por perseguirle se releva al general España...

Carmelo Nicéforo dejó el aliento en suspenso, e inquirió Velasco:

- ¿El relevo y qué otra cosa?

Se decidió a decirlo sacudiendo la ceniza del cigarro:

- La retirada de las fuerzas que tiene el coronel Guevara. Se le enviaron dos correos, y ahora vamos nosotros con la tercera orden.

Preguntó asombrado Velasco:

- ¿Es la orden que llevamos?

Y miró al capitán con dolor y sorpresa. Gil García apartó los ojos enrojeciendo, y continuó Nicéforo con una risa amarga y feroz:

- En Madrid hay cabezas, pero no hay lo demás que hace falta para ser hombre. Crea usted, mi capitán, que noshan dado una comisión bien desgraciada.

Gritó Gil García con ímpetu, puesta una mano en el pecho:

- ¿Quieren ustedes que la renunciemos? ¿Quieren ustedes que vayamos ante el general? Ordenaré la vuelta. Yo estoy dispuesto a pasar toda mi vida en un castillo. Tampoco a mí me satisface la orden que voy a cumplir, pero el general me llamó y me habló al alma. Sépanlo ustedes, le va en ello el honor, lo más querido para un militar. Es preciso que la orden de retirada se cumpla inmediatamente, sin estrechar más al Cura Santa Cruz. ¡Hay un secreto de estado!...

El teniente Nicéforo hizo un gesto de fatiga:

- ¡El pleito de los carlistas por la beligerancia! Un secreto a voces... Yo

no diré que Santa Cruz sea nuestro aliado, pero lo parece...

Interrumpió el capitán García:

- Y parece que de conservarle ahora la vida, va la salvación de la República. Por eso, sabiendo mis ideas de libertad y de progreso, me ha llamado el general España.

Los dos tenientes levantaron los ojos tristes, graves, compasivos, ante la buena fe del capitán. Y los tres, como en un tácito acuerdo, tiraban de los cigarros, muy cavilosos, mirando a los soldados.

Capítulo XXXII

Santa Cruz pasó los puertos de Arga y Arguiña. Allí, reunido con su gente, quiso burlar la persecución de republicanos y carlistas, haciendo grandes marchas nocturnas para que nunca supieran dónde estaba. Era artimaña suya: Con ella conseguía que no se concertasen para un movimiento envolvente, los republicanos y el general Lizárraga. Santa Cruz esperaba vencerlos separadamente, cada uno en su vez. Pero la ocasión no se presentaba y crecía el riesgo y el estrecho. Cerca de Belza, en un intento para pasar a Guipúzcoa, se vio perdido, con los republicanos al frente, y picándole la retaguardia desde hacía treinta horas, cuatro compañías del general Lizárraga. Hizo alto al abrigo de unos molinos, y en el encinar que desde el río subía tendiéndose por el monte, puso guardia de hombres y los tres perros del molino. Fue advertencia de una vieja, que ella lo viera hacer a los contrabandistas. En el molino no había molinero. Cuando un voluntario preguntó dónde andaba, el ama joven se encrespó sacudiéndose la halda verde:

- ¡Aquí bajo lo tengo!

Era una mujer alta, demacrada y encinta. El ama vieja, que estaba en su silla baja desgranando maíz, terció al caso:

- El mutil, por mal no te lo dice, pues.

Protestó la otra:

- Preguntar es... ¿Tú andas en la guerra? Presume, presume dónde andará tu hermano. ¿No ve cómo estoy de la cintura? Pues sien la casa hizo lo suyo, ahora que lo haga en la guerra.

Asomaba Santa Cruz, y quedó silenciosa, agachándose sobre el fuego. El Cura traía muy grave el rostro, y nublado de tristeza. Se sentó y dijo con un gesto que entrasen los que esperaban, y con un resuello que

todos los demás se saliesen fuera. Entró Roquito, guiado por la Josepa. Gritó el ciego con vehemencia:

- ¡Don Manuel, vengo por servirle, aunque luego me mande afusilar!

- ¿Qué traéis?

El Cura contemplaba los ojos llagados de Roquito, y sentía que aquellas postas sangrientas le penetraban como ningún mirar. Pero no le preguntó nada para saber por qué estaba ciego. Le parecía que era lo que debía ser: El recuerdo anterior se borraba, como si nunca hubiese conocido otro Roquito que aquel de los ojos en sangre y de las palabras arrebatadas. Roquito se sacudía todo estremecido, en perenne temblor.

- ¡Vengo por el bien de la Santísima Iglesia! ¡No combatan entre sí los soldados del Rey Carlos! ¡No combatir, Caínes, y dar un mal ejemplo a la Cristiandad!

Estaba ante el cabecilla palpándose los harapos y recorriéndolos con las manos temblorosas. La Josepa le ayudó a descoser un papel escondido entre dos remiendos, y se lo metió en el puño, empujándole al mismo tiempo para indicarle la dirección del Cura. Roquito adelantó recto, extendida la mano, levantando los zuecos llenos de tierra. Santa Cruz, tomó el papel y le pasó la vista. Lo quemó en la lumbre sonriendo:

- ¿No traéis más?

Roquito gritó:

- ¡Que no combatas contra tu hermano!

Barboteó la Josepa:

- ¡Calla borrachón!... Nos entregó la carta un señor general que vino de Estella, de le besar el anillo al Rey Don Carlos. Dijo él que no tornásemos sin haberla dejado en la misma mano del Señor Don Manuel.

Murmuró el Cura entornando los párpados, como al peso de un sueño repentino:

- Está hecho. ¡Andad con Dios!

Redoblaba el temblor de Roquito:

- ¡No tires la espada contra tu hermano! Si no quieres verte con él y darle los brazos, escapa por medio de los montes. Un camino te abrirán las peñas y los hayedos, separándose como las aguas del Mar Rojo. ¡El que siempre venció de los negros liberales, de su hermano no vencerá! Escapa por los montes, y si te ves cercado, échate en una hoguera, pero no vayas contra los batallones y las escuadras del Rey Carlos.

La Josepa, muy temerosa, le dio con el puño en la espalda:

- ¡Calla, borrachón!

Hizo el Cura un gesto de gran imperio:

- ¡Déjale que hable!

Roquitoestaba en lágrimas:

- ¿No te pedía los brazos, en su papel escrito, el general Don Antonio Lizárraga? ¿Qué respuesta para él das a este ciego sin fortuna? ¿Es mi cabeza, que la quieres cortar y mandársela como respuesta dentro de un cofre, conforme es el uso de Morería?

El Cura meditaba con una mano sobre los ojos. Sintió latir los perros en el encinar y abrió la ventana. Se juntaba la gente de la partida, sobre la ribera del río, para seguir la marcha nocturna por los caminos blancos de luna, por las arboledas todas en quietud. Se aprestaba sombría, con el ansia y recelo del peligro, dura a la fatiga de aquellas marchas continuas, muchas veces a la vista de las hogueras enemigas. De nuevo iba a comenzar la huida, sañuda y rebelde, con el paso a la media noche por las aldeas dormidas al claro lunar que aman las brujas. El Cura recapacitó los caseríos donde debía pedir raciones. Santa Cruz tenía parciales en todos los poblados y aldeas, sabía ganarlos unas veces con clemencia, y otras con duras justicias. En aquellas jornadas, al amanecer metíase a los montes, y descansaba hasta la noche en el resguardo de alguna quebrada, puestos centinelas.

Capítulo XXXIII

El Cura, arrimado a la ventana, meditaba con la mano sobre los ojos. Volvieron a latir los perros en el encinar, y corriendo por entre los maizales, venía un mozo de ágiles piernas, capusay y luenga vara. El cabecilla descubrió los ojos, y reconoció a uno de sus confidentes:

- ¿Ramuncho?

Respondió una voz:

- ¡Llego!

El mozo penetró en el molino, y alumbrado por el ama vieja, pisó el umbral en la sala de las arcas, donde estaba el Cura. Se santiguó, y saludó dando con el cueto de la vara en el suelo, semejante a un mensajero antiguo, bajo el capusay:

- ¡Ave María Purísima! Los republicanos levantan su línea.

Santa Cruz tembló todo:

- ¿Tú lo viste?

- Yo lo vi. Van de retirada sobre Elizondo. Estuvieron en una venta donde yo dormía, y escondido en el pajar los oí. Todos van pesarosos de la retirada.

Se oyó llorar. Era Roquito que estaba de rodillas en el rincón de unas arcas. Nadie hablaba, y la figura del cabecilla se destacaba sobre el cielo de la noche en el cuadro de la ventana. Con un sentimiento de humildad, penetrado de misterio, murmuró hablando con todos:

- Recemos el rosario y demos gracias a Dios. ¡Él me salva, no sé si de ser Judas, si de ser Caín!

Se arrodilló y besó el suelo, al mismo tiempoque estallaba violenta la voz de Roquito:

- ¡Satanás te salva! ¡Satanás, que guía las filas de los negros y los vuelve de la parte de Judas!

Todos callan atemorizados, y en la oscuridad se oye sollozar al Cura de Hernialde.

LA GUERRA CARLISTA IV, fragmento

La Corte de Estella

(1910)

I

EL Duque de Ordax llevaba algunos días sin salir de su alojamiento, donde le visitaban a diario todos los oficiales del escuadrón. Sufría de una gran ronquera, y habíanle salido costras bermejas en las comisuras de la boca y en la frente, que ya tenía asomo de calvicie. Pero no perdía el humor. El asistente, que le daba lecciones de guitarra mientras estaban solos, no esperaba la orden para traer vino y barajas cuando llegaban los amigos. Y casi siempre por la larde, después de la revista, comenzaba una fiesta que solía durar hasta media noche. Acudían los oficiales del escuadrón francos de servicio, y con ellos Agila. Se acompañaba frecuentemente, de un alférez muy joven acabado de

llegar a la guerra y del abanderado de Numancia. Jorge aquella tarde le mostró un gran desvío, que contrastaba con el franco recibimiento hecho a los otros dos. Agila le interrogó, mirándole con los ojos redondos y audaces:

- ¿Te molesta que haya venido?

Jorge volvió la cabeza, afectando desprecio, y siguió hablando con los dos alféreces.

- ¿Qué sabéis de la guerra? ¿Es verdad lo que se cuenta de Santa Cruz? ¡Dicen que ha fusilado a la guarnición de cuarenta hombres que cuando salimos nosotros quedó en Otaín!

Preguntó Alaminos:

- ¿Cómo fue dejar sólo cuarenta hombres?

Se oyó la risa de Agila:

- Un ligero olvido del coronel Guevara.

El Duque frunció el ceño e insistió en su pregunta:

- ¿Pero se confirma el fusilamiento?

El alférez nuevo se disculpó de no saberlo:

- ¡Ya ves, yo llego ahora de Madrid! ¡Mi primer cuidado fue venir acá! Tu madre me lo había encargado tanto...

Jorge interrumpió, al mismo tiempo que le ofrecía la petaca abierta:

- ¿Está buena mi madre?

Gritó Agila desafiándole con la mirada:

- Tu madre y la mía están buenas. No heredamos este año, querido Jorge.

El Duque se puso en pie con violencia:

- ¿Tú qué pretendes?

Le temblaba la voz, que la cólera levantaba, devolviéndole un poco su claro timbre. Agila ocultó su temor tras una sonrisa:

- Al entrar, te dije si te molestaba mi presencia.

- Sí, me molesta. No quiero que vengas aquí y juegues, sin pagar tus deudas cuando pierdes, y llevándote el dinero de todos, cuando ganas. Pensaba decírtelo a ti solo, y has querido quefuese en presencia de estos caballeros.

Y con el ademán un poco enfático, el Duque de Ordax señalaba a los

dos oficiales que permanecían mudos. Agila levantó su mano blanca, donde negreaba una sortija de pelo, regalo de una moza de partido, y sonrió entornando los ojos:

- ¡Si eso lo mismo da, querido Jorge! Yo estoy por encima del bien y del mal. Cierto que no he pagado mis deudas de juego, pero pienso pagarlas.

El Duque acogió aquellas palabras con sarcasmo:

- ¿Tienes dinero, acaso?

Agila repuso con un ligero temblor en los labios:

- Ni dinero ni crédito... Pero si yo me muriese, mi familia pagaría mis deudas...

Tan extraña emoción tenían aquellas palabras que al oírlas todos callaron, y antes de seguir hablando dejaron pasar algún tiempo para que se olvidasen.

II

- ¡Salud y fraternidad!

Era una voz clara y sonora. El visitante, detenido en el umbral de la puerta, dejaba gotear el agua del impermeable, que le encapuchaba y encubría dándole una fuerte apariencia monacal. Tenía las mejillas descarnadas, el mirar triste, y la barba retinta, deshilachada en flecos. Al oír su voz, todos se volvieron, y le salió a recibir muy cortesano el Duque de Ordax.

- ¡Bien venido, Pedro Soulinake!

El Conde Pedro Soulinake era un emigrado polaco que iba con los húsares desde el comienzo de la campaña. Vivía por igual entre los soldados y entre los oficiales. Ensimismado y exaltado, a todas las cosas les daba un profundo sentido religioso, pero de religiosidad nueva y atea. Había venido a la guerra de los liberales españoles, porque de lejos le pareciera bella como un amanecer. Ahora, al verla de cerca, sentía una tristeza desengañada. Jorge le interrogo:

- ¿Sigues pensando en dejarnos?

- ¡Vengo a decirte adiós! Este es un ejército de almas muertas, y temo el contagio.

Hablaba con una sonrisa espiritual y se tocaba en el pecho. EL Duque

murmuró:

- ¿Y adónde vas?...

- Te lo he dicho... Al campo carlista.

Jorge y los otros rieron sonoramente aquella extravagancia. Era una risa hueca, de buenos militares acostumbrados en los cuerpos de guardia a holgarse con vino peleón y lances de mujeres, gente horra de otros conflictos morales. Después de holgarse con aquella risa, dijo con las manos en los bigotes el alférez Alaminos:

- ¡No es mal salto, señor Soulinake!

Replicó el polaco, con grave y noble entonación castellana:

- Usted supone que me despeño, y le llama salto... Yo, como estoy seguro de que subo, le llamo vuelo...

Siguió Alaminos en un tono ambiguo, de curiosidad y de burla:

- ¿Y sabe usted si lerecibirán los carlistas?

Pedro Soulinake quedó un momento pensativo, deshilachando la barba con su mano de asceta.

- Yo voy a los carlistas para confortarme, para echar del alma el frío y la tristeza que siento en este ejército. ¡Sois bien extraños los españoles! Aquí todos parecéis viejos de cien años, con el corazón lleno de arrugas, y allá todos parecen mancebos encendidos y fuertes. ¿Y cómo puede ser, si todos sois unos?

Dijo el Duque con algún despecho:

- Querido Soulinake, allá también son viejos.

Negó el polaco, llevándose la mano a la frente:

- No, allá tienen alas.

Y murmuró Alaminos desdeñoso:

- ¡Las alas de Santa Cruz!

El Duque, terció con esa gravedad pueril del que repite palabras oídas antes:

- Santa Cruz tiene alas... Serán de cuervo, pero son alas.

Se oyó la risa impertinente de Agila:

- ¡Todos tenemos alas!

Pedro Soulinake le miró con ternura:

- También yo lo creo... Pero a unos les sirven para volar, y a otros

solamente para correr, como cuentan los naturalistas que acontece a los avestruces.

Comentó el alférez nuevo, con el gesto pueril de una madama:

- ¡Santa Cruz, si tiene alas, son de Satanás!

Los otros, que llevaban la coraza de soldados viejos, tuvieron una sonrisa encubierta. Soulinake insinuó con gesto vago:

- ¡Ya es tributarle honores!

El alférez, muy extrañado de aquellas palabras, abrió los ojos mirando a todos:

- ¡Honores!

Explicó Soulinake, estremeciéndose como si volviese de un sueño:

- El diablo no ha dejado de ser ángel, por ser diablo, y reúne las dos naturalezas. ¡No pueden separarse!

El Duque marcó mucho un gesto de desdén, y puso los ojos en Agila:

- ¡Hay, alguna vez, quien sólo toma del Diablo, las uñas y el rabo!

Agila, muy amistoso, tocó el hombro del polaco, y le dijo sonriendo:

- En España, esos se llaman pobres diablos. Nuestro amigo Jorge es un buen ejemplar, y esos otros no le van en zaga.

Con gesto alegre y desvergonzado señalaba a los dos alféreces, que rieron tomándolo a broma. El Duque palideció intensamente, y luego con los labios blancos hizo también intento de reír.

- ¡Querido Soulinake, quién sabe si nos veremos en los carlistas!

- ¡Ah! Sería la señal de...

El Duque le interrumpió con la voz sofrenada:

- Sería señal de otra cosa. De haber cometido un infanticidio.

Se dominó, y quedó callado y temblando.

Pedro Soulinake, poco después salía con Agila, que en la puerta se volvió agitando la mano:

- ¡Adiós señores! ¡Adiós infanticidio!

III

El Conde Soulinake, al otro día muy de mañana dejaba el ejército republicano. Andando porla carretera, llegó a una aldea donde estaban los carlistas, y divisó desde lejos las boinas rojas de los voluntarios que

hacían ejercicio en un campo, cerca de la iglesia. Sentado en la orilla del camino, los estuvo mirando. Cuando iban de retirada, se acercó al teniente y le preguntó dónde estaba el Cuartel Real. El oficial le miró con desconfianza:

- ¿Tiene usted pasaporte?

Pedro Soulinake le enseñó una carta de recomendación que llevaba para el general Elio. El teniente leyó el sobre y se la devolvió. Insistió Soulinake:

- ¿Dónde hallaré al general?

El carlista quedó un momento pensativo, mirando con gran fijeza al polaco:

- ¿Trae mucho camino?

- Desde Los Arcos.

- Si no está muy cansado, ahora sale mi compañía para Estella... Puede ser que veamos al general en jefe...

Repuso Soulinake dando un suspiro:

- ¡Vamos allá!

El teniente habló en secreto con dos voluntarios, para que vigilasen al polaco, y formó la compañía en la carretera. Emprendieron la marcha bajo una lluvia menuda y cernida, que embarraba los caminos. Pedro Soulinake iba en pareja con el teniente, los dos encapuchados con impermeables. Alguna vez el polaco preguntaba el nombre de los caseríos y de las iglesias levantadas en lo alto de las colinas, con lugarejo en la falda. Iban por una tierra roja, cruzada de torrenteras que abrían surcos en los majuelos. Soulinake se sorprendía viendo lugares con un caserón de nobles, convertido en pajar, tres casas chatas a la sombra, y todo el resto de la aldea, cuevas en la barranca del monte. El teniente hizo jornada en Sesma. Se alojó con el polaco en casa de una sobrina, donde les hicieron gran agasajo, y pidió raciones al alcalde. Al amanecer del otro día salió llevándose de la villa algunos mozos armados con palos. Seguía la lluvia, y el cielo, anubarrado, parecía rasar con los montes. La compañía unas veces marchaba por la carretera, y otras por atajos. El teniente, hecha amistad con el polaco, le iba contando lances de la guerra, y señalaba hacia los montes lejanos:

- ¡Si pasáramos por allí, vería blanquear los huesos!

Al anochecer, la compañía entraba en Estella. Se oía el clamor de las

cornetas y el vuelo de las campanas, goteaban lentamente los aleros de las casas, rezumaban humedad las piedras, y a través de algunas ventanas se distinguía el resplandor de los velones. Al entrar en una plaza grande, donde había una iglesia, tocaron las cornetas la marcha real, y el teniente, puesto al frente de la compañía, gritó echando atrás la capucha:

- ¡Viva el Rey!

Después, al desfilar, leseñalaba al polaco un caserón con pórtico de piedra:

- ¡Ahí es! ¿El cuartel?

- La casa del Señor.

Y había en su voz la emoción del que enseña la casa de sus padres. Pedro Soulinake se descubrió. Hallaba por primera vez algo que respondía a la leyenda de España. ¡Aquella era la tierra preñada de sentimientos antiguos y grandes!

IV

Estella rebosaba de soldados voluntarios. Se repartían por las calles cantando y dando gritos con acompañamiento de guitarras, rasgueadas por mozos de la Ribera. Se les veía, tras la ventana iluminada de alguna taberna, alzar los brazos, posarlos en el mostrador y requerir las boinas. Una impresión confusa, bajo la llama amarilla del quinqué, entre velas de sebo colgadas en manojos y serones de higos. También había voluntarios que se repartían por los atrios de las iglesias, esperando la hora de las vísperas. Eran veteranos de la otra guerra y mocines de rancia casa, cristiana y labradora, que bendice el pan en la mesa y reza a las ánimas, cuando tocan. Con ellos estaban mezclados en hábitos talares todavía, algunos seminaristas escapados de Tarazona o de Tudela. Pedro Soulinake entró en una iglesia gótica, con santos de piedra en la arcada, y se arrodilló en la sombra del cancel. Cerró los ojos, guardando el reflejo dorado del altar, y se hundió en los limbos de una oración oscura, con el ansia temblorosa de volver a creer:

- ¡Señor, dame mi patria ideal! ¡Dame el calor ingenuo que tienen estos aldeanos y el amor de sus banderas! ¡Dame el poder sentir a mi patria, en estos montes!

Abrió los ojos, y vio que a su lado estaba un mancebo de gesto grave y

orgulloso. Era muy alto, vestía tabardo oscuro y se apoyaba en un palo. A Pedro Soulinake, le dio la impresión de una figura de retrato antiguo, sin embargo de que apenas pudo verle, y sólo percibió la sensación de la sombra penetrando en la suya. Salía la gente de la iglesia, y el polaco se levantó. En el atrio, al bajar la escalera hacia una plaza honda, volvió a sentir la sombra de retrato antiguo, que penetraba en su fluido, y escuchó pisadas, sonando en acorde con sus pasos, algún escalón detrás. En la plaza, las dos sombras, bajo la luz de un farol y en una racha de viento, miraron adelante y atrás, con la misma duda acerca del camino. El reloj de la torre dio una hora, y el mancebo del tabardo se encaró con Soulinake:

- ¡A lo que veo, somos los dos nuevos en esta ciudad!

El polaco sintióque le penetraba en el alma aquella voz de imperio caballeresco y amical. Los dos hombres se hablaron como hermanos, y se dijeron que no tenían posada. El del tabardo, al hacer la confesión, se irguió con risa valiente:

- Hoy hemos entrado en Estella cuatro mil voluntarios, y no podía haber cama para todos. ¡Yo sólo pido que sea así mientras dure la guerra!

Pedro Soulinake, recibiendo en el rostro la nieve que caía sobre la ciudad, arca santa del carlismo, evocaba una emoción juvenil y temblorosa que le traía el recuerdo de la patria lejana, con su aliento de conspiración. Volvía a sentir cerca de sí, el temblor de las almas, estremecidas como llamas en el viento. Los viejos de la otra guerra y los voluntarios mozos que le ofrecieran agua bendita al entrar en la iglesia, le recordaban a los hermanos que conspiraban en Polonia. ¡Aquellos emigrados legendarios que volvían con la barba blanca, una noche trágica, y aquellos adolescentes que salían de las cárceles para ser fusilados, se le aparecían bajo el cielo estrellado de una campiña nevada!

V

Cara de Plata y el polaco, andando a la ventura por las calles, salieron a la plaza de oscuros pórticos, donde estaban las Casas del Rey. El emigrado polaco clavó los ojos en aquellos balcones iluminados, y dijo al mancebo, segundón de hidalgos:

- ¡No vive con mucha grandeza vuestro Rey!

Replicó el otro con altanería:

- ¡Grandeza en la casa, querrá decirse!...

Soulinake le miró con simpática extrañeza:

- ¡En este ejército todos me parecéis españoles de Calderón!

Cara de Plata hizo un gesto de indiferencia:

- ¡Grandeza en los palacios la tiene acá un indiano! Pero para tenerla en los pechos, hay que nacer.

Dijo el polaco con dulzura:

- ¿El Rey, os parece que tiene corazón de Rey?

Exclamó Cara de Plata:

- ¡De Rey y de león!

- ¡Mucho le calumnian, entonces!

El castellano miraba el balcón iluminado de las posadas reales:

- ¡El pensamiento, el sentimiento, y toda la figura humana tiene de Rey! Yo vine acá por aventura, pero le vi una vez sobre su caballo, y acá estoy por Carlos VII.

Sonrió el polaco con tristeza:

- ¡Yo no le vi nunca, ni soy de estas tierras, y acá estoy también!

Murmuró pensativo Cara de Plata:

- Hay guerras que son como una regla de convento, y caben en ellas soldados de todo el mundo. A esta unos vienen por cristianos, otros por leales, los hay desesperados de la vida, y mozos de aventura escapados de la casa de los padres. ¡De los peores era yo!...Pues fue llegar, y sentirme cambiado al besar la mano del Rey. Me pareció que me bendecían, y tuve de la guerra un sentimiento que no tenía. Antes solamente pensaba en pelear por señalarme el primero, y soñaba con ser capitán...

Murmuró el polaco:

- ¡Es el sueño de todos los soldados!

- En otras guerras, pero en esta no. Cuando se acabe nos iremos todos a nuestras casas: el labrador a su labranza, el pastor a su rebaño, el estudiante a su estudio...

- ¿Sin otro provecho?

Sonrió orgulloso Cara de Plata:

- El de las cicatrices. Quedaban ya pocos de aquellos soldados ciegos y mancos que corrían las ferias pidiendo limosna.

El castellano y el polaco, para resguardarse de la lluvia, paseaban bajo el porche de las casas reales. Pedro Soulinake comentó filosóficamente:

- ¡Yo vi esos mendigos en el cancel de todas las catedrales españolas, y tanto me interesé por sus vidas, que quise estudiarlas...! Son vidas de santidad o de picardía...

Contestó el segundón:

- Yo solamente se que son buen ejemplo para los muchachos. A mí alguna vez me lo dieron con sus historias, y sus cicatrices, y sus capotes de botones dorados.

Insinuó el polaco con melancolía:

- Sin embargo, hay algo dentro de nosotros que siente frío a la vista de un hombre sin ojos o sin manos.

Y el segundón, declaró honrado y veraz:

- ¡Yo jamás sentí ese frío!

Pedro Soulinake cerró los párpados misterioso, y le apoyó una mano en el hombro:

- ¡Pues existe!... Por algo los griegos no consideraban a sus guerreros mutilados, como elemento heroico de sugestión. Los héroes eran como dioses y se curaban siempre de todas las heridas.

Animóse Cara de Plata, y se le vio estirar los huesos bajo el tabardo:

- Así entendía yo la guerra; pero era un pagano. En España el soldado sin piernas a la puerta de una iglesia, es de tan buen ejemplo, que los mejores capitanes han sido tonsurados. ¡Así viene desde las guerras antiguas!

Pedro Soulinake le miró amistoso:

- ¡Gran espíritu militar!

- ¡Aquí es el de todos!

- Nosotros, los extranjeros, no podemos comprender esta tierra, y vosotros, nacidos en ella, la explicáis mal: ¿Cómo de un mismo pueblo pueden salir dos ejércitos tan distintos?... Yo estuve con los republicanos y no vi nada parecido a esto.

Cara de Plata alzó los hombros con desdén:

- Allí, los mejores, sólo tienen el sentimiento con que yo vine acá, y

que me duró hasta verme en la presencia del Rey. ¡Quieren señalarse por su valentía y ganar gloria para ellos! Esoquería yo, pero luego dentro de mí cambióse todo. Ahora, mi ambición es ver al Rey Carlos sentado en el trono, y bien gobernadas las Españas. Estuve en dos encuentros, y desde la primera vez, al ponerme en la fila de soldados, yo era toda la fila. No me separaba de ella, ni para ir adelante, ni para cejar. Se me revelaba otra conciencia. Entre los republicanos todos van separado.

Preguntó Soulinake, con la voz apagada:

- ¿Y entre los carlistas, todos son así?

- Todos. Cuando acabe la guerra nos dispersaremos. Yo, si gano una cicatriz, algo podré contar cuando viejo... Si no la gano, tampoco diré que anduve en estas batallas. ¡Y a muchos, mejor nos estaría morir!

Acabó riendo el segundón. El polaco le miró y ahondó, sin desplegar los labios. Las pisadas de los dos, resonaban bajo los porches de la casa del Rey.

VI

La Corte de Estella era madrugadora y militar. Anunciaron las cornetas el relevo de las guardias, y el segundón se despidió del polaco, para visitar al célebre Marqués de Bradomín. El caballero legitimista había pasado la noche en un sillón de la antecámara real y aún dormitaba cuando entró Cara de Plata:

- ¿Tampoco tiene cama el Marqués de Bradomin?

El viejo dandy movió la cabeza, espiritual y fatigada:

- ¡Tampoco, hijo mío!... Y este sillón, lo tengo porque de su cabecera me lo mandó el Rey.

Levantóse lentamente, y caminó hacia la ventana. Viéndole escudriñar el cielo, le interrogó Cara de Plata:

- ¿Será hoy la batalla?

El Marqués le miró sonriendo:

- ¿Estás impaciente?

Y el segundón le señaló la vidriera, donde batía la lluvia:

- No amaina el temporal, y mi deseo sería que riñésemos la batalla bajo un sol como de Agosto.

- ¿Temes que la lluvia moje tu pólvora?

- No sé..., Pero me parece que el sol infunde valor...

El Marqués hizo un gesto afirmativo y señoril.

- La Madre Isabel, que está en Irache con la Señora, me ha contado tus aventuras. Hace de tu valor muchos elogios, pero se queja de que la dejaste y te fuiste con la partida de Miquelo Egoscué.

Interrumpió Cara de Plata:

- ¡Pobre Egoscué, mala muerte tuvo!

- ¿Ibas con él cuando lo fusiló Santa Cruz?

- Yo marchaba en la vanguardia, y no lo supe hasta que toda la fuerza entró en Arguiña. Allí desertó la mitad de la gente, y de los primeros, yo.

- ¿Y desde cuando estás en Estella?

- Ayer entré con el 5.º de Navarra.

- ¿Quién manda ahora ese batallón?- El Marqués de las Hormazas.

- Es mi amigo, y le hablaré de ti.

- ¡No, Xavier! Prefiero servir en un batallón de castellanos.

Sonrió el viejo dandy:

- ¿No te placen los navarros?

Repuso casi agresivo Cara de Plata.

- Me placen más los castellanos.

El Marqués de Bradomin le miró entre irónico y paternal.

- Veremos de alcanzarte una charretera en las Lanzas de Borbón o en los Cruzados de Castilla.

Y lentamente, como habían llegado a la ventana, se volvieron a buscar el amor de un brasero que estaba en el fondo de la estancia. Salía en esto de la Cámara Real, entre un grupo de ayudantes, el veterano general Don Joaquín Elío. Era muy viejo, de una distinción amable, con los ojos azules y la cabeza toda de plata. Saludó al Marqués desde lejos, y con la mirada le indicó que entrase en la Cámara del Rey. El viejo dandy se inclinó sobre el brasero, dando un suspiro de burla:

- ¡Nuestro general olvida la etiqueta!

Murmura indiferente Cara de Plata:

- ¿Por qué?

- ¿Has visto la indicación que me hizo con los ojos? ¿Cómo la has entendido?

- ¡Que te espera el Señor!

El caballero legitimista esbozó una sonrisa delicada y maliciosa:

- El Marqués de Bradomín, caro primo, no puede entrar de esa manera clandestina en la Cámara del Rey. Aquí debemos ser más esclavos de la etiqueta que si estuviésemos en el palacio de Oriente. No lo hago por sostener mi fuero de grandeza...

Llegaba, amenazando con los guantes, el veterano general, que al oír las últimas palabras de su amigo hacia extremos de acatamiento con jovial señorío:

- Tú no puedes entrar sin golpe de alabarda en la Cámara del Rey. ¡Cierto! ¡Cierto! Todos aquí lo sabemos, querido Bradomin. ¡Pero nos creas un conflicto porque no tenemos alabardas!

El Marqués, luego de sonreír aceptando la vaya, repuso con un dejo galante y familiar:

- No lo hago por mi fuero, sino por los prestigios de la Real Persona.

Y el veterano añadió muy socarrón y calmoso:

- Para dejarlos a salvo ha querido servir de ujier el general Elío.

Concluyó el Marqués:

- ¡Los ojos del general Elío! ¡Los ojos!

- ¡Ay, que no te han parecido buenos! ¡Como llegasen a ser los ojos de alguna dama!...

Y muy cordial le tocaba en el hombro con los guantes. Bradomín le abrazó:

- ¡Ya somos muy viejos!... Hoy, valen para mi más los amigos que las mujeres.

- ¡Empiezas a ser cuerdo, Bradomín!

Salió el general seguido de sus ayudantes, y el caballero legitimista sedirigió a la Cámara Real.

- ¡Ay, qué viejo raposo! Él era quien por orgullo no quería servir de ujier y comunicarme la orden del Señor.

Indicó con la mano a Cara de Plata que le esperase en aquel sitio, y ante la puerta cerrada, inclinándose, solicitó la venia del Rey.

VII

- ¡Pase usted, Marqués!

Un ayudante abrió la puerta. El Señor estaba arrodillado ante un reclinatorio que tenía baldaquino, y en fondo de brocado las áureas lises de Francia. Al otro extremo de la estancia conversaban de quedo cuatro generales: Dorregaray, Velasco, Larramendi y Argonz. Tocaban las cornetas en la plaza, y volvían de misa los serenísimos Infantes D. Alfonso y Dª. María de las Nieves. Mirando por el balcón hacia la iglesia, dijo Dorregaray:

- Su Alteza no ha querido asistir al Consejo de Guerra.

Y repuso Velasco:

- No es partidario de que se fusile...

Luego de santiguarse alzóse Carlos VII. Era mancebo de gran brío y apostura, con los ojos graves y el rostro pálido. La barba muy crecida, negra y sedeña, casi le tocaba el pecho, y le daba una expresión de joven Carlo Magno. La figura varonil y gentil, y aquella su gran fe de cristiano y la guerra que hacía, evocaban un encanto de vieja crónica. Era como los reyes antiguos, capitán de mesnadas. Corría las tierras propias en son de justicia, y las del enemigo en algara. Hacía estancia en las villas, huésped en las rectorales y en las casas de sus caballeros. Tenía bien tenida la espada entre sus capitanes, el cetro entre los soberanos y el breviario entre los monjes. Sabia el latín para rezar en el coro, y la lengua montañesa de los versolaris que todavía recuerdan la historia de los Doce Pares. Era casi gigante, de grandes fuerzas y mucha soltura en los juegos de armas y de jineta. Mandaba con dulce imperio, y usaba de gran clemencia con los vencidos, que es manera de realeza. No era extremado en palabras de amor ni de cólera, pero cuando cerraba las puertas del corazón, ya nunca más las abría. Muchas veces se le oyó decir, en aquellas jornadas de Estella:

- Yo sé perdonar, olvidar no sé.

Alzándose del reclinatorio llegó a la mesa del consejo y puso su firma en unos autos. Los generales, que hablaban en voz baja, guardaron silencio, mientras el ayudante doblaba un pliego y lo ponía en su limosnera. Entonces Carlos VII se volvió al marqués de Bradomin:

- ¡La sentencia de muerte para Santa Cruz!

Una nube de tristeza le cubría el vivo y aguileño mirar.El viejo dandy se inclinó profundamente para besar la mano que tal justicia hacía, y oyó estas palabras, pronunciadas por Don Carlos en voz baja:

- Mi querido Bradomín, tienes que hacer de diplomático. Es preciso convencer a la Reina para que salga de Estella. Estamos en vísperas de una batalla que debe perderse, y no quisiera que la Reina y mis hijos cayesen en poder de los republicanos al entregarse mi heroica Estella.

El Marqués de Bradomín murmuró con emoción:

- ¿Y vos, Señor?

Don Carlos le puso una mano en el hombro:

- Para nosotros, querido Bradomín, no faltará sitio en la fosa del soldado.

LA GUERRA CARLISTA V, fragmento

La muerte bailando

(1914)

I

OTAÍN: - Villa feudal y carcunda entre dos puentes - . Amenas huertas sobre el río, álamos ribereños, vocingle de lavanderas. La carcunda villa navarra, lo más del año, cuelga por decrépitos balconajes, las ristras de sus ajos, famosas en toda la Ribera del Ebro. No menos notorias y celebradas, son las tiendas de boteros y talabartes en los Porches de la Plaza Mayor: - Tedio de largas tardes: Golondrinas y vencejos: Recuas que bajan al río: Sonsonetes de una escuela. - El Palacio de Redín y los muros de un convento prestigian la Plaza. La Casona de Luyando, barrocos blasones, prolongado alero, vuelve las celosías de un mirador, escapándose por la Cuesta de Descansadas. Otaín es villa vieja, con premáticas y privilegios de los Reyes de Navarra.

II

El Vicario de Otaín, aquella tarde impuso las aguas bautismales a un nieto del General Berriz de Luyando. - Otaín: Tiendas de boteros y talabartes en los porches de la Plaza Mayor. - Le tuvo en la pila el veterano de las guerras carcas, ariscado en disputa de burla con la madrina, espetada señora de gro negro que metía, oficiosa, los sarmientos de las manos, para sostener al infante. Se le impusieron los

nombres de Carlos Margarito, Alfonso, Celedonio. Fue bautizo de mucho boato, con rebatiña de cobres y alguna pieza de plata a la salida de la iglesia.

Don Celedonio Varela de Luyando, había sido uno de tantos cabecillas que ilustraron con inquisitoriales fusilamientos las fanáticas riberas del Ebro. Cruces negras y apuestas báquicas, aún alargan su fama por aquellos pagos. De rancio linaje alavés, heredero de ricos mayorazgos, gran jugador de bolos, amigo de meriendas con mozas y pellejudas, su nombre ha sonado en todas las guerras ventorriles, y no hubo, en tiempos, recua de mulas sin una Luyanda.

Alegre y despótico, sin cambiar de vida, llegó a viejo con rufos carmines. No había dejado ni las comilonas ni el fornicio, siempre por ferias y romerías, conspirandocon clérigos, y ricachones.

Octavia Luyando, hija del rufo veterano, estaba casada con un caballero alavés, de linaje antiguo, emparentado con las casas de Beorlati y de Redín. Eliseo Samaniego, era tímido y circunspecto, de buenas costumbres, aficionado a los libros

[ faltan páginas en el original ]

Al volver de la iglesia, la madrina logró raptar al infante, y en disputa con el veterano, se lo presentó a la madre:

- ¡Un nuevo pecador!

Octavia, enternecida, tomó al infante en los brazos:

- ¿Qué te guardará el mundo hijo de mis entrañas?

Replicó arisca la espetada señora:

- ¡Si sale a los suyos, dar guerra a todo el Género Humano!

El abuelo marcó castañuelas. Aquello sulfuró a la vieja señora:

- ¡Nunca tendrás sindéresis!

- ¡Culpa de tus gracias!

- ¡Ni el Credo siquiera, me has dejado rezar con devoción! ¡Octavia, tú no sabes! ¡Hija, qué tarde! ¡Estaba viendo cuando dejaba caer al rorro, en la pila! ¡Cómo está de perlático! ¡Ya no puede ni con los calzones!

El veterano lanzó una solfa de notas sostenidas, con quiebros y castañuelas:

- ¡Si te dignas bailar una jota!

- ¡No he perdido la cabeza!

Octavia intervino, con suave gracejo:

- ¡Estamos en familia!

- ¡Ah! ¿También para ti sería motivo de regocijo verme hacer la tarasca?

- ¡Por Dios, no se enoje usted, Tía Paca!

- ¡Y ese fantasmón se figurará que le temo!

Octavia, hija única, estaba casada con un pariente lejano, caballero devoto y vascófilo, también emparentado con la casa de Redín: Era un matrimonio joven, florecido con nueve vástagos. Era blanca y rubia, melosa y discreta de sonrisas y palabras, con un guiño miope y gracioso: Se inclinó para besar al niño que rebullía asustado por la bulla del abuelo.

La madrina, a su lado en el sofá de góndola, aconsejaba:

- Si puedes criarlo debes hacerlo. ¡Mira que ya son nueve, y por mucho que haya en una casa, a la hora del reparto todos pobres!

- ¡Déjelos usted que vengan, Tía Paquita!

- A ti te mejora el echar hijos al mundo. ¡Cada día estás más joven y más guapa!

- Yo llevo la vejez por dentro.

- Haz como tu padre. ¡Que le vayan a ese con penas!

Octavia susurró confidencial:

- Eliseo está muy disgustado. Hemos sabido que ha hecho nuevas hipotecas... Se arruina por la Causa.

- Pon lejos al capellán. Ese narigudo es quien le aconseja.

- Indudablemente. Eliseo le busca un beneficio. Veremos si se le obtiene y podemos verle fuera de casa.

César era alto, esbelto, rubio, un simpáticobotarate de quince años que hacía el amor en las tertulias a niñas y viejas. Copiaba el estilo del abuelo, y en su boca adolescente, las rancias galanterías eran de una cómica petulancia que provocaba burlas y reprimendas de las tías solteronas. Matildita Meneos le hacía rabiar llamándole muñeco. La Tía Demetria Obando, le satirizaba, con citas de novelones, y versos de sus mocedades. A César, sólo le apuraba un poco, los vinagres de la vieja Marquesa de Redín. La Tía Paca, seca y mandona, era el coco de aquellos niños. Un coco familiar, que guardaba caramelos en el redicul, y

jugaba largas partidas de brisca y de burro.

Carlota, César, Adelaida, Jaime, Tirsín, Octavia, Marichu, Pompón y Pío Margarito recién cristianado. Merendaban los mayores con otros niños en la galería de persianas verdes - Platos y cristales, flor de cera por el cielo raso, lustres de la oscura tarima, papeles con escenas de cuáqueros y negros segando la caña - . Entre Carlota y César, no mediaba un año justo. Se parecían en el desarrollo precoz, en las voces frescas, en las risas claras, una similitud entrañable que no nacía de los semblantes. Carlota era pálida, ojinegra, pensativa: César encendido como una candela, y atropellado. Agila Redín sentado entre los dos, contaba graciosas mentiras. Carlota con un pronto de ternura, quiso abrazarle: Tan apasionada e irreflexiva fue la niña en su impulso, que volcó el cangilón de chocolate. Agila, con una mano escaldada, cerró los ojos. Carlota sobrecogida y acongojada, llenábale la cara de besos:

- ¡Agila, perdóname!

Agila notábase los labios fríos y reprimía las lágrimas con un sentimiento de varonil entereza. Abrió los ojos con una sonrisa forzada de niño petulante:

- ¡No es nada!... ¡Pero aun cuando fuese me tenía sin cuidado!

Se apuraba César:

- ¡Es muy valiente, pero has hecho una atrocidad, Carlota! ¡A ti te dan rachas!

Carlota excusaba su culpa:

- ¡Fue sin pensarlo!... ¿Te escuece mucho, Agila?

- No me escuece nada.

César se llenó de entusiasmo:

- ¡Éste nunca se queja!

Los otros niños, - baberos y bigotes de chocolate alborotaban en torno de la mesa. La Chinta, dueña oficiosa, imponía silencio, con aristas de zedas vascuences. Don Lino Lorce, preceptor y capellán, acompasando saludables consejos ponía la venda de una servilleta en la mano de Agila. El narigudo ordenado predicaba moderación y compostura en los juegos. El ama seca cortó la plática del tonsurado:

- ¡Ocurrencia vendar con el servilleto!...

Replicó Don Lino:

- Cubrir la mano para evitar una erisipela.

El ama tenía otra ciencia para curar las escaldaduras:

- Una pochada de harina, voya ponerte, ruin. Agila la rechazó con adustez:

- ¡Esto no es nada!

- ¡No seas rebelde!

- ¡Soy el dueño de mi mano!

- ¡Todo es de tus papás! ¿Verdad Don Lino?

Aseveró el capellán:

- ¡Indudablemente!

Agila tuvo un pronto de irascible ingenio:

- ¿A quién le duele? Me toman ustedes por papanatas.

El ama seca le reprendió encendida de añejas enseñanzas:

- ¡No des mal ejemplo a estos ángeles! Habla en ti el demonio.

Apuraba Don Lino una sonrisa desdeñosa y condescendiente:

- El corto desarrollo de tu inteligencia, te hace incurrir en esa lamentable confusión. ¿Preguntas a quién le duele? A tus padres, hijo, a tus papás cuando lo sepan, pero con un dolor afectivo, un dolor espiritual, de una categoría superior a los dolores físicos.

Agila se burló:

- Mis padres, cuando lo sepan, dirán que lo tenía merecido.

- El reconocimiento de los designios providenciales, no excluye el dolor de los castigos enviados del cielo. En las almas piadosas, puede asegurarse que lo aumenta con el remordimiento de haber ofendido a Dios.

Carlota se acusó fogosa:

- Agila no ha hecho nada malo. ¡Yo he tenido toda la culpa!

Agila la miró con ojos brillantes:

- Ya te dije que no me importaría nada, aun cuando tuviesen que cortarme la mano.

Carlota le echó los brazos al cuello:

- ¡Vamos a jugar!

Escaparon cogidos de la mano. Pompón se metía un zapatín de charol en la jícara del chocolate. El ama seca abría los brazos.

III

Agila y Carlota, asidos de la mano, risueños, cautelosos, corriendo sobre la punta de los pies, se acercaron al salón que vertía por los corredores músicas y alegrías de la fiesta. Sonaban compases y zapateos de un zorzico. Las criadas que curioseaban por entre cortinas, retuvieron a los niños con gesto familiar, mimando mudas advertencias. Agila y Carlota, - las cabezas juntas, alegres ojos de felices infancias - , se asomaron al salón, por entre el retablo de la escalera. Agila reprimió una risa irreverente:

- ¡Vaya mona! ¡Tu abuelo y mi abuela se la han puesto!

El general Luyando, bailaba con la vieja Marquesa de Redín. Carlota, tras un borbotón de alegría, quedó triste, confusa, sin resolverse a juzgar sobre el ejemplo que suscitaba el baile y las bromas de los dos ancianos. Crédula y piadosa, retenía en el pensamiento la burla de Agila.

Una alegre mueca animaba todas las caras. Miró a su madre y la vio sonreír plácidamente. Se afianzó con esto el ánimo de la niña, revertido al goce del baile, todo simpatía por la verde senectud del abueloy la Tía Paca. El abuelo, remataba con pirueta de mozo, una mudanza del baile, y todos aplaudían el brío del veterano. Agila y Carlota sacaban las cabezas por entre blancos delantales, en el retablo de niñeras y criados. Octavia los vio, y les hizo una seña llamándoles. Tomó la mano vendada de Agila:

- ¿Te han herido en la guerra?

- Sí, señora.

- No hagas el payaso con esa venda.

Carlota se encendió con amapolas de veraces lumbres:

- ¡Tiene una quemadura que horroriza! ¡Por mi culpa, mamá! ¡Sólo por mi culpa! ¡Pero ha sido sin querer! ¿Sin querer, verdad Agila?

- ¡Tú no has hecho nada!

- ¿Pero qué ha sido?

- Se me vertió el chocolate.

- ¡Yo le empujé sin querer!...

- No hay tal. He sido yo...

- Por atolondrado.

- ¡Me asusté con la nariz de Don Lino!

Octavia le amonestó con dulzura maternal:

- Don Lino es un ministro del Señor. Siempre con las personas de respeto, están mal esas burlas, pero mucho peor cuando se trata de un ordenado. Luego vamos a ver lo que tienes en la mano. Ahora escóndela, y no llames la atención de tu abuela.

La rancia señora, remontada de brazos, abierta la rueda del meriñaque, estallaba castañuelas con los dedos, y lucía los juanetes en un limpio punteado. Miraba de ojos caídos, y apretaba los labios, con gesto arrugado, de vieja pilonga. Dispuesta a obtener victoria sobre el veterano de las guerras carcas, escribía con los juanetes, seca y atesonada, los más difíciles ringorrangos de la jota. El General, dándole la réplica, zapateaba y hacía la rueda, estilizando un rufo desafío de gallo viejo. Agila, desobediente, juntó las manos con fofo aplauso de pelele, a causa del vendaje. A hurtadillas, con disimulados pellizcos de monja, le advirtió Carlota: La niña, reparó luego a su madre, y la vio sonriente, ajenada, complacida en el baile. Después de un brioso zapateado, la rancia señora quedó como las grullas, con una pata en el aire:

- ¡No había de mancarme el zapato!...

IV

En el sofá del estrado, dándose aire con el abanico, descalza de un pie, recibía plácemes la vieja Marquesa de Redín:

- ¡Íbamos a ver quien se llevaba la palma!... Y aún hemos de verlo... Pero con otros zapatos.

El veterano de las guerras carcas, acogía el desafío, con joviales risas de Sileno.

- ¡Con botas de montar!

- ¡Con mis zapatos de todos los días!

- ¿Y cuándo va a ser eso?

Metiéndolo a burlas, la rancia señora, oprimía una mano de Octavia.

- ¡No faltará ocasión!...Lo dejaremos para el año que viene, en el bautizo del futuro retoño.

Octavia se alarmó con risueña protesta:

- ¡Por Dios Tía Paca!

- ¡Pero crees que has echado la llave! Sois los dos muy jóvenes. No te deseo ese regalo, bien lo sabe Dios. Con nueve tienes bastante para ganar el Cielo... ¡Y suerte que ninguno descubre sentimientos torcidos!

Con rancios vinagres, disimulándose, metía en el zapato la punta del pie y estiraba la calceta. Las otras viejas del tertulión, con mesurado vaivén de los abanicos, sobre los pechones guardapelos, ponían toda la atención en el baile de la gente joven. Unos lanceros románticos que, vencido de ruegos, tecleaba el capellán: Ceñido en la sotana, y apenas sentado en el taburete del piano, volvía sobre el hombro el cuadrante de la nariz, y de oído sacaba la música:

- ¡La Iglesia, no prohíbe los bailes, cuando son honestos! El extranjerismo pernicioso de las costumbres ha puesto hoy de moda en todos los lugares públicos, el agarrado. ¡Qué podemos esperar de unas leyes que así autorizan la relajación de costumbres!

Eulalia Redín bailaba con Jorge Ordax: Estaban en un momento de paces. Distraídos en su coloquio de mieles, enredaban todas las figuras del baile, promoviendo risas, y animando bromas. Octavia se inclinó al oído de la vieja Marquesa:

- ¡Hay que hacer esa boda, Tía Paca!

Se arrugó la Tía Paca:

- Te diré como nuestros labriegos de las cosechas antes de madurar. ¡Todavía tiene que dormir muchas noches fuera!

Agila, oprimió con sigilosa advertencia una mano de Carlota: Los dos niños se miraron en los ojos, suspensos, adivinos de secretos. La abuela reparó en la venda del nieto:

- Ven acá, diablillo. ¿Qué tienes en esa mano?

- Una escaldadura.

Aseguró sin otro trámite la abuela:

- No escarmentarás, y esa será la lástima.

V

Al General Luyando le gustaban las habaneras, y como el capellán ponía escrúpulo en acompañarlas, salió al piano una señorita sin novios ni esperanzas, seca, cuarentena, desabrida y burlona. Una vez en el taburete del piano, vuelta la cabeza, sacó la lengua a modo de gracia.

Matildita Meneos, hacía veinte años, que acompañaba en las tertulias.

Al otro extremo del salón, sonreía el marido de Octavia. Atento y discreto, sin turbar el baile, con tenues pisadas, vino a conversar con las estantiguas del estrado, el marido de Octavia. Don Eliseo Zarate, de linaje alavés, antiguo y bien notado, era un caballero de graciosa fealdad, muy moreno y endrino. Tenía una notable desigualdad en los ojos: El uno de limpios verdes, y otro partido con iris de gato. Octavia, con suave sonrisa, lehizo lugar a su lado:

- ¿Te aburres?

Don Eliseo de Zarate, siempre de humor indulgente, oprimió la mano de su mujer:

- No me divierto demasiado...

Era devoto, amigo de sabias lecturas, genealogista y poeta vascuence. No veía con buenos ojos aquellos rufos alardes, sin embargo, se consumía en silencio y apenas si les oponía un comedido vaivén de cabeza. Más le preocupaban las hipotecas que hacía el suegro, comprometiendo la herencia de los nietos. Y sobre todo la loca aventura de resucitar la guerra de partidarios en las líneas del Ebro.

Octavia, se interesaba, en la amartelada mímica de Jorge y Eulalia:

- Parecen arreglados.

- ¡Esa chica está perdiendo el tiempo! Jorge ha pedido el pase para Cuba. Va como ayudante de Valdemoro.

- ¿Y Eulalia lo sabe? ¿Usted oye esto, Tía Paca?

- ¿Qué hija?

- Que Jorge ha pedido el pase para Cuba. ¿Pensará dejarla comprometida, y largarse?...

- No pensará nada. Esos buenos mozos suelen estar vacíos. ¡Pareja igual de tontos!...

- La boda a mí me gustaba.

- No era un descabello.

Por la noche hubo cena de fiesta, gran cena de cocina provinciana, cordero roncalés de dos madres, zorzas de lomo riojano, empanadas pamplonesas, truchas de Vertiz-Arana: Comiendo y bebiendo hizo proezas el veterano de las guerras carcas. El Vicario de Santa María y Don Julián Larramendi, Capellán de San Miguel, no pudieron competirle, ni en los honores a las viandas, ni en los brindis por el triunfo de la

Causa. Encendidos y barbullones, con acompasados encomios, recordaban que el linajudo veterano, en aquellas lides, del comer y del triscar, siempre había sido el primero de Navarra.

El General Luyando, la servilleta en la gola, rufo y apoplético, saludaba levantándose con joviales brindis:

- ¡Por la hurí de la media almendra! ¡Por esa que tuerce el morrete con tanta sal! Para que le saque bien los zapatos el Glorioso San Crispín. Por los juanillos de la ingrata, que me desafía con el fuego de sus miradas. Hermosa mía, por no verte esa cara de vinagre, me daré por vencido en el baile. San Crispín, te hará unos ensebios para que te luzcas. Por ti se canta la copla:

A la puerta del Cielo

Hacen zapatos

Para los angelitos

Que andan descalzos.

Las luces, los manteles, la cristalería, toda la rueda de comensales, y la servidumbre asomada entre cortinas se arrugaron con una ráfaga de dispersas algarabías. La Marquesa Viuda de Redín, hecha un vinagre, susurró en el oído de Octavia:

- Me parece que tu padre está bebiendo demasiado.

- ¡Hay que dejarle!

- Eres su hija, y sabeslo que haces. Pero a cierta edad esos alardes, pueden ser fatales. La muerte de los viejos está en la mesa.

Octavia asintió suspirando, sin perder la sonrisa complaciente:

- Vamos a ver si levantándonos...

Las dos señoras, santiguándose, se levantaron, y a su ejemplo, con mudas señas, los otros comensales. A todos detuvo el veterano de las guerras carcas, levantando el vaso, con gargalladas de Sileno:

- ¡Firmes! ¡Ninguno se mueva! Todos en su puesto. Ahora empieza la broma.

Señaló a la puerta. Disimulando risas dos criados, entraban una gran banasta, cubierta con almidonados lienzos. Tiró de una punta el veterano:

- Presente del Glorioso San Crispín. Tome asiento la hurí descalzona.

Descubierta la banasta, aumentaron la bulla y algazara en torno. El

veterano, levantaba una enorme bota de montar, y bailándola por el tirante, hacía sonajear la espuela que tenía calzada.

Picada de la broma, arrugados los pergaminos por una risa de vinagre, le interrumpió la vieja de Redín:

- Tendrás tu merecido. Ahora mismo, si hay quien la toque, vamos a bailar una galop.

El veterano le abrió los brazos:

- ¡A ello!

La tomó del talle.

- Procura no pisarme.

- Tú, condenada hurí, te figuras que estoy borracho, y quieres darme la puntilla.

- Ya te bates en retirada.

- ¡Jamás!

- Mejor será que la duermas y lo dejemos para el bautizo del año que viene.

- ¡Por Dios Tía Paca!

Solfeó el Capellán de San Miguel con lumbres fanáticas:

- El año que viene bailaremos con pólvora y guitarras. La España de Cristo, no puede permanecer muda.

La bota de montar, con la espuela calzada, recogía las luces de la lámpara, sobre los manteles de la cena, entre roscos de monjas, y tocinos del cielo. Asentía sin duda, porque amochaba el tirante.

VI

Saltó una tecla desesperada. - ¿La galop del año treinta quién podía acometerla con aquel brío romántico, si no era Matildita Meneos? - El caduco piano se desvencijaba con la furia mundana de los esqueletos en los bojes de Holbein. La Marquesa bailaba sin zapatos, y en los revuelos del meriñaque lucía las canillas con calcetas blancas. El veterano se sofocaba y sentía la aviesa intención con que le obligaban los brazos secos de la pareja, en un remolino de vueltas.

- ¡Condenada hurí abre las vueltas!

- Tiemblan las consolas.

- ¡Si aprieto los brazos te ahogo!

- ¡Pide clemencia!

- ¡Si te ahoga el asma, hermosa mía!

- ¿No la pides?

- Abre las vueltas. La galop se baila de largo.

- ¡Y en redondo!

- ¡El vals!

- El valsy la galop.

- ¡Nuestros tiempos!...

Se detuvo con baboso tartamudeo, balanceó el cuerpo rollizo, sobre la rancia pareja vestida de gro negro, y con ras de las manos por la seda, el veterano de las guerras carcas, hércules y rollizo, caía desplomado sobre los lustres del suelo, y abierta la rueda del meriñaque, espantaba un grito la abuela. Acudían todos, con tumulto y duelos. El salón, de pronto, se trastornaba con dramático rafagueo. Octavia, arrebatada de gritos y llantos, con los niños asidos a la falda, derribóse sobre las rodillas. Entre gritos y crispaciones, fue conducida al estrado. En brazos del marido, asistida de algunas señoras, suplicaba que no la separasen de su padre: Volvía los ojos a la puerta del salón por donde sacaban el cuerpo roblizo del veterano. Desfallecióse en el sofá, recibiendo el aire de abanicos y pañuelos, aplacada la aridez de los nervios en un proceso de lágrimas:

- ¡Eliseo, no me apartes en estos momentos de mi padre! Es inútil cuanto me digas.

- Procura tranquilizarte. Lo de tu padre es un mareo sin importancia.

- ¡Una apoplejía!

- ¡Cálmate! ¡Cálmate! No hagas malos presagios.

- ¡Eliseo no me engañes con esperanzas!

Hecha un mar de resignadas lágrimas, se abrazó al marido. En el encerado luminoso y vacío del baile, permanecía arrodillada, con rezo lechuzo, la Marquesa de Redín.